La rebelión de Atlas

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La moral sobre el hombre

Esta en la pagina 497, de la edición pocket. La trama empieza en unas paginas anteriores, pero pongo lo mas relativo al discurso. Es una conversación entre Francisco y Rearden:

-Si desea ver un principio abstracto, como es la acción moral, en forma material, ahí lo tiene. Fíjese bien, señor Rearden. Cada viga, cada tubería, cada cable, cada válvula, fue colocado en su sitio en respuesta a una pregunta: “¿Esta bien o mal?”. Usted tuvo que elegir lo bueno y lo mejor dentro de lo que sabia; lo mejor para el cumplimiento de un propósito: el de fabricar acero. Y luego seguir actuado y extendiendo dicho conocimiento para mejorar y volver a mejorar, siempre con su propósito como patrón de todos los valores. Tuvo que actuar de acuerdo con su propio juicio; tuvo que poseer capacidad para juzgar, valor para aceptar el veredicto de su mente y hacer gala de las mas puras e implacables consagración al propósito de obrar bien, de hacer lo mejor, lo optimo.
Nada pudo obligarlo a obrar contra su propio juicio, y hubiera rechazado como errónea, e incluso como maléfica, cualquier opinión humana que le hubiese sugerido que el mejor modo de calentar un horno es llenarlo con hielo. Millones de hombres, toda una nacion, no fueron capaces de impedirle producir metal Rearden, por que usted estaba seguro de su valor superlativo y del poder que tal seguridad confería. Pero lo que yo me pregunto, señor Rearden, es : ¿por que vive de acuerdo con un código de principios en sus tratos con la naturaleza, y con otro distinto cuando trata con seres humanos?

** Conversación entre ellos**

– Usted juzga cada uno de los ladrillos de este lugar por su valor en relación con el propósito de fabricar acero. ¿ Se ha mostrado tan estricto con respecto a objetivo de su trabajo y al uso de su acero?. ¿Que se ah propuesto conseguir al dedicar su vida a la fabricacion de ese metal? ¿Que principios de valor utiliza para juzgar su vida? ¿ Por que dedico diez años de encarnizado esfuerzo para producir ese metal?

**Sigue la conversación**

-Usted no quiso someterse a la naturaleza, sino que dedico su vida a conquistarla y colocarla al servicio de su propia felicidad y de su bienestar, ¿A cuantas cosas se ah sometido por esas personas? Usted, que conoce por propia experiencia que el castigo es producto de los propios errores, ¿ Cuantos inconvenientes ah aceptado y por que razón? Durante toda su vida ah sido acusado, equivocaciones, sino por sus logros. Se han Burlado de usted por las cualidades de las que se siente mas orgulloso. Lo calificaron de egoísta por haber tendido el valor de actuar según su propio juicio, y convertirse en único responsable de su vida. Lo calificaron de arrogante por su mente independiente. Lo calificaron de cruel por su inflexible integridad. De antisocial por haber poseído la visión que le permitió aventurarse por rutas todavía sin descubrir, implacable por la férrea auto disciplina con que llevo a cabo todo. De codicioso por su poder creador de riqueza. Luego de haber generado una inconcebible corriente de energía, se ah visto hachad tachado de parásito. usted, que produjo abundancia en lugares donde solo existían descampados y miseria, que antes de su llegada eran hábitos por seres que padecían hambre, ha sido tildado de ladrón. Usted, que mantuvo con vida a esos seres, sufre al ser considerado explotador. Usted, el mas puro y moral de los hombres, se ha visto desdeñado como vulgar materialista.
¿Se ah detenido a preguntarles con que derecho lo califican asi? ¿De acuerdo con que normas? ¿ Según que valores? No, usted lo ah soportado todo en silencio. Se ha inclinado ante su código sin defender jamas el propio. Sabia que clase de estricta moral era necesaria para producir un simple clavo, pero dejo que lo calificaran de inmoral. Sabia que el hombre necesita un férreo código de valores para tratar con la naturaleza, pero creyó que no necesitaba ese código para tratar con las personas, y dejo en manos de sus enemigos el arma mas mortífera, un arma cuya existencia nunca sospecho ni comprendió: el código moral de ellos es su arma. Pregúntese cuan profundamente y de que terrible modo lo ah aceptado. Pregúntese que hace a la vida de alguien un código de valores morales, por que no puede existir sin el, y también que ocurre si acepta la pauta equivocada según la cual el mas es el bien. ¿Puedo decirle que se siente atraído hacia mi, aun cuando cree que debería maldecirme? Por que soy el primero en otorgarle lo que el mundo entero le debe, y que usted tendría que haber exigido a las personas antes de empezar su trato con ellas: una sanción moral.

**Descripción de Rearden**

-Usted es culpable de un pecado muy grave, señor Rearden, mucho mas culpable de lo que ellos piensan, aunque no de la manera que predican. El peor de los pecados consiste en aceptar una culpa inmerecida, y eso es lo que h estado haciendo toda su vida. Estuvo pagando un chantaje, pero no por sus vicios, sino por su virtudes. Ah accedido a llevar la carga de un castigo inmerecido y dejar que se hiciera mayor cuanto mayores eran sus virtudes, pero tales virtudes son las que mantienen vivos a los hombres. Su código moral, aquel por el que se regia pero que nunca declaro, reconoció ni defendió, es el código que preserva la existencia humana. Si fue castigado por observarlo, ¿Cual era la naturaleza de quienes le aplicaron el castigo? Si el suyo era el código de la vida, ¿Cual era el de ellos? ¿Que valores tiene en sus raíces? ¿Cual es su objetivo final? ¿Cree que se enfrenta solo a una conspiración para privarlo de sus riquezas? Usted, que tan ben conoce la fuente de la riqueza debería saber que es algo mucho mayor y peor que eso. ¿Me pidio que le dijera el motivo que impulsa a los hombres? Su código moral. Pregúntese adonde lo conduce el código ajeno y que le ofrece como meta final. Peor que asesinar a alguien, es convencerlo de que el suicidio es una virtud. Una maldad mayor que arrojarlo a la hoguera es exigirle que lo haga por su propia voluntad, y que ademas, levante el mismo la pira. Según sus propias palabras, son ellos quienes lo necesitan y quienes nada pueden ofrecerle a cambio. Según las palabras de ellos, usted es quien debe sustentarlos por que no pueden sobrevivir sin su ayuda. Considere la liviandad que representa ofrecer su impotencia como declaración de su necesidad…. la necesidad que ellos tienen de usted, como justificación de la tortura que le infligen. ¿Esta dispuesto a aceptarlo? ¿Quiere conseguir, al precio de su esfuerzo y de su agonía la satisfacción de las necesidades de quienes lo están destruyendo?

-Señor Rearden si viera a Atlas, el gigante que sostiene el mundo sobre sus hombros, de pie, corriendole la sangre por el pecho, con las rodillas dobladas y los brazos temblorosos, intentando hacer acopio de sus ultimas fuerzas, mientras el globo pesa mas y mas sobre el, ¿Que le diría que hiciera?
-Pues… no lo se.¿Que podría hacer? ¿Que le diría usted?
-Que se rebelara.

Es quizá una de las partes mas importantes para mi ( de las que voy leyendo ) ya que descubren entre ellos una fase de la autoproclamacion del bien y de los valores, y es uno de los principios mejores que escuche y que existen realmente.

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Evidentemente compre 2.

En proceso Pelìculas de la rebelión de atlas

Parece que la película se hará en una serie de cuatro películas diferentes, el presupuesto es lo suficientemente alto para cosas cuidadas pero Rearden no da el ancho del personaje. Sin embargo, parece que el actor que hara a John Galt es desconocido pero puede ser, y es a la vez director de la pelicula.

Trailer de la parte Uno:
[url=http://www.slashfilm.com/atlas-shrugged-trailer/]http://www.slashfilm.com/atlas-shrugged-trailer/[/url]
[url=http://www.atlasshruggedpart1.com/atlas-shrugged-movie-trailer]http://www.atlasshruggedpart1.com/atlas-sh…d-movie-trailer[/url]

Imagenes de Galt.

[url=http://www.google.com/search?q=paul+johansson&hl=es&prmd=ivnso&source=lnms&tbm=isch&ei=RJDNTea3NZGssAP5pbHACw&sa=X&oi=mode_link&ct=mode&cd=2&sqi=2&ved=0CA8Q_AUoAQ&biw=1280&bih=711]http://www.google.com/search?q=paul+johans…280&bih=711[/url]

Qué es el Capitalismo  Por Ayn Rand

[url=http://www.liberalismo.org/articulo/69/62/capitalismo/]http://www.liberalismo.org/articulo/69/62/capitalismo/[/url]

Extracto de un estudio publicado en THE OBJETIVIST NEWSLETTER en noviembre y diciembre de 1965.

La desintegración de la filosofía en el siglo XIX, y su colapso en el XX, produjeron un proceso semejante, aunque más lento y menos visible, en el desarrollo de la ciencia moderna.

La mejor prueba de esto puede verse en algunas ciencias relativamente jóvenes, como la psicología y la economía política. En la psicología podemos observar el intento de estudiar la conducta humana sin hacer una referencia al hecho de que el hombre es un ser consciente. En economía podemos observar el intento de estudiar y formular sistemas sociales sin hacer referencia al hombre.

Los economistas incluyendo a los partidarios del capitalismo definen su ciencia como el estudio de la dirección o la gerencia o la organización o la manipulación de los «recursos» de una «comunidad» o de una nación. No se define la naturaleza de estos «recursos»; se da por establecida su propiedad comunal y se entiende que el propósito de la economía política consiste en estudiar cómo utilizar estos recursos para el «bien común».

El hecho de que el principal «recurso» de que se está queriendo disponer es el hombre mismo, que es una entidad de naturaleza específica con capacidades y necesidades, recibe, si acaso, la más superficial atención. Se considera al hombre simplemente como uno de los factores de la producción, al igual que la tierra, los bosques o las minas, y hasta como uno de los factores menos importantes, puesto que se dedica mayor atención a la influencia y a la calidad de estos recursos del que se concede a la función o a la calidad del hombre.

La economía política es, en efecto, una ciencia que arranca a medio camino. Observa que los hombres producen y trafican, y da por supuesto que siempre lo han hecho, dado que no requiere mayores consideraciones y se entrega al estudio del problema de cómo descubrir el mejor modo de que la comunidad disponga del esfuerzo humano.

Hay varias razones para esta consideración tribal del hombre. Una es la moral del altruismo; otra, es el predominio creciente del estatismo político entre los intelectuales del siglo XIX. Psicológicamente, la principal razón ha sido la dicotomía alma-cuerpo, que ha penetrado y saturado la cultura europea. La producción de bienes materiales fue considerada como una tarea degradante de orden inferior, impropia del hombre de intelecto, una tarea asignada a los esclavos o a los siervos desde el principio de la historia. La institución de la esclavitud duró, en una u otra forma, hasta bien entrado el siglo XIX, y sólo fue abolida políticamente por el advenimiento del capitalismo; fue abolida política, pero no intelectualmente.

El concepto del hombre como individuo libre e independiente ha sido totalmente extraño a la cultura de Europa, que desde sus raíces ha sido una cultura tribal. En el pensamiento europeo, la tribu ha sido la entidad única, y el hombre sólo una de sus células intercambiables. Y eso comprende lo mismo a los amos que a los siervos. Los amos han tenido sus privilegios sólo en virtud de los servicios que han prestado a la tribu, servicios considerados como de noble categoría: la fuerza armada y la defensa militar. Pero el noble, al igual que el siervo, fue sólo un mueble al servicio de la tribu: su vida y su propiedad pertenecían al rey. Debe recordarse que la institución de la propiedad privada, en el cabal y legal significado del término, nació sólo con el capitalismo, en las edades precapitalistas, la propiedad privada existía de facto, pero no de dejure; esto es, existía por costumbre y concesión y no por derecho ni por ley. En derecho y en principio toda la propiedad pertenecía al jefe de la tribu, el rey, y era tenida sólo por permiso y concesión del rey, quien podía revocarlas a su gusto en cualquier momento. (El rey podía expropiar, y de hecho expropió muchas veces, las propiedades de las nobles recalcitrantes, a través de todo el curso de la historia de Europa).

La filosofía americana de los derechos del hombre no ha sido nunca cabalmente captada por los intelectuales europeos. La idea de emancipación predominante en Europa ha consistido en el cambio del concepto del hombre como esclavo del Estado absoluto encarnado en el rey, al concepto del hombre como esclavo del Estado absoluto encarnado en el pueblo; es decir, en cambiar del estado de esclavitud respecto al jefe de la tribu, al estado de esclavitud respecto a la tribu. Una perspectiva no tribal de la existencia no podía haber penetrado en mentalidades que consideraban un timbre de nobleza el privilegio de gobernar por la fuerza física a los productores de bienes materiales.

Por esto, los pensadores europeos no se dieron cuenta del hecho de que, durante el siglo XIX, los galeotes habían sido reemplazados por los inventores de barcos de vapor y los herreros de aldea por los propietarios de altos hornos, y siguieron pensando en términos que resultan contradictorios entre sí, como los de «esclavitud del salario» o «el egoísmo antisocial de los industriales, que toman tanto de la sociedad sin dar nada en cambio», todo esto descansando sobre el axioma indiscutido de que la riqueza es un anónimo producto tribal. Semejante noción ha permanecido indisputada hasta hoy, y representa la premisa implícita y la base de la economía política contemporánea.

Este principio es compartido lo mismo por los enemigos que por los campeones del capitalismo, proporcionando a los primeros una cierta congruencia interna y desarmando a los últimos con una sutil pero aniquiladora aura de hipocresía moral, como lo prueban los intentos de éstos de justificar el capitalismo sobre la base del «bien común» o del «servicio al consumidor» o de «la mejor colocación de los recursos». (¿Los recursos de quién?).

Para que el capitalismo pueda ser entendido, es preciso denunciar e invalidar este principio tribal.

La humanidad no es una entidad, ni un organismo ni un agregado coralino. La entidad que interviene en la producción y en el comercio es el hombre, Y es con el estudio del hombre (y no con el de ese impreciso agregado llamado «comunidad») con lo que toda ciencia humanística tiene que empezar. Esta cuestión representa una de las diferencias epistemológicas entre las ciencias humanísticas y las ciencias físicas, y una de las causas del bien ganado complejo de inferioridad de aquéllas frente a éstas. Una ciencia física no se permitiría (al menos, no se ha permitido) ignorar o pasar por alto la naturaleza de su objeto. Semejante intento significaría algo así como una ciencia de la astronomía que contemplara el firmamento, pero se rehusara a estudiar cada una de las estrellas, planetas y satélites, o una ciencia de la medicina que estudiara la enfermedad, pero sin ningún conocimiento ni criterio de la salud y que tomara, como objeto básico de estudio, un hospital en su totalidad, sin prestar atención a los pacientes individuales.

Mucho puede aprenderse acerca de la sociedad estudiando al hombre. Pero la inversa no es verdadera: nada puede aprenderse del hombre estudiando la sociedad, es decir, estudiando relaciones entre entidades que no se han identificado ni definido. Sin embargo, éste ha sido el método adoptado por la mayor parte de los economistas. Su actitud, en efecto, equivale al siguiente postulado implícito: «El hombre es lo que se ajusta a las ecuaciones económicas». Y como claramente esto no es cierto, conduce al hecho curioso de que a pesar de la naturaleza práctica de su ciencia, los economistas son incapaces de poner de acuerdo sus abstracciones con los datos concretos de la existencia real.

Esto los lleva a una curiosa especie de doble patrón o de doble perspectiva en su modo de considerar a los hombres y los acontecimientos. Si observan sencillamente a un zapatero, no encuentran la menor dificultad en concluir que está trabajando para ganarse la vida; pero como economistas, dominados por el principio tribal, declaran que el propósito (y el deber) del zapatero es proveer de zapatos a. la saciedad. Si ven a un mendigo en la calle, lo identifican inmediatamente como un vago; pero en economía política, este mendigo viene a ser un «consumidor soberano». Si escuchan la doctrina comunista de que toda la propiedad pertenece al Estado, la rechazan con energía y sienten sinceramente que están dispuestos a combatir el comunismo hasta la muerte; pero en términos de economía política, hablan del deber del gobierno de realizar una «más justa distribución de la riqueza», y consideran a los hombres de negocios como «los mejores y más eficientes administradores de los recursos naturales de la nación».

