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EL FINAL DE LA METAFÍSICA

EL NIHILISMO EUROPEO
Martin Heidegger
Traducción de Juan Luis Vermal, en HEIDEGGER, M., Nietzsche II, Ediciones Destino, Barcelona, 2000.

EL FINAL DE LA METAFÍSICA

Para comprender la filosofía de Nietzsche como metafísica y delimitar su lugar en la historia de la metafísica, no basta con explicar historiográficamente como «metafísicos» algunos de sus conceptos fundamentales. Debemos comprender la filosofía de Nietzsche como metafísica de la subjetividad. También respecto de este título, «metafísica de la subjetividad», vale lo que se dijo sobre la expresión «metafísica de la voluntad de poder». El genitivo tiene el doble sentido de genitivus subiectivus y genitivus obiectivus, expresiones en las que las denominaciones subiectivus y obiectivus tienen y adquieren un significado fuerte y estricto.

La metafísica de Nietzsche y por lo tanto el fundamento esencial del «nihilismo clásico» se pueden definir ahora con mayor precisión como metafísica de la incondicionada subjetividad de la voluntad de poder. No decimos simplemente «metafísica de la incondicionada subjetividad» porque esta determinación vale también para la metafísica de Hegel, en la medida en que es la metafísica de la incondicionada subjetividad de la voluntad que se sabe a sí misma, es decir del espíritu. Correspondientemente, el modo de la incondicionalidad se determina en él desde la esencia de la razón que es en y por sí, a la que Hegel piensa siempre como unidad de saber y voluntad, y nunca en el sentido de un «racionalismo» del mero entendimiento. Para Nietzsche, la subjetividad es incondicionada como subjetividad del cuerpo, es decir de las pulsiones y los afectos, es decir de la voluntad de poder.

En cada una de estas figuras de la subjetividad incondicionada la esencia del hombre se integra en un papel diferente. De modo general y permanente, la esencia del hombre está fijada a lo largo de la historia de la metafísica como animal rationale. En la metafísica de Hegel, la rationalitas, entendida de modo especulativo-dialéctico, se vuelve determinante para la subjetividad; en la metafísica de Nietzsche, la animalitas (animalidad) se convierte en hilo conductor. Consideradas en su unidad histórico-esencial, ambas llevan la rationalitas y la animalitas a una validez incondicionada.

Por lo tanto, la esencia incondicionada de la subjetividad se despliega necesariamente como la brutalitas de la bestialitas. Al final de la metafísica se encuentra la proposición: homo est brutum bestiale. La expresión nietzscheana de la «bestia rubia» no es una exageración ocasional sino la caracterización y la consigna de un contexto en el que estaba conscientemente, sin llegar a captar sus referencias histórico-esenciales.

En qué medida, sin embargo, la metafísica, pensada desde la situación comentada, está, en su esencia, acabada, e histórico-esencialmente, en su final, es algo que requiere una discusión propia.

Aquí sólo insistiremos nuevamente en lo siguiente: hablar del final de la metafísica no quiere decir que en el futuro no «vivirán» ya hombres que piensen de modo metafísico y elaboren «sistemas de metafísica». Aún menos quiere decirse con ello que la humanidad en el futuro no «vivirá» ya basándose en la metafísica. El final de la metafísica que se trata de pensar aquí es sólo el comienzo de su «resurrección» bajo formas modificadas; éstas dejarán a la historia en sentido propio, a la historia ya pasada de las posiciones metafísicas fundamentales sólo el papel económico de proporcionar los materiales con los que, correspondientemente transformados, se construirá de «nuevo» el mundo del «saber».

Pero ¿qué quiere decir entonces «final de la metafísica» ? Respuesta: el instante histórico en el que están agotadas las posibilidades esenciales de la metafísica. La última de estas posibilidades tiene que ser aquella forma de la metafísica en la que se invierte su esencia. Esta inversión es llevada a cabo no sólo efectivamente sino también a sabiendas, aunque de manera diferente en ambos casos, en la metafísica de Hegel y en la metafísica de Nietzsche. Este ejercicio a sabiendas de la inversión es, en el sentido de la subjetividad, la única inversión real que le es adecuada. El propio Hegel dice que pensar en el sentido de su sistema quiere decir hacer el intento de estar y caminar cabeza abajo. Y Nietzsche ya en época temprana designa a toda su filosofía como inversión del «platonismo».

El acabamiento de la esencia de la metafísica puede ser, en su realización, muy imperfecto y no precisa excluir que sigan existiendo las posiciones metafísicas fundamentales habidas hasta el momento. Lo verosímil es que se llegue a un cómputo de las diferentes posiciones metafísicas fundamentales, de sus diversas doctrinas y conceptos. Pero este cómputo, nuevamente, no sucede de modo arbitrario. Es dirigido por el modo de pensar antropológico que, no comprendiendo ya la esencia de la subjetividad, continúa la metafísica moderna aplanándola. La «antropología» como metafísica es la transición de la metafísica a su forma última: la «cosmovisión».

Queda por decidir, sin embargo, la cuestión de si, y cómo, todas las posibilidades esenciales de la metafísica son abarcables de manera concluyente. ¿No podrían acaso quedar reservadas para el futuro posibilidades de la metafísica de las que nosotros no tenemos ninguna idea? En efecto, no estamos nunca «por encima» de la historia, y menos que nada «por encima» de la historia de la metafísica, si es cierto que es el fundamento esencial de toda historia.

Si la historia fuera una cosa podría aún resultar convincente que se exigiera estar «por encima» de ella para poder conocerla. Pero si la historia no es una cosa, y si nosotros mismos, al ser de modo histórico, somos también ella misma, el intento de estar «por encima» de la historia es quizá una aspiración que jamás podrá alcanzar el lugar desde donde tomar una decisión histórica. Presumiblemente, la meditación sobre la esencia más originaria de la metafísica nos conduce a la cercanía del lugar de tal decisión. Esta meditación es equivalente a la intelección de la esencia del nihilismo europeo según la historia del ser.

Martin Heidegger

Zaratustra

7

¿Qué lenguaje hablará tal espíritu cuando hable él solo consigo mismo? El lenguaje del ditirambo. Yo soy el inventor del ditirambo. Oígase cómo Zaratustra habla consigo mismo antes de la salida del sol (III, 18): tal felicidad de esmeralda, tal divina ternura no la poseyó, antes de mí, lengua alguna. Aun la más honda melancolía de este Dioniso se torna ditirambo; tomo como signo La canción de la noche, el inmortal lamento de estar condenado, por la sobreabundancia de luz y poder, por la propia naturaleza solar, a no amar.

Es de noche: ahora hablan más fuerte todos los surtidores. Y también mi alma es un surtidor.
Es de noche: sólo ahora se despiertan todas las canciones de los amantes. Y también mi alma es la canción de un amante.
En mí hay algo insaciado, insaciable, que quiere hablar. En mí hay un ansia de amor, que habla asimismo el lenguaje del amor.
Luz soy yo: ¡ay, si fuera noche! Pero ésta es mi soledad, el estar circundado de luz.
¡Ay, si yo fuese oscuro, y nocturno! ¡Cómo iba a sorber los pechos de la luz!
¡Y aun a vosotras iba a bendeciros, vosotras pequeñas estrellas centelleantes y gusanos relucientes allá arriba — y a ser dichoso por vuestros regalos de luz.
Pero yo vivo en mi propia luz, yo reabsorbo en mí todas las llamas que de mí salen.
No conozco la felicidad del que toma; y a menudo he soñado que robar tiene que ser más dichoso aun que tomar.
Esta es mi pobreza, el que mi mano no descansa nunca de dar; ésta es mi envidia, el ver ojos expectantes y las despejadas noches del anhelo.
¡Oh desventura de todos los que regalan! ¡Oh eclipse de mi sol! ¡Oh ansia de ansiar! ¡Oh hambre ardiente en la saciedad!
Ellos toman de mí: ¿pero toco yo siquiera su alma? Un abismo hay entre tomar y dar: el abismo más pequeño es el más difícil de salvar.
Un hambre brota de mi belleza: daño quisiera causar a quienes ilumino, saquear quisiera a quienes colmo de regalos, — tanta es mi hambre de maldad.
Retirar la mano cuando ya otra mano se extiende hacia ella semejante a la cascada, que vacila aún en su caída: tanta es mi hambre de maldad.
Tal venganza se imagina mi plenitud, tal perfidia mana de mi soledad.
¡Mi felicidad en regalar ha muerto a fuerza de regalar, mi virtud se ha cansado de sí misma por su sobreabundancia!
Quien siempre regala corre peligro de perder el pudor; a quien siempre distribuye fórmansele, a fuerza de distribuir, callos en las manos y en el corazón.
Mis ojos no se llenan ya de lágrimas ante la vergüenza de los que piden; mi mano se ha vuelto demasiado dura para el temblar de manos llenas.
¿A dónde se fueron la lágrima de mi ojo y el plumón de mi corazón? ¡Oh soledad de todos los que regalan! ¡Oh taciturnidad de todos los que brillan!
Muchos soles giran en el espacio desierto: a todo lo que es oscuro háblanle con su luz — para mí callan.
Oh, ésta es la enemistad de la luz contra lo que brilla, el recorrer despiadada sus órbitas.
Injusto en lo más hondo de su corazón contra lo que brillo, frío para con los soles — así camina cada sol.
Semejantes a una tempestad recorren los soles sus órbitas, siguen su voluntad inexorable, ésa es su frialdad.
¡Oh, sólo vosotros los oscuros, los nocturnos, sacáis calor de lo que brilla! ¡Oh, sólo vosotros bebéis leche y consuelo de las ubres de la luz!
¡Ay, hielo hay a mi alrededor, mi mano se abrasa al tocar lo helado! ¡Ay, en mí hay sed, que desfallece por vuestra sed!
Es de noche: ¡ay, que yo tengo que ser luz! ¡Y sed de lo nocturno! ¡Y soledad!
Es de noche: ahora, cual una fuente, brota de mí mi deseo, — hablar es lo que deseo.
Es de noche: ahora hablan más fuerte todos los surtidores. Y también mi alma es un surtidor.
Es de noche: ahora se despiertan todas las canciones de los amantes. Y también mi alma es la canción de un amante.

8

Nada igual se ha compuesto nunca, ni sentido nunca, ni sufrido nunca: así sufre un dios, un Dioniso. La respuesta a este ditirambo del aislamiento solar en la luz sería Ariadna… ¡Quién sabe, excepto yo, qué es Ariadna! … De todos estos enigmas nadie tuvo hasta ahora la solución, dudo que alguien viera siquiera aquí nunca enigmas. — Zaratustra define en una ocasión su tarea –es también la mía– con tal rigor que no podemos equivocarnos sobre el sentido: dice sí hasta llegar a la justificación, hasta llegar incluso a la redención de todo lo pasado.

Yo camino entre los hombres como entre los fragmentos del futuro, de aquel futuro que yo contemplo.
Y todos mis pensamientos y deseos tienden a pensar y reunir en unidad lo que es fragmento y enigma y espantoso azar.
¡Y cómo soportaría yo ser hombre si el hombre no fuese también poeta y adivinador de enigmas y el redentor del azar!
Redimir a los que han pasado, y transformar todo «fue» en un «así lo quise» — ¡sólo eso sería para mí redención!

[Así habló Zaratustra, parte II, De la redención, Al. Ed., pág. 204]

En otro pasaje define con el máximo rigor posible lo único que para él puede ser el hombre –no un objeto de amor y mucho menos de compasión– también la gran náusea producida por el hombre llegó Zaratustra a dominarla: el hombre es para él algo informe, un simple material, una deforme piedra que necesita del escultor.

¡No-querer-ya y no-estimar-ya y no-crear-ya! ¡Ay, que ese gran cansancio permanezca siempre alejado de mí!
También en el conocer yo siento únicamente el placer de mi voluntad de engendrar y devenir; y si hay inocencias en mi conocimiento, esto es porque en él hay voluntad de engendrar.
Lejos de Dios y de los dioses me ha atraído esa voluntad; ¡qué habría que crear si los dioses — existiesen!
Pero hacia el hombre vuelve siempre a empujarme mi vehemente voluntad de crear; así se siente impulsado el martillo hacia la piedra.
¡Ay, hombres, en la piedra dormita para mí una imagen, la imagen de mis imágenes! ¡Ay, que ella tenga que dormir en la piedra más dura, más fea!
Ahora mi martillo se enfurece cruelmente contra su prisión. De la piedra saltan pedazos: ¿qué me importa?
Quiero acabarlo: pues una sombra ha llegado hasta mí — ¡la más silenciosa y más ligera de todo la cosas vino una vez a mí!
La belleza del superhombre llegó hasta mí como una sombra. ¡Ay, hermanos míos! –¡Qué me importan ya — los dioses!

[Así habló Zaratustra, parte II, En las islas afortunadas, Al. Ed., pág. 133]

Destaco un último punto de vista: el verso subrayado da pretexto a ello. Para una tarea dionisíaca, la dureza del martillo, el placer mismo de aniquilar forman porte de manera decisiva de las condiciones previas. El imperativo « ¡Endureceos! », la más honda certeza de que todos los creadores son duros, es el auténtico indicio de una naturaleza dionisíaca.

Milan Kundera

De “La Insoportable Levedad del Ser” M. Kundera

Descartes dio un paso decisivo: hizo del hombre (y no de la mujer entiéndase) dueño y señor de la naturaleza. Pero existe sin duda cierta profunda coincidencia en que haya sido precisamente él quien negó definitivamente que los animales tuvieran alma: El hombre es el dueño y señor mientras que el animal dice Descartes- es sólo un autómata, una máquina viviente, machina animata. Si el animal se queja, no se trata de un quejido, es el chirrido de un mecanismo que funciona mal. Cuando chirría la rueda de un carro, no significa que el eje sufra, sino que no está engrasado. Del mismo modo que hemos de entender el llanto de un animal y no entristecernos cuando en un laboratorio experimentan con un perro y lo trocean vivo.

No hay nada más conmovedor que ver a las vacas cuando juegan. Teresa las mira con simpatía y piensa que la humanidad vive a costa de las vacas, del mismo modo en que la tenia vive a costa del ser humano. El ser humano es un parásito de la vaca, así definiría probablemente un no-ser humano a un ser humano en su zoología.

En el mismo comienzo del Génesis esta escrito que Dios creo al hombre (= ser humano) para confiarle el dominio sobre los pájaros, los peces y los animales. Claro que el Génesis fue escrito por un hombre y no por un caballo. No hay seguridad alguna de que Dios haya confiado efectivamente al hombre el dominio de otros seres. Mas bien parece que el hombre invento a Dios para convertir en sagrado el dominio sobre la vaca y el caballo, que había usurpado. Si, el derecho a matar un ciervo o una vaca es en lo único que la humanidad coincide fraternalmente, incluso en medio de las guerras más sangrientas.
Ese derecho nos parece evidente porque somos nosotros los que nos encontramos en la cima de esa jerarquía. Pero bastaría con que entrara en juego un tercero, por ejemplo un visitante de otro planeta al que Dios le hubiese dicho, y toda la evidencia del Génesis se volvería de pronto problemática. Es posible que el hombre uncido a un carro por un marciano, eventualmente asado a la parrilla por un ser de la vía Láctea, recuerde entonces la costilla de ternera que estaba acostumbrado a trocear en su plato y le pida disculpas (¡tarde!) a la vaca.

Teresa acaricia constantemente la cabeza de Karenin, que descansa tranquilamente sobre sus rodillas. Para sus adentros dice aproximadamente esto: No tiene ningún merito portarse bien con otra persona. Teresa tiene que ser amable con los demás aldeanos porque de otro modo no podría vivir en la aldea. Y hasta con Tomas tiene que comportarse amorosamente, porque a Tomas lo necesita. Nunca seremos capaces de establecer con seguridad en que medida nuestras relaciones con los demás son producto de nuestros sentimientos, de nuestro amor, de nuestro desamor, bondad o maldad, y hasta que punto son el resultado de la relación de fuerzas existente entre ellos y nosotros.