Para rechazar esta premisa y para empezar por el principio en el estudio de la economía política y en la valuación de los varios sistemas sociales, debemos empezar por identificar la naturaleza del hombre, es decir, por determinar aquellas características esenciales que lo distinguen de todas las demás especies vivientes.

La característica esencial del hombre es su facultad racional. La mente del hombre es su medio básico de supervivencia y su único medio de adquirir el conocimiento. El hombre no puede sobrevivir, como los animales, atenido a la gula de las meras percepciones. No puede proveer a la satisfacción de sus necesidades físicas más elementales sino gracias a un proceso de pensamiento. Ha de recurrir a un proceso de pensamiento para descubrir cómo plantar y cultivar sus alimentos o cómo hacer armas para la caza. Sus solas percepciones podrán guiarlo hacia una cueva, si la hay a su alcance; pero hasta para construir una simple choza necesitará de un proceso de pensamiento. Ni sus percepciones ni sus instintos le dirán cómo hacer fuego, cómo tejer una tela, cómo fabricar instrumentos, cómo construir una rueda, cómo hacer un aeroplano, cómo ejecutar una apendicectomía, cómo producir una lámpara incandescente o un bulbo electrónico o un ciclotrón o una caja de cerillos. Y, sin embargo, su vida depende de estos conocimientos y sólo un acto volitivo de su conciencia, un proceso de pensamiento, puede proporcionárselos.

Un proceso de pensamiento es un proceso enormemente complejo de identificación y de integración que sólo una mente individual puede realizar. No existe algo así como un cerebro colectivo. Los hombres pueden aprender unos de otros; pero el aprendizaje requiere un proceso de pensamiento de parte de cada aprendiz individual. Los hombres pueden cooperar en el descubrimiento de nuevos conocimientos; pero esta cooperación requiere el ejercicio independiente, por cada científico individual, de sus facultades racionales. Los hombres constituyen la única especie viviente que puede trasmitir y difundir su acerbo de conocimientos de generación en generación; pero esta transmisión requiere un proceso de pensamiento de parte de cada uno de los individuos que la reciben. Pruebas de esto son la decadencia de las civilizaciones y las épocas tenebrosas de la historia del progreso humano, cuando los conocimientos acumulados por siglos se esfumaron de las vidas de hombres que no supieron o no quisieron o a quienes no les fue permitido pensar.

Para sustentar su vida cada especie viviente tiene que seguir cierto curso de acción requerido por su naturaleza. La acción requerida para sustentar la vida humana es, primordialmente, intelectual. Todo lo que el hombre necesita tiene que ser descubierto por su mente y producido por su esfuerzo. La producción es la aplicación de la razón al problema de la supervivencia.

Si algunos hombres optan por no pensar, sólo pueden sobrevivir imitando y repitiendo por rutina un plan de trabajo descubierto por otros; pero estos otros tuvieron que descubrirlo o ninguno habría sobrevivido. Si algunos hombres optan por no trabajar, sólo pueden sobrevivir, temporalmente, apoderándose de los bienes producidos por otros; pero estos otros tuvieron que producir esos bienes o ninguno habría sobrevivido. Cualquiera que sea la elección que a este respecto haga cada individuo o cada grupo de individuos, cualquiera que sea la ceguera, la irracionalidad o la perversidad del camino que elijan, siempre seguirá siendo cierto que la razón es el medio humano de supervivencia y que los hombres prosperan o fracasan, sobreviven o perecen en la medida de su racionalidad.

Como el conocimiento, el pensamiento y la acción racional son propiedades del individuo; como la elección de ejercitar o no ejercitar su facultad racional depende del individuo, la supervivencia del hombre requiere que los que piensan estén libres de interferencias de los que no piensan. Como los hombres no son omniscientes ni infalibles, deben ser libres de asentir o disentir, de cooperar con otros o seguir cada uno su propio camino, de acuerdo con su propio juicio racional. La libertad es el requisito fundamental de la mente humana.

Una mente racional no trabaja sujeta a compulsión; no subordina su percepción de la realidad a las órdenes, directrices o controles de nadie; no sacrifica sus conocimientos, su concepción de la verdad, a las opiniones, amenazas, deseos, planes o bienestar de nadie. Esta mente puede ser estorbada por otros, puede ser acallada, proscrita, aprisionada o destruida; pero no puede ser forzada. Una pistola no es un argumento. Ejemplo y símbolo de esta actitud es Galileo.

Todos los conocimientos de la humanidad y todas las realizaciones que ha logrado provienen de la obra y de la inflexible integridad de estas mentes de intransigentes innovadores. Es a ellas a quienes la humanidad debe su supervivencia. El mismo principio rige para todos los hombres en cualquier nivel de habilidad o de ambición en que están colocados. En la medida en que un hombre es guiado por su juicio racional, obra de acuerdo con la exigencia de su naturaleza y en esta medida logra realizar una forma humana de supervivencia y bienestar. En la medida en que obra irracionalmente, obra como su propio destructor.

El concepto de los derechos individuales es el reconocimiento social de la naturaleza racional del hombre, de la relación entre su supervivencia y el uso de su razón.

Aquí he de recordar que los derechos son un principio moral que define y sanciona la libertad de acción del hombre en una estructura social; que los derechos derivan de la naturaleza del hombre como ser racional y representan una condición necesaria de su modo especifico de supervivencia. Recordaré también que el derecho a la vida es la fuente de todos los derechos, incluso el derecho de propiedad.

En relación con la economía política, este último derecho requiere énfasis especial. El hombre tiene que trabajar y producir para sustentar su vida. Tiene que sustentarla por su propio esfuerzo y bajo la guía de su propia mente. Si no puede disponer del producto de su esfuerzo, no puede disponer de su esfuerzo; si no puede disponer de su esfuerzo no puede disponer de su vida. Sin derecho de propiedad ningún otro derecho puede ejercitarse.

Ahora, en presencia de estos datos, consideremos la cuestión: ¿qué sistema social es adecuado al hombre?

Un sistema social es un conjunto de principios morales, políticos y económicos incorporados en las leyes, las instituciones y el gobierno de una sociedad, que determina las relaciones, los términos de la asociación entre los hombres que viven en una determinada área geográfica. Es evidente que estos términos y relaciones dependen de la identificación que se haga de la naturaleza del hombre y serán diferentes si se aplican a una sociedad de seres racionales o a un hormiguero. Es claro que serán radicalmente diferentes si los hombres tratan entre sí como individuos libres e independientes, sobre la base de que cada uno es un fin en sí mismo, o si tratan como miembros de un conjunto en que cada uno considera a los demás como medios para sus propios fines y como medios para los fines del grupo como unidad total.

Hay sólo dos cuestiones fundamentales (o dos aspectos en la misma cuestión) que determinan la naturaleza de un sistema social. Son: ¿este sistema reconoce los derechos individuales? ¿Excluye la fuerza física de las relaciones humanas? La respuesta a la segunda pregunta será la realización práctica de la respuesta que se dé a la primera.

¿Es el hombre una entidad individual soberana, dueña de su persona, de su mente, de su vida, de su trabajo de sus productos, o es un objeto de propiedad e la tribu (Estado, sociedad, colectividad), que pueda disponer de él como le plazca, dictarle sus convicciones, reescribir el curso de su vida, controlar su trabajo y despojarlos de sus productos? ¿Tiene el hombre derecho de existir para sí mismo o nace en la esclavitud como siervo obligado a pagar por su vida con servicios prestados a la tribu, sin esperanza de emancipación? Esta es la primera cuestión que hay que resolver. Todo lo demás son consecuencias y aplicaciones prácticas. La cuestión básica es solamente: ¿Es libre el hombre?

En toda la historia de la humanidad, el capitalismo es el único sistema que responde: Sí.

El capitalismo es un sistema social basado en el reconocimiento de los derechos individuales, incluso el derecho de propiedad, en el que toda propiedad es poseída individualmente.

El reconocimiento de los derechos individuales lleva consigo la exclusión de la fuerza física de las relaciones humanas. Básicamente, los derechos sólo pueden ser violados por medio de la fuerza. En una sociedad capitalista, ningún hombre ni ningún grupo puede iniciar el uso de la fuerza física contra los demás La única función del gobierno en esta sociedad es la tarea de proteger los derechos del hombre, es decir, la tarea de protegerlo de la fuerza física. El gobierno actúa como agente del derecho de defensa del hombre y puede usar la fuerza sólo en represalia y sólo contra aquellos que inicien su uso. Así, el gobierno es el medio para colocar el uso en represalia de la fuerza bajo control objetivo.

Es el hecho metafísico básico de la naturaleza del hombre, de la relación entre su supervivencia y el uso de su razón, lo que el capitalismo reconoce y protege.

En una sociedad capitalista, todas las relaciones humanas son voluntarias. Los hombres son libres de cooperar o no, de tratar con otro o no tratar, según les dicte su propio juicio individual, sus convicciones y sus intereses. Pueden tratar entre sí sólo en términos y por medio de la razón, esto es, por medio de la discusión, la persuasión y el pacto voluntario por libre elección para beneficio mutuo. El derecho de consentir con otros no es problema en ninguna sociedad; lo que es crucial es el derecho de disentir. La institución de la propiedad privada protege y pone en práctica el derecho de disentir, y así deja abierto el camino para el más valioso atributo del hombre (valioso, personal, social y objetivamente): la mente creadora. Esta es la diferencia radical entre el capitalismo y el colectivismo.

La justificación moral del capitalismo no radica en el argumento altruista de que representa el mejor medio de realizar el «bien común». Es cierto que el capitalismo es, indudablemente, el mejor medio de realizar ese bien común (si acaso este término tiene algún sentido); pero esto es solamente una consecuencia secundaria. La justificación moral del capitalismo radica en el hecho de que es el único sistema adecuado a la naturaleza racional del hombre, que protege la supervivencia del hombre en tanto que hombre y cuyo principio rector es la justicia.

Todo sistema social está basado expresa o implícitamente en alguna teoría ética. La noción tribal del bien común ha servido de justificación moral a la mayor parte de los sistemas sociales y a todas las tiranías de la historia. El grado de esclavitud o de libertad de una sociedad corresponde al grado en que este principio tribal ha sido invocado o ignorado.

El bien común (o el interés público) es un concepto indefinido e indefinible. No existe una entidad real que sea la tribu o el público. La tribu (o el público o la sociedad) no es sino un cierto número de individuos humanos. Nada puede ser un bien para la tribu como tal; bien y valor corresponden sólo a un organismo vivo, a un organismo vivo individual y no a una incorpórea red de relaciones.

El bien común es un concepto carente de sentido, a menos de que se tome literalmente; y en este caso, su único significado posible es: la suma de los bienes de todos los individuos. Pero entonces el concepto carece de sentido como criterio moral, porque deja abierta la cuestión acerca de cuál es el bien de los individuos y cómo se determina.

Pero es que el término no se usa generalmente en su sentido literal. Se le acepta y se le usa precisamente por su carácter elástico, indefinible y místico, que sirve, no como la moral, sino como evasión de la moralidad. Puesto que el bien no es algo aplicable a lo incorpóreo, el término viene a. ser simplemente un cheque moral en blanco a. favor de quienes presumen de encarnar ese bien.

Cuando el bien común de una sociedad es considerado como algo distinto y por encima del bien individual de sus miembros, significa que el bien de algunos adquiere preferencia sobre el bien de otros, condenando a estos otros el estado de víctimas sacrificiales. En estos casos, se presupone tácitamente que el bien común significa el bien de la mayoría en contra de la minoría o del individuo. Obsérvese el hecho significativo de que esta presunción es tácita. Aun las mentalidades más colectivizadas parecen percibir la imposibilidad de justificar esto moralmente. Pero el bien de la mayoría es sólo un pretexto y un engaño, porque, de hecho, la violación de los derechos de un individuo significa la abrogación de todos los derechos y deja a la inerme mayoría en poder de cualquier pandilla que proclame ser la voz de la sociedad y se ponga a. gobernar por la fuerza física, hasta que se vea depuesta por otra pandilla que emplee los mismos medios.

¿Qué es lo que permite que las víctimas y, lo que es peor, los observadores, acepten ésta y otras atrocidades históricas semejantes y todavía se aferren al mito del bien común? La respuesta está en la filosofía, en las teorías filosóficas sobre la naturaleza de los valores morales.

Hay, en esencia, tres escuelas de pensamiento acerca de la naturaleza del bien: la intrínseca, la subjetiva y la objetiva. La teoría intrínseca sostiene que el bien es inherente a ciertas cosas o a ciertas acciones como tales, independientemente de sus circunstancias y de sus consecuencias, independientemente de los beneficios o daños que puedan causar a los sujetos afectados. Es una teoría que separa el concepto del bien del beneficiario y el concepto de valor de todo valuador y de todo propósito, afirmando que el bien es bien en sí mismo y por sí mismo.

La teoría subjetivista sostiene que el bien no guarda relación con los hechos de la realidad, que es el producto de la conciencia del hombre, creado por sus sentimientos, sus deseos, sus intuiciones o sus caprichos, y que es meramente un «postulado arbitrario», o un «compromiso emocional».

La teoría intrínseca sostiene que el bien reside en alguna forma de realidad independiente de la conciencia del hombre; la teoría subjetivista sostiene que el bien reside en la conciencia del hombre, independientemente de la realidad.

Por su parte, la teoría objetiva sostiene que el bien no es un atributo de las «cosas en sí mismas» ni de los estados emocionales del hombre, sino una valuación de los hechos de la realidad por la conciencia del hombre, de acuerdo con un patrón racional de valor. (Racional en este caso significa: derivado de los hechos de la realidad y validado por un proceso de la razón). La teoría objetiva sostiene que el bien es un aspecto de la realidad en relación con el hombre que debe ser descubierto, no inventado, por el hombre. Para una teoría objetiva de los valores es fundamental la cuestión: ¿valor para quién y para qué? Una teoría objetiva no permite omitir la circunstancia ni sustraer el concepto; no permite separar el valor del propósito, el bien del beneficiario y las acciones del hombre, de su razón.

De todos los sistemas sociales en la historia de la humanidad, el capitalismo es el único sistema basado en una teoría objetiva de los valores.

La teoría intrínseca y la teoría subjetivista, o una mezcla de ambas, son la base indispensable de toda dictadura, de toda tiranía y de todas las variantes del Estado absoluto. Sea que estas teorías sean sostenidas en una forma consciente o en una forma subconsciente, ya sea en la forma expresa de un tratado filosófico o en el confuso caos de los ecos de éste en los sentimientos del hombre común, estas teorías hacen posible para un hombre creer que el bien es independiente de la mente humana y que puede ser realizado por la fuerza física.

Si un hombre cree que ciertos actos son en sí intrínsecamente buenos, no dudará en forzar a. otros a ejecutarlos. Si cree que el beneficio o el daño causado a los hombres por tales actos carece de importancia, verá un mar de sangre como algo carente de importancia. Si cree que los beneficiarios de esos actos carecen de significación propia o que son sustituibles unos por otros, considerará las matanzas en masa como su deber moral en servicio de un bien «más alto». Ha sido la teoría intrínseca de los valores la que produjo un Robespierre, un Lenin, un Stalin, un Hitler. No es mera casualidad el que Eichmann fuera kantiano.

Si otro hombre cree que el bien es fruto de una elección subjetiva arbitraria, la disyuntiva entre el bien y el mal se convertirá para él en ésta: mis sentimientos o los de los otros. Con este hombre no hay medio de comunicación o de entendimiento. La razón es el único medio de comunicación entre los hombres, y la realidad objetivamente perceptible su único cuadro de referencia. Cuando éstos se invalidan o se estiman insignificantes en el campo de la moral, la fuerza viene a ser el único medio de trato entre los individuos. Cuando el subjetivista propugna la realización de su ideal social, se siente autorizado moralmente a subyugar a los demás «por su bien» (de ellos), puesto que siente que él posee el bien y que a su realización sólo se ponen los equivocados sentimientos de los otros.