La verdadera bondad del hombre solo puede manifestarse con absoluta limpieza y libertad en relación con quien no representa fuerza alguna. La verdadera prueba de la moralidad de la humanidad, la más honda (situada a tal profundidad que escapa a nuestra percepción), radica en la relación con aquellos que están a su merced: los animales. Y aquí fue donde se produjo la debacle fundamental del hombre, tan fundamental que de ella se derivan todas las demás.
Sigo teniendo ante mis ojos a Teresa, sentada en un tronco, acariciando la cabeza de Karenin y pensando en la debacle de la humanidad. En ese momento recuerdo otra imagen: [color=#00FF00]Nietzsche sale de su hotel en Turín. Ve frente a él un caballo y al cochero que lo castiga con el látigo. Nietzsche va hacia el caballo y, ante los ojos del cochero, se abraza a su cuello y llora.
Esto sucedió en 1889, cuando Nietzsche se había alejado ya de la gente. Dicho de otro modo: Fue precisamente entonces cuando apareció su enfermedad mental. Pero precisamente por eso me parece que su gesto tiene un sentido más amplio. Nietzsche fue a pedirle disculpas al caballo por Descartes. Su locura (es decir su ruptura con la humanidad) empieza en el momento en que llora por un caballo.
Y ése es el Nietzsche al que yo quiero, igual que la quiero a Teresa, sobre cuyas rodillas descansa la cabeza de un perro mortalmente enfermo. Los veo a los dos juntos: ambos se apartan de la carretera por la que la humanidad, ama y propietaria de la naturaleza, marcha hacia delante.

Posmodernidad

Entrada en la wiki:

[url=http://es.wikipedia.org/wiki/Postmodernidad]http://es.wikipedia.org/wiki/Postmodernidad[/url]

Posmodernidad: Nietzsche como plataforma giratoria

ENTRADA EN LA POSTMODERNIDAD: NIETZSCHE COMO PLATAFORMA GIRATORIA

Por Jurgen Habermas

Con la entrada de Nietzsche en el discurso de la modernidad cambia de raíz la argumentación. […] Nietzsche […] renuncia a una nueva revisión del concepto de razón y licencia a la dialéctica de la Ilustración. Son sobre todo las deformaciones historicistas de la conciencia moderna, su inundación con cualesquiera contenidos y su vaciamiento de todo lo esencial, lo que hacen dudar que la modernidad pueda aún extraer de sí misma los criterios que necesita – “pues de nosotros mismos, los modernos, no tenemos absolutamente nada” . Ciertamente que Nietzsche dirige y aplica una vez más, ahora contra la ilustración historicista, la figura de pensamiento que la dialéctica de la ilustración representa, pero con la única finalidad de hacer explotar la envoltura de razón de la modernidad como tal.

Nietzsche se sirve de la escalera de la razón histórica para al cabo tirarla y hacer pie en el mito, en lo otro de la razón: “Pues el origen de la cultura historiográfica -y de su en el fondo, absoluta y radical contradicción contra el espíritu de la “Edad Moderna, de una “conciencia moderna”, ese origen tiene que ser aprehendido a su vez en términos historiográficos; es el saber histórico el que tiene que resolver el problema del saber histórico; el saber tiene que volver su aguijón contra sí mismo -este triple “tiene que” es el imperativo del espíritu de la “Edad Moderna”, en caso de que esta Edad Moderna entrañe algo realmente nuevo, poderoso, prometedor para la vida, y originario.” [ii] Naturalmente, Nietzsche tiene aquí en mientes su Origen de la tragedia, una investigación practicada con medios histórico-filológicos, que pasandoor otro lado, la modernidad tiene cerrado el camino de vuelta a una restauración. Las imágenes religioso-metafísicas de las viejas civilizaciones son ellas mismas ya un producto de la ilustración, demasiado racionales, por tanto, para poder oponer todavía algo a la ilustración radicalizada que la modernidad representa.

Como todos aquellos que tratan de saltar fuera de la dialéctica de la ilustración, Nietzsche emprende nivelaciones sorprendentes. La modernidad pierde su posición de privilegio; sólo constituye ya una última época en la historia de la racionalización que viene de muy lejos y que se inició con la disolución la vida arcaica y la destrucción del mito [iii]. En Europa esta cesura viene caracterizada por Sócrates y por Cristo, por el fundador del pensamiento filosófico y por el fundador del monoteísmo eclesiástico: “A que remite esa increíble necesidad de saber histórico de la insatisfecha cultura moderna, ese agavillar en torno a sí innumerables culturas ajenas, ese destructor querer saber, sino a la perdida del mito, a la pérdida de la patria mítica?” [iv] Pero la conciencia moderna del tiempo prohíbe toda idea de regresión, toda idea de un retorno ineos que gozan de ella en espectadores indiferentes, sólo el poder suprahistórico de un arte que se consume en actualidad puede poner remedio “a la verdadera necesidad e íntima miseria del hombre moderno” [vi].

El joven Nietzsche tiene aquí a la vista el programa de Richard Wagner, quien había abierto su ensayo sobre la religión y el arte con estas palabras: “Cabría decir que allí donde la religión se torna artística, queda reservado al arte salvar el núcleo de la religión captando en su genuino valor de imágenes sensibles los símbolos míticos que la primera quiere sean creídos como verdaderos, y contribuyendo así, por medio de una exposición ideal de ellos, al conocimiento de la profunda verdad que llevan oculta en su seno” [vii]. Una fiesta religiosa convertida ahora en obra de arte sería la encargada de superar, por vía de un espacio público culturalmente renovado, la interioridad de esa cultura histórica objeto de la apropiación privada. Una mitología renovada en términos estéticos sería la encargada de poner en movimiento las fue
Como es sabido, Nietzsche volvería más tarde con repugnancia la espalda al mundo de la ópera vagneriana. Pero más interesante que las razones personales, políticas y estéticas de tal apostasía es el móvil filosófico que se oculta tras la pregunta. “¿Cómo tendría que ser una música que ya no fuera de origen romántico (como la de Wagner) -sino dionisiaco?” [x] De origen romántico es la idea de una nueva mitología, romántico es también el recurso a Dionisos como dios venidero. Nietzsche pretende distanciarse del uso romántico de estas ideas y proclama un versión manifiestamente más radical, una versión que apunta más allá de Wagner. ¿Pero en que se distingue lo dionisiaco de lo romántico?

[…]

La clave la ofrece la comparación entre Dionisos y Cristo, una comparación que no fue Hölderlin el único en establecer, sino que ya lo hicieron también Novalis, Schelling y Creuzer, en el contexto de la recepción de los mitos por parte del primer romanticismo. Esta identificación del delirante dios del vino con el dios redentor cristiano sólo es posible porque lo que el mesianismo romántico busca es el rejuvenecimiento, pero no el licenciamiento de Occidente. La nueva mitología tenía por objeto restituir la solidaridad perdida, pero no negar la emancipación que la liberación respecto a los poderes míticos del origen había aportado a los sujetos individuados en presencia de un Dios único [xi].
III
El Nietzsche maduro se da cuenta de que Wagner, en quien a su juicio “se resume” la modernidad, compartía con los románticos la perspectiva de una consumación y plenitud “aún pendientes” de la Edad Moderna. Es precisamente Wagner quien lleva a Nietzsche al “desengaño acerca de todo lo que a nosotros los modernos nos queda para entusiasmarnos”, porque él, un rematado decadente, “súbitamente… ha caído de rodillas ante la cruz cristiana” [xii]. Wagner permanece pues, atenido a la conexión romántica, Wagner no venera en Dionisos al semidiós que libera radicalmente de la maldición de la identidad, que deja en suspenso el principio de individuación, y que hace valer lo polimorfo contra la unidad del Dios transcendente, y la anomía contra toda clase de orden. En Apolo divinizaron los griegos la individuación, la atenencia del individuo a sus propios limites. Pero Nietzsche no fue solamente discípulo de Schopenhauer, fue también contemporáneo de Mallarmé y de los simbolistas, un defensor de l’art pour l’art. Así, en la descripción de lo dionisiaco -como subida de punto de lo subjetivo hasta el completo olvido de sí- penetra también la experiencia, radicalizada una vez más frente al romanticismo, del arte contemporáneo. Lo que Nietzsche llama “fenómeno estético” se revela en el decentrado trato consigo misma de una subjetividad liberada de las convenciones cotidianas de la percepción y de la acción. Sólo cuando el sujeto se pierde, cuando se mueve a la deriva de la experiencias pragmáticas que hace en los esquemas habituales de espacio y tiempo, se ve afectado por el choque de lo súbito , ve cumplida “la añoranza de verdadera presencia” (Octavio Paz) y, perdido de sí, se sume en el instante: pérdida de los límites individuales, de la fusión de la naturaleza amorfa, tanto dentro del individuo como fuera.
[…]
Ya en el Origen de la tragedia, tras el arte se oculta la vida. Ya aquí encontramos esa peculiar teodicea según la cual el mundo sólo puede justificarse como fenómeno estético [xvi]. La atrocidad y el dolor se consideran, igual que el placer, como proyecciones de un espíritu creador que despreocupadamente se entrega al distraído placer que le ocasionan el poder y la arbitrariedad de sus quiméricas creaciones. El mundo aparece como un tejido hecho de simulaciones e interpretaciones a las que no subyace ninguna intención ni ningún texto. la potencia creadora de sentido constituye, juntamente con una sensibilidad que se deja afectar de las maneras más variadas posibles, el núcleo estético de la voluntad de poder. Ésta es al tiempo una voluntad de apariencia, de simplificación, de mascara, de superficie; y el arte puede considerarse la genuina actividad metafísica del hombre. Nietzsche sólo puede desarrollar esta idea y convertirla en una “metafísica de artista” si logra reducir a lo estético todo lo que es y todo lo que debe ser. No puede haber ni fenómenos ónticos ni fenómenos morales, a lo menos no en el sentido en que Nietzsche habla de fenómenos estéticos. A la demostración de tal cosa sirven los conocidos proyecto de una teoría pragmatista del conocimiento y de una historia natural de la moral, que reducen la distinción entre “verdadero” y “falso”, “bueno” y “malo” a preferencias por lo útil para la vida y por lo superior [xviii]. Según este análisis, tras las pretensiones de validez en apariencia universales se ocultan las pretensiones subjetivas de poder inherentes a las estimaciones valorativas. Ello no quiere decir que en estas pretensiones de poder se haga valer la voluntad de autoafirmación estratégica. La teoría de una voluntad de poder que se cumple en todo acontecer, ofrece el marco en que Nietzsche explica cómo surgen las ficciones de un mundo del ente y de lo bueno, así como la apariencia de identidad de los sujetos cognoscentes y que actúan moralmente, cómo la metafísica, la ciencia y el ideal ascético llegan a dominar -y finalmente: cómo la razón centrada en el sujeto debe todo este inventario a una fatal inversión masoquista acontecida en lo más intimo de la voluntad de poder. La dominación nihilista de la razón centrada en el sujeto es concebida como resultado y expresión de una perversión de la voluntad de poder.

Como la voluntad de poder no pervertida no es más que la versión metafísica del principio dionisiaco, Nietzsche puede entender el nihilismo de la actualidad como noche de la lejanía de los dioses, en que se anuncia el advenimiento del dios ausente. Su “aparte” y “más allᔠes interpretado por el pueblo como huida ante la realidad -“cuando en verdad no es más que su abismarse, su enterrase, su profundizar en la realidad para cuando retorna a la luz poder traer la redención a esa realidad desde ella misma”[xix]. Nietzsche define el instante del retorno del anticristo como “angelus del mediodía” -en notable coincidencia con la conciencia estética del tiempo de Baudelaire. En la hora de Pan el día suspende su aliento, el tiempo se detiene- el instante transitorio se desposa con la eternidad.

Nietzsche debe el concepto que en términos de teoría del poder desarrolla de la modernidad, a una crítica desenmascaradora de la razón, que se sitúa a sí misma fuera del horizonte de la razón. Esta critica posee una cierta sugestividad, porque, a lo menos implícitamente, apela a criterios que están tomados de la experiencias básicas de la modernidad estética. Pues Nietzsche introniza el gusto, “el sí y el no del paladar”, como órgano de un conocimiento allende lo verdadero y lo falso, allende el bien y el mal. Pero estos criterios del juicio estético, de los que pese a todo sigue haciendo uso, Nietzsche no puede legitimarlos porque transporta las experiencias estéticas a un mundo arcaico, porque la capacidad crítica de estimación valorativa, aguzada en el trato y comercio con el arte moderno, no queda reconocida como un momento de la razón, que al menos oscila entre dos estrategias.

Por un lado, Nietzsche se sugiere a sí mismo la posibilidad de una consideración artística del mundo, practicada con medios científicos pero en actitud antimetafísica, antirromántica, pesimista y escéptica. Una ciencia histórica de esta guisa, al estar al servicio de la filosofía de la voluntad de poder, puede escapar a la ilusión de la fe en la verdad [xxii]. Pero entonces habría que empezar presuponiendo la validez de esta filosofía. De ahí que por otro lado, Nietzsche tenga que afirmar la posibilidad de una crítica de la metafísica, que ponga al descubierto las raíces de ésta, pero sin considerarse a sí misma filosofía. Declara a Dionisos filósofo y s sí mismo último discípulo e iniciado de este dios filosofante [xxiii]

Por ambas vías ha sido proseguida la critica de Nietzsche a la modernidad. El científico escéptico que con métodos antropológicos, psicológicos e históricos trata de desenmascarar la perversión de la voluntad de poder, la rebelión de las fuerzas reactivas y el surgimiento de la razón centrada en el sujeto, tiene sus continuadores en Bataille, Lacan y Foucault; el crítico de la metafísica, que, como iniciado reclama para sí un saber especial y que persigue el nacimiento de la filosofía del sujeto hasta sus raíces en el pensamiento presocrático, tiene sus sucesores en Heidegger y Derrida. (*)

(*) Fuente: Jurgen Habermas, El Discurso Filosófico de la Modernidad, versión castellana de M. Jiménez Redondo, Taurus, 1989.
Citas:
[1] F. NIETZSCHE, Sämtliche Werke en 15 tomos, ed. por G. Colli, M. Montinari, Berlín 1967, ss, tomo I, 273, citadas en lo que sigue como N.
[ii] N., tomo I, 306
[iii] Esto vale también para Horkheimer y Adorno, quienes en este aspecto se aproximan a Nietzsche, Bataille y Heidegger. Cfr., sin embargo, págs. 158 ss.
[iv] N., tomo I, 146.
[v] N., tomo I, 294.
[vi] N., tomo I, 281, 330.
[vii] R. WAGNER, Säntliche Schriften und Dichtungen, tomo 10, 211.
[viii] Ibíd., 172.
[ix] N., tomo I, 56-
[x] En “Versuch einer Selbstkritik” prefacio a la segunda edición de Geburt der Tragöedie, N., tomo I, 20; cfr. También N., tomo 12, 117.
[xi] Jakob Taubes hace a este propósito la observación de que Schelling, en relación con este umbral, distinguió enérgicamente entre conciencia arcaica y conciencia histórica, entre filosofía de la mitología y filosofía de la revelación; “El programa del último Schelling no es pues “ser y tiempo” sino “ser y tiempos”. El tiempo mítico y el tiempo de la revelación son cualitativamente distintos” (J. TAUBES, “Zur Kojunktur des Polytheismus” en BOHRER (1983), 463.
[xii] N., tomo VI, 431 s.
[xiii] N., tomo I, 41.
[xiv] N., tomo I, 28.
[xv] Nietzsche estiliza a Sócrates, quien cae en el error de que el pensamiento puede llegar hasta los más profundos abismos del ser, y lo convierte en contratipo teorético del artista: “Pues si el artista en cualquier desvelamiento de la verdad, sigue pendiente, con mirada extasiada, de lo que incluso ahora, tras el desvelamiento, sigue siendo envoltura, el hombre teorético goza y se contenta con la envoltura que ha roto” (N., tomo I, 88). Con la misma energía se vuelve Nietzsche contra la explicación moral de lo estético, que va de Aristóteles a Schiller: “El primer requisito para la comprensión del mito trágico es buscar en la esfera puramente estética el placer que le es propio, sin recurrir al ámbito de la compasión, del miedo, de lo ético-sublime. ¿Cómo puede lo repugnante y lo inarmónico, el contenido del mito trágico, provocar un placer estéti
[xvi] Esta doctrina la resume Nietzsche en la frase “Esta justificado todo mal cuya mirada resulte edificante a un dios” (N., tomo V, 304)
[xvii] N., tomo I, 17 s; tomo V, 168; tomo XII, 140.
[xviii] J. HABERMAS, “Zur Nietzsches Erkenntnistheorie” en HABERMAS, Zur Logik der Sozialwissenschaften, Francfort, 1982, 505 ss.
[xix] N., tomo V, 336.
[xx] N., tomo I, 13.
[xxi] Cfr. Zur Genealogie der Moral, N., tomo V, 398-405.
[xxii] N., tomo XII, 159 s.

Fuente: [url=http://textosfundamentales.blogspot.com/2007/01/habermas-entrada-en-la-posmodernidad.html]http://textosfundamentales.blogspot.com/20…modernidad.html[/url]

Cuerpo y cultura

MASSIMO DESIATO
DE ?NIETZSCHE, CRÍTICO DE LA POSMODERNIDAD?

CAPÍTULO IV
EL ÜBERMENSCH COMO HOMBRE CRÍTICO DE LA POSTMODERNIDAD

CUERPO Y CULTURA

NIETZSCHE ES UNO de los pocos autores que reconocen de manera explícita el estudio de la corporalidad como hilo conductor para el análisis, no sólo de la cultura, sino, a la vez, del hombre en la totalidad de sus expresiones. En la dirección que nos interesa imprimir a nuestro trabajo, podemos afirmar que para Nietzsche la sociedad es tanto trascendente respecto al hombre -en la medida en la cual el individuo al nacer se encuentra siempre ante sí una comunidad bien formada- como inmanente -en tanto que en su proceso de formación el individuo no puede prescindir de la comunidad misma. En el primer sentido, en tanto trascendente, la sociedad coarta ciertos impulsos del individuo, censura y reprime; en el segundo sentido, en tanto inmanente, la sociedad posibilita el desarrollo de los impulsos, siendo, por tanto, condición para un efectivo ejercicio de la libertad. Entre estas dos funciones de la sociedad, tal como hemos intentado mostrar, se instaura una peculiar relación, a la vez antagónica y armoniosa, que permite dar cuenta del problema de la cultura.

Ahora bien, si la sociedad es inmanente al individuo, lo es de una forma radical. No se trata aquí de afirmar que la conciencia del hombre se encuentra embebida de lo que de una manera aun aproximativa podemos llamar ?ideología? sino de que el cuerpo mismo del individuo, esto es, sus impulsos, disposiciones, deseos, gestos, sentimientos, emociones, estados de ánimo, en fin, toda la afectividad de la propia corporalidad y de sí mismo, resultan configuradas por lo social. En efecto, el hombre se diferencia de los restantes animales en cuanto su relación con la especie no está determinada biológicamente, instintivamente: la relación del hombre con su especie se encuentra signada por una toma de posición frente a la misma. Esto último significa que el individuo puede valorar la especie y la sociedad en su totalidad, aceptándola o rechazándola, en parte o en todo. A este proceso nos hemos ya referido con el término de «asunción». El hombre debe asumir su sociedad, reconocerse como parte de ella o, en todo caso, como formando parte de ella y a la vez no queriendo formar parte de ella. El signo de la asunción es, pues, la tensión.

En este apartado vamos a mostrar que Nietzsche elabora una teoría de la corporalidad -en tanto configuración social de primitivas fuerzas orgánicas que funcionan como «escenografía mínima»- y que desde ella debe ser pensada la relación individuo-comunidad, rebaño-Übermensch, en el seno de la ya expuesta crisis cultural. De no hacerse así, se corre el riesgo de interpretar al Übermensch como literalmente salido de la nada, esto es, como pura oposición al rebaño. En este sentido, el Übermensch se parecería a la interpretación soterrada que de él otorga Freud en El malestar en la cultura, a saber, como un enemigo potencial de toda comunidad y toda cultura. Como ya se ha apuntado, nosotros nos hemos opuesto a tal enfoque, y es lo que nos disponemos a concluir a través de la elaboración de una teoría social más amplia cuyo fin es permitir una discusión global del problema de la configuración del hombre en una sociedad postmoderna.

Así, pues, lo primero que cabe decir respecto de la dirección en la que nos hemos encaminado es que el cuerpo para Nietzsche se encuentra impregnado de historia. En otras palabras, el cuerpo es la historia sedimentada de los hábitos, de las costumbres, de los usos que una comunidad ha transmitido: el cuerpo es, entonces, tradición. Esta frase podría confundir a más de uno, pues, por lo genera, se piensa en el cuerpo como una cosa. Contrariamente a esto, Nietzsche se ubica de manera resuelta en el nivel de la corporalidad vivida, en el nivel que es constitutivo del Selbst, del sí mismo. A este respecto, no debe en lo más mínimo confundir el constante uso del término Instinkte hecho por Nietzsche, pues una atenta lectura de los contextos en los cuales aparece insertada la palabra indica que el término no es empleado en su acepción biológica. El pasaje más claro sobre este punto es, sin lugar a dudas, el parágrafo 2 de Humano, demasiado humano. Aquí se nos dice que

el filósofo ve en el hombre actual «instintos», y presume que éstos hagan parte de los hechos inmutables del hombre y puedan, por lo tanto, ofrecer una clave para la comprensión del mundo en general ( … ) (Da sieht aber der Philosoph «Instinkte» am gegenwärtigen Menschen und mimmt an, daß diese zu den unveränderlichen Tatsachen des Menschen gehören und insofern einen Schlüssel zum Verständnis der Welt überhaupt abgeben können) [Estos filósofos olvidan] que todo ha llegado a ser; no existen hechos eternos, así como no existen verdades absolutas. Por ello, de ahora en adelante, se hace necesario el filosofar histórico y, con él, la virtud de la modestia (Alles aber ist geworden; es gibt keine ewigen Fatsachen: so wie es keine absoluten Wahrheiten gibt. Demnach ist das historische Philosophieren von jiezt ab nötig und mit ihm die Tugend der Bescheidung).

De esto puede desprenderse que también los «instintos» -término que Nietzsche utiliza entre comillas, probablemente a falta de otra palabra más pertinente- devienen. Pero si lo hacen, ya no pueden ser los instintos de los cuales habla el biólogo, pues en ese caso el término instinto se refiere a una fuerza interna al organismo que empuja a, éste a ejecutar siempre las mismas conductas con las mismas, pautas. En pocas palabras, el instinto biológicamente entendido denota rigidez e inmodificabilidad; todo lo contrario de lo que Nietzsche pretende decir al usar el término.

Pero, entonces, ¿para qué utilizarlo? Hay una razón importante para ello, si se piensa que, por más que la historia conforme y configure al cuerpo, la materialidad de éste no se desvanece en la historia. El hecho de que no se considere al cuerpo en su aspecto de cosa no significa que el cuerpo deje de ser una cosa, o más específicamente, un organismo. De alguna manera hay que dar cuenta de que el cuerpo humano es también un organismo, aun cuando, claro está, no sólo un organismo ni tampoco, en el caso del hombre, prioritariamente un organismo. En su nivel de corporalidad vivida, el cuerpo es historia de la transmisión de las vivencias que fueron de otros hombres. De ahí que el uso ¿el término «instinto» denote tanto la base material y orgánica del cuerpo, como su otra dimensión histórico­-social, posterior en términos cronológicos, pero más importante y hasta más directa en su aprehensión por parte del hombre.

Así pues, del cuerpo puede decirse que es un conjunto de fuerzas, físicas sobre las cuales, al comienzo, se sobrepone una dimensión simbólica, cuya procedencia es histórico?social. Esta sobreposición termina, por así decirlo, incorporando, en el propio proceso de superposición, el elemento físico, haciendo imposible, a partir de aquel momento, una precisa demarcación entre lo físico y lo simbólico. Además, en tanto producto de la historia, el cuerpo queda caracterizado por una multiplicidad y pluralidad de fuerzas, pues éstas se van especificando en su dirección a partir de lo que la sociedad hace con ellas al calificarlas mediante un hábito, una costumbre, un uso, desde la que reciben un nombre, que la distingue de otras. El propio Nietzsche sabe, por lo demás, que en lo que se refiere al estudio del hombre «todas las comunidades, sociedades son cien veces más sinceras y más instructivas acerca de la esencia del hombre que el individuo ( … ), el hombre como sociedad es mucho más ingenuo que el hombre como ?unidad?»[ii].

El cuerpo es también la marca, el registro de lo social y de su cultura. En sus «instintos», esto es, en sus primeros movimientos, reacciones, disposiciones, lo que se expresa no es tanto el individuo, sino la sociedad y la cultura. El cuerpo es una suerte de radiografía socio cultural, pues, en la exacta medida en la que sus respuestas tanto conductuales como afectivas se hagan inciertas, quebradas, múltiples , contradictorias, eso significa que la cultura misma está en crisis. Los conflictos que el cuerpo expresa y vivencia son los conflictos de la cultura, de manera que la salud o enfermedad del cuerpo, por la cual Nietzsche tanto se interesó, es a la vez un síntoma de la salud o enfermedad de una cultura.

Se entiende quizás mejor a partir de aquí por qué Nietzsche desconfía tanto de la conciencia del yo, de la persona que está instalada en el cuerpo, para analizar más en detalle esa superficie de la cultura que es la corporalidad. Esto es así, en tanto que en la conciencia del yo las fuerzas más inmediatas, a través de las cuales la cultura expresa su estado de salud, han sido alteradas por la reflexión individual. En la conciencia del yo la comunidad ha quedado atrás y con ella su sinceridad y transparencia; la conciencia del yo, esto es, en palabras de Nietzsche, «el hombre en su ?unidad?» es más compleja y menos sincera.

Ahora bien, el cuerpo no es sólo la marca de lo sociocultural, pues ya hemos dejado en claro que su pertenencia a la historia no implica su disolución como organismo biológico. Por esta razón, Nietzsche diferencia en la corporalidad dos clases de «instintos»: los radicales y los morales, Los primeros se encuentran muy próximos a lo natural, mientras que los segundos proceden de la instancia sociocultural. Mientras los instintos radicales exigen una satisfacción real, los instintos morales se caracterizan por lograr satisfacciones meramente imaginarias, simbólicas, lo que para la sociedad es muy provechoso, «pues si todos los instintos se comportaran tan radicalmente como el del hambre, que no se da por satisfecho con alimentos soñados»[iii], la sociedad misma podría desintegrarse.

Con esto Nietzsche deja entrever la importancia que la construcción social de la corporalidad tiene para una convivencia estable y armoniosa Más que pensar de la misma manera, hay que sentir del mismo modo, pues del sentimiento se desprenden los usos, los hábitos, las costumbres y el mismo pensar. La vivencia del propio cuerpo ha de ser, en lo posible, común a todos los miembros de una sociedad, para que ésta adquiera la característica que tipifica a las comunidades fuertes. Cuando eso no acontece, cuando algunos individuos sienten de una manera distinta, esto es, vivencian su corporalidad de manera diferente, es cuando aparece el Übermensch.

En el análisis de los «instintos» Nietzsche subraya la importancia de su alimentación. Esto indica a las claras que estas fuerzas no son autosuficientes, no se bastan a sí mismas, sino que requieren siempre de un otro que les satisfaga. En otras palabras, el «instinto» lleva en su esencia el estar dirigido hacia otra cosa, dirección plasmada por la sociedad. Lo que llamamos «instintos» es una forma determinada de la autodirección de una persona en relación con otras personas y cosas. Empero, esta «autodirección» es el resultado de la presión que la comunidad ha ejercido sobre el primitivo organismo biológico del homo sapiens con miras a hacerlo humano, esto es, aceptable para el grupo mismo. La condición básica para que la estructura de las relaciones entre los seres humanos sea más flexible que la de la convivencia de los animales está representada, precisamente, por la esencial historicidad, moralidad, socialidad de los «instintos», por su temprana pérdida de la rigidez biológica que caracteriza los ?instintos de los animales.

Este aspecto, que Nietzsche destaca una y otra vez a lo largo de su obra, se patentiza con toda claridad en el niño. Este es mucho más moldeable que el adulto; lo que es más, necesita ser moldeado, plasmado, configurado por otros, necesita a la sociedad para convertirse en hombre. Sólo en relación y mediante la relación con otros seres humanos puede la criatura indefensa y salvaje que viene al mundo convertirse en un individuo, pues sólo en compañía de otros seres humanos mayores va formándose en el niño, paulatinamente, un determinado tipo de previsión y de regulación de los «instintos». La moral, en su sentido más radical, es precisamente esa forma de previsión y regulación de los «instintos». Y según sea la historia, según la estructura del grupo humano en el que acontece la cría y según, finalmente, su desarrollo y posición den­tro de este grupo, así será el lenguaje que adquiera y el esquema de regulación de los «instintos». En el niño no son sólo los pensamiento ni sólo las conductas conscientemente dirigidas las que están constantemente formándose y transformándose, sino también las tendencias instintivas. Así pues, el «instinto» del cual habla Nietzsche, no es nunca un mero reflejo de lo que otras personas hacen y dejan de hacer con uno, sino que es algo propio de él: es su respuesta al diálogo que se ha establecido con el grupo. Sólo así, el «instinto» se convierte en algo autodirigido. De manera tal que los «instintos».no representan sólo la libertad del individuo -como en la interpretación que de ellos ofrece Freud- sino que a la vez expresan la dependencia del individuo hacia el grupo. El «instinto» no es entonces, la quintaesencia Individual, sino el producto y la investidura de lo social sobre lo particular: libertad y dependencia aquí no se excluyen, sino que se implican mutuamente Por lo mismo -punto de extremo interés para la cuestión del Übermensch-, no existe ningún originario punto de partida de adherencia del individuo al grupo, pues el individuo no se adhiere sino que emerge del grupo, como configuración del grupo mismo Lo que también implica que no existe una clara demarcación entre lo individual y lo social. Por esta concepción de lo corporal comienza a verse que es imposible concebir al Übermensch como un superindividuo en el cual lo social hubiera dejado de existir. El Übermensch no puede ser la mera afirmación de una quintaesencia individual por la sencilla razón de que tal quintaesencia no existe. Al describir la manera en la que los «instintos» se afianzan en su dirección, Nietzsche escribe que

nuestras vivencias diarias arrojan una presa tan pronto a éste, tan pronto a aquel instinto, que él aprehende codiciosamente, pero el entero ir y venir de estos acontecimientos está fuera de toda relación racional con las menesterosidades de alimentación de la totalidad de los instintos: de tal manera que siempre ocurre una de dos, la inanición y languidez de unos y la sobrealimentación de otros. Cada momento de nuestra vida deja crecer algunos tentáculos de nuestro ser y deja atrofiarse a algunos otros, según cuál sea la alimentación que el momento trae o no consigo [iv].

Así, entonces, la afirmación o negación de los «instintos» difícilmen­te puede ser calculada y prevista, difícilmente puede la sociedad instaurar un orden consciente para los mismos. Es esta razón lo que le permite decir a Nietzsche que los «instintos» son inconscientes, en tanto que. el grupo sólo puede tener un control aproximativo, y por decirlo de alguna manera, espontáneo, sobre las tendencias instintivas. Por ello, los individuos pueden en cualquier momento sorprender al grupo, desarrollándose en alguna dirección no deseada por la comunidad.

Sin embargo, y quizás por esta misma razón, Nietzsche enfatiza, según vimos, la necesidad de autocontrol. En este ejercicio de autocontrol el entendimiento no juega la menor parte, pues

todos los juicios de los instintos son cortos de vista con respecto a la cadena de las consecuencias: ellos aconsejan sobre lo que hay que hacer inmediatamente El entendimiento es esencialmente un aparato de inhibición frente al reaccionar inmediato del juicio del instinto: él detiene, continúa reflexionando. él ve la cadena de las consecuencias hasta más lejos y por más largo tiempo.[v]

Por medio del entendimiento puede el individuo separarse de lo social que se expresa dentro de él mismo, como «instinto», como una determinada vivencia de la corporalidad. Frenando sus primeras tendencias a actuar en una forma específica, el individuo puede orientar su vida en otras direcciones. Los «instintos», y la propia corporalidad, que en el Zaratustra es denominada «gran razón», funcionan como un entendimiento primario, irreflexivo, apto, por lo general, sólo para hacerle frente a lo inmediato. Pero esto no debe confundir, pues si es cierto que el «instinto» es miope y debe ser corregido por los lentes del entendimiento, tampoco hay vista sin el ojo. Lejos de la metáfora, esto parece significar que el entendimiento no actúa fuera de los condicionamientos inmediatos de lo social: sólo los corrige.