Así, en la práctica, los sostenedores de la teoría intrínseca y los de la teoría subjetivista se mezclan y confunden. Y también se confunden en términos de su psico-epistemología. Porque ¿cómo descubren los moralistas de la escuela intrínseca, su «bien trascendental» si no por medio de sus personales intuiciones y revelaciones no racionales, es decir, por medio de sus sentimientos?

Es dudoso que alguien pueda sostener cualquiera de estas teorías como una expresa, aunque equivocada convicción; pero ambas sirven como racionalizaciones del afán de poder y de gobierno por la fuerza bruta, dejando suelto al tirano en potencia y desarmando a sus víctimas.

La teoría objetiva de los valores es la única teoría moral incompatible con el régimen de la fuerza. Y el capitalismo es el único sistema basado implícitamente en una teoría objetiva de los valores. La tragedia es que esto no se ha puesto nunca en claro.

Si uno sabe que el bien es objetivo, esto es, determinado por la naturaleza de la realidad, pero que tiene que ser descubierto por la mente del hombre, se da uno cuenta de que cualquier intento de realizar el bien por la fuerza física es una monstruosa contradicción, que niega de raíz la moralidad, destruyendo la capacidad del hombre para reconocer el bien; esto es, su capacidad de valuar. La fuerza invalida y paraliza el juicio humano, exigiendo al hombre que actúe en contra de su juicio y haciéndolo con esto moralmente impotente. Un valor que está uno forzado a aceptar al precio de anular su propia mente no es un valor para nadie. Pretender hacer el bien por la fuerza es como dotar a un hombre de una galería de pinturas al precio de sacarle los ojos. Los valores no pueden existir (no pueden ser valuados) sin atender al conjunto total de la vida, las necesidades, los propósitos y los conocimientos del hombre.

La teoría objetiva de los valores impregna la estructura toda de una sociedad capitalista.

El reconocimiento de los derechos individuales implica el reconocimiento del hecho de que el bien no es una inefable abstracción en alguna dimensión sobrenatural, sino un valor perteneciente a la realidad, a esta tierra, a las vidas de seres humanos individuales. (Recuérdese el derecho a la búsqueda de la felicidad). Implica que el bien no puede ser separado de la idea del beneficiario, que los hombres no pueden ser considerados intercambiables y que nadie, ni el individuo ni la tribu, puede pretender realizar el bien de algunos al precio de la inmolación de otros.

El mercado libre representa la aplicación social de una teoría objetiva de los valores. Como los valores tienen que ser descubiertos por la mente humana, los hombres deben ser libres para descubrirlos, para pensar, para estudiar, para traducir su conocimiento a formas físicas, para ofrecer sus productos en intercambio, para justipreciarlos y para elegirlos, trátese de bienes materiales o de ideas, lo mismo una pieza de pan que un tratado filosófico. Puesto que los valores tienen que ser establecidos en relación con las circunstancias, cada hombre debe juzgar por sí mismo, dentro del ámbito de sus propios conocimientos, intereses y propósitos. Puesto que los valores están determinados por la realidad de la naturaleza, es esta realidad la que sirve como árbitro final de los hombres. Si el juicio del hombre es correcto, la recompensa será suya; si es incorrecto, él será la víctima.

En relación con un mercado libre, es particularmente importante entender la distinción entre los conceptos de valor intrínseco, subjetivo y objetivo. El valor de mercado de un producto no es un valor intrínseco, no es un «valor en sí mismo» suspendido en el vacío. Un mercado libre no pierde nunca de vista la cuestión: ¿valioso para quién? Dentro del amplio campo de la objetividad, el valor de mercado de un producto no refleja su valor filosóficamente objetivo, sino sólo su valor socialmente objetivo.

Por filosóficamente objetivo entiendo un valor estimado desde el punto de vista de lo óptimo posible al hombre, es decir, estimado por el criterio de la mente más racional poseedora de los mayores conocimientos en una categoría dada en un periodo determinado y en una circunstancia definida. (Nada puede ser estimado en relación con circunstancias indefinidas). Por ejemplo, puede probase por razón que el aeroplano es objetivamente de mucho mayor valor para el hombre (para el hombre ideal) que la bicicleta; puede demostrarse que las obras de Víctor Hugo son objetivamente más valiosas que las revistillas de «confidencias». Pero si la capacidad intelectual de un hombre determinado le permite apenas disfrutar de estas revistillas, no hay ninguna razón para exigirle que gaste sus escasos recursos (que son el producto de su esfuerzo) en adquirir libros que no es capaz de leer; ni hay por qué imponerle que contribuya al sostenimiento de la industria aeronáutica, si sus necesidades de transporte no van más allá del alcance de una bicicleta. Y, por otro lado, tampoco hay ninguna razón para que el resto de la humanidad haya de ser retenido al nivel del gusto literario, de la capacidad industrial y de la potencialidad económica de este hombre. Los valores no se determinan por decreto ni por voto mayoritario.

Así como el número de sus adeptos no es prueba de la verdad o falsedad de una idea, ni del mérito o demérito de una obra de arte ni de la eficacia o ineficacia de un producto, así también el valor de mercado de los bienes y servicios no representa necesariamente su valor filosóficamente objetivo, sino sólo su valor socialmente objetivo, esto es: la suma de los juicios individuales de todos los hombres comprendidos en un momento dado en el tráfico de esos bienes o servicios, la suma de lo que ellos valúan, cada uno dentro de la circunstancia de su propia vida.

De este modo, un manufacturero de lápices labiales puede amasar una fortuna mucho mayor que la de un fabricante de microscopios, aun cuando pueda racionalmente demostrarse que los microscopios son científicamente mucho más valiosos que los lápices labiales. Sí, pero valiosos ¿para quién? Un microscopio no es valioso generalmente para una modesta taquígrafa que lucha por ganarse la vida con su trabajo, y, en cambio, un lápiz labial sí lo es. Un lápiz labial puede significar para ella la diferencia entre la confianza en sí misma y la desconfianza entre el esplendor y el sudor.

Pero esto no significa, sin embargo, que los valores que rigen el mercado sean subjetivos. Si esta taquígrafa gasta todo su dinero en cosméticos, sin reservar nada para el uso de un microscopio en el momento en que lo necesite (cuando tenga que pagar por ello con ocasión de un análisis de laboratorio para su salud), aprenderá que debe hacer una mejor distribución de sus ingresos. El mercado libre le servirá de preceptor: no tendrá manera de hacer pagar a otros por los errores de ella. Si ha actuado con prudencia, tendrá a su disposición el microscopio para sus propias y especiales necesidades y no más; pagará por él en la medida en que le importa y no tendrá que tributar para sostener todo un hospital, ni un laboratorio de investigaciones, ni el viaje a la Luna de una cápsula espacial. Dentro de su propia capacidad productiva, pagará una parte del costo de los adelantos científicos, en la ocasión y en la medida en que los necesite. No tiene ningún deber social; su propia vida es su propia responsabilidad, y la única cosa que el sistema capitalista le exige es la única cosa que la naturaleza exige: racionalidad, esto es: que viva y obre de acuerdo con lo mejor de su propio juicio.

Dentro de cada categoría de bienes y servicios ofrecidos en un mercado libre, es el proveedor del mejor producto al más bajo precio el que obtiene el mayor rendimiento económico en ese campo; no automática ni inmediatamente ni por decreto, sino por virtud del libre mercado, que enseña a cada participante a buscar lo mejor objetivo dentro de la categoría de su propia competencia y castiga a los que actúan por consideraciones irracionales.

Y adviértase aquí que un mercado libre no nivela a todos los hombres con un rasero, que los criterios intelectuales de la mayoría no rigen ni un mercado libre ni una sociedad libre, y que los hombres excepcionales, los innovadores, los gigantes intelectuales no se ven detenidos por la mayoría. De hecho, son los miembros de esta minoría selecta los que elevan a toda una sociedad libre al nivel de sus propias realizaciones, en tanto que ellos siguen ascendiendo más y más.

Un mercado libre es un proceso continuo que no puede ser detenido, es un proceso progresivo que exige lo mejor (lo más racional) de cada hombre y lo retribuye en proporción. Cuando la mayoría estaba asimilando apenas el valor del automóvil, la minoría creadora introdujo el aeroplano. La mayoría aprende por demostración; la minoría es libre de demostrar. El valor filosóficamente objetivo de un nuevo producto sirve como preceptor de quienes están dispuestos a ejercer su facultad racional, cada uno en la medida de su habilidad. Los que no están dispuestos, pierden la recompensa, lo mismo que los que aspiran a más de lo que su habilidad puede producir. El inerte, el irracional, el subjetivista, carecen de poder para detener a sus mejores.

La pequeña minoría de los adultos que, aunque estén dispuestos, son incapaces de trabajar, tiene que depender de la caridad voluntaria. La mala fortuna no es un título para imponer la servidumbre. No hay eso del derecho a consumir; la necesidad no da derecho a controlar y a destruir a aquellos sin los cuales uno sería incapaz de sobrevivir. (En cuanto a las depresiones y al desempleo en masa, hay que advertir que no son causados por el mercado libre, sino por la interferencia de los gobiernos en la economía).

Los parásitos mentales, los imitadores que tratan de proveer a lo que consideran que es el gusto conocido del público, se ven constantemente superados por los innovadores, cuyos productos elevan el conocimiento y el gusto del público a más altos niveles. Y es por esto por lo que puede afirmarse que un mercado libre está regido no por los consumidores sino por los productores. Los más prósperos son los que descubren nuevos campos de producción, campos cuya existencia se ignoraba.

Puede ocurrir que un producto nuevo no sea debidamente apreciado desde luego, sobre todo si constituye una innovación demasiado radical; pero salvo casos excepcionales, se impondrá a la larga. Y en este sentido puede decirse que el mercado libre no está regido por el criterio intelectual de la mayoría, la que prevalece sólo en un momento dado. El mercado libre está regido por aquellos que son capaces de ver y de planear a largo alcance; y mientras más fina la mente, más largo el alcance.

El valor económico del trabajo de un hombre en un mercado libre está determinado por un solo principio: por el consentimiento voluntario de aquellos que están dispuestos a darle en cambio su trabajo o sus productos. Este es el sentido moral de la ley de la oferta y la demanda: representa el repudio total de dos doctrinas viciosas: el principio tribal y el altruismo. Representa el reconocimiento del hecho de que el hombre no es propiedad ni siervo de la tribu, que el hombre trabaja para sostener su propia vida (que es a lo que está obligado por su propia naturaleza), que ha de ser guiado por su propio interés racional y que si quiere tratar con los otros, no puede esperar que ellos sean sus víctimas sacrificiales, no puede esperar recibir de ellos valores sin darles en cambio valores equivalentes. Y el solo criterio de lo que es equivalente, a. este respecto, es el juicio libre, voluntario y exento de coacción de los contratantes.

La mentalidad tribal ataca este principio por dos lados aparentemente opuestos. Por un lado, se alega que el mercado libre es injusto para el genio y, por otro, que lo es para el hombre común. La primera objeción se expresa generalmente con una pregunta como ésta: ¿por qué Elvis Presley gana más dinero que Einstein? La respuesta es: porque los hombres trabajan para sostener su vida y disfrutar de ella, y si muchos encuentran un valor en Elvis Presley, tienen todo el derecho de gastar su dinero en obtener su propia satisfacción. La fortuna que tiene Presley no se la ha quitado a los que no gustan de su trabajo (yo soy de ellos) ni se la ha arrebatado a Einstein, ni estorba la actividad de Einstein. ni impide que Einstein logre la estimación y el sostén que merece en una sociedad libre en el nivel intelectual apropiado.

Consideremos ahora la segunda objeción, la que alega que un hombre de aptitud común está en injusta desventaja en un mercado libre.

Ved más allá del alcance del momento, vosotros los que clamáis que teméis competir con hombres de inteligencia superior, los que decís que la inteligencia de los más aptos es una amenaza a vuestras vidas, que el fuerte no deja oportunidad al débil en un mercado de trato voluntario. Cuando vivís en una sociedad racional, donde los hombres son libres para contratar, estáis recibiendo un beneficio incalculable: el valor material de vuestro trabajo está determinado no sólo por vuestro esfuerzo, sino por el esfuerzo de las mejores mentes productivas que existen en el mundo que os rodea.

La máquina, esta forma materializada de la inteligencia viva, es la fuerza que expande la potencia de vuestras vidas, elevando la productividad de vuestro tiempo. Cada hombre es libre para elevarse tan alto como quiera y pueda; pero sólo la medida en que piense determinará la altura a que llegue.

La labor física, como tal, no se extiende más allá del alcance del momento. El hombre que no hace sino trabajo material, consume el equivalente de valor material de su propia contribución al proceso de la producción y no deja ningún valor excedente ni para sí mismo ni para los demás. Pero el hombre que produce una idea en cualquier campo de la actividad racional, el hombre que descubre nuevos conocimientos, es el benefactor permanente de la humanidad. Sólo el valor de una idea puede ser compartido con un número ilimitado de hombres haciendo a todos los partícipes, más ricos, sin pérdida ni sacrificio de ninguno, elevando la capacidad productiva de cualquier labor que ejecuten.

En proporción a la energía mental que gasta el hombre que crea un nuevo invento, no recibe sino un mínimo porcentaje de su valor en términos de pago material, cualquiera que sea la fortuna que logre, cualquiera que sea el número de millones que gane. Pero el hombre que trabaja de portero en una fábrica que produjo ese invento, recibe un pago enorme en proporción al esfuerzo mental que su trabajo requiere de él. Y lo mismo es cierto de todos los hombres colocados en la escala en cualquier nivel de ambición o habilidad. El que está en la cúspide de la pirámide intelectual contribuye más que ningún otro al bien de todos los que están debajo de él y, sin embargo, no obtiene nada fuera de su pago material, no recibe de los demás ningún beneficio intelectual que añadir al valor de su tiempo. El hombre colocado en el punto ínfimo de la escala, que abandonado a sí mismo perecería en su ineptitud sin esperanza, no contribuye en nada para los que están arriba de él y recibe, sin embargo, el beneficio de los cerebros de todos.

Tal es la competencia entre el fuerte y el débil intelectual. Tal es el sistema de «explotación» por el que habéis condenado al fuerte.

Y ésta es la relación del capitalismo con la mente y con la supervivencia del hombre.

El magnífico progreso realizado por el capitalismo en un breve periodo de tiempo, el mejoramiento espectacular de las condiciones de la existencia humana sobre la Tierra, es un hecho histórico que no puede ser ocultado, evadido ni desfigurado por toda la propaganda de los enemigos del capitalismo. Pero lo que hay que hacer notar con especial énfasis es el hecho de que este progreso fue logrado por medios no sacrificiales.

El progreso no puede obtenerse por privaciones forzadas, exprimiendo un «excedente social» de víctimas desfallecientes. El progreso proviene sólo del excedente individual, es decir, del trabajo, de la energía, de la superabundancia creadora de aquellos hombres que son capaces de producir más de lo que su consumo personal requiere, de aquellos que son intelectual y económicamente capaces de buscar lo nuevo, de mejorar lo conocido, de ir hacia adelante. En una sociedad capitalista en que tales hombres son libres de funcionar y de tomar sus propios riesgos, el progreso no exige un sacrificio para algún remoto futuro; es parte de la vida presente, es lo normal y lo natural, es logrado al mismo tiempo y en la medida en que los hombres viven y disfrutan de sus propias vidas.

Considérese ahora la otra alternativa: la sociedad tribal, donde todos los hombres ponen sus esfuerzos, sus valores, sus ambiciones y sus anhelos en una olla común, esperando hambrientos alrededor del borde, mientras el capataz de una banda de cocineros la menea, con una bayoneta en una mano y un cheque en blanco sobre las vidas de todos en la otra. El más claro ejemplo de este sistema es la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas.