Por lo demás, y en virtud de la gran pluralidad de perspectivas, existentes en la cultura, el propio cuerpo experimenta esa multiplicidad, se hace plural, pues en el cuerpo «todos nuestros instintos son activos, pero dentro de un orden y una adaptación particulares, por así decirlo, estatal, el uno respecto al otro»[vi] Los «instintos» no apuntan sólo hacia el mundo. sino que se relacionan los unos con los otros, excitándose o rechazándose mutuamente. El cuerpo, así entendido, no es un conjunto homogéneo y compacto, sino una pluralidad de fuerzas que se fragmentan mutuamente, pero que también se unen según las circunstancias, dando lugar a un auténtico hervidero de direcciones. La tarea del entendimiento estriba en poner cierto orden dentro de esa cadena de dependencias de choques y alianzas que las distintas fuerzas traban entre sí. La gran diferencia entre el hombre y el animal radica en que éste «al contrario del animal, ha criado dentro de sí una masa de instintos e impulsos antagónicos: mediante su síntesis es el señor de la tierra»[vii] Esta síntesis es lograda tanto por la presión moral ejercida por la sociedad, como por el propio intelecto. Las diversas síntesis son las diversas imágenes y perspectivas del mundo y del hombre mismo.

El cuerpo representa la inmediatez de todo sentir y de toda afectividad, no porque en él se exprese una respuesta meramente orgánica,

sino más porque a pesar de llevar ya dentro de sí todo el proceso de valoraciones que se han hecho cuerpo en él, responde y actúa con una inmediatez y con una certeza que pudiera dar lugar a pensar que allí se «ha olvidado la complejidad de ese proceso; o incluso se puede llegar a percibir su comportamiento como «instintivo», en la medida en que no está en condiciones de poder responder por aquella articulación de fuerzas y valores que para él han permanecido «inconscientes», pero no por ello menos incorporadas a su vida.[viii]

Y es esta inmediatez la que Nietzsche utiliza como hilo conductor para comprender los problemas de la cultura. Expresamente nos dice que

quien de alguna manera se ha creado una representación del cuerpo- cuántos sistemas trabajan en él a la vez, cuánto hacen el uno por el otro y el uno en contra de otro. cuánta delicadeza y equilibrio hay allí: éste juzgará que, en comparación toda la conciencia es algo pobre y angosto. ¡Cuán poco nos es consciente! ¡Y a cuántos errores y confusiones nos conduce este poco! La conciencia es precisamente un instrumento y considerando cuánto y cuán grande es realizado sin la conciencia, ciertamente lo que ella hace no es lo más imprescindible, ni lo más digno de maravillar. (…) Por lo tanto, tenemos que invertir el orden jerárquico: todo lo consciente sólo es segundo en orden de importancia: que nos sea más cercano y más íntimo no sería ningún fundamento. (…) El hecho de que nosotros tomemos lo más cercano como lo más importante es justamente el viejo prejuicio. Entonces, ¡reaprendamos! En las valoraciones principales, ¡lo espiritual ha de mantenerse como el lenguaje de signos del cuerpo![ix]

Tomar al cuerpo como «hilo conductor» no significa otra cosa que tomar lo social como punto de partida. Ciertamente la conciencia, como bien lo mostró Descartes, es lo más cercano al individuo, pero tanto ella como el individuo son, a criterio de Nietzsche, un producto, un efecto y no la causa primera. Lo primero, según mostramos, es lo social: lo individual, con su conciencia del yo, emerge sólo después de algunos procesos sociales históricamente determinados. El cuerpo, contrariamente a la conciencia, es aquello que se encuentra más cerca de lo social, si bien las marcas que éste inscribe sobre la corporalidad permanecen, las más de las veces, inconscientes. En el Zaratustra Nietzsche escribe que el cuerpo camina a través de la historia y que el espíritu no es sino un «heraldo» y un «compañero» del cuerpo.

Hasta hoy, tanto el espíritu como la virtud han volado lejos y se han equivocado en cientos de modos. Ahora todo este delirio y este error habita en el cuerpo: se ha convertido en cuerpo y voluntad. Hasta hoy, tanto el espíritu como la voluntad han intentado y se han equivocado en cientos de modos. Sí, el hombre ha sido un intento. ¡Cuánta ignorancia y cuánto error se ha hecho cuerpo en nosotros. No sólo la razón de milenios -también su demencia irrumpe en nosotros (…) El cuerpo se purifica en el saber; haciendo intentos con el saber él se eleva; para aquel que conoce todos los instintos se santifica[x].

En su camino por la historia, el cuerpo, en principio tan sólo un organismo con peculiaridades morfológicas y fisiológicas, asume las disposiciones que las distintas culturas imprimen sobre él. Lo que el cuerpo quiere en realidad es lo que una cultura ha querido durante mucho tiempo, haya sido ese querer racional o demencial: en el cuerpo se conserva la sucesión de esas voluntades, de esos ordenamientos culturales. La conciencia, en tanto claridad sobre uno mismo, es sólo el último estado de un prolongado desarrollo: en ella sólo están presentes los últimos condicionamientos, esto es, las imposiciones que expresamente recordamos.

Sin embargo, todo esto no significa que el individuo se encuentre atado de una vez por todas a la historia de su cuerpo, puesto que, como bien señala Nietzsche, el saber, el conocimiento purifica al cuerpo, lo libera de su pasado. En esta dirección, la genealogía es una operación de liberación de aquello que procediendo de nosotros mismos es sentido como una imposición innecesaria. La genealogía es la vivisección del cuerpo histórico-social por medio de la que un individuo trata de darse otro cuerpo, esto es, otros «instintos», una manera de sentir, de desear, de actuar distinta; en suma, otra disposición.

Esta interpretación parece desprenderse de todo lo que Nietzsche nos ha dicho en tomo de la cultura y, más en particular, de manera clara y expresa, cuando afirma que

los hombres pueden decidir conscientemente desarrollarse en una nueva cultura, mientras antes se desarrollaban inconscientemente; hoy pueden crear mejores condiciones para el nacimiento de los hombres, para su alimentación, educación, instrucción, pueden administrar la tierra como un todo, medir las fuerzas de los hombres en general y utilizarlas la una en contra de la otra. Esta nueva cultura consciente mata aquella vieja que, considerada en su conjunto, ha conducido una existencia inconsciente, de animal y planta [xi].

La nueva cultura transforma el cuerpo de los individuos, de manera tal que la totalidad de los «Instintos» cambia a raíz de los nuevos saberes empleados por los hombres. Así, pues,

cuando un instinto llega a ser más intelectual recibe un nuevo nombre, un nuevo estímulo y una nueva valoración. A menudo se contrapone al instinto que encuentra en el escalafón más antiguo, como su contradicción, Algunos instintos, por ejemplo el sexual, son capaces de un gran refinamiento mediante el intelecto. A su lado permanece su viejo efecto directo [xii].

La cultura, por medio de los valores que impone y desde los que interpreta el mundo, no se adhiere simplemente al cuerpo, sino que, como ya decíamos, lo constituye. Por ello, el cuerpo, en su dimensión histórico-social, es el resultado de valores e interpretaciones que a través de su reiterada aplicación terminan generando respuestas «instintivas», inmediatas, irreflexivas. La genealogía trabaja sobre ese gran inconsciente, produciendo, por medio de la historia de esas sucesivas interpretaciones, un desapego, Estas se desolidarizan con el cuerpo, que justamente se «ha elevado a través del saber».

Sin embargo, todo este proceso muestra también la pluralidad conflictiva del cuerpo histórico-social. En el Zaratustra Nietzsche habla del cuerpo también como de una gran razón, una pluralidad dotada de un único sentido, una guerra y una paz, un rebaño y un pastor, en tanto que el individuo mismo ha de ser el que, por medio del saber, ponga orden en esa multiplicidad. Ser «pastor» del propio cuerpo significa saber guiar esos «instintos» producidos por la cultura; significa adueñarse de lo que, siendo todavía rebaño, obedece y responde a la comunidad. El rebaño nunca queda atrás de una vez por todas, pues eso significaría quedarse sin cuerpo. Lo que Nietzsche pide es que el cuerpo del individuo no responda sólo a la comunidad, que no sea sólo un inconsciente que refleja un orden aún no propio. Ser pastor del propio cuerpo significa asumir esa pluralidad conflictiva, para dotarla de un solo sentido que responda a una configuración de sí más libre.

De ahí que Nietzsche se dedique a analizar las relaciones que los «instintos» traban entre sí. Al respecto, es de primera importancia que uno domine sobre los otros, pues de lo contrario las fuerzas se desgastan inútilmente. Esto no es en sí nada fácil, «puesto que cada instinto no es inteligente y la “utilidad” no es en absoluto un punto de vista para él». Más aún, «cada instinto en tanto está activo, sacrifica fuerza y otros instintos: finalmente él será refrenado; en caso contrario, aniquilaría todo mediante el derroche»[xiii].

La necesidad de frenar el poder de una tendencia se desprende del hecho, en sí biológico, de que cada cuerpo es un quantum; determinado de energía. Si un «instinto» no es frenado podría derrochar toda la energía disponible, ocasionando la desorganización más completa de la corporalidad. Esta última es, según vimos, un sistema regido desde pautas culturales cuya función es, entre otras, precisamente evitar el derroche.

Pero, ¿cómo se frena -un «instinto»? Nietzsche piensa que eso acontece merced a otros -«instintos» que compiten para dominar la conciencia y la razón. En efecto, ya veíamos que es desde estas dos instancias que se logra el control, la mesura; sin embargo la razón y la conciencia no disponen de una fuerza en sí mismas, sino que utilizan oportunamente las fuerzas rivales, guiándolas y canalizándolas. En este sentido, si bien la gran actividad fundamental es inconsciente, «la conciencia aparece únicamente cuando la totalidad [el cuerpo] quiere subordinarse a una totalidad superior -antes que nada como conciencia de esta superior totalidad»[xiv].

En otras palabras, el exceso de pluralidad de los «instintos» instala una jerarquización de los mismos que encuentra en la conciencia tanto su cúspide como una peculiar instancia operatoria respecto de las pulsiones. Si todo aquello que es bien incorporado es inconsciente, en tanto automatizado, esto significa que el hombre libera su atención de estos procesos bien ajustados, haciéndose consciente de aquellos que generan conflictos.

La conciencia aparece, entonces, como un aparato de simplificación de la pluralidad, como la instancia sintetizadora de la pluralidad que es siempre potencialmente conflictiva.Cuando la síntesis es lograda aparece el yo, la conciencia de ser una unidad, claro está que siempre imperfecta y en constante construcción y desconstrucción. Pero ha de dejarse en claro que los «instintos» no piensan en la a «utilidad de la totalidad del ego: (¡porque ellos no piensan!), ellos actúan encontra de nuestra utilidad, en contra del ego: y a menudo a favor del ego- ¡inocentemente en ambos casos!»[xv].

Frente a tal estado de cosas, la conciencia del yo trata de darse una, consistencia propia que se encuentra siempre más allá de este flujo y reflujo de los «instintos» Por ello puede Nietzsche decir que: «el yo subyuga mata, trabaja como célula orgánica: saquea es violento. Quiere reproducirse» [xvi]

el Yo no es aquí la plena identidad de uno consigo mismo, el yo no es la posición de un ser respecto de otros varios (pulsiones, pensamientos, etc.), sino que el ego es una multiplicidad de fuerzas de tipo personal, de las cuales a veces una, a veces otra está en primer plano. como ego y, mira a las otras corno a un mundo exterior influyente y determinante [xvii].

Por lo mismo, el parágrafo 19 de Más allá del bien y del mal puede decir «nuestro cuerpo, en efecto, no es más que tuna estructura social de muchas almas -el efecto soy yo: ocurre aquí lo que ocurre con toda colectividad bien estructurada y feliz, que la clase gobernante se identifica con los éxitos de la colectividad» Así, pues, ha de quedar claro que la conciencia del yo no es nunca la plena conciencia de sí, sino la conciencia de un yo en relación a un sí mismo inconsciente, -el cuerpo. Con base en esto, escribe Nietzsche «intuitivamente hacemos que lo que es preponderante en el momento se convierta en totalidad del ego, y colocamos en perspectiva más lejos todas las pulsiones más débiles. Y hacernos de ellas un tú o un ello completos»[xviii]

Ahora bien, si el cuerpo es á conformado por «una estructura social de muchas almas», y si es el producto de la cultura, una cultura disgregada produce un cuerpo disgregado frente al cual la conciencia del yo se debilita. En este caso, la identidad se deshace de manera tan completa que ya no se abre, espacio para nuevas construcciones. Pero Nietzsche ha dejado en claro que la tarea del hombre de su tiempo es la transvaloración para que la cultura renazca. Ciertamente no se trata de recuperar la cultura tradicional, pues está a la vista que ella se ha derrumbado de una vez por todas, pero tampoco de que se pierda toda cultura.

Para esta tarea de construcción Nietzsche ha dibujado el perfil del Übermensch. Éste sería el encargado de suturar la terrible hemorragia producida por la venida a menos de la cultura tradicional. En el último apartado nos ocuparemos de caracterizar en profundidad lo que este Übermensch debe ser, valorando sus posibilidades de éxito en tanto hombre crítico de la postmodernidad, hombre encargado de enfrentar los tiempos postmodernos.

Massimo Desiato.

Publicado en 1998 por Monte Ávila Editores Latinoamericanos en Caracas. Venezuela.

NIETZSCHE, F. Menschliches, Allzumenschliches, #2, p. 20, T.N.

[ii] NIETZSCHE, F. Nachlass, 1887, 13.14(196), T.N.

[iii] NIETZSCHE, F. Morgenröte, #119, p. 109, T.N.

[iv] Ibídem. T.N.

[v] NIETZSCHE, F. Nachlass 1882-84, II, 12(10), T.N.

[vi] Ibídem, 11(182), T.N.

[vii] NIETZSCHE, F. Nachlass, 1886-87, II, 27(59), T.N.

[viii] JARA, J. Nietzsche, en torno a la voluntad y a la historia, trabajo inédito, Universidad Simón Bolivar, 1993, p. 74.

[ix] NIETZSCHE, F. op. cit, 7(126), T.N.

[x] NIETZSCHE, F. Also sprach Zarathustra, Von der schenkenden Tugend, p. 93. T.N.

[xi] NIETZSCHE, F. Menschliches Allzumenschliches, I, #24, p. 41, T.N.

[xii] NIETZSCHE, F. Nachlass 1884. I, 11(193).

[xiii] NIETZSCHE, F. Nachlass 1887-1888, correspondiente al proyecto de Voluntad de poderío, #372, T.N.

[xiv] NIETZSCHE, F. Nachlass 1882-84, II, 11(46), p. 280, T.N.

[xv] NIETZSCHE, F. Nachlass 1887, (4) 372, T.N.

[xvi] NIETZSCHE, F Nachlass 1886, 1(20), T.N.

[xvii] NIETZSCHE, F. Nachlass 1887, 6(70), T.N.

[xviii] NIETZSCHE, F. Nachlass 1884, 6(70). T.N.

Dionisos

De la Wiki

[url=http://es.wikipedia.org/wiki/Dioniso]http://es.wikipedia.org/wiki/Dioniso[/url]

(…) Hay muchos paralelismos entre las leyendas de Dioniso y Jesús: se decía de ambos que habían nacido de una mujer mortal engendrados por un dios, que volvieron de entre los muertos, y que transformaron el agua en vino. Ya en la Antigüedad tardía (en el siglo V), el poeta Nono de Panópolis escribió una obra dedicada a Dioniso, las Dionisíacas, y otra a Cristo que subrayan interesantes paralelos. El investigador Barry Powell también aduce que las nociones cristianas de comer y beber «la carne» y «la sangre» de Jesús fueron influenciadas por el culto a Dioniso. El mito de Dioniso contiene efectivamente buena parte de canibalismo, en sus vínculos con Ino. Dioniso fue también peculiar entre los dioses griegos, como deidad comúnmente percibida dentro de sus seguidores. En un ejemplo menos benigno de influencia sobre el Cristianismo, se dice que los seguidores de Dioniso, así como los del dios Pan, han tenido la mayor influencia sobre la visión moderna de Satán como animal con cuernos.[4] Es también posible que estas similitudes entre el Cristianismo y la religión dionisíaca sean sólo representaciones de los mismos arquetipos religiosos comunes. Más aún, resulta digno de mención que la historia de Jesús transformando agua en vino sólo en el Evangelio de Juan, que difiere en muchos aspectos de los otros evangelios sinópticos. Se ha sugerido que este pasaje concreto fue incorporado en el Evangelio de una fuente anterior centrada en los milagros de Jesús, el llamado Evangelio de los Signos.[5]

Según afirma Martin A. Larson en La historia de orígenes cristianos (1977), Osiris fue el primer salvador y toda las soteriologías de la región tomaron prestada de esta religión, directa o indirectamente, incluyendo el Mitraísmo y el Cristianismo, desde una influencia osiríaca-dionisíaca. Como con sus salvadores comunes que mueren y resucitan, todas comparten sacramentos comunes, ostensiblemente fundados en su dependencia del cultivo estacional de cereales, habiendo adoptado rituales con la propia comida. Larson señala que Herodoto usa indistintamente los nombres Osiris y Dioniso y que Plutarco los indentifica como el mismo, aunque antiguamente se pensaba que el nombre procedía del lugar Nisa, en Egipto (actualmente Etiopía).