Hace medio siglo, los capataces soviéticos ordenaron a sus súbditos ser pacientes, aceptar privaciones y hacer sacrificios para la industrialización del país, prometiéndoles que esto sería sólo temporal, que la industrialización les traería la abundancia y que el progreso soviético sobrepasaría al del occidente capitalista.

Hoy, la Rusia soviética sigue siendo incapaz de alimentar a su pueblo, aunque los cabecillas se atropellan por copiar, tomar o robar los adelantos técnicos del occidente. La industrialización no es una meta estática; es un proceso dinámico con un rápido índice de obsolescencia. Por esto, los infelices siervos de una economía tribal planificada, que desfallecían de hambre esperando generadores eléctricos y tractores, están ahora muriendo de hambre en espera de fuerza atómica y viajes interplanetarios. En un «Estado del Pueblo», el progreso de la ciencia es una amenaza para el pueblo y cada adelanto se obtiene extrayéndolo del enjuto pellejo del pueblo.

No es ésta la historia del capitalismo.

La abundancia de Estados Unidos de América no fue creada por sacrificios públicos al bien común, sino por el genio productivo de hombres libres que buscaron sus propios intereses personales, labrando sus propias fortunas privadas. No hambrearon al pueblo para pagar por la industrialización. Dieron al pueblo mejores ocupaciones, salarios más altos y mercancías más baratas con cada nueva máquina que inventaron, con cada nuevo descubrimiento científico y cada nuevo adelanto técnico, y así todo el país avanzó paso a paso en la senda del progreso, lucrando y no padeciendo.

Pero, ¡cuidado con invertir la relación de causa a efecto! El bien de la nación fue posible, precisamente, porque no fue impuesto sobre nadie como deber moral; resultó meramente como efecto. La causa fue el derecho del hombre a procurar su propio bien. Es este derecho y no sus consecuencias lo que representa la justificación moral del capitalismo.

Pero este derecho es incompatible con la teoría intrínseca y con la teoría subjetiva de los valores, con la moral altruista y con el principio tribal. Bien claro se ve cuál es el atributo humano que se rechaza cuando se rechaza la objetividad: y a la vista de los éxitos del capitalismo, bien claro se ve contra qué atributo humano están coludidos la moral altruista y el principio tribal: contra la mente del hombre, contra la inteligencia y especialmente contra la inteligencia aplicada a los problemas de la supervivencia humana, esto es, contra la habilidad productiva. Mientras el altruismo trata de despojar a la inteligencia de sus logros, sosteniendo el deber moral del apto de servir al inepto y de sacrificarse por las necesidades de cualquiera, el principio tribal da un paso más allá: niega la existencia de la inteligencia y su función en la producción de la riqueza.

Es inmoral considerar la riqueza como un anónimo producto tribal y hablar de redistribuirla. La idea de que la riqueza es resultado de algún confuso proceso colectivo en el que todos pusieron algo sin que pueda determinarse qué hizo cada quien (de donde pudiera surgir la necesidad de alguna forma de equitativa distribución), podría quizá ser adecuada en la jungla para una horda salvaje transportando piedras por bruta fuerza física (aunque, aun allí, alguien tuvo que haber iniciado y organizado el transporte); pero sostener esta idea en una sociedad industrial, donde la labor individual está pública y precisamente identificada, es tan crasa falsedad que aun concederle el beneficio de la duda resulta indecoroso.

Cualquiera que haya sido alguna vez empleador o empleado, que haya visto a los hombres trabajando o haya ejecutado él mismo una sola honrada jornada de labor, sabe la importancia crucial que en todos y cada uno de los géneros de trabajo, desde el más bajo hasta el más alto, tienen la habilidad, la inteligencia, la mente competente y concentrada. Y sabe que la habilidad, o la falta de habilidad (real o simulada), constituye una diferencia de vida o muerte en cualquier proceso productivo. La evidencia de esto es tan clara y abrumadora -teórica y prácticamente, lógica y empíricamente, en los acontecimientos de la historia y en los sucesos cotidianos de la vida de cada quien que nadie puede alegar ignorancia. Errores de tal magnitud nunca son inocentes. Cuando los grandes industriales amasan fortunas en un mercado libre (esto es, sin el uso de la fuerza y sin asistencia o interferencia del gobierno) crean riqueza nueva; no se la quitan a los que la han creado. ¡Y si lo dudáis, echad una mirada al «producto social total» y al estándar de vida de aquellos países donde a esos hombres no se les ha permitido existir!

Obsérvese cuán raras veces y de qué manera tan inapropiada se trata de la inteligencia humana en los escritos de los teorizantes de la posición tribal-estatista-altruista. Obsérvese cómo los partidarios actuales de una economía mixta evaden y evitan cuidadosamente toda mención de la inteligencia y de la habilidad en sus análisis de las cuestiones político-económicas, en sus alegatos, en sus exigencias por los grupos de presión para el saqueo del «producto social total».

Con frecuencia se pregunta: ¿por qué el capitalismo ha sido destruido, a pesar de sus incomparables beneficios? La respuesta radica en el hecho de que la savia vital que nutre a todo sistema social es la filosofía dominante en la cultura de ese sistema, y el capitalismo ha carecido de una base filosófica. Fue el producto final y teóricamente incompleto de la influencia aristotélica. Cuando una nueva ola de misticismo inundó la filosofía del siglo XIX, el capitalismo quedó abandonado en un vacío intelectual, rota su vena nutricia. Ni su sentido moral, ni aun sus principios políticos, han sido cabalmente entendidos y definidos. Sus supuestos defensores lo consideraron compatible con los controles gubernamentales, es decir, con la interferencia del gobierno en la economía, ignorando el sentido y las implicaciones del concepto de «laissez faire». Y así, lo que en la práctica existió en el siglo XIX no fue el capitalismo puro, sino varias economías mezcladas en diversos grados. Y como los controles requieren y engendran nuevos controles, fue el elemento estatista de las mezclas el que las arruinó y fue el elemento capitalista libre el que cargó con la culpa.

El capitalismo no puede sobrevivir en una cultura dominada por el misticismo y por el altruismo, por la dicotomía alma-cuerpo y por el principio tribal.

Ningún sistema social, ninguna institución, ninguna actividad humana puede sobrevivir sin una base moral.

Sobre la naturaleza de un gobierno

Sobre la naturaleza de un gobierno
[url=http://www.liberalismo.org/articulo/79/62/naturaleza/gobierno/]http://www.liberalismo.org/articulo/79/62/…aleza/gobierno/[/url]
Por Ayn Rand

Un gobierno es una institución que posee el poder exclusivo de forzar ciertas reglas de conducta social en un área geográfica.

¿Necesitan los hombres tal institución y por qué?

Ya que la mente del hombre es su herramienta básica para sobrevivir, su instrumento para obtener conocimientos y guiar sus acciones, la condición básica que necesita es la libertad de pensar y actuar de acuerdo con su juicio racional. Esto no quiere decir que el hombre debe vivir solo y que una isla desierta es el ambiente que mejor satisface sus necesidades. El hombre puede derivar beneficios enormes de la cooperación con otros. El ambiente social es el que más conduce para su supervivencia exitosa, pero solamente en ciertas condiciones.

“Los dos grandes valores que se pueden obtener de la existencia social son: conocimientos e intercambio. El hombre es la única especie que puede transmitir y expandir cúmulos de conocimientos de generación en generación; los conocimientos que potencialmente están al alcance del hombre son mucho mayores que lo que un solo hombre pudiese comenzar a adquirir en una vida; cada hombre obtiene beneficios incalculables de los conocimientos descubiertos por otros. El segundo gran beneficio es la división del trabajo: permite que un hombre dedique su esfuerzo a un campo particular de trabajo y que intercambie con otros, quienes se especializan en otros campos. Esta forma de cooperación permite a todos los hombres que participan en ella adquirir mayores conocimientos, destreza y beneficios productivos de su trabajo que lo que lograrían si cada uno tuviera que producir todo lo que necesita, ya en una isla desierta o en una unidad agrícola autosuficiente.

“Pero estos mismos beneficios indican, delimitan y definen qué clase de hombres pueden ser de valor uno para el otro, y en qué clase de sociedad: únicamente hombres racionales, productivos e independientes, en una sociedad racional, productiva y libre”. (The Objectivist Effects).

Una sociedad que roba al individuo el producto de su esfuerzo, o lo esclaviza, o pretende limitar la libertad de su mente, o le obliga a actuar en contra de su juicio personal una sociedad que establece un conflicto entre sus leyes y los requerimientos de la naturaleza del hombre no es, hablando estrictamente, una sociedad, sino una chusma unida por leyes de pandilla institucionalizada.

Tal sociedad destruye todos los valores de la coexistencia humana, no tiene justificación posible y representa, no una fuente de beneficio, sino la amenaza más mortal incomparablemente a la supervivencia del hombre. La vida en una isla desierta, es más segura y preferible a la existencia en la Rusia soviética o en la Alemania nazi.

Si los hombres han de vivir juntos en una sociedad pacífica, productiva y racional, y tratar uno con el otro para beneficio mutuo, tienen que aceptar el principio básico social, sin el cual no es posible una sociedad moral o civilizada: el principio de los derechos individuales.

Reconocer los derechos individuales significa reconocer y aceptar las condiciones que requiere el hombre por su naturaleza para sobrevivir adecuadamente.

Los derechos del hombre pueden ser violados únicamente por la fuerza física. Es únicamente por medio de la fuerza física que un hombre puede quitarle a otro la vida o esclavizarlo o robarle, o impedir que otro persiga sus propias finalidades, u obligarlo a actuar contra su propio juicio racional.

La precondición de una sociedad civilizada es la prohibición de la fuerza física en las relaciones sociales, estableciendo así el principio que si el hombre desea tratar uno con el otro, puede hacerlo únicamente por medio de la razón: mediante discusión, persuasión y acuerdo voluntario sin coerción. La consecuencia necesaria del derecho del hombre a su vida, es su derecho a defenderse. En una sociedad civilizada la fuerza puede utilizarse únicamente en vía de represalia y únicamente contra aquellos que iniciaron su uso. Todas las razones que convierten la iniciación de fuerza física en un mal, convierten el uso de la fuerza física en vía de represalia, un imperativo moral.

Si una sociedad “pacifista” renunciara al uso de la fuerza en vía de represalia, ella quedaría inútilmente a la merced del primer rufián que decidiese actuar inmoralmente. Tal sociedad lograría lo opuesto a su propia intención: en vez de abolir el mal, lo fomentaría y gratificaría.

Si una sociedad no provee protección organizada contra la fuerza, obligaría a cada ciudadano a vivir armado, convertir su hogar en una fortaleza, y disparar a los extraños que se acercasen a su puerta, o a asociarse a una pandilla de ciudadanos para protegerse, quienes pelearían con otras pandillas, formadas para el mismo propósito, y así traería la degeneración de esa sociedad al caos: al dominio por pandilla, es decir, gobierno por fuerza bruta, hacia la guerrilla de tribu típica de salvajes prehistóricos.

El uso de la fuerza física aun en vía de represalia no puede dejarse a la discreción de los ciudadanos individuales. La coexistencia pacífica es imposible si el hombre tiene que vivir bajo la amenaza constante del uso de la fuerza bruta por parte de sus vecinos en cualquier momento. Ya sea que las intenciones de sus vecinos sean buenas o malas, que sus juicios sean racionales o irracionales, que estén motivados por un sentido de justicia o por ignorancia o prejuicio o malicia, el uso de la fuerza contra un hombre no puede dejarse a la decisión arbitraria de otro.

Visualice, por ejemplo, qué pasaría si un hombre perdiese su cartera, concluyese que se la han robado, y entrase en todas las casas del vecindario a buscarla, matando al primer hombre que le mirase en forma sospechosa, tomando tal mirada como prueba de culpabilidad.

El uso de la fuerza de represalia requiere reglas objetivas para establecer pruebas de que un crimen ha sido cometido y probar quién lo ha cometido, así como también reglas objetivas para definir castigos y procedimientos para implementarlos. Los hombres que pretenden perseguir crímenes sin tales reglas, constituyen una chusma furiosa. Si una sociedad dejase el uso de la fuerza represiva en las manos de ciudadanos individuales, degeneraría hacia la ley de la jungla y hacia una serie interminable de vendetas y guerras privadas.

Si la fuerza física va a ser excluida de las relaciones sociales, el hombre necesita una institución encargada de la tarea de proteger sus derechos y supeditada a un código objetivo de reglas.

Esta es la función de un Gobierno de un legítimo Gobierno, su función primordial, su única justificación moral y la razón por la cual los hombres sí necesitan un gobierno.

Un gobierno es el medio que coloca el uso de la fuerza física represiva bajo el control objetivo. Es decir, bajo leyes definidas objetivamente.

La diferencia fundamental entre una acción privada y una acción gubernamental, una diferencia completamente ignorada y evadida hoy día descansa en el hecho que el gobierno tiene el monopolio del uso legal de la fuerza física. Tiene que tener tal monopolio, ya que es el agente para restringir y combatir el uso de la fuerza y, por esa misma razón, sus acciones tienen que ser rígidamente definidas, delimitadas, y circunscritas; ni el más ligero capricho o antojo debe serle permitido en el cumplimiento de sus obligaciones; debe actuar como robot impersonal, con la ley como su única fuerza motivadora. Si una sociedad ha de ser libre, su gobierno tiene que estar controlado.

Bajo un sistema social adecuado, un individuo particular es legalmente libre para tomar cualquier acción que desea, siempre que no viole los derechos de otros, mientras que un funcionario gubernamental está limitado por ley en cada uno de sus actos oficiales. Una persona individual puede hacer todo aquello excepto lo que está legalmente prohibido; un funcionario gubernamental no puede hacer nada excepto aquello que está legalmente permitido.

Esta es la manera de subordinar la “fuerza” al “derecho”. Éste es el concepto estadounidense de “un gobierno de leyes y no de hombres”.

La naturaleza de las leyes propias a una sociedad libre y de la fuente de la autoridad gubernamental, se derivan de la naturaleza o propósito de un gobierno adecuado. El principio básico de ambas está indicado en la Declaración de Independencia: “para afianzar estos derechos (individuales), los hombres instituyen gobiernos derivando su justo poder del consentimiento de los gobernados…”.

Ya que la protección de los derechos individuales es la única función propia de un gobierno, igualmente la es la única función impropia de la legislación: todas las leyes deben estar basadas en los derechos individuales y dirigidas hacia su protección. Todas las leyes deben ser objetivas (y objetivamente justificables): los hombres deben saber claramente y con anticipación a sus actos, lo que la ley les prohibe hacer (y por qué), qué constituye un delito y cuál es el castigo que sufrirán sí lo cometen.

La fuente de autoridad del gobierno es “el consentimiento de los gobernados”. Esto quiere decir que el gobierno no es el mandante, sino el que sirve, el mandatario, o sea un agente de los ciudadanos; eso significa que el gobierno como tal no tiene más derechos excepto los derechos delegados en él por los ciudadanos para un objeto específico.

Existe únicamente un principio básico, al cual el individuo debe consentir si desea vivir en una sociedad libre y civilizada: el principio de renunciar al uso de la fuerza física y delegarle al gobierno su derecho de autodefensa, con objeto de que la implementación sea ordenada, objetiva y legalmente definida, O, poniéndolo de otra manera, debe aceptar la separación de la fuerza y el capricho (cualquier capricho, incluyendo los propios).

Pues bien, ¿qué sucede en caso de desacuerdo entre dos hombres referente a alguna actividad en la cual ambos están involucrados? En una sociedad libre, los hombres no están obligados a tratar unos con los otros. Ellos lo hacen únicamente por acuerdo voluntario y, cuando existe un elemento de tiempo, mediante contrato. Si un contrato es quebrantado por la decisión arbitraria de un hombre, puede causarle daños financieros desastrosos al otro, y la víctima no tendría otro recurso que arrebatarle al que lo ha ofendido su propiedad en vía de compensación. Pero nuevamente, el uso de la fuerza no puede dejarse sujeto a la decisión de individuos particulares. Y esto nos lleva a una de las funciones más importantes y más complejas de un gobierno: la función de árbitro que arregla disputas entre los hombres de acuerdo con leyes objetivas.