El tema de Dioniso es complejo y desconcertante. El problema se complica aún más por el hecho de que aparece como al menos cuatro personajes: primero, como el respetable patrón del teatro y las artes; segundo, como el afeminado pero violento y fálico dios mistérico de las sanguinarias Ménades; tercero, como la deidad mistérica en los templos de Deméter; y cuarto, como el salvador divino que murió por la humanidad y cuyos cuerpo y sangre son simbólicamente comido y bebido en la eucaristía de los célibes órfico-pitagóricos. Además de esto, casi todas las naciones bárbaras tenían sus propias versiones de Dioniso bajo muchos nombres. Y aún hay una explicación más simple: Dioniso, Bromio, Sabacio, Atis, Adonis, Zalmoxis, Coribas, Serapis y el propio Orfeo son copias de su gran prototipo Osiris, y las diferencias que aparecen entre ellas son el resultado del trasplante de un país a otro y simplemente reflejan las necesidades específicas de sus múltiples adoradores.
Martin A. Larson (1977), La historia de orígenes cristianos, págs. 37-38

Interpretaciones modernas [editar]

En su libro El nacimiento de la Tragedia, el filósofo alemán Friedrich Nietzsche habla de una duplicidad de fuerzas o instintos artísticos integrada por Dioniso y el dios Apolo, el primero es presentado como símbolo de la fuerza vital básica e incontrolada frente al mundo de la razón, el orden y la belleza representado por el segundo. El contraste entre los papeles de estos dioses queda reflejado en los adjetivos apolíneo y dionisíaco. Los griegos pensaban en las dos cualidades como complementarias: los dos dioses son hermanos, y cuando Apolo en el invierno se marchaba a la Hiperbórea dejaba el oráculo de Delfos a Dioniso. La interpretación de Nietzsche procura ser coherente con la noción griega, pues para el filósofo alemán la cultura no es posible si ambos instintos no se relacionan entre sí. Si los instintos dionisíacos acontecen dentro de una cultura, por sí mismos son capaces de destrozar el principio de individuación que permite la existencia del individuo, de ahí que estos instintos sólo puedan aparecer en el espacio de las festividades dionisíacas (cuando Apolo se marcha) o en el espacio del arte. Los instintos apolíneos se presentan precisamente como atenuación, por medio de una representación en el arte, de la salvaje manifestación dionisíaca. La duplicidad apolíneo dionisíaca no se trata simplemente de una contraposición de estas dos figuras, sino de una compleja relación que da lugar a la cultura.

En contraste, el poeta y filósofo ruso Vyacheslav Ivanov elaboró la teoría del Dionisismo, que rastrea las raíces del arte literario en general y del arte de la tragedia en particular a los antiguos misterios dionisíacos. Sus opiniones fueron expuestas en los tratados La religión helenística y el dios sufridor (1904) y Dionisio y el antiguo Dionisismo (1921).

Inspirados por James Frazer, Jane Ellen Harrison y otros mitólogos modernos, algunos investigadores etiquetan a Dioniso como una deidad de vida, muerte y resurrección. El mitógrafo Károly Kerényi dedicó mucha energía a Dioniso en su larga carrera, y resumió sus pensamientos en Dionisios: raíz de la vida indestructible.[6]

En su serie de novelas gráficas Bacchus, Eddie Campbell usó el personaje de Baco para explorar las convenciones del cómic de superhéroes y al mismo tiempo temas tales como la experiencia humana, el esfuerzo artístico, los mitos, historias y narrativas, y también como referencia a Nietzsche con su contraste del Dioniso eterno, Baco, frente al Apolo provisional, Simpson.

Frases celebres

1. El individuo ha luchado siempre para no ser absorbido por la tribu. Si lo intentas, a menudo estarás solo, y a veces asustado. Pero ningún precio es demasiado alto por el privilegio de ser uno mismo.

2.Lo que me preocupa no es que me hayas mentido, sino que, de ahora en adelante, ya no podré creer en ti.

3.Los monos son demasiado buenos para que el hombre pueda descender de ellos.

4.La esperanza es el peor de los males, pues prolonga el tormento del hombre.

5. Sin música la vida sería un error.

6. Todo lo que se hace por amor, se hace más allá del bien y del mal.

7. Aquel que tiene un porqué para vivir se puede enfrentar a todos los “cómos”.

8. La palabra más soez y la carta más grosera son mejores, son más educadas que el silencio.

9. Fe significa no querer saber la verdad.

10.En el amor siempre hay algo de locura, mas en la locura siempre hay algo de razón.

11. No hay razón para buscar el sufrimiento, pero si éste llega y trata de meterse en tu vida, no temas; míralo a la cara y con la frente bien levantada.

12.La mentira más común es aquella con la que un hombre se engaña a sí mismo. Engañar a los demás es un defecto relativamente vano.

13. Ser independiente es cosa de una pequeña minoría, es el privilegio de los fuertes.

14. Solamente aquel que construye el futuro tiene derecho a juzgar el pasado.

15.Para llegar a ser sabio, es preciso querer experimentar ciertas vivencias, es decir, meterse en sus fauces. Eso es, ciertamente, muy peligroso; más de un sabio ha sido devorado al hacerlo.

16.Los que más han amado al hombre le han hecho siempre el máximo daño. Han exigido de él lo imposible, como todos los amantes

17.Todo el que disfruta cree que lo que importa del árbol es el fruto, cuando en realidad es la semilla. He aquí la diferencia entre los que creen y los que disfrutan.

18.La potencia intelectual de un hombre se mide por la dosis de humor que es capaz de utilizar.

19.La verdad es que amamos la vida, no porque estemos acostumbrados a ella, sino porque estamos acostumbrados al amor.

20.Creo que los animales ven en el hombre un ser igual a ellos que ha perdido de forma extraordinariamente peligrosa el sano intelecto animal, es decir, que ven en él al animal irracional, al animal que ríe, al animal que llora, al animal infeliz.

21. Todos los pozos profundos viven con lentitud sus experiencias: tienen que esperar largo tiempo hasta saber qué fue lo que cayó en su profundidad.

22.La madurez del hombre es haber vuelto a encontrar la seriedad con la que jugaba cuando era niño.

23.¿Es el hombre sólo un fallo de Dios, o Dios sólo un fallo del hombre?.

24.Lo que hacemos no es nunca comprendido, y siempre es acogido sólo por los elogios o por la crítica.

25. La mujer perfecta es un tipo humano superior al varón perfecto, pero también es un ejemplar mucho más raro.

26. El hombre, en su orgullo, creó a Dios a su imagen y semejanza.

27. Hay almas esclavizadas que agradecen tanto los favores recibidos que se estrangulan con la cuerda de la gratitud.

28. La esperanza es un estimulante vital muy superior a la suerte.

29. El matrimonio acaba muchas locuras cortas con una larga estupidez.

30.Olvida uno su falta después de haberla confesado a otro, pero normalmente el otro no la olvida.

31. Todo idealismo frente a la necesidad es un engaño.

32. La edad de casarse llega mucho antes que la de quererse.

33.El sexo es una trampa de la naturaleza para no extinguirse.

34.El hombre sufre tan terriblemente en el mundo que se ha visto obligado a inventar la risa.

35.Lo que no me mata, me fortalece.

36.Nuestro destino ejerce su influencia sobre nosotros incluso cuanto todavía no hemos aprendido su naturaleza; nuestro futuro dicta las leyes de nuestra actualidad.

37.El gran estilo nace cuando lo bello obtiene la victoria sobre lo enorme.

38.El mundo real es mucho más pequeño que el mundo de la imaginación.

39.El remordimiento es como la mordedura de un perro en una piedra: una tontería.

40.La demencia en el individuo es algo raro; en los grupos, en los partidos, en los pueblos, en las épocas, es la regla.

41.En la venganza, como en el amor, la mujer es más bárbara que el hombre.

42.Toda convicción es una cárcel.

43.Sólo comprendemos aquellas preguntas que podemos responder.

44.Yo necesito compañeros, pero compañeros vivos; no muertos y cadáveres que tenga que llevar a cuestas por donde vaya.

45.Un filósofo casado es, para decirlo claro, una figura ridícula.

46.Sin arte la vida sería un error.

47.No se odia mientras se menosprecia. No se odia más que al igual o al superior.

48.La sencillez y naturalidad son el supremo y último fin de la cultura.

49. ¿No es la vida cien veces demasiado breve para aburrirnos?

50.Nada más hipócrita que la eliminación de la hipocresía.

(continuara…)

Origen o invención a propósito de Nietzsche

Invención y origen, conceptos que se separan y se delimitan igualmente. El primero se describe como algo que no existía antes de ser inventado, como un gran hallazgo o creación. El segundo, se utiliza para descifrar un principio, comienzo, nacimiento o germen de algo.

Dichos términos a simple vista quieren decir lo mismo. Cuando se afirma que se inventa algo, esto tiene un origen, aún en el caso de que lo inventado ya preexista de antemano. En el mismo momento en que una cosa está siendo inventada se esta también generando un origen. Así también, cuando se origina una cosa ésta está siendo participe de una creación. Ambos conceptos viajan por la misma vía chocando entre sí, compartiendo ideas. Pero por qué y para qué los separamos.

Entre inventar y descubrir que también son conceptos que comparten sinónimos vemos una diferencia tal es que cuando se descubre algo se admite que ya existía, más no se conocía y se presenta a la luz del mundo para que deje de permanecer en la oscuridad. El ejemplo tan trillado, pero que de igual manera sirve, es el de la invención o descubrimiento de América. Se dice que no se invento, puesto que ya estaba, puede ser que se haya descubierto. Pero aquí donde entra el origen. El origen se da en ambos casos, puesto que al momento de descubrir el continente, aunque ya estaba allí, se está gestando un origen. Al igual que en la invención de América se da ese nacimiento.

N. Abbagnano afirma que el concepto de origen en los siglos XVIII y XIX no sólo significaba el nacimiento en el tiempo sino también el principio o el fundamento del objeto cuyo origen se buscaba.[1] Parece ser que ya no se conformaban con un principio universal ni generalizado sino que buscaban el origen particular de cada cosa. Y esto en particular lo hace Friedrich Nietzsche, varias de sus obras están dirigidas a la búsqueda de un origen, y sino se encuentra latente dicho concepto, se pasa al terreno de la invención.

En el ensayo titulado “Sobre verdad y mentira en sentido extramoral.”[2] Nietzsche utiliza los conceptos Invención y Origen como opuestos. Cuando habla de invención tiene en mente su contrario, la palabra origen. Cuando dice invención es para no decir origen. “Cuando dice Eirfíndung es para no decir Ursprung”[3]

Para Nietzsche el conocimiento, la religión, la oración, el ideal, entre otros, carecen de origen, por lo tanto son parte de una invención. El conocimiento surgió “En algún punto perdido del universo, cuyo resplandor se extiende a innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que unos animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de la historia universal: pero a fin de cuantas sólo un minuto. Tras breves respiraciones de la naturaleza el astro se heló y los animales inteligentes hubieron de perecer”.[4] De esta manera el conocimiento no tiene un origen, según Nietzsche, puesto que fue inventado. Creo que en ese mismo momento se da el origen, pero para Nietzsche el conocimiento no esta arraigado a la naturaleza humana, ni a su vez el hombre tiene en su ser un germen de conocimiento. De ahí que el conocimiento sea inventado y carezca de origen.

Por otro lado, y bajo la misma sentencia, la religión es también inventada puesto que en un momento dado ocurrió algo que la hizo aparecer, fue fabricada, inventada. Nietzsche discute con Shopenhauer sobre el origen de ésta[5] y del error que comete éste último. Shopenhauer trata de encontrar el origen de la religión en un sentimiento metafísico que está en todos los hombres. Afirmar que el origen efectivamente radica ahí, es suponer que la religión ya nos estaba dada, preexistía aun sin nosotros, independiente de nosotros. Para Nietzsche no hay tal cosa y por lo tanto descarta esta afirmación y niega el origen de la religión. De nuevo se me presenta la cuestión de sí hay o no hay origen en la invención, puesto que la religión aunque sea un invento del hombre y para el hombre y no arraigado a la naturaleza humana satisface las necesidades propias como si fuera parte de un sentimiento humano, aunque no dependa para nada de él. Aunque tenga carácter de invento la religión, tiene su origen en lo humano.

Del mismo modo, en “La gaya ciencia” Nietzsche escribe que la oración es también un invento y aclara “La oración fue inventada para todos aquellos hombres que jamás tuvieron pensamientos propios y que no conocen la elevación del espíritu…”[6] Por lo que se podría llegar a concluir que para Nietszche todo lo que no es digno del hombre, es decir que no parte de su propia naturaleza, es un invento. Al momento de darle nacimiento a la oración como un largo “trabajo mecánico de los labios”[7] se está produciendo un origen, el origen de rezar, el inventar que dentro de un ambiente solemne y tranquilo debe de ejecutarse ese trabajo, tiene un principio también.

En cuanto al plano de lo ideal Nietzsche, en otro de sus libros[8] se refiere a una especie de fábrica gigantesca de enorme factoría en la que se produce el ideal, no tiene origen, también fue inventado, producido por una serie de pequeños mecanismos.

Para Nietzsche invención no deja de ser una relación de poder. Gracias a oscuras relaciones de poder se inventa la religión o el arte en general. M. Foucault menciona en su análisis que a parte de ser relaciones de poder no debe “el historiador de claudicar pues fue a causa de pequeñeces en pequeñeces que se formaron grandes cosas.”[9]

A parte de estar en contra de la idea metafísica del conocimiento y su preexistencia, Nietzsche también ve en la invención algo no auténtico, que no es parte de la naturaleza, algo contra natura. Mientras que en el origen no ve sólo una causa o un principio sino también una forma de naturaleza humana. Tal parece que lo que pretende es hacernos dudar de nuestras propias creencias de su autenticidad y originalidad de las cosas que se nos presentan.

Si se sigue más afondo la investigación sobre la invención y el origen en el pensamiento de Nietzsche me temo que se llegará a la conclusión de que la mayoría de las cosas son un invento, claro, desde su perspectiva, porque para mi ambos términos quieren enfocar lo mismo. La diferencia entre ambas es la utilización. Me parece que cuando nos referimos a algo pequeño, se habla de un invento, y cuando es algo grande tiene un origen. Más esto no consiste en tamaños o formas, es más bien el sentido que se le da. Por ejemplo cuando queremos que un pensamiento común y corriente dicho por alguien anónimo o que no importa quién lo haya dicho trascienda, no tardamos en compararlo, es decir, en hacer una analogía con un pensamiento escrito por alguien importante, que ha trascendido. De la misma manera me parece hablar de algo que tiene origen y algo que no lo tiene. He aquí una analogía de otra analogía. Lo mismo pasa al querer conocer el origen del origen o la invención de la invención, se dan en un plano alejado a nuestro modo de conocer y a nuestro ser. Se da en un plano infinito aunque lo finito se encuentre dentro de ese. No se trata de llegar a decir que las cosas no se pueden conocer, pero tampoco lo contrario. Más bien, remitiéndome al plano que me trajo aquí, se asoma detrás de los conceptos de Nietzsche tanto origen como invención una moral,[10] es decir, lo primero es lo verdadero y lo bueno, lo segundo es lo falso y lo malo. Aunque Nietzsche talvez no lo reconociera como tal, veo que en toda su obra esta detrás este problema al igual que el de juego de poder. Luego entonces que Michel Foucault lo haya tomado como parte aguas para el desarrollo de su filosofía.
Más algo que aprendí de leer a este autor, es que entre más investigas de una cosa, más dudas engendras, sin embargo esto tiene un grado positivo, puesto que de lo contrario todo estaría facilitado y no habría más que recibirlo sentados. Por último, a pesar de que origen e invención no las use Nietzsche para lo mismo, por motivos ya señalados, no es más que una separación mental de términos que están juntos y que uno no puede sobrevivir sin el otro, dado que el origen es un invento e inventar algo tiene su origen. Ya lo había dicho él mismo cuando de niño se preguntó sobre el origen del mal o demonio y así mismo se respondió: “Dios se piensa a sí mismo, pero sólo puede hacerlo mediante la representación de su antítesis.”[11]
[1] Abbagnano, Nicola. Diccionario de Filosofía, FCE, México, 1996.
[2] Nietzsche, Friedrich. Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Tecnos, Madrid, 1990. (copias)
[3] Foucault, Michel. (De la verdad y las formas jurídicas) conferencia publicada en Estrategias de poder. Paidós básica, México, 1999.
[4] Nietzsche, Friedrich. Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Tecnos, Madrid, 1990. (copias)
[5] Nietzsche, Friedrich. La gaya Ciencia. Edivisión de bolsillo, México, 1998.

[6] Nietzsche, Friedrich. La gaya Ciencia. Edivisión de bolsillo, México, 1998.
[7] Ibid.
[8] Nietzsche, Friedrich. La genealogía de la moral. Alianza, México, 1992.
[9] Foucault, Michel. (De la verdad y las formas jurídicas) conferencia publicada en Estrategias de poder.
[10] El a priori nietzscheano […] Friedrich Nietzsche. La genealogía de la moral. Alianza, México, 1992.
[11] Friedrich, Nietzsche. La genealogía de la moral. Alianza, México, 1992. (Notas)

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Nietzsche Y Lawrence

[div align=\\\”center\\\”][blockquote][div align=\\\’left\\\’]6. NIETZSCHE Y SAN PABLO, LAWRENCE
Y JUAN DE PATMOS
No es el mismo, no puede ser el mismo… Lawrence irrumpe en la discusión erudita de quienes se preguntan si el Juan que escribió un evangelio y el Apocalipsis es el mismo.26 Lawrence interviene con
argumentos muy pasionales, tanto más fuertes cuanto que implican un método de evaluación, una tipología: el mismo tipo de hombre no ha podido escribir evangelio y apocalipsis. Nada importa que cada uno de los textos sea en sí mismo complejo, o incluya elementos múltiples, yreúna tantas cosas diferentes. No se trata de dos individuos, de dos autores, sino de dos tipos de hombre, o de dos regiones del alma, de dos conjuntos del todo diferentes. El Evangelio es aristocrático, individual,
suave, amoroso, decadente, bastante culto incluso. El Apocalipsis es colectivo, popular, inculto, rencoroso y salvaje. Habría que explicar cada uno de estos términos para evitar los contrasentidos.Pero ahora ya el evangelista y el apocalipsista no pueden ser el mismo. Juan de Patmos ni siquiera adopta la máscara del evangelista, ni la de Cristo, inventa otra, fabrica otra que, en nuestra
opinión, desenmascara a Cristo, o bien se superpone a la de Cristo. Juan [56] de Patmos trabaja en el terror yla muerte cósmicos, mientras que el Evangelio y Cristo trabajan el amor humano, espiritual. Cristo inventaba una religión de amor (una práctica, una forma de vivir y no una creencia), el Apocalipsis aporta una religión del Poder, una creencia, una forma terrible de juzgar. En vez del don de Cristo, una deuda infinita.

Es obvio que vale más leer el texto de Lawrence después de haber leído o releído el texto del Apocalipsis. Se comprende de golpe la actualidad del Apocalipsis, y la de Lawrence que la denuncia. Esta actualidad no consiste en correspondencias históricas del tipo Nerón = Hitler = Anticristo. Tampoco en el sentimiento suprahistórico de los fines del mundo y de los milenaristas, con su pánico atómico, económico, ecológico y de ciencia ficción. Si estamos inmersos en pleno Apocalipsis es más bien porque éste inspira en cada uno de nosotros formas de vivir, de sobrevivir y de juzgar. Es el libro de cada uno de los que se creen supervivientes. Es el libro de los zombis.

Lawrence está muy cerca de Nietzsche. Cabe suponer que Lawrence no habría escrito su texto sin el Anticristo de Nietzsche. El propio Nietzsche no era el primero. Ni siquiera lo era Spinoza. Bastantes
«visionarios» han opuesto a Cristo como persona amorosa y el cristianismo como empresa mortuoria. No tratan a Cristo con una complacencia exagerada, pero experimentan la necesidad de no confundirlo
con el cristianismo. En Nietzsche, se trata de la gran oposición entre Cristo y San Pablo: Cristo, el más suave, el más amoroso de los decadentes, una especie de Buda que nos liberaría de la dominación de los sacerdotes, y de toda idea de culpa, castigo, recompensa, juicio, muerte, y lo que viene después de la muerte; este hombre de la buena nueva fue sobrepasado por el negro y tenebroso San Pablo, manteniendo a Cristo en la cruz, devolviéndolo a ella sin cesar, haciéndolo resucitar, desplazando todo el centro de gravedad hacia la vida eterna, inventando un nuevo tipo de sacerdote más terrible aún que los anteriores, «su técnica de tiranía sacerdotal, su técnica de aglomeración: la creencia en
la inmortalidad, es decir la doctrina del juicio».

Lawrence recupera la oposición, pero en este caso se trata de la de Cristo con el rojo y sangriento Juan de Patmos, el autor del Apocalipsis. Libro mortal de Lawrence puesto que antecede por poco a su roja muerte hemotísica, como el Anticristo, el desmoronamiento de Nietzsche. Antes de morir, un último «mensaje de alegría», una última buena nueva. No se trata de un Lawrence que habría imitado a Nietzsche. Más bien recoge una flecha, la de Nietzsche, y la dispara hacia otro lugar, tensada de otra
manera, hacia otro cometa, a otro público: «La naturaleza dispara al filósofo entre la humanidad como una flecha; no apunta, pero espera que la flecha quede colgada en algún sitio.»27 Lawrence prueba de
nuevo lo que intentó Nietzsche tomando a Juan Patmos y no ya a San Juan como blanco. Muchas cosas cambian, o se completan, de un intento a otro, e incluso lo que es común a ambos redunda en fuerza,
en novedad. La empresa de Cristo es individual. El individuo no se opone tanto a la colectividad en sí; individual y colectivo se oponen en cada uno de nosotros como dos partes diferentes del alma. Pero Cristo apenas se dirige a lo colectivo que hay dentro de nosotros. Su problema «consistía
más bien en deshacer el sistema colectivo del sacerdocio–Antiguo Testamento, del sacerdocio judío y a su poder, pero sólo para liberar de esta ganga inútil al alma individual. En cuanto al César, le dejaría su parte. En este sentido es aristocrático. Pensaba que una cultura del alma individual bastaría para alejar a los monstruos ocultos en el alma colectiva. Error político. Dejaba que nos las compusiéramos con el alma colectiva, con el César, fuera de nosotros y dentro de nosotros, con el Poder, fuera de nosotros y dentro de nosotros. Al respecto, nunca dejó de defraudar a sus apóstoles y a sus discípulos. Cabe incluso pensar que lo hizo deliberadamente. No quería un maestro, ni ayudar a sus discípulos (sólo amarlos, decía, ¿pero que ocultaba con ello?». «Nunca se mezcló con ellos de verdad, ni siquiera trabajó ni actuó con ellos. Estuvo solo siempre. Los intrigó de forma suprema, y, en una parte de ellos mismos, los dejó en la estacada. Rechazó ser su poderoso jefe físico: la necesidad de rendir tributo, interno a un hombre como Judas, se sintió traicionada, con lo que traicionó a su vez. Los apóstoles y discípulos se lo hicieron pagar a Cristo: negación, traición, falsificación, trucaje desvergonzado de la Nueva. Lawrence dice que el personaje principal del cristianismo es Judas. Y luego Juan de Patmos, y luego San Pablo. Lo que esgrimen es la protesta del alma colectiva, la parte despreciada por Cristo. Lo que el Apocalipsis esgrime es la reivindicación de los «pobres» o los «débiles», pues no son lo que se piensa, no son los humildes o los desdichados, sino esos hombres más que temibles que no tienen más alma que la colectiva.

Entre las páginas más hermosas de Lawrence están las de la Oveja: Juan de Patmos anuncia el león de Judea, pero es una oveja lo que llega, una oveja cornuda que ruge como un león, que se ha vuelto singular- «¿No os dais cuenta de que lo que adoráis en realidad
es el principio de Judas? Judas es el héroe de verdad, sin Judas el drama sería un fracaso…
Cuando la gente dice Cristo, quiere decir Judas. Le encuentra un sabor gustoso, y es que Jesús
es pariente suyo…» (pág. 94) (Obras completas, Seix Barral, 1987).

mente astuta, tanto más cruel y terrorífica cuanto que se presenta como víctima sacrificada, y no ya como sacrificador o verdugo. Verdugo peor que los otros. «Juan insiste sobre una oveja que está ahí como inmolada, pero nunca se la ve inmolada, más bien se la ve inmolar a los hombres por millones; incluso al final, cuando aparece vestida con una victoriosa camisa ensangrentada, la sangre no es la suya…».30 El cristianismo será realmente el Anticristo; engendra hijos en la espalda, proporciona por la fuerza a Jesús un alma colectiva, da a cambio al alma colectiva un alma individual de superficie, la ovejita.

El cristianismo, y Juan de Patmos en primer lugar, han fundado un tipo de hombre nuevo, y un tipo de pensador que todavía perdura en la actualidad, que conoce un reino nuevo: la oveja carnívora, la oveja que muerde, y que grita «socorro, ¿qué os he hecho?, si era por vuestro bien y por nuestra causa común». Qué figura más curiosa, la del pensador moderno. Esas ovejas con piel de león, y con unos dientes demasiado grandes, ya ni siquiera necesitan el hábito del sacerdote, o, como decía Lawrence, del Ejército de Salvación: han conquistado muchos medios de expresión, muchas fuerzas populares.

Lo que quiere el alma colectiva es el poder. Lawrence no dice cosas sencillas, sería un error creer que ya estaba todo comprendido. El alma colectiva no quiere apoderarse sencillamente del poder, o sustituir al déspota. Por una parte, quiere destruir el poder, odia el poder y la fuerza, Juan de Patmos odia con toda su alma a César o el Imperio romano. Por otra, también quiere infiltrarse en todas las puertas del poder, desparramar los centros de poder, multiplicarlos por todo el universo: quiere un poder cosmopolita, pero no a la luz del día como el del Imperio, sino más bien en cada esquina y rincón, en cada hueco oscuro, en cada recoveco del alma colectiva.31 Final y principalmente,
quiere un poder último que no apele a los dioses, sino que sea el de un Dios sin apelación, y que juzgue todos los demás poderes. El cristianismo no llega a un compromiso con el Imperio romano, lo transmuta.

Con el Apocalipsis, el cristianismo inventará una imagen completamente nueva del poder: el sistema del Juicio. El pintor Gustave Courbet (hay muchas similitudes entre Lawrence y Courbet) hablaba de personas que se despiertan en plena noche gritando «¡quiero juzgar, tengo que juzgar!». Voluntad de destruir, voluntad de introducirse en cada rincón, voluntad de ser la última palabra para siempre jamás: triple voluntad que no es sino una sola, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

El poder cambia singularmente de naturaleza, de expresión, de distribución, de intensidad, de medios y de fin. Un contrapoder que sea al mismo tiempo un poder de los recovecos y un poder de [60] los últimos hombres. El poder ya tan sólo existe como la prolongada política de la venganza, la prolongada empresa de narcisismo del alma colectiva. Desquite y autoglorificación de los débiles, dice Lawrence–Nietzsche: incluso el asfodelfo griego se volverá narciso cristiano.32 Y qué detalles
en la lista de las venganzas y de las glorias… Sólo hay una cosa que no cabe reprochar a los débiles, es la de no ser bastante duros, la de no estar bastante embebidos de su gloria y de su certeza.

Pero, para esta empresa del alma colectiva, habría que inventar una nueva raza de sacerdotes, un tipo nuevo, aunque sea enfrentándolo contra el sacerdote judío. Éste no poseía todavía la universalidad ni la ultimidad, era demasiado local y andaba aún esperando algo. El sacerdote cristiano tendrá que relevar al sacerdote judío, aunque sea a costa de que ambos se vuelvan contra Cristo. Someterán a Cristo a la peor de las prótesis: se le convertirá en el héroe del alma colectiva, se le obligará a devolver al alma colectiva lo que él jamás quiso darle. O mejor dicho el cristianismo le dará lo que él siempre aborreció, un Yo colectivo, un alma colectiva. Juan de Patmos pone todo su empeño en el asunto: «Siempre títulos de poder, nunca títulos de amor. Cristo siempre es el conquistador, todopoderoso, el destructor de espada resplandeciente, destructor de hombres hasta que la muerte alcance los estribos de los caballos. Jamás el Cristo salvador, jamás. El hijo del hombre del Apocalipsis baja a la tierra para traer un nuevo y terrible poder, mayor que el de cualquier Pompeyo, Alejandro o Ciro. Poder, terrorífico poder de disuasión… Algo que deja de una pieza…»33 Obligarán
a Cristo a resucitar para ello, le pondrán inyecciones. A Él, que no juzgaba, y que no quería juzgar, lo convertirán en un engranaje esencial en el sistema del Juicio. Pues la venganza de los débiles o el nuevo poder se sitúa en el punto exacto cuando [61] el juicio, la abominable facultad, se convierte en la facultad dominante del alma. (Sobre el problema menor de una filosofía cristiana: sí, hay una filosofía cristiana, no en función de la creencia, sino desde el momento en que el juicio es considerado una facultad autónoma, que precisa a este respecto del sistema y la garantía de Dios.) El Apocalipsis ha ganado, nunca hemos conseguido salir del sistema del juicio. «Y vi unos tronos, y a los que se sentaron en ellos les fue dado el poder de juzgar.»

Al respecto, el procedimiento del Apocalipsis es fascinante. Los judíos habían inventado algo muy importante en el orden del tiempo, el destino diferido. En su ambición imperial, el pueblo elegido había
fracasado, se había puesto en estado de espera, esperaba, se había vuelto «el pueblo del destino diferido». Esta situación se mantiene esencial a lo largo de todo el profetismo judío, y explica ya la presencia de ciertos elementos apocalípticos en los profetas. Pero lo nuevo del Apocalipsis estriba en que la espera se convierte en objeto de una programación maniática sin precedentes. El Apocalipsis es sin duda el primer gran libro–programa absolutamente espectacular. La pequeña y la gran muerte, los siete sellos, las siete trompetas, las siete copas, la primera resurrección, el milenio, la segunda resurrección, el juicio final, bastan y sobran para colmar todas las expectativas y mantenerlas
ocupadas. Una especie de Folies–Bergère, con ciudad celestial, y lago de azufre infernal. Todo el detalle pormenorizado de las desdichas, plagas y azotes reservados a los enemigos en el lago, y de la gloria de los elegidos en la ciudad, la necesidad de estos últimos de medir su gloria comparándola con las desdichas de los otros, todo eso irá minutando este prolongado desquite de los débiles. El ánimo de venganza introduce el programa en la espera («la venganza es un plato que…»). Hay que
mantener ocupados a los que esperan. La espera debe estar organizada de principio a fin: las almas martirizadas que tienen que esperar a que los mártires formen un número suficiente antes de [62] que comience el espectáculo. Y la pequeña espera de media hora en la apertura del séptimo sello, la gran espera durante el milenio… Sobre todo es imprescindible que el Fin esté programado. «Tanta necesidad tenían de conocer el final como el inicio, nunca hasta entonces habían querido los hombres conocer el fin de la creación… Odio candente e innoble deseo del fin del mundo»…Hay aquí un elemento que como tal no pertenece al Antiguo Testamento, sino al alma colectiva cristiana, y que
opone la visión apocalíptica y la palabra profética, el programa apocalíptico y el proyecto profético. Pues si el profeta espera, lleno ya de resentimiento, no por ello deja de seguir en el tiempo, en la vida, y espera un advenimiento. Y está esperando el advenimiento como algo imprevisible y nuevo, cuya presencia o gestación sólo conoce en el proyecto de Dios, mientras que el cristianismo ya sólo puede esperar un retorno, y el retorno de algo programado hasta el último detalle. En efecto, si Cristo ha muerto, el centro de gravedad se ha desplazado, ya no está en la vida, sino que ha pasado detrás de la vida, a una posvida.