Los delincuentes son una pequeña minoría en cualquier sociedad semicivilizada. Pero la protección e implementación de contratos a través de cortes de ley civil, es la necesidad más crucial de una sociedad pacífica; pues, sin tal protección, ninguna civilización podría ser desarrollada o mantenida.

El hombre no puede sobrevivir, como lo hacen los animales, actuando bajo el impulso del momento inmediato. El hombre tiene que proyectar sus finalidades y alcanzarlas a través del tiempo; tiene que calcular sus actos y planificar su vida a largo plazo. Mientras mejor sea la mente del hombre y mientras mayor sus conocimientos, mayor el plazo de su planificación.

Mientras más elevada y compleja una civilización, mayor será el plazo de sus actividades y, por lo tanto, mayor será el plazo de los acuerdos contractuales entre los hombres, y más urgente será su necesidad de proteger la seguridad de tales acuerdos. Y aun una necesidad primitiva a base de trueque no podría funcionar si un hombre, después de haber acordado entregar un quintal de papas a cambio de una canasta de huevos, y después de haber recibido los huevos, rehusara entregar las papas. Visualice las consecuencias de este tipo de acción caprichosa en una sociedad industrializada, donde los hombres entregan millones de dólares de bienes al crédito, o contratan las construcciones de miles de millones, o firman contratos a noventa años.

El rompimiento unilateral de un contrato involucra el uso indirecto de la fuerza física: consiste, en esencia, en que un hombre recibe valores materiales, bienes o servicios de otro, y entonces rehusa pagar por ellos reteniéndolos por la fuerza (por la mera posesión física), y no por derecho, es decir, que los guarda sin el consentimiento de su dueño. El fraude involucra un uso similar indirecto de la fuerza: consiste en obtener valores materiales sin el consentimiento del dueño bajo premisas o pretensiones falsas. La extorsión es otra variante del uso indirecto de la fuerza: consiste en obtener valores materiales, no a cambio de valores, sino mediante la amenaza, fuerza, violencia o daño. Algunas de estas acciones evidentemente son criminales. Otras, como el rompimiento unilateral de un contrato, puede que no esté motivada criminalmente, pero puede ser causada por irresponsabilidad o irracionalidad. Otros podrán ser asuntos complejos con algo de justicia en ambos lados. Pero sea el caso que fuere, todas esas disputas tienen que sujetarse a leyes objetivamente definidas y tienen que ser resueltas por un árbitro imparcial, aplicando las leyes, en otras palabras, por un juez (y un jurado cuando corresponde). Obsérvese el principio básico que rige a la justicia en todos estos casos: es el principio que ningún hombre puede obtener valores de otros sin el consentimiento del dueño y, como corolario, que los derechos del hombre no pueden abandonarse a la suerte de la decisión unilateral, el juicio arbitrario, o el capricho y juicio irracional de otro hombre.

Tal en esencia, es el fin propio de un gobierno: hacer la existencia social posible a los hombres, mediante la protección de los beneficios y combatiendo los males que los hombres pueden causarse unos a otros.

La función propia de un gobierno cae dentro de tres amplias categorías, todas las cuales involucran el punto del uso de la fuerza y la protección de los derechos del hombre: la Policía, para proteger a los hombres de los criminales; las Fuerzas Armadas, para proteger a los hombres de invasores extranjeros; las Cortes, para decidir disputas de acuerdo con leyes objetivas.

De estas tres categorías se derivan muchas situaciones y corolarios, y su implementación en la práctica, en forma de legislación específica, es enormemente compleja. Pertenece a un campo especial de la ciencia: la filosofía de la ley. Muchos errores y muchos desacuerdos son posibles en el campo de la implementación, pero lo que es esencial aquí, es el principio que ha de implementarse: el principio que el objeto de la ley de un gobierno es la protección de derechos individuales.

Hoy, ese principio está olvidado, ignorado y evadido. El resultado es el presente estado del mundo, con la regresión de la humanidad hacia la tiranía absolutista sin ley, hacia el salvajismo primitivo de gobierno por la fuerza bruta.

En actitud de protesta insensata contra esta tendencia, algunas personas presentan la cuestión de que siendo tales gobiernos tan malos por naturaleza, si no será la anarquía el sistema social ideal. La anarquía, como concepto político, es una abstracción que flota ingenuamente: por todas las razones discutidas antes, una sociedad sin un gobierno organizado estaría a merced del primer criminal que llegase, el cual la precipitaría hacia el caos de las guerrillas pandilleras. Pero la posibilidad de inmoralidad humana no es la única objeción a la anarquía: aún en una sociedad donde cada uno de sus miembros fuese completamente racional y sin tacha moral, no podría funcionar en estado de anarquía, es la necesidad de leyes objetivas y de un árbitro para desacuerdos honrados dentro de los hombres que crea la necesidad de establecer un gobierno.

Una variante reciente de la teoría anarquista, que está confundiendo a algunos jóvenes que abogan por la libertad, es el espantoso absurdo llamado “gobiernos en competencia”. Aceptando la premisa básica de los modernos estatistas que no ven la diferencia entre las funciones de un gobierno y la función de la industria, entre la fuerza y la producción, y que abogan por la propiedad estatal de los negocios, los proponentes de “gobiernos en competencia” toman el otro lado de la misma moneda y declaran que ya que la competencia es tan beneficiosa para los negocios, debería aplicarse también a los gobiernos. En vez de un solo gobierno monopolista, declaran, debiera existir un número de diferentes gobiernos en la misma área geográfica, compitiendo por la lealtad de los ciudadanos individuales, dejando a cada ciudadano libre de escoger y estar con el gobierno que escoge.

Recordemos que el control del hombre por la fuerza es el único servicio que un gobierno puede ofrecer. Pregúntese qué significaría la competencia en control forzoso.

No puede llamársele a esto una teoría contradictoria en terminología, ya que evidentemente carece de comprensión de los términos “competencias” y “gobierno”. Tampoco puede llamársele una abstracción flotante, ya que es carente de cualquier contacto o referencia a la realidad y no puede concretarse, ni siquiera en forma aproximada. Una ilustración será suficiente: supongamos que el Sr. Smith, un cliente del gobierno “A”, sospecha que su vecino, el Sr. Jones, quien es cliente del gobierno “E”, le ha robado; un destacamento de la policía “A” llega a la casa del Sr. Jones y encuentran en la puerta un destacamento de la policía “B”, que declara que no aceptan la validez de la acusación del Sr. Smith y que no reconocen la autoridad del gobierno “A”. ¿Qué sucede entonces? Siga usted adelante con el ejemplo.

La evolución del concepto del gobierno ha tenido una larga y difícil historia. Alguna idea de la función propia de un gobierno parece haber existido en toda sociedad organizada, manifestándose en un fenómeno tal como el reconocimiento implícito (aunque a veces no existente) de la diferencia entre un gobierno y una pandilla la aureola de respeto y de autoridad moral otorgada a un gobierno como el guardián de la “ley y el orden”, el hecho que aun los gobiernos más malos reconocieron la necesidad de mantener alguna apariencia de orden y alguna pretensión de justicia, aunque fuese únicamente rutina y tradición, y de proclamar más de alguna justificación moral por su poder, ya de naturaleza mística o social. Así como los monarcas absolutos de Francia tuvieron que invocar “Los Derechos Divinos de Los Reyes”, los dictadores modernos de la Rusia soviética tienen que gastar fortunas en propaganda para justificar su poder ante los ojos de los sujetos esclavizados.

En la historia del hombre, la comprensión de la propia función de un gobierno es de logro reciente. Únicamente tiene 200 años de edad y data de la revolución estadounidense. No solamente identificaron la naturaleza y la necesidad de una sociedad libre, sino encontraron la manera de traducirla a la práctica. Una sociedad libre como cualquier otro producto humano no puede obtenerse por casualidad, mediante el mero deseo ni sólo por la “buena voluntad” de sus líderes.

Un complejo sistema legal, basado en principios de validez objetivos, son requeridos para hacer una sociedad libre y mantenerla libre, un sistema que no depende de las motivaciones, del carácter moral o de las intenciones de algún funcionario público, un sistema que no ofrece oportunidad ni “salidas” para el desarrollo de la tiranía.

El sistema estadounidense de poderes balanceados y limitados consistió en tal hazaña. Y aunque ciertas contradicciones en la Constitución sí dejaron algunas salidas para el crecimiento del estatismo, la hazaña incomparable fue el concepto de una Constitución como medio para limitar y restringir el poder del gobierno.

Hoy día, cuando se está haciendo un gran esfuerzo conjunto para borrar este punto, no se puede repetir con demasiada frecuencia que la Constitución es una limitación al gobierno y no al individuo particular que no ordena la conducta del individuo particular, sino únicamente la conducta de un gobierno-, que no es una carta para poder estatal, sino una carta de protección ciudadana contra el gobierno.

Ahora considere la generalización del concepto moral y político invertido en el concepto prevaleciente de gobierno. En vez de ser un protector de los derechos del hombre, el gobierno se está convirtiendo en el violador más peligroso; en vez de guardar la libertad, los gobiernos están estableciendo esclavitud; en vez de proteger a los hombres de los iniciadores de la fuerza física, los gobiernos están iniciando la fuerza física y coerción en la forma y en los casos que le place. En vez de servir como el instrumento de objetividad en las relaciones humanas, los gobiernos están creando un mortal y subterráneo reinado de la inseguridad y miedo, mediante leyes no objetivas, cuya interpretación se deja a las decisiones arbitrarias de burócratas ocasionales; en vez de proteger a los hombres del daño por caprichos, los gobiernos se abrogan el poder del capricho ilimitado, en tal forma que rápidamente estamos llegando a la etapa de última inversión: la etapa cuando el gobierno es libre de hacer cualquier cosa que le plazca, mientras los ciudadanos actúan únicamente por permiso; que es la etapa de los períodos más oscuros de la historia humana, la etapa de gobierno por la fuerza bruta.

Muchas veces se ha mencionado que a pesar del progreso material, la humanidad no ha alcanzado un grado comparable de progreso moral. Tal expresión generalmente es seguida por alguna conclusión pesimista referente a la naturaleza humana. Es cierto que el estado moral de la humanidad es vergonzosamente bajo. Pero cuando uno considera las monstruosas inversiones morales de los gobiernos (hechas posibles por una moralidad altruista colectivista), bajo la cual la humanidad ha tenido que vivir a través de la mayor parte de su historia, uno principia a asombrarse cómo los hombres han logrado preservar aún un semblante de civilización, y cual vestigio indestructible de autoestimación, lo ha mantenido caminando sobre dos pies.

Uno también principia a ver más claro la naturaleza de los principios políticos que tienen que llegarse a aceptar y a advocar, como parte de la batalla, por el renacimiento intelectual del hombre.

El individualismo y Ayn Rand

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Reseña
El manantial
Ayn Rand
Editorial Planeta, Barcelona, 1968
734 páginas
El individualismo y Ayn Rand

Por Alicia Delibes

Una tarde del mes de agosto, cuando husmeaba en los puestos de una pequeña feria del libro viejo en el pueblo cántabro de Santillana del Mar, me encontré con el manoseado ejemplar de una novela, El Manantial, de Ayn Rand, editada por Planeta en la colección Reno el año 1975. No recordaba haberla leído nunca pero sí que suele citarse como una de las pocas novelas “liberales” que se han escrito, así que no dudé en hacerme con ella y dedicar algún rato de mis vacaciones a saber qué se entiende por novela liberal.

Pues bien, la historia que relata Ayn Rand es casi un tratado sobre el individualismo. Su héroe, Howard Roark, es un arquitecto creador e imaginativo, dispuesto a sacrificarlo todo con tal de no plegarse a la voluntad y a los caprichos de los demás. Sabe lo que quiere hacer y sólo hará aquello que él cree que debe hacer. “La mente es un atributo del individuo. No existe una cosa tal como un cerebro colectivo. No hay una cosa tal como el pensamiento colectivo. Un acuerdo realizado por un grupo de hombres es sólo un compromiso o un promedio extraído de muchos pensamientos individuales. El proceso de la razón debe ser ejecutado por cada hombre solo”, son palabras del discurso que Roark pronuncia ante los tribunales al final de la novela y que ofrecen una muestra perfecta de lo que Ayn Rand entiende por individualismo.

Esta actitud del arquitecto irrita profundamente a una sociedad que no acepta ese desprecio de Roark hacia la fama y el poder, pero que, sobre todo, no perdona la impasibilidad del arquitecto ante la persecución, el odio y el rencor que constantemente se le demuestra.

Roark vive inmerso en la sociedad neoyorkina que aparece completamente manejada por un tipo repugnante, Ellworth Toohey, que, cuando tenía sólo 15 años y a través de una muy libre interpretación de Biblia, llegó a la conclusión de que la mejor forma de hacerse rico era convertirse en coleccionista de almas. Ellworth, cuando se da cuenta de que Roark nunca podrá pertenecer a su hermosa y gran colección de voluntades, hará lo imposible por hundir a tan orgulloso e individualista arquitecto. Lo que resulta más difícil de perdonar a Roark es esa actitud suya de vivir completamente ajeno a las intrigas, a las mezquindades y a la codicia de los demás.

Hay además otros personajes en la novela de Rand. Peter Keating, que sin ser demasiado tonto ni mal chico se convierte en un sinvergüenza total llevado de su irrefenable deseo de triunfar. Gail Wynand, el poderoso director del periódico, The New York Banner, criado en las calles de Nueva York, autodidacta y con un tremendo desprecio por sus semejantes. Y la heroína, Dominique Françon, nacida para ser la compañera perfecta de Howard Roark.

La autora de El Manantial nació en 1905 en San Petesburgo. Su verdadero nombre era Alissa Rosenbaum, era la mayor de los tres hijos de un matrimonio de comerciantes rusos que perdieron sus bienes cuando, en febrero de 1917, la revolución bolchevique ordenó la nacionalización de su pequeño comercio. Alissa estudió filosofía en la Universidad de su ciudad natal, San Petesburgo convertida ya en Leningrado, pero alimentó durante toda su juventud el deseo de salir de Rusia. El 26 de enero de 1926 con su título universitario y no más de 50 dólares en el bolsillo abandonó para siempre su país y a su familia para reunirse con unos parientes que vivían en Chicago. Pronto dejó Chicago y marchó a Hollywood donde encontró trabajo como extra de películas. En el rodaje de Rey de Reyes conoció a Frank O’Connor con quien se casó el 15 de abril de 1929.

Su primera novela, Los que vivimos, se publicó en 1936 y es todo un alegato antibolchevique. El Manantial vio la luz en 1943. Enseguida la Warner Brothers hizo de ella una película protagonizada por Gary Cooper y Patricia Neal. Ayn Rand, además de escribir novelas, publicó varios ensayos filosóficos en defensa de lo que llamó “objetivismo” y que ella caracterizaba por la defensa de la razón, del individualismo y del capitalismo. Ayn Rand murió en Nueva York el 6 de marzo de 1982.

Es fácil comprender que en el mundo en el que nos movemos, que tiene una tendencia irresistible por colocar a sus individuos en grupos y colectivos, que no sólo no entiende ni acepta el individualismo, sino que ha conseguido convertirlo en el más grave pecado contra la solidaridad y la tolerancia, se hable poco de Ayn Rand y prácticamente se haya olvidado la existencia de sus obras.

‘Los que vivimos’, de Ayn Rand

Reseña
Los que vivimos
Ayn Rand
Editorial Hispanoamericana, Barcelona, 1943
534 páginas
‘Los que vivimos’, de Ayn Rand
[url=http://www.liberalismo.org/articulo/98/62/vivimos/ayn/rand/]http://www.liberalismo.org/articulo/98/62/vivimos/ayn/rand/[/url]
Por Gorka Etxebarría

Para muchos Ayn Rand es una desconocida pero para los lectores de La Ilustración Liberal no, ya que en uno de sus números se nos presentaron las líneas maestras de su pensamiento.