El destino diferido cambia de sentido en el cristianismo, puesto que ya no sólo está diferido, sino posferido, situado después de la muerte, después de la muerte de Cristo y de la muerte de cada cual. «¿Hasta cuándo, Señor, santo y veraz, difieres hacer justicia y vengar nuestra sangre contra los que habitan en la tierra?… y se les dijo que descansasen en paz un poco de tiempo, en tanto que se cumplía el número de sus consiervos y hermanos que habían de ser martirizados también como ellos.»
«San Pablo se limitó a desplazar la gravedad de toda existencia detrás de esa existencia, en la mentira de Cristo resucitado. En el fondo, la vida del redentor no podía resultarle de ninguna utilidad, necesitaba la muerte en la cruz y alguna cosa más…» encontramos entonces ante la tarea de tener que llenar un tiempo monstruoso, prolongado, entre la Muerte y el Fin, la Muerte y la
Eternidad. Sólo cabe llenarlo de visiones: «miré, y he aquí…», «y entonces vi…». La visión apocalíptica sustituye a la palabra profética, la programación al proyecto y a la acción, todo un teatro de fantasías
sucede tanto a la acción de los profetas como a la pasión de Cristo.

Fantasías, fantasmas, expresión del instinto de venganza, arma de la venganza de los débiles. El Apocalipsis rompe con el profetismo pero sobre todo con la elegante inmanencia de Cristo, para quien la eternidad se experimentaba primero en la vida, sólo podía experimentarse en
la vida («sentirse en el cielo»). Y sin embargo no resulta difícil mostrar en cada momento el fondo
judío del Apocalipsis: no sólo el destino diferido, sino todo el sistema recompensa–castigo, pecado–perdón, la necesidad de que el enemigo tenga un sufrimiento prolongado, no sólo en su carne, sino en el espíritu, en pocas palabras el nacimiento de la moral, y la alegoría como expresión de la moral, como medio de moralización… Pero más interesantes resultan la presencia y la reactivación de un fondo pagano desviado en el Apocalipsis. Que el Apocalipsis sea un libro que contiene elementos dispares nada tiene de extraordinario, más habría que sorprenderse de un libro que no los contuviera en esa época. Lawrence no obstante distingue dos tipos de libros que contienen elementos dispares, o mejor dicho dos polos: en extensión, cuando un libro recupera muchos otros libros, de diferentes autores, de diferentes procedencias, tradiciones, etc.; o en profundidad, cuando a su vez está
a caballo sobre varios estratos, los atraviesa, los mezcla si es necesario, haciendo aflorar un sustrato en el estrato más reciente, un libro– sondeo y no ya una síncresis. Un estrato pagano, uno judío y uno
cristiano, eso es lo que marca las grandes partes del Apocalipsis, pese a que algún sedimento pagano acabe deslizándose en una falla del estrato cristiano, llenando un vacío cristiano (Lawrence analiza el
famoso ejemplo del capítulo 12 del Apocalipsis, donde el mito pagano de un nacimiento divino, con la Madre astral y el gran dragón rojo, acaba colmando el vacío del nacimiento de Cristo).38 Una reactivación semejante del paganismo no es frecuente en la Biblia. Cabe imaginar que los profetas, los evangelistas, el propio San Pablo, eran unos expertos en lo que a astros, estrellas y cultos paganos se refiere; pero optaron por suprimir al máximo, por [64] recubrir ese estrato. Sólo hay un caso en el que los judíos tienen una necesidad absoluta de volver a ello, y es cuando se trata de ver, cuando tienen necesidad de ver, cuando la Visión recupera cierta autonomía respecto a la palabra. «Los judíos del periodo posterior a David no tenían ojos propiamente, tanto escrutaban a su Jehová que se quedaban ciegos, y luego miraban el mundo con los ojos de sus vecinos; cuando los profetas habían de tener
visiones, éstas tenían que ser caldeas o asirías. Tomaban otros dioses prestados para ver a su propio Dios invisible.»39 Los hombres de la nueva Palabra tienen necesidad del antiguo ojo pagano. Cosa que ya es verdad en lo que a los elementos apocalípticos que surgen en los profetas se refiere. Ezequiel tiene necesidad de las ruedas agujereadas de Anaximandro («es un gran alivio encontrar las ruedas de Anaximandro en Ezequiel…»). Pero es el autor del Apocalipsis, el libro de las Visiones, es Juan de Patmos, el que más necesidad tiene de reactivar el fondo pagano, y el que está mejor situado para hacerlo. Juan conocía muy poco y mal a Jesús y los Evangelios, «pero al parecer era un experto en lo que al valor pagano de los símbolos se refiere, en tanto que difiere del valor judío o cristiano».
Y ahora Lawrence, con todo su horror por el Apocalipsis, y a través de este horror experimenta una oscura simpatía, incluso una especie de admiración hacia ese libro: precisamente porque es sedimentario y estratificado. Nietzsche también solía experimentar una fascinación especial por lo que percibía horrible y nauseabundo: «qué interesante», decía. No hay duda, Lawrence tiene simpatía por Juan de Patmos, lo encuentra interesante, tal vez el hombre más interesante, encuentra en
él una exageración, y una presunción que no carecen de atractivo. Es que esos «débiles», esos hombres de resentimiento, que esperan su venganza, gozan de una dureza que han vuelto en su propio beneficio, en su propia gloria, pero que procede de otro sitio. Su incultura profunda, la exclusividad de un libro que adquiere para ellos la figura DEL libro —EL LIBRO, la Biblia y particularmente el Apocalipsis–,los hace aptos para abrirse ante el empuje de un estrato antiquísimo,
de un sedimento secreto que los otros ya no quieren conocer. Por ejemplo. San Pablo todavía es un aristócrata: en absoluto como Jesús, sino otro tipo de aristócrata, demasiado culto para no saber reconocer, y por lo tanto borrar o reprimir, los sedimentos que podrían traicionar su programa.

¡Menudo el tratamiento de censura al que somete San Pablo el fondo pagano, y de selección el fondo judío! Tiene necesidad de un fondo judío revisado y corregido, convertido, pero necesita que el fondo pagano esté y permanezca oculto. Y posee la cultura suficiente para hacerlo, mientras que Juan de Patmos es un hombre del pueblo. Es una especie de minero gales inculto. Lawrence inicia su comentario del Apocalipsis con el retrato de esos mineros ingleses a los que tan bien conocía y que le maravillaron: duros, muy duros, dotados de un «sentido especial del poder bruto y salvaje», hombres religiosos por excelencia, en la venganza y la autoglorificación, esgrimiendo el Apocalipsis, organizando las tenebrosas veladas de los martes en las capillas metodistas primitivas.41 Su jefe natural no es el apóstol Juan ni San Pablo, sino Juan de Patmos. Son el alma colectiva y popular del
cristianismo, mientras que San Pablo (y Lenin también, dirá Lawrence) es todavía un aristócrata que va al pueblo. Los mineros son expertos en estratos. No necesitan haber leído, pues en ellos es donde el fondo pagano ruge. Precisamente, se abren a un estrato pagano, lo despejan, hacen que venga a ellos, y se limitan a decir: es carbón, es Cristo. Efectúan la desviación de estrato más impresionante para hacer que sirva al mundo cristiano, mecánico y técnico. El Apocalipsis es una inmensa máquina, una organización ya industrial. Metrópolis. En virtud de su experiencia vivida, Lawrence toma a Juan de Patmos por un minero inglés, el Apocalipsis por una serie de grabados colgados en las paredes de la casa del minero, el espejo de un rostro popular, duro, despiadado y pío. Es la misma causa que la de San Pablo, el mismo propósito, pero no es en absoluto el mismo tipo de hombre, el mismo procedimiento ni la misma función, San Pablo director último, y Juan de Patmos obrero, el terrible obrero de la última hora. El jefe de empresa tiene que prohibir, censurar, seleccionar, mientras que el
obrero puede martillar, alargar, comprimir, recuperar una materia… Por eso en la alianza Nietzsche–Lawrence no hay que considerar que la diferencia de blanco, San Pablo para uno, Juan de Patmos para el otro, sea anecdótica o secundaria. Determina una diferencia radical entre
ambos libros. Lawrence recupera bien la flecha de Nietzsche, pero a su vez la manda de un modo completamente distinto, aunque acaben encontrándose los dos en el mismo infierno, demencia y hemotisis, ya que San Pablo y Juan de Patmos ocupan todo el cielo. Pero Lawrence recupera todo su desprecio, y su horror, por Juan de Patmos. Pues esta reactivación del mundo pagano, a veces incluso
conmovedora y grandiosa en la primera parte del Apocalipsis, ¿de qué sirve, para qué se la utiliza en la segunda parte? No puede decirse que Juan aborrezca el paganismo: «Lo acepta casi con la misma naturalidad que su propia cultura hebraica, y con mucha más naturalidad que el nuevo espíritu cristiano, que le es ajeno.» Su enemigo no son los paganos, es el Imperio romano. Pero los paganos no son en absoluto los romanos, sino más bien los etruscos; ni siquiera lo son los griegos, son los hombres del Egeo, la civilización del Egeo. Pero, para garantizar una visión de la caída del Imperio romano, hay que agrupar, convocar, resucitar el Cosmos entero, hay que destruir el propio cosmos para que arrastre y entierre el Imperio romano debajo de sus escombros. Así es ese extraño desvío, ese extraño bies según el cual no se ataca directamente al enemigo: el Apocalipsis necesita una destrucción del mundo para sentar su poder último y su ciudad celeste, y sólo el paganismo le
proporciona un mundo, un cosmos. Por lo tanto recuperará el cosmos pagano para acabar con él, para llevar a cabo su destrucción alucinatoria.

Lawrence define el cosmos de una forma muy sencilla: es la sede de los grandes símbolos vitales y de las conexiones vivas, la vida–más–que–personal. Las conexiones cósmicas serán sustituidas por los
judíos por la alianza de Dios con el pueblo elegido; la vida supra –o infra– personal será sustituida por los cristianos por el pequeño vínculo personal del alma con Cristo; los símbolos judíos y cristianos
serán sustituidos por la alegoría. Y ese mundo pagano, que sigue vivo pese a todo, que sigue viviendo con su potencia en el fondo de nosotros, el Apocalipsis lo halaga, lo invoca, lo hace subir a la superficie, pero para arreglarle las cuentas, para asesinarlo de verdad, ni siquiera por odio directo, sino porque tiene necesidad de él como medio. El cosmos ya había padecido muchas derrotas, pero con el Apocalipsis acaba muriendo.

Cuando los paganos hablaban del mundo, lo que les interesaba eran siempre los inicios y los saltos de un ciclo a otro; pero ahora ya no queda más que un fin, al término de una larga línea plana, y, necrófilos, sólo nos interesa ese fin, siempre y cuando sea definitivo. Cuando los paganos, los presocráticos, hablaban de destrucción, siempre la consideraban una injusticia, fruto del exceso de un elemento respecto a otro, y lo injusto era ante todo lo destructor. Pero ahora a la destrucción
se la llama justa, y a la voluntad de destruir se la llama Justicia y Santidad. Es la aportación del Apocalipsis: ¡a los romanos ya ni se les reprocha que sean unos destructores, ni se les guarda rencor por esa razón que sin embargo sería una buena razón, se le reprocha a la Roma–Babilonia ser una rebelde, una sublevada, albergar a sublevados, gentes humildes o importantes, pobres o ricas!

Destruir, y destruir a un enemigo anónimo, intercambiable, a un enemigo cualquiera, se ha convertido en el acto más esencial de la nueva justicia. Definir al enemigo cualquiera como aquel que no es conforme con el orden de Dios. Resulta extraño cómo, en el Apocalipsis, todo el mundo tendrá
que ser marcado, llevará una marca en la frente o en la mano, marca de la Bestia o de Cristo; y la Oveja marcará a 144.000 personas, y la Bestia… Cada vez que se ha programado una ciudad radiante, sabemos perfectamente que se trata de una forma de destruir el mundo, de volverlo
«inhabitable», y de levantar la veda del enemigo [68] cualquiera.42 Tal vez no haya muchas similitudes entre Hitler y el Anticristo, pero abundan por el contrario entre la Nueva Jerusalén y el futuro que se nos augura, no sólo en la ciencia ficción, sino más bien en la planificación
militar–industrial del Estado mundial absoluto. El Apocalipsis no es el campo de concentración (Anticristo), es la gran seguridad militar, policial y civil del nuevo Estado (Jerusalén celeste). La modernidad del Apocalipsis no estriba en las catástrofes anunciadas, sino en la autoglorificación
programada, la institución de la gloria de la Nueva Jerusalén, la instauración demente de un poder último, judicial y moral. Terror arquitectónico de la Nueva Jerusalén, con su muralla, su
calle Mayor de cristal, «y la ciudad no necesita sol ni luna para iluminarla…, y nada mancillado penetrará en ella, sino sólo aquellos que están inscritos en el libro de la vida de la Oveja». Involuntariamente, el Apocalipsis nos persuade al menos de que lo más terrible no es el Anticristo, sino esta nueva ciudad descendida del cielo, la ciudad santa «preparada como una esposa adornada para su esposo». Cada lector un poco sano del Apocalipsis se siente ya en el lago sulfuroso.

Entre las páginas más hermosas de Lawrence se cuentan pues las que se refieren a esta reactivación del mundo pagano, pero en unas condiciones tales que los símbolos vitales están en plena decadencia, y todas sus conexiones vivas cortadas. «La mayor falsificación literaria», decía Nietzsche. La fuerza de Lawrence cuando analiza los temas precisos de esta decadencia, de esta falsificación en el Apocalipsis (nos limitaremos a señalar unos puntos concretos):

1. La transformación del infierno. Precisamente, entre los paganos el
infierno no está separado, depende de la transformación de los elementos
en un ciclo: cuando el fuego se vuelve [69] demasiado fuerte para
las aguas dulces, las quema, y el agua produce la sal como el hijo de la
injusticia que la corrompe y la vuelve amarga. El infierno es el aspecto
malo del agua subterránea. Si acoge a los injustos se debe a que él
mismo es el efecto de una injusticia elemental, un avatar de los elementos.
Pero la idea de que el infierno esté separado en sí mismo, de que
exista por sí mismo, y de que sea una de las dos expresiones de la
justicia última, todo eso tendrá que esperar la llegada del cristianismo:
«incluso los antiguos infiernos judíos de Sheol y de Gehen eran unos
lugares relativamente suaves, Hades incómodos, pero desaparecieron
con la Nueva Jerusalén», en beneficio de una «balsa de azufre incandescente
por naturaleza», donde las almas se abrasan para siempre
jamás.43 Incluso el mar, para mayor seguridad, será vertido en la balsa
de azufre: así desaparecerán las conexiones de todos los tipos.

2. La transformación de los jinetes. Tratar de volver a encontrar qué
es un caballo verdaderamente pagano, qué conexiones establece entre
unos colores, unos temperamentos, unas naturalezas astrales, unas
partes del alma como jinetes: no hay que limitarse a la vista, sino a la
simbiosis vivida hombre–caballo. El blanco, por ejemplo, es asimismo
la sangre, que actúa como pura luz blanca, mientras que el rojo es sólo
la vestidura de la sangre, proporcionada por la bilis. Amplio cruce de
líneas, de planos y de relaciones.44 Pero con el cristianismo el caballo
no es ya más que un transporte al que se le dice «¡ven!», y transporta
abstracciones.

3. La transformación de los colores y el dragón. Lawrence desarrolla
un devenir de los colores bellísimo. Pues el dragón más antiguo es rojo,
rojo y oro, extendido en espiral en el cosmos o acurrucado sobre la
columna vertebral del hombre. Pero cuando llega el momento de su
ambigüedad (¿será bueno?, ¿será malo?) se mantiene rojo todavía para
el hombre, [70] mientras que el buen dragón cósmico se ha vuelto
verde traslúcido en medio de las estrellas, como una brisa de primavera.
El rojo se ha vuelto peligroso para el hombre (no hay que olvidar
que Lawrence escribía entre sus esputos de sangre). Pero por último el
dragón se torna blanco, un blanco sin color, el blanco sucio de nuestro
logos, una especie de gusano gordo y gris. ¿Cuándo se transmuta el oro
en moneda? Precisamente cuando deja de ser el oro rojo del primer
43 Apocalypse, cap. XIII, págs. 141–142.
75
dragón, cuando el dragón adquiere este color de cartón piedra de la
pálida Europa.45

4. La transformación de la mujer. El Apocalipsis asimismo tributa un
homenaje fugaz a la Abuela cósmica, envuelta en el sol y con la luna
bajo sus pies. Pero está ahí plantada, al margen de cualquier conexión.
Y su hijo le es arrancado, «robado hacia Dios»; a ella la mandan al
desierto, del que no saldrá más que bajo forma invertida de ramera de
Babilonia: todavía espléndida, sentada sobre su dragón rojo, condenada
a la destrucción. Diríase que a la mujer no le queda más elección: o
bien ser la ramera sobre el dragón, o bien volverse la presa de «todas
las pequeñas serpientes grises de la pena y de la vergüenza modernas»
(como dice Lawrence, la mujer actual está llamada a hacer con su vida
«algo que valga la pena», a extraer lo mejor de lo peor sin pensar que
todavía es peor; por ese motivo la mujer adquiere una forma curiosamente
policial, «la mujer policía» moderna.46 Pero el Apocalipsis ya
había transformado las potencias angélicas en policías singulares.

5. La transformación de los gemelos. Y el mundo pagano no sólo se
componía de conjunciones vivas, comportaba fronteras, umbrales y
puertas, disyunciones, para que algo pasase entre dos cosas, o para que
una sustancia pasase de un estado a otro, o se alternara con otro,
evitando las mezclas peligrosas. Los gemelos tienen precisamente este
papel de disyuntores: amos de los vientos y de la lluvia, porque abren
las puertas del cielo; hijos del trueno porque atraviesan las nubes;
44 Apocalypse, cap. X, pág. 121. (El caballo como fuerza viva y símbolo vivido aparece en la
novela de Lawrence La mujer que se fue a caballo, Edhasa, 1988.)
45 Apocalypse, cap. XVI, págs. 169–173.
46 Apocalypse, caps. XV y XVI, págs. 155 y 161.
76
guar–[71]dianes de la sexualidad, porque mantienen la separación a
través de la cual se insinúa el nacimiento, y hacen que se alternen el
agua y la sangre, esquivando el punto mortal en el que todo se mezclaría
sin medida. Por lo tanto los gemelos son los amos de los flujos y de
su paso, de su alternancia y de su disyunción.47 Por este motivo necesita
el Apocalipsis mandarlos matar, y luego subirlos al cielo, no para
que el mundo pagano conozca su propia desmesura, sino para que la
mesura le venga de fuera como una sentencia de muerte.

6. La transformación de los símbolos en metáforas y alegorías. El
símbolo es potencia cósmica concreta. La conciencia popular, hasta en
el Apocalipsis, conserva cierto sentido del símbolo pese a adorar el
Poder bruto. Y no obstante qué diferencias entre la potencia cósmica y
la idea de un poder último… Lawrence esboza algunos rasgos del
símbolo sucesivamente. Hay un proceso dinámico para la ampliación,
la profundización, la extensión de la conciencia sensible, hay un
devenir cada vez más consciente, por oposición a la cerrazón de la
conciencia moral sobre la idea fija alegórica. Hay un método de Afecto,
intensivo, una intensidad acumulativa, que indica el umbral de una
sensación, el despertar de un estado de conciencia: el símbolo no
quiere decir nada, no hay que explicarlo ni interpretarlo, contrariamente
a la conciencia intelectual de la alegoría. Hay un pensamiento
rotativo, en el que un grupo de imágenes gira cada vez más deprisa
alrededor de un punto misterioso, por oposición a la cadena lineal
alegórica. Pensemos en la pregunta de la esfinge: «¿Qué es lo que
primero anda con cuatro patas, luego con dos, y por último con tres?»
47 Apocalypse, cap. XVI, pág. 151.
77
Es más bien estúpida si vemos en ella tres partes concatenadas cuya
respuesta es el Hombre. Pero se hace más interesante si percibimos tres
grupos de imágenes que giran alrededor del punto más misterioso del
hombre, las imágenes del niño–animal, luego las de la criatura de dos
patas, simio, pájaro o rana, y luego las de la bestia desconocida de tres
patas, [72] de allende los mares y los desiertos. Y en eso consiste,
precisamente, el símbolo rotativo: no tiene principio ni fin, no nos lleva
a ninguna parte, no llega a ninguna parte, sobre todo no tiene punto
final, ni siquiera etapas. Siempre está en medio, en medio de las cosas,
entre las cosas. Sólo tiene un medio, unos medios cada vez más profundos.

El símbolo es maelström, nos hace girar hasta producir ese estado intenso del que surge la solución, la decisión. El símbolo es un proceso de acción y de decisión; en este sentido se vincula con el
oráculo que proporcionaba imágenes de turbulentos torbellinos. Pues de este modo tomamos una decisión verdadera: cuando giramos dentro de nosotros mismos, sobre nosotros mismos, cada vez más y más deprisa, «hasta que se forma un centro y no sabemos qué hacer». Es lo contrario de nuestro pensamiento alegórico: éste ya no es un pensamiento activo, sino un pensamiento que incesantemente remite o difiere. Ha sustituido el poder de decisión por el poder de juicio. Así,
exige un punto final como un juicio final. Y pone puntos provisionales entre cada frase, entre cada fase, entre cada segmento, como otras tantas etapas en la senda que prepara la llegada. Sin duda debido a la vista, al libro y a la lectura, hemos desarrollado esa afición por los puntos, por las líneas segmentarizadas, por los inicios, por los finales y por las etapas. La vista es el sentido que nos separa, la alegoría es visual, mientras que el símbolo convoca y reúne todos los demás sentidos. Cuando el libro todavía es un rollo, tal vez conserve una potencia de símbolo. Pero, precisamente, ¿cómo explicar esa cosa tan insólita, que el libro de los siete sellos sea supuestamente un rollo, y que no obstante los sellos se vayan rompiendo sucesivamente, por etapas, hasta ese punto tiene necesidad el Apocalipsis de ir poniendo puntos, instalando segmentos por doquier? El símbolo, por su parte, consta de conexiones y de disyunciones físicas, e, incluso cuando nos encontramos ante una disyunción, ésta se produce de tal modo que algo sigue pasando por la separación, sustancia o flujo. Pues el símbolo
es el pensamiento de los flujos, contrariamente al proceso intelectual y lineal del pensamiento alegórico: «La mente moderna aprehende partes, [73] briznas y pedazos, y pone un punto al final de cada frase, mientras que la conciencia sensible aprehende un conjunto en tanto
que corriente o flujo.» El Apocalipsis revela su propio fin: desconectarnos del mundo y de nosotros mismos.48

Exit el mundo pagano. El Apocalipsis lo ha hecho aflorar por última vez para destruirlo para siempre. Tenemos que volver al otro eje: no la oposición del Apocalipsis con el mundo pagano, sino aquella, del todo distinta, del Apocalipsis con Cristo como persona. Cristo había inventado una religión de amor, es decir una cultura aristocrática de la parte individual del alma; el Apocalipsis inventa una religión de Poder, es decir un culto terrible y popular de la parte colectiva del alma. El Apocalipsis hace un yo colectivo a Cristo, le da un alma colectiva, y todo cambia. Transmutación del impulso de amor en empresa de venganza, de Cristo evangélico en Cristo apocalíptico (el hombre de la
espada entre los dientes). De ahí la importancia de la advertencia de Lawrence: no es el mismo Juan el que escribe un evangelio y el que escribe el Apocalipsis. Y, no obstante, tal vez estén más unidos que si fuera el mismo. Y los dos Cristos están más unidos que si fueran el mismo: «las dos caras de una misma medalla». Para explicar esta complementariedad, ¿basta con decir que Cristo
había descuidado «personalmente» el alma colectiva y le había dejado el campo libre? ¿O bien existe alguna razón más profunda, más abominable? Lawrence se mete de cabeza en un asunto harto complejo: le parece que la razón del vuelco, de la desfiguración, no depende de una mera negligencia, sino que hay que buscarla ya en el amor de Cristo, en la forma que tenía de amar. Y que eso es lo que ya era horrible, la forma que tenía Cristo de amar. Eso es lo que iba a permitir que una
religión de Poder sustituyera a la religión de amor. Había en el amor de Cristo una especie de identificación abstracta, o, peor aún, unas ansias de dar sin tomar nada a cambio. Cristo no quería responder a las expectativas de sus discípulos, y aun así no quería quedarse con nada, ni siquiera con la parte inviolable de sí mismo. Algo había de suicida.

Lawrence escribe una novela, L’homme qui était mort (El hombre que había muerto), poco antes de su texto sobre el Apocalipsis: imagina a Cristo resucitado («me han desclavado demasiado deprisa»),
pero también asqueado, diciéndose «esto nunca más». Descubierto por Magdalena, que desea dárselo todo, percibe en la mirada de la mujer un brillo tenue de triunfo, en su voz un tono de triunfo en el que se reconoce a sí mismo. Pero se trata del mismo brillo, del mismo tono de aquellos que toman sin dar.

En el ardor de Cristo y en la codicia cristiana, en la religión de amor y la religión de poder, hay la misma fatalidad: «He dado más de lo que he tomado, y también eso es miseria y vanidad. No es más que otra muerte… Sabía ahora que el cuerpo resucita para dar y para tomar, para tomar y para dar, sin codicia.» En toda su obra, Lawrence tiende hacia esta tarea: diagnosticar, perseguir el diminuto brillo de maldad dondequiera que esté, en quienes toman sin dar, o quienes dan sin tomar: Juan de Patmos y Cristo.

Entre Cristo, San Pablo y Juan de Patmos, la cadena se cierra: Cristo, aristócrata, artista del alma individual, y que desea dar esta alma; Juan de Patmos, el obrero, el minero, que reivindica el alma colectiva y que desea cogerlo todo; y San Pablo para cerrar el vínculo, una especie de aristócrata que va hacia el pueblo, una especie de Lenin que se dispone a dar al alma colectiva una organización, hará una «oligarquía de los mártires», da a Cristo unos objetivos, y medios al Apocalipsis. ¿No era
todo eso acaso necesario para conformar el sistema del juicio?

Suicidio individual y suicidio de masa, con autoglorificación por todos los lados. Muerte, muerte, así es el juicio. Entonces, salvar el alma individual, y también el alma colectiva, ¿pero cómo? Nietzsche concluía el Anticristo con su célebre Ley contra el Cristianismo. Lawrence concluye su comentario del Apocalipsis con la gran escena de Cristo con Magdalena («Y en su corazón, sabía que jamás iría a vivir a su casa. Pues un resplandor de triunfo había brillado en su mirada, el ardor de dar… El horror de toda la vida que había conocido cayó de nuevo sobre él»). Escena análoga en La verge d’Aaron, Gallimard, cap. XII, cuando Aarón va a reencontrarse con su mujer, y sale huyendo de nuevo, aterrorizado por el brillo en sus ojos (Obras completas, Seix Barral, 1987). 81 una especie de manifiesto, lo que en otro lugar llama una «letanía de exhortaciones»:51 Dejar de amar. Oponer al juicio de amor «una decisión que el amor no podrá vencer». Llegar al punto en el que no se
puede dar más, como tampoco tomar más, en el que se sabe que no se va a «dar» absolutamente nada más, el punto de Aarón o de L’homme qui était mort, pues el problema se ha desplazado a otro lugar, construir las orillas entre las cuales puede una corriente fluir, separarse o
conjugarse.52 No amar más, no darse más, no tomar más. Salvar así la parte individual de uno mismo. Pues el amor no es la parte individual, no es el alma individual: es más bien lo que hace que el alma individual se convierta en un Yo. Pero un yo, es algo que hay que dar o tomar, que
desea amar o ser amado, es una alegoría, una imagen, un Sujeto, no es una relación verdadera. El yo no es una relación, es un reflejo, es el brillo diminuto que hace el sujeto, el brillo de triunfo en la mirada (el «maldito secretito»), dice a veces Lawrence. Adorador del sol, Lawrence no obstante dice que el resplandor del sol en la hierba no basta para hacer una relación. Saca de ello una concepción de la pintura y de la música. Lo que es individual es la relación, es el alma, no el yo. El yo
tiene tendencia a identificarse con el mundo, pero es ya la muerte, mientras que el alma extiende el hilo de sus «simpatías» y «antipatías» vivas.53 Dejar [76] de pensarse como un yo, para vivirse como un flujo, un conjunto de flujos, en relación con otros flujos, fuera y dentro del
51 Fantaisie de 1’inconscient, Stock, págs. 178–182 (Obras completas, Seix Barral, 1987).
52 Sobre la necesidad de estar solo, y de alcanzar la negativa a dar, un tema constante en
Lawrence, vid. La rerge d’Aaron, págs. 189–201 («Su aislamiento intrínseco era el centro mismo
de su ser, si rompía esta soledad central, todo se habría roto. Ceder, ésa era la gran tentación, y
era el sacrificio final…») y pág. 154 («Para empezar había que estar perfectamente solo, era el
único camino hacia una armonía final y vital, estar solo en una soledad perfecta, acabada…»).
82 propio ser. Incluso la rareza es un flujo, incluso el agotamiento del caudal, incluso la muerte pueden convertirse en flujos. Sexual y simbólico, tanto da, en efecto, nunca han querido decir otra cosa: la vida de las fuerzas o de los flujos.54 Hay en el yo una tendencia a aniquilarse que encuentra una pendiente en Cristo, y una llegada en el budismo: de ahí la desconfianza de Lawrence (o de Nietzsche) respecto a Oriente. El alma como vida de los flujos es querer–vivir, lucha y combate. No sólo
la disyunción, sino la conjunción de los flujos también es lucha y combate, abrazo. Todo acuerdo es disonante. Lo contrario de la guerra: la guerra es el aniquilamiento general que exige la participación del yo, pero el combate rechaza la guerra, es conquista del alma. El alma recusa a aquellos que quieren la guerra porque la confunden con la lucha, pero también a aquellos que renuncian a la lucha porque la confunden con la guerra: el cristianismo militante y Cristo pacifista. La parte inalienable del alma aparece cuando se ha dejado de ser un yo: hay que conquistar esta parte eminentemente fluida, vibrante, combatiente.

El problema colectivo consiste entonces en instaurar, encontrar o recuperar el máximo de conexiones. Pues las conexiones (y las disyunciones) son precisamente la física de las relaciones, el cosmos. Hasta la disyunción es física, sólo está como las dos orillas, para permitir el paso de los flujos, o su alternancia. Pero nosotros… nosotros como máximo vivimos en una «lógica» de las relaciones (Lawrence y Russell 53 Lawrence, Études sur la littérature classique américaine, Seuil, págs. 216–218 (Obras completas, Seix Barral, 1987). 54 Sobre la concepción de los flujos, y de la sexualidad consiguiente, vid. uno de los últimos textos de Lawrence, «Nos necesitamos unos a otros» (1930), en Eros et les chiens, Bourgois (Obras completas, Seix Barral, 1987).
83 no se podían ver).

La disyunción la convertimos en un «o, o». La conexión en una relación de causa efecto, o de principio consecuencia. Del mundo físico de los flujos abstraemos un reflejo, un doble exangüe, compuesto por sujetos, objetos, predicados, relaciones lógicas. Extraemos de este modo el sistema [77] del juicio. No se trata de enfrentar sociedad y naturaleza, artificial y natural. Poco importan los artificios. Pero cada vez que una relación física sea traducida en vinculaciones lógicas, el símbolo en imágenes, el flujo en segmentos, habrá que decir que el mundo ha muerto, y que el alma colectiva a su vez está encerrada
en un yo, sea éste el del pueblo o el del déspota. Son las «falsas conexiones», que Lawrence opone a la Physis. Lo que hay que reprochar al dinero, siguiendo la crítica que de él hace Lawrence, exactamente igual que al amor, no es que sea un flujo, sino que sea una falsa conexión que reduce a moneda sujetos y objetos: cuando el oro se vuelve moneda…55 No hay retorno a la naturaleza, sólo hay un problema político del alma colectiva, las conexiones de las que una sociedad es capaz, los flujos que soporta, inventa, deja o hace pasar. Pura y simple sexualidad, sí, si se entiende con ello la física individual y social de las relaciones, por oposición a una lógica asexuada. Como los que
tienen genio, Lawrence muere plegando cuidadosamente sus ínfulas, guardándolas cuidadosamente (suponía que así lo había hecho Cristo), y dando vueltas alrededor de esta idea, de esta idea… [78]
55 Apocalypse, cap. XXIII, pág. 210. Este problema de las conexiones falsas y verdaderas es el
que estimula el pensamiento político de Lawrence, especialmente en Eros et les chiens, y en
Corps social, Bourgois.[/div][/blockquote]

Gilles Deleuze, Critica y Clinica, 1993[/div]