Ayn Rand fue novelista, pensadora, conferenciante y, sobre todo, creadora de un sistema filosófico apoyado en Aristóteles y Locke que resaltaba las virtudes del individualismo y del capitalismo. Con Los que vivimos relató la experiencia trágica del comunismo que sufrió como rusa hasta que emigró a los Estados Unidos.

En esta novela se advierte cómo la esclavitud y el miedo son las consecuencias básicas del comunismo. Nadie se fía de su vecino. Todos temen hacer algo que no guste a las autoridades. Las regulaciones son tantas y cambiantes que se vive en una constante inseguridad jurídica.

La protagonista es Kira, el alter ego de Ayn Rand. Una joven valiente que decide estudiar ingeniería para que no le sometan a un lavado de cerebro. Kira se enamora de un reaccionario zarista que prefiere el antiguo régimen al colectivismo absoluto. Su affaire no acaba de cuajar por el pragmatismo de su amante. Entre tanto, un líder comunista universitario queda prendado de ella, pero Kira le desprecia por las ideas que mantiene. Ella defiende el libre albedrío y la prosperidad que emana de las relaciones interpersonales basadas en la voluntariedad. Kira defiende el capitalismo como el único sistema que trata a las personas como individuos y no como reses sacrificables por mor de cualquier bien común.

Esta novela ayuda a entender cómo cualquier sistema que viole los principios fundamentales del individuo conlleva desgraciadas consecuencias: hambrunas, infelicidad, miseria, degradación del individuo…

Aunque sus libros que se tradujeron en los años sesenta al español, no se hayan reeditado, Ayn Rand sigue de actualidad, sobre todo en los Estados Unidos. Su muerte en 1982 no ha impedido que sus seguidores se multipliquen, que sus libros se vendan por millares y que se baraje a Schwarzenegger como actor de una serie de televisión basada en su última novela, Atlas Shrugged.

De cada cual según su capacidad; a cada cual según sus necesidades

Fragmento
La rebelión del Atlas
Ayn Rand
Grito Sagrado, Buenos Aires, 2003
1168 páginas
De cada cual según su capacidad; a cada cual según sus necesidades
[url=http://www.liberalismo.org/articulo/115/62/capacidad/necesidades/]http://www.liberalismo.org/articulo/115/62…ad/necesidades/[/url]
Por Ayn Rand

Fragmento de la novela “La rebelión de Atlas”, reeditada en Argentina por la editorial Grito Sagrado. Puede adquirise en las direcciones aportadas por la web del libro.

-En la fábrica donde trabajé veinte años ocurrió algo extraño. Fue cuando el viejo murió y se hicieron cargo sus herederos. Eran tres: dos hijos y una hija que pusieron en práctica un nuevo plan para dirigir la empresa. Nos dejaron votar y todo el mundo, o casi todo el mundo, lo hizo favorablemente, porque no sabíamos en realidad de qué se trataba. Creíamos que ese plan era bueno, o mejor dicho, pensamos que se esperaba de nosotros que lo creyésemos bueno. Consistía en que cada empleado en esa fábrica trabajaría según su habilidad o destreza, y sería recompensado de acuerdo a sus necesidades. Nosotros… pero ¿qué le ocurre, señora? ¿Por qué me mira de ese modo?

-¿Cómo se llamaba esa fábrica? – preguntó Dagny con voz apenas perceptible.

-Twentieth Century Motor Company, señora. En Starnesville, Wisconsin.

-Continúe.

-Votamos por el plan en una gran reunión a la que asistimos unos seis mil, es decir, todos los que trabajábamos allí. Los herederos de Starnes pronunciaron largos discursos, no demasiado claros, pero nadie hizo preguntas. Ninguno estaba seguro de cómo funcionaría ese plan, pero todos pensábamos que nuestros compañeros lo habían comprendido. Si alguien tenía dudas al respecto, se sentía culpable y debía mantener la boca cerrada, porque todo aquel que se opusiera al plan hubiese parecido un desalmado, al que no era justo considerar humano. Nos dijeron que aquel plan significaba la concreción de un ideal muy noble. ¿Cómo íbamos a pensar lo contrario? ¿No habíamos oído decir durante toda nuestra vida, a nuestros padres y maestros, y a los pastores religiosos, leído en todos los periódicos y visto en todas las películas, y escuchado en todos los discursos públicos que aquello era recto y justo? Quizá nuestra conducta en la reunión podía ser comprensible hasta cierto punto. Votamos por el plan, y conseguimos lo previsto. Usted sabe, señora, que quienes trabajamos durante los cuatro años del plan en la fábrica Twentieth Century somos hombres marcados. ¿Qué se supone que es el infierno? Maldad, pura y simple, ¿verdad? Pues bien, eso es lo que vimos allí y lo que ayudamos a construir. Creo que estamos condenados por eso y quizá no se nos perdone nunca…

“¿Sabe cómo funcionó aquel plan y cuáles fueron sus efectos en nosotros? – continuó explicando el vagabundo –. Es como verter agua en un depósito en cuya parte inferior hay un caño por el que se vacía con más rapidez de la que usted lo llena y cada balde que echa dentro ensancha ese desagüe cada vez más, entonces cuanto más uno duramente trabaja, más se le exige; primero trabaja cuarenta horas semanales, luego cuarenta y ocho, y, más tarde, cincuenta y seis, para pagar la cena del vecino, la operación de su mujer, el sarampión del niño, la silla de ruedas de su madre, la camisa de su tío, la educación de su sobrino, o para el niño que ha nacido en la casa de al lado, o el que va a nacer; en fin para cuantos lo rodean, y que han de recibirlo todo, desde pañales a dentaduras postizas, mientras uno trabaja desde el amanecer hasta la noche, un mes tras otro y un año tras otro, sin tener más para mostrarles a esas personas que el propio sudor, sin otra expectativa que la complacencia de los demás para el resto de su vida, sin descanso, sin esperanza, sin fin… De cada uno según sus capacidades, para cada uno de acuerdo con sus necesidades…

“Nos dijeron que formábamos una gran familia, que todos participábamos en la empresa juntos, pero no todos trabajábamos ante la luz de acetileno diez horas diarias, ni padecíamos a la vez un dolor de vientre. ¿Cómo establecer, de un modo exacto, la capacidad de unos y las necesidades de otros? Cuando todo se hace en común, no es posible permitir que cualquiera decida sobre sus propias necesidades, ¿verdad? Si lo hace, pronto acabará pidiendo un yate, y si sus sentimientos son los únicos valores en que podemos basarnos, nos demostrará que es cierto. ¿Por qué no? Si no tengo derecho a tener un auto, hasta que caiga en una sala de hospital por haber trabajado para proporcionarle un coche a cada holgazán y a cada salvaje del mundo, ¿por qué no puede exigirme también un yate, si aún sigo de pie, si no he colapsado? ¿No? ¿Por qué no? Y entonces, ¿por qué no exigirme también que prescinda de la crema de mi café, hasta que él haya podido pintar su habitación…? ¡Oh, bien!… Acabamos decidiendo que nadie tenía derecho a juzgar sus propias necesidades o sus propias convicciones, y que era mejor votar sobre ello. Sí, señora, votábamos en una reunión pública que se celebraba dos veces al año. ¿De qué otro modo podíamos hacerlo? ¿Imagina lo que sucedía en semejantes reuniones? Bastó una sola para descubrir que nos habíamos convertido en mendigos, en unos mendigos de mala muerte, gimientes y llorones, ya que nadie podía reclamar su salario como una ganancia lícita, nadie tenía derechos ni sueldos, su trabajo no le pertenecía sino que pertenecía a ‘la familia’, mientras que ésta nada le debía a cambio y lo único que podía reclamarle eran sus propias ‘necesidades’, es decir, suplicar en público un alivio a las mismas, como cualquier pobre cuando detalla sus preocupaciones y miserias, desde los pantalones remendados al resfriado de su mujer, esperando que ‘la familia’ le arrojara una limosna. Tenía que declarar sus miserias, porque eran las miserias y no el trabajo lo que se había convertido en la moneda de aquel reino, así que se convirtió en una competencia de seis mil pordioseros, en la que cada uno reclamaba que su necesidad eran peor que la de sus hermanos. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? ¿Quiere saber lo que ocurrió? ¿Quiere saber quiénes mantuvieron la calma, sintiendo vergüenza y quiénes se aprovecharon de la situación?

“Pero eso no fue todo. En la misma reunión se descubrió otra cosa. La producción de la fábrica había disminuido en 40 por ciento en el primer semestre, y se llegó a la conclusión que alguien no había trabajado ‘de acuerdo con su destreza o capacidad’. ¿Quién era? ¿Cómo averiguarlo? La ‘familia’ votó también sobre eso. Así se determinó quiénes eran los más capacitados, y a éstos se los sentenció a trabajar horas extra cada noche durante los siguientes seis meses. Horas extras sin paga, porque no se pagaba por el tiempo trabajado, ni por la tarea realizada, sino tan sólo según las necesidades.

“¿Quiere que le cuente lo que sucedió después? ¿Y en qué clase de seres nos fuimos convirtiendo, los que alguna vez habíamos sido seres humanos? Empezamos a ocultar nuestras capacidades y conocimientos, a trabajar con lentitud y a procurar no hacer las cosas con más rapidez o mejor que un compañero. ¿Cómo actuar de otro modo, cuando sabíamos que rendir al máximo para ‘la familia’ no significaba que fueran a darnos las gracias ni a recompensarnos, sino que nos castigarían? Sabíamos que si un sinvergüenza arruinaba un grupo de motores, originando gastos a la compañía, ya fuese por descuido o por incompetencia, seríamos nosotros los que pagaríamos esos gastos con horas extra y trabajando hasta los domingos. Por eso, nos esforzamos en no sobresalir en ningún aspecto.

“Recuerdo a un joven que empezó lleno de entusiasmo por ese noble ideal, un muchacho brillante, sin estudios, pero con una inteligencia asombrosa. El primer año ideó un plan de trabajo que nos ahorró miles de horas-hombre y lo entregó a ‘la familia’, sin pedir nada a cambio, aunque tampoco hubiera podido hacerlo. Se portó como creía correcto, lo hacía por el ideal, según dijo. Pero cuando en una votación lo declararon el más inteligente de todos, y lo sentenciaron a trabajar de noche porque no habíamos conseguido extraerle aún lo suficiente, cerró la boca y el cerebro. Le aseguro que el segundo año no aportó ninguna idea nueva.

“¿Qué era eso que siempre nos habían dicho acerca de la competencia descarnada del sistema de ganancias, donde los hombres debían competir por ver quién realizaba mejor trabajo que sus colegas? ¿Cruel, no es así? Deberían haber visto lo que ocurría cuando todos competíamos por realizar el trabajo lo peor posible. No existe medio más seguro para destruir a un hombre, que ponerlo en una situación en la que no sólo desee no mejorar, sino que, además, día tras día se esfuerza en cumplir peor sus obligaciones. Dicho sistema acaba con él mucho antes que la bebida o el ocio, o el vivir haciendo malabares para tener una existencia digna. Pero no podíamos hacer otra cosa, estábamos condenados a la impotencia. La acusación que más temíamos era la de resultar sospechosos de capacidad o diligencia. La habilidad era como una hipoteca insalvable sobre uno mismo. ¿Para qué teníamos que trabajar? Sabíamos que el salario básico se nos entregaría del mismo modo, trabajáramos o no, recibiríamos la ‘asignación para casa y comida’, como se la llamaba, y más allá de eso no había chances de recibir nada, sin importar el esfuerzo. No podíamos planear la compra de un traje nuevo para el año siguiente porque quizá nos entregarían una ‘asignación para vestimenta’, o quizá no. Dependía de si alguien no se rompía una pierna, necesitaba una operación o traía al mundo más niños, y si no había dinero suficiente para adquirir ropas nuevas para todos, no lo habría para nadie.

“Recuerdo a cierto hombre que había trabajado duramente toda su vida porque siempre había querido que su hijo fuera a la universidad. Bueno, el muchacho terminó la secundaria durante el segundo año del plan, pero ‘la familia’ no quiso entregar al padre ninguna asignación para que siguiera sus estudios. Dijeron que su hijo no podía ir a la universidad hasta que hubiera suficiente dinero para que los hijos de todos pudieran hacerlo. El padre murió al año siguiente en una riña de bar. Una pelea sobre nada en particular, en la que salieron a relucir navajas. Ese tipo de altercados se estaban haciendo muy frecuentes entre nosotros.

“También, había un viejo viudo y sin familia que tenía una afición: los discos fonográficos. Creo que era todo cuanto pudo desear conseguir de la vida. En otros tiempos solía ahorrar en comida para poder comprar algún disco nuevo de música clásica. Pues bien: no le dieron “asignación” para discos por considerarlo ‘un lujo personal’ pero durante esa misma reunión, una niña fea y desagradable, de ocho años, llamada Millie Bush, que era la hija de alguno, consiguió que votaran para comprarle un par de aparatos de oro para sus dientes, porque se trataba de una ‘necesidad médica’ según el psicólogo que consideró que sino se enderezaban sus dientes, la niña tendría un complejo de inferioridad. El viejo amante de la música se dio a la bebida, hasta tal punto que rara vez lo veíamos sobrio. Pero había algo que no podía olvidar. Cierta noche, mientras se tambaleaba por una calle, vio a Millie Bush y empezó a darle puñetazos hasta dejarla sin un diente, ni uno solo.

“La bebida era lo único que nos proporcionaba algún consuelo y todos nos volcamos a ella en mayor o menor grado. No pregunte de dónde sacábamos el dinero. Cuando todos los placeres decentes quedan prohibidos, existen siempre medios para llegar a los vicios. No se entra a robar a un bar durante la noche ni se registran los bolsillos de un compañero para comprar sinfonías clásicas o adquirir accesorios de pesca, pero sí para emborracharse y olvidar. ¿Accesorios de pesca? ¿Escopetas de caza? ¿Cámaras fotográficas? No existían asignaciones para ese tipo de pasatiempos. La ‘diversión’ fue lo primero que quedó descartado.

“¿Es que acaso no se supone que uno debe avergonzarse por cuestionar cuando alguien nos pide que dejemos algo que nos da placer? Hasta nuestra ‘asignación para cigarrillos’ quedó reducida a dos paquetes mensuales, porque, según dijeron, el dinero debía usarse para comprar leche para los niños. La producción de niños fue la única que no disminuyó, sino que, por el contrario, se hizo cada vez mayor. La gente no tenía otra cosa que hacer y, por otra parte, no tenían por qué preocuparse, ya que los niños no eran una carga para ellos, sino para ‘la familia’. En realidad, la mejor posibilidad para obtener un respiro durante algún tiempo, era una ‘asignación infantil’, o una enfermedad grave.

“Pronto nos dimos cuenta de cómo funcionaba aquello. Quien quisiera jugar limpio, tenía que privarse de todo, perder el gusto por los placeres, aborrecer fumar o masticar chicle, preocupado de que hubiese alguien que necesitara más esas monedas. Sentía vergüenza de la comida que tragaba, preguntándose quién la habría pagado con sus horas extras, pues sabía que esa comida no era suya por derecho propio y prefería ser engañado antes que engañar. Podía aprovecharse, pero no hasta el punto de chupar la sangre de otro. No se casaba ni ayudaba en sus hogares para no ser una nueva carga para ‘la familia’. Además, si conservaba cierto sentido de la responsabilidad, no podía casarse y tener hijos, puesto que no le era posible planear, prometer, ni contar con nada. Pero los desorientados y los irresponsables se aprovecharon. Trajeron niños al mundo, se casaron, y trajeron consigo a todos los indignos parientes que tenían en todo el país, y a cada hermana soltera que quedaba embarazada y con el fin de obtener ‘asignaciones por incapacidad’, contrajeron más enfermedades de las que cualquier médico podía atender, arruinaron sus ropas, sus muebles y sus casas, pero ¡qué importaba!: ‘la familia’ pagaba todo. Así, encontraron más modos de tener ‘necesidades’ que los que nadie hubiera podido imaginar, desarrollaron una habilidad especial para eso, la única habilidad que mostraban.

“¡Por Dios, señora! ¿Se da cuenta de lo que sucedió? Se nos había dado una ley con la cual vivir y que llamaban ley moral, que castigaba a quienes la cumplían. Cuanto más tratábamos de vivir de acuerdo con esa ley, más sufríamos y cuando más la burlábamos, mayores recompensas obteníamos. La honestidad era una herramienta entregada a la deshonestidad ajena. Los honestos pagaban, mientras los deshonestos cobraban. El honesto perdía y el deshonesto ganaba. ¿Cuánto tiempo puede un ser humano permanecer bueno con semejante ley? Éramos un buen grupo de personas decentes al principio. No había demasiados oportunistas entre nosotros. Conocíamos bien nuestra tarea, nos sentíamos orgullosos de ella, y trabajábamos para la mejor fábrica del país, propiedad del viejo Starnes, que sólo admitía en su plantel a los más selectos obreros. Al cabo de un año del nuevo plan, no quedaba entre nosotros ni una sola persona decente. Aquello era maldad, la clase de maldad horrible e infernal con la que los predicadores solían asustarnos, pero que uno nunca imaginamos que existiera. No es que el plan haya incentivado a algunos cuantos bastardos, sino que transformó a la gente decente en cretinos, sin que se pudiera obrar de otra manera… ¡y a eso llamaban ideal moral!

“¿Para qué habríamos de desear trabajar? ¿Por amor a nuestros hermanos? ¿Qué hermanos? ¿Para los aprovechadores, los sinvergüenzas, los holgazanes que veíamos a nuestro alrededor? Si eran simuladores o incompetentes, si no querían trabajar o estaban incapacitados para hacerlo, ¿qué nos importaba a nosotros? Si quedábamos reducidos para toda la vida al nivel de su capacidad, fingida o real, ¿para qué preocuparnos? No teníamos manera de saber cuáles eran sus verdaderas condiciones, carecíamos de medios para controlar sus necesidades. Lo único que se sabía era que estábamos convertidos en bestias de carga, luchando ciegamente, en un lugar que era mitad hospital, mitad almacén, sin marchar hacia ningún objetivo, excepto la incompetencia, el desastre y las enfermedades. Éramos bestias colocadas allí como instrumentos de aquél que quisiera satisfacer las necesidades de otro.

“¿Amor fraternal? Fue allí cuando aprendimos a aborrecer a nuestros hermanos por primera vez en la vida. Los odiábamos por todas las comidas que ingerían, por los pequeños placeres que disfrutaban, por la nueva camisa de uno, el sombrero de la esposa de otro, una salida familiar, o la pintura de la casa, porque todo eso nos era quitado a nosotros, era pagado con nuestras privaciones, nuestras renuncias y nuestro hambre. Empezamos a espiarnos unos a otros, con la esperanza de sorprendernos en alguna mentira acerca de nuestras necesidades y disminuir las asignaciones en la próxima reunión. Y empezamos a servirnos de espías, que informaban acerca de los demás, revelando, por ejemplo, si alguien había comido pavo el domingo, posiblemente pagado con el producto de apuestas. Empezamos a meternos en las vidas ajenas, provocamos peleas familiares para lograr la expulsión de algún intruso. Cada vez que veíamos a alguno saliendo en serio con una chica, le hacíamos la vida imposible, y así arruinamos numerosos compromisos matrimoniales, porque no queríamos que nadie se casara, no queríamos más gente a la que alimentar.

“En los viejos tiempos, el nacimiento de un niño era celebrado con entusiasmo y generalmente ayudábamos a las familias a pagar sus facturas de la clínica si estaban apretadas. Pero luego, cuando nacía un niño, estábamos varias semanas sin dirigirle la palabra a sus padres. Para nosotros, los niños eran como las langostas para los agricultores. En otras épocas ayudábamos a quien tuviera enfermos en su casa, pero luego… Voy a contarle un solo caso. Se trataba de la madre de un hombre que llevaba con nosotros quince años. Era una anciana afable, alegre e inteligente, que nos llamaba por nuestros nombres de pila, y con la que todos solíamos simpatizar. Un día se cayó por la escalera del sótano, y se fracturó la cadera. Sabíamos lo que eso significaba, a su edad, y el médico dijo que tenía que ser internada en un hospital de la ciudad para someterla a un tratamiento costoso y prolongado. La anciana murió la noche antes de ser traslada a la ciudad para su internación. Nunca se pudo establecer la causa de su fallecimiento. No sé si fue asesinada, nadie lo dijo, nadie hablaba del tema. Todo cuanto sé es que… y esto es lo que no puedo olvidar… es que yo también deseé que muriera. ¡Que Dios nos perdone! Tal era la hermandad, la seguridad, la abundancia que se suponía que el famoso plan nos iba a brindar.

“¿Qué motivo había para que se predicara esta clase de horror? ¿Sacó alguien algún provecho de todo esto? Sí, los herederos de Starnes. No vaya usted a contestarme que sacrificaron una fortuna y que nos entregaron la fábrica como regalo, porque también en esto nos engañaron. Es verdad que entregaron la fábrica, pero los beneficios, señora, dependen de aquello que se quiere conseguir. Y no había dinero en el mundo que pudiese comprar lo que los herederos de Starnes buscaban porque el dinero es demasiado limpio e inocente para tal cosa.

“El más joven, Eric Starnes, era un sometido, sin valor ni energía para hacer nada en especial. Resultó electo director del departamento de Relaciones Públicas que no hacía nada y tenía a sus órdenes a un personal ocioso, por lo cual no tenía por qué quedarse en la oficina. Su paga, en realidad no debería llamarla así, porque no se ‘pagaba’ a nadie… la limosna que se votó para él, era muy modesta, algo así como diez veces mayor que la mía, pero a Eric no le importaba el dinero, porque no hubiera sabido qué hacer con él. Pasaba el tiempo entre nosotros, demostrándonos su compañerismo y su espíritu democrático. Le encantaba que la gente le demostrase afecto. Su mayor empeño consistía en recordarnos a cada instante que nos habían dado la fábrica. Ya no podíamos soportarlo.

“Gerald Starnes era nuestro director de producción. Nunca pudimos averiguar la medida de su rastrillaje de ganancias, pero hubiéramos necesitado todo un equipo de contadores y otro de ingenieros para saber de qué modo todo aquel dinero pasaba por una tubería directa o indirectamente a su despacho. Sin embargo, nada figuraba como beneficio particular, sino como medios con los que pagar los gastos de la compañía. Gerald tenía tres automóviles, cuatro secretarias y cinco teléfonos, y solía organizar fiestas con champán y caviar, que ningún gran magnate que pagara impuestos en el país podía permitirse. Gastó más dinero en un año que el que ganó su padre en los dos últimos de su vida. En su despacho encontramos unos cuarenta kilos de revistas, llenas de artículos sobre nuestra fábrica y nuestro noble plan, con grandes retratos de Gerald Starnes, en los que se lo mencionaba como un ‘gran paladín social’. Por la noche le gustaba entrar en las tiendas vestido de etiqueta, con gemelos de brillantes, del tamaño de monedas, desparramando la ceniza de su puro por doquier. Un bruto con plata que no tiene otra cosa que exhibir aparte de su dinero, ya es un tipo desagradable, pero al menos no necesita mostrar que el dinero es suyo y uno puede contemplarlo con la boca abierta si lo desea. Pero cuando un bastardo como Gerald Starnes se exhibe de ese modo y declara una y otra vez que no le preocupa la riqueza material y que sólo sirve a ‘la familia’, que todos aquellos lujos no son para él sino en beneficio del bien común porque es preciso mantener el prestigio de la firma y del noble plan de la misma… entonces es cuando uno aprende a aborrecer a esos seres como nunca se ha aborrecido a ningún ser humano.

“Pero su hermana Ivy era peor. A ella realmente no le importaba la riqueza material. La asignación que recibía no era mayor que la nuestra, y siempre iba con zapatos chatos y faldas simples y camisas, con el fin de demostrar su indiferencia. Era directora de Distribución, a cargo de nuestras necesidades, la que, en realidad, nos tenía agarrados del cuello. Se suponía que la distribución se realizaba por votación, por la voz de la gente, pero cuando la gente son seis mil voces roncas que tratan de decidir sin ningún criterio, medida o razón, cuando no existen reglas y cada uno puede pedir lo que quiera sin tener derecho a nada, cuando cada cual ejerce el derecho sobre la vida ajena pero no sobre la suya, todo acaba como efectivamente terminó: Ivy Starnes acabó siendo la voz del pueblo. Al finalizar el segundo año, abandonamos aquella farsa de las ‘reuniones de familia para proteger la eficacia productora y economizar tiempo’, que solían durar diez días, y todas las peticiones fueron enviadas directamente a la oficina de la señorita Starnes. No, no eran enviadas. Mejor dicho, cada peticionante en persona debía presentarse allí y ella elaboraba una lista de distribución que nos leía en una reunión que duraba tres cuartos de hora. Luego votábamos. Había diez minutos para la discusión y las objeciones, pero no formulábamos ninguna, para ese tiempo ya nos habíamos dado cuenta. Nadie puede dividir la renta de una fábrica entre miles de obreros, sin una norma con que medir el valor de la gente. La de la señorita Ivy era la adulación a su persona. ¿Desinteresada? En los tiempos de su padre todo su dinero no le hubiera permitido hablar al tipo más bajo de su empresa en el modo como ella solía hablarles a nuestros más hábiles obreros y a sus esposas. Tenía unos ojos pálidos, vidriosos, fríos y muertos. Si se quería conocer la maldad absoluta, bastaba con observar cómo resplandecían sus ojos cuando alguien le respondía a un cuestionamiento para entonces ya no recibir más que la “asignación básica”. Al observar aquello, comprendíamos el motivo real de quienes fueran capaces de apreciar la consigna: ‘De cada cual según su capacidad; a cada cual según sus necesidades’.

“Allí residía el secreto de todo. Al principio no dejaba de preguntarme cómo era posible que hombres educados, justos y famosos, pudieran cometer un error semejante y presentar como buena tal abominación, cuando cinco minutos de reflexión les hubieran indicado lo que sucedería en caso de que alguien pusiera en práctica semejante idea. Ahora comprendo que no obraron así por error, porque errores de este tamaño no se cometen nunca inocentemente. Cuando alguien se hunde en alguna forma de locura, imposible de llevar a la práctica con buenos resultados, sin que exista, además, razón que la explique, es porque tiene motivos que no quiere revelar. Y nosotros no éramos tampoco tan inocentes cuando votamos a favor del plan, en la primera reunión. No lo hicimos sólo porque creyéramos que la vieja y empalagosa farsa que nos presentaban fuera buena. Teníamos otro motivo, pero la farsa nos ayudó a ocultarlo de nuestros vecinos y de nosotros mismos. La farsa nos daba una posibilidad de hacer pasar como virtud algo de lo que nos hubiéramos avergonzado. Ninguno votó sin pensar que dentro de una organización de tal clase participaría en los beneficios de quienes eran más hábiles que él. Nadie se consideró lo bastante rico y listo para no creer que alguien lo sobrepasaría, y este plan lo participaría de la riqueza y la inteligencia ajenas. Pero pensando conseguir beneficios de quienes estaban por encima, olvidamos que había seres inferiores, que buscaban lo mismo de nosotros, olvidamos a los inferiores que tratarían de explotarnos del mismo modo que cada uno intentaría explotar a sus superiores. El obrero impulsado por la idea de que sus necesidades le daban derecho a un automóvil como el de su jefe, olvidó que todo pordiosero y vagabundo de la tierra empezaría a exigir un refrigerador como el del obrero. Ése fue nuestro motivo real cuando votamos. Tal es la verdad pero no nos gustaba reconocerlo y cuanto más lo lamentábamos, más alto gritábamos nuestro amor hacia el bien común.

“Conseguimos lo que nos habíamos propuesto, pero cuando nos dimos cuenta de lo que aquello representaba, ya era demasiado tarde. Estábamos atrapados, sin lugar adónde huir. Los mejores de entre nosotros abandonaron la fábrica en la primera semana del plan. Así perdimos a los mejores ingenieros, supervisores, capataces y obreros especializados. Todo el que se respete no quiere verse convertido en vaca lechera de la comunidad. Algunos intentaron impedir el proyecto, pero no lo consiguieron. Los hombres huían de la fábrica como de una zona infectada, hasta que no quedaron más que los necesitados, sin habilidad ni condiciones.

“Si algunos de nosotros, dotados de ciertas cualidades, optamos por quedarnos, fue porque llevábamos allí muchos años. En los viejos tiempos, nadie renunciaba a Twentieth Century y no podíamos hacernos a la idea de que aquellas condiciones ya no existieran más. Transcurrido algún tiempo, nos fue imposible marcharnos, porque ningún otro empresario nos habría admitido, y no se los puede culpar. Nadie, ninguna persona respetable, quería tratar con nosotros. Los dueños de las tiendas donde comprábamos empezaron a abandonar Starnesville a toda prisa, hasta que no nos quedaron más que los bares, las salas de juego y algunos comerciantes estafadores y aprovechadores, que nos vendían bazofia a precios exorbitantes. Nuestras asignaciones fueron perdiendo valor a medida que aumentaba el costo de vida. En la empresa, la lista de los necesitados se fue estirando, al tiempo que la de sus clientes se acortaba. Cada vez era menor la riqueza a dividir entre más y más gente. En los viejos tiempos solía decirse que Twentieth Century Motors era una marca tan buena como el oro. No sé qué pensarían los herederos de Starnes si es que pensaban algo, pero tengo la impresión de que, igual que todos los planificadores sociales y los salvajes insensatos, estaban convencidos de que aquella marca era en sí misma una especie de emblema mágico dotado de un poder sobrenatural que los mantendría ricos, igual que a su padre. Pero cuando nuestros clientes empezaron a notar que nunca lográbamos entregar un pedido a tiempo, y que siempre había algún defecto en los que entregábamos, el mágico emblema empezó a operar en sentido inverso: la gente no aceptaba un motor marca Twentieth Century ni regalado. Llegó un momento en que nuestros únicos clientes fueron los que nunca pagaban ni pensaban hacerlo, pero Gerald Starnes, embrutecido y engreído por su propia publicidad, empezó a ir de un lado a otro con aire de superioridad moral, exigiendo que los empresarios nos pasaran pedidos, no porque nuestros motores fueran buenos, sino porque necesitábamos esos pedidos urgentemente.

“Por aquel entonces, una ciudad fue testigo de lo que generaciones de profesores pretendieron no observar. ¿Qué beneficios podría reportar nuestra necesidad a una central eléctrica, por ejemplo, si sus generadores se paraban a causa de un defecto en nuestros motores? ¿Qué beneficio reportaría a un hombre tendido en una camilla de operaciones, si, de pronto, se le cortara la luz? ¿Qué bien haría a los pasajeros de un avión si el motor fallaba en pleno vuelo? Y si adquirían nuestros productos no por su calidad sino por nuestra necesidad, ¿la acción moral del propietario de la central eléctrica, del cirujano y del fabricante del avión sería buena, justa y noble?

“Sin embargo, tal era la ley moral que profesores, directivos y pensadores habían querido establecer. Si esto fue lo que ocurrió en una pequeña ciudad donde todos nos conocíamos, ¿imagina lo que hubiera sido a escala mundial? ¿Imagina lo que hubiera ocurrido si hubiéramos tenido que vivir y trabajar, sujetos a todos los desastres y a todos los inconvenientes del planeta? Trabajar pensando en que si alguien fallaba en cualquier lugar, era uno quien debería pagarlo. Trabajar sin posibilidad alguna de progreso, con la comida, la ropa, el hogar y las distracciones pendientes de una estafa, una crisis de hambre o una peste en cualquier lugar del mundo. Trabajar sin posibilidades de una ración extra, hasta que los camboyanos tuvieran alimento suficiente o hasta que todos los patagónicos hubieran ido a la universidad. Trabajar con un cheque en blanco, en poder de cada criatura nacida, hombres a los que nunca vería, cuyas necesidades no conocería, cuya laboriosidad, pereza o mala fe nunca podría llegar a aprender o cuestionar. Tan sólo trabajar, trabajar y trabajar, dejando que las Ivys o los Geralds del mundo decidieran qué estómagos habrían de consumir el esfuerzo, los sueños y los días de su vida. ¿Es ésta la ley moral a aceptar? ¿Es éste un ideal moral?

“Lo intentamos y aprendimos la lección. Nuestra agonía duró cuatro años, desde la primera reunión hasta la última, y todo terminó del único modo que podía terminar: en la quiebra. Durante la última reunión, Ivy Starnes fue la única que intentó forcejear un poco. Pronunció un corto, desagradable y agresivo discurso en el que dijo que el plan había fracasado porque el resto del país no lo había aceptado, que una sola comunidad no podía llevarlo a la práctica y triunfar en medio de un mundo egoísta y avaro; que el plan era un ideal noble, pero que la naturaleza humana no estaba a su altura. Un joven, el mismo que había sido castigado por habernos dado una idea útil durante el primer año, se puso de pie, mientras todos seguíamos sentados en silencio, y se dirigió a Ivy Starnes, que ocupaba el estrado. No dijo nada, sino que la escupió en la cara. Y ése fue el fin del noble plan de Twentieth Century.

Himno a la Persona

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Reseña
¡Vivir!
Ayn Rand
Luis de Caralt, Barcelona, 1946
169 páginas
Himno a la Persona

Por Antonio Mascaró Rotger

En 1926, dos semanas después de cumplir los veintiún años, la joven Alisa Zinovievna Rosenbaum llegó a los Estados Unidos escapando de la URSS con poco dinero y un dominio más bien modesto del idioma inglés. Diez años después, publicó su primera novela, Los que vivimos, usando su nuevo nombre: Ayn Rand. Y dos años más tarde, en 1938, la primera edición de ¡Vivir!, su segunda novela, apareció en Inglaterra como Anthem (himno). En 1946, la obra llegó a España y Estados Unidos, donde ella vivía.

Cuando Rand escribió ¡Vivir!, los coqueteos de los políticos e intelectuales americanos con el comunismo eran tales que los años treinta fueron conocidos en Estados Unidos como la Década Roja. Y lo que siguió fue la alianza con la Unión Soviética de Stalin durante la Guerra Mundial. No es de extrañar que, horrorizada ante el avance de los colectivistas en occidente, Rand les dedicara estas palabras en el prefacio de la edición de 1946:

“Ellos han de afrontar el pleno significado de aquello que defienden o condonan; el específico, exacto y pleno significado del colectivismo, de sus lógicas implicaciones, de los principios sobre los que se asienta, y de las ultimas consecuencias a las que estos principios llevarán. Deben afrontarlo, después decidir si esto es lo que quieren o no.”

¡Vivir! entra claramente en el género popularmente conocido como “distopia”, pues nos muestra “las ultimas consecuencias” a las que llevan los principios del colectivismo. Narra la vida cotidiana en una sociedad futura que ha abrazado esta ideología hasta el extremo de haber erradicado totalmente no ya el respeto al individuo sino el propio concepto de individualidad.

O casi.

Porque el hilo conductor de la novela es precisamente la individualidad del protagonista que lucha por abrirse camino entre la jungla de leyes de su comunidad. Una individualidad que le hace sentir nauseas ante el sistema colectivizado de reproducción sexual que controlan los planificadores sociales. Una individualidad que se atreverá a transgredir cuantas normas le impidan ser feliz y llevar una vida llena. Pero también una individualidad ingenua y bonachona que cree que la colectividad le sabrá recompensar los beneficios que él les ofrece aunque él los haya obtenido saltándose a la torera las leyes más fundamentales.

Como por ejemplo, escribir.

Llegado a este punto, el lector de ésta pequeña novela de ésta -en España- poco conocida autora bien puede pensar: ¿qué necesidad tenía Rand de plagiar tan descaradamente la mítica 1984 de Orwell? Pero si el lector presta atención verá que la edición británica de ¡Vivir! es de 1938. Y 1984 no fue publicada hasta 1949.

Hay otra curiosidad sobre la escritura del protagonista que llamará la atención del lector desde la primera página: aún cuando él escribe sobre sus pensamientos más íntimos o sobre sus acciones más personales y secretas, no deja nunca de usar la primera persona del plural. En esa sociedad, cada hombre se sabe insignificante; tanto, que sólo la colectividad es reconocida.

Pero el protagonista, como digo, no sólo escribe. Es sus indagaciones solitarias descubre sorprendentes inventos que los hombres había olvidado mucho tiempo atrás. Pero la colectividad prefiere seguir rigiéndose por sus leyes y alumbrarse con velas antes que aceptar la luz eléctrica que el protagonista ha redescubierto investigando a solas. Porque aquí, la luz eléctrica, como el sol en la célebre sátira de Bastiat, es entendida como una monstruosa amenaza: “acarrearía la ruina del Departamento de las Velas. La Vela es un gran don para la Humanidad y está aprobada por todos. No debe ser destruida por la voluntad de uno solo”.

Entonces, huye. Se aleja de la sociedad que le ha condenado sin haberle comprendido. Se adentra en el bosque prohibido con la esperanza de dar con aquello cuyo anhelo le ha hecho sentirse diferente y cuya búsqueda le ha convertido en un proscrito. Aquello sin lo cual la vida es una mazmorra y todo esfuerzo una tortura.

Y lo encuentra.

Las últimas páginas son un estallido genuinamente Randiano de felicidad, satisfacción y confianza. Un verdadero himno a aquel concepto, aquella palabra, aquella verdad sobre la que edificará su futuro y podrá… ¡Vivir!

Vivir como un hombre. No como un eslabón más en una cadena. “Yo soy. Yo pienso. Yo quiero. […] Yo soy un hombre. […]

“He destruido el monstruo que gravitaba como una negra nube sobre la tierra y ocultaba el sol a los hombres. El monstruo que estaba sentado en un trono, con cadenas en las manos, los pies sobre el pecho de un hombre, y se alimentaba con la sangre del libre espíritu humano. El monstruo de la palabra ‘Nosotros’.

“Y ahora contemplo el sagrado rostro de un dios y a este dios lo levanto sobre la tierra, más arriba que el cielo, más resplandeciente que el sol, este dios que los hombres han deseado desde que existen, este dios que les dará la dicha, la paz y el orgullo.

“Este dios, esta sola palabra: ‘Yo’.”

No sin mi libertad

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Reseña
La rebelión del Atlas
Ayn Rand
Grito Sagrado, Buenos Aires, 2003
1168 páginas
No sin mi libertad

Por Antonio Mascaró Rotger
Durante el segundo cuarto del siglo veinte, una emigrante rusa en Estados Unidos veía como a este lado del telón de acero se iban aceptando las premisas del otro lado. Habiendo vivido en primerísima persona y a muy temprana edad los excesos de la Revolución de Octubre, no tenía dudas sobre los horrores que sufriría el mundo si el avance de tales ideas no era detenido. Pero, para su decepción, y a diferencia de la década de 1770, no aparecía por ningún lado aquel grupo de hombres íntegros y valientes capaces de la hazaña de rebelarse y defender la libertad hasta sus últimas consecuencias.

Ella no les esperó. Proyectó en esta obra un mundo comunista al borde de la implosión económica y social. Situó en él a unos hombre capaces de identificar y rebatir cada una de las premisas que habían llevado a la humanidad a tal desgracia. Y les guió a la victoria. Novelando la titánica hazaña de esos héroes futuribles, se convirtió en su más decidida, precoz y monumental vanguardia.

Rand llamó a esta, su obra cumbre, Atlas Shrugged, (Atlas se encogió de hombros). Los traductores españoles, captando plenamente ese espíritu de Reconquista liberal prefirieron el título más combativo “La Rebelión de Atlas”.

Hoy, casi cincuenta años después de la primera edición, se han vendido más de veinte millones de ejemplares en todo el mundo y se ha está trabajando en la grabación de una miniserie con un presupuesto superior a los veinticinco millones de dólares. No es un proyecto nuevo, en su día ya se habló de rodar una película con Clint Eastwood, Robert Redford y Faye Dunaway. Pronto saldrá en Argentina una nueva edición del libro.

En este millar de páginas, Rand comprime toda su cosmovisión. Una forma de entender y amar la vida partiendo de los más fundamentales principios de la lógica aristotélica. A es A. No cerraré los ojos ante la realidad. No me engañaré pretendiendo que puedo prescindir de mi mente. Y, por eso, no voy a abandonar mi mente. Ni voy a apoderarme de la de los demás. Porque si lo hago, si vulnero la independencia de una mente, estaré luchando contra lo único que es capaz de generar prosperidad en este mundo: el hombre. Es por eso que el colectivismo está condenado a generar miseria hasta hundirse en ella. Es por eso que el hombre necesita libertad para vivir. O generas prosperidad con tu propia mente o habrás de enfrentarte a las dolorosas consecuencias de creer que una imaginaria mente colectiva vendrá en tu auxilio. Capitalismo o muerte.

Desde la primera página, el lector se encuentra con un sombrío mundo que se hunde bajo el yugo comunista mientras el capitalismo agoniza en Estados Unidos.

Es una época de planificación social. Constantemente aparecen nuevos programas sociales y nuevas regulaciones. Nuevas ayudas y nuevas restricciones. Nuevas limitaciones a la libertad y nuevos poderes para los burócratas y sus compinches.

Y es una época de crisis económica y social. Por doquier hay negocios que cierran y tiendas que se van quedando vacías. Obreros que pierden su empleo y hombres de negocios que se arruinan. Instalaciones que sufren accidentes y productos que dejan de fabricarse.

Así, los planes no se cumplen; los objetivos no se alcanzan. Se requieren nuevas regulaciones para subsanar cada nuevo problema y el ciclo perverso se realimenta.

La apatía y el desconcierto van haciendo mella en toda la población que, incapaz de enderezar la crisis, se pregunta depresivamente si realmente existe alguien capaz de alcanzar logro alguno. Tanta desazón, tanto sentimiento de futilidad, cristaliza en una expresión popular que, como la decadencia, se extiende a cada rincón: “¿Quién es John Galt?”

¿Es que hubo un John Galt que paró el motor que antaño movía el mundo? O ¿será John Galt el que vuelva a ponerlo en marcha? Tal vez, aventuran otros, John Galt ha castigado al mundo por algún pecado. Pero ¿qué pecado es ese?

En medio de este mundo decrépito, se yergue una mujer extraordinaria que no está dispuesta a dejar que ese motor acabe por pararse definitivamente. Dagny Taggart se crece ante la adversidad para mantener a flote, incluso expandir, una gran compañía ferroviaria. La empuja un entusiasta afán de superación y un no menos vivaz afán de lucro. Pero tendrá que enfrentarse a los problemas de carestía, las trabas burocráticas, las presiones de empresarios y políticos corruptos, y un largo etcétera. Y tendrá que hacerlo prácticamente sola.

Está también el industrial metalúrgico Hank Rearden que, empujado por el mismo afán y aún aquejado de los mismos problemas, logra producir un nuevo metal que podrá revolucionar la industria.

Pero ¿sirven de algo los esfuerzos de Dagny y Hank? Son muchos los empresarios que en los últimos años han tirado la toalla. Los que no han podido hacer frente a tantas y tan cambiantes leyes, a tantas “mordidas” y tantas zancadillas legales.
Y cada nuevo empresario que abandona es un productor menos que ofrece sus productos a los consumidores. Es un proveedor menos y un cliente menos para los productores que quedan. Y es, en definitiva, un apoyo menos para los que siguen empeñados en llevar una vida productiva en ese mundo.

A Dagny le entristecen profundamente estas deserciones, pero eso no es nada comparado con el dolor que le produce la actitud de su viejo amigo Francisco d’Anconia.
Alto, apuesto, inmensamente rico y listo como el que más, Francisco pertenece a una vieja familia argentina de prósperos propietarios de minas. En su juventud, Francisco solía hablar con Dagny de las virtudes del afán de superación y del afán de lucro. Ambos disfrutaban conversando sobre la importancia de construirse un futuro, de forjarse a uno mismo, de sentar la cabeza y crear.

Crear valor.

Entendiendo por valor aquello que hace de la realidad un lugar más propicio a la vida humana. Para ello uno ha de usar la mente. La propia mente, porque no tenemos otra. Y si intentamos substituirla por algún sucedáneo, no será valor lo que crearemos.

Hay, ciertamente, quien desea los productos de mentes ajenas y no está dispuesto a entregar nada a cambio de tal valor. En unos párrafos brillantes, D’Anconia comenta que no fueron tales parásitos los que inventaron el dinero: “El dinero es sólo un instrumento de cambio, que no podría existir si no se produjeran géneros ni hombres capaces de crearlos. El dinero es la forma material de ese principio, según el cual, quienes deseen tratar con otros, han de hacerlo por el comercio, entregando valor por valor. El dinero no es el instrumento de los plañideros, que solicitan productos con lágrimas, ni de los saqueadores que los arrebatan por la fuerza. El dinero es sólo posible gracias a quienes producen.” Pero Rand no se limitó a defender el dinero; siguiendo la más pura tradición liberal, ella abogaba por retorno al patrón oro. Como lo hizo, por cierto, su discípulo Alan Greenspan, actual jefe de la Reserva Federal, en un artículo en julio de 1966.

Pero, cuando más le necesita, Dagny encuentra a un Francisco cambiado. Un Francisco que no sólo se deja vencer sin oponer resistencia a las dificultades de esta época lúgubre sino que incluso se presta a ahondar la depresión. Francisco despilfarra sus riquezas y gestiona de la peor forma imaginable cada uno de sus negocios. Y, para colmo, él mantiene que sus convicciones siguen firmes y se atreve a advertir a Dagny: “Revisa tus premisas”.

En efecto, manteniendo en funcionamiento ese gran ferrocarril, que es la última gran empresa que queda en pie, Dagny ha tenido que hacer un sinfín de concesiones a los burócratas. Por eso, esa resistencia numantina de Dagny esconde una rendición porque, ciertamente, ella ya no es quien decide el destino de su empresa. Ni el de su vida. Ella ya es sólo un elemento más a las órdenes de los planificadores.

Obrando así no hace más que alimentar a los que la atormentan. Vive para sus opresores. No sólo no está creando valor sino que esta rindiendo munición a sus enemigos porque en su momento ya les entregó las llaves de su armería: aceptó que ellos pensaran por ella.

Este es el pecado que John Galt no perdona. Él no aceptó vivir por los demás ni que nadie lo hiciera por él. Siguiendo sus pasos, los hombres que amaban producir se rebelaron y dejaron de producir valor en ese mundo. Se declararon en huelga, se encogieron de hombros y se retiraron a un remoto valle. Cada uno de ellos se dijo a si mismo que no usaría la vida ni la mente de otros como sucedáneos de las suyas. “Soy el primer hombre que no sufrirá martirio a manos de quienes desean verme perecer por el privilegio de mantenerles en vida. Soy el primer hombre que les ha dicho que no les necesito, y hasta que aprendan a tratar conmigo como comerciantes, dando valor por valor, tendrán que existir sin mí, del mismo modo que yo existiré sin ellos; sólo entonces les haré saber de quién es la necesidad y de quién es la inteligencia, y una vez la supervivencia humana se haya erigido en norma, los términos de quienes serán los que tracen el camino para la supervivencia.”

A diferencia de los demás defensores de la libertad, Ayn Rand no estaba dispuesta a hacer la más mínima concesión; no iba a usar ninguna construcción lógica que ella no hubiese contrastado oportunamente. Así que partió de cero y defendió el capitalismo creando todo un nuevo movimiento filosófico enraizado en Aristóteles. En el examen final oral de historia de la filosofía, en otoño de 1921 en Petrogrado, el profesor Lossky le hizo preguntas sobre Platón. Sus respuestas fueron acertadas y obtuvo el Grado Perfecto pero el examinador no pudo evitar comentarle: “no parece estar usted de acuerdo con Platón.” Ella admitió que así era. Entonces el profesor le preguntó a qué se debía eso. Y ella respondió convencida: “Mis puntos de vista filosóficos aún no son parte de la historia de la filosofía. Pero lo serán.”