La tradición militar en la historia del Japón

De: alexander ojosabiertos.org
Fecha: Mié Nov 10, 2004 5:40 am
Asunto: La tradición militar en la historia del Japón – Parte VIII xandersukey

El extenso uso del calificativo «marcial» en la doctrina se
explica por la extraordinaria, algunos autores dirían excesiva, importancia
asignada por los japoneses hoy en día a sus tradiciones militares, a la función
de la clase militar en la formación del destino de la nación ya la ética
adoptada por esta clase para justificar su existencia y su política. Esta
importancia se basa en el hecho de que, cuando nos referimos genéricamente a la
experiencia marcial del Japón, nos referimos a una de las más prolongadas y más
antiguas implicaciones de una nación en esta cuestión. Tal como Lafcadio Hearn
acertadamente señala, «más o menos toda la auténtica historia japonesa se halla
comprendida en un vasto episodio: la ascensión y la caída del poder militar» .

En la tabla 2 se encuentra un estudio panorámico de los hechos a
través de los cuales se expresó este poder con varios grados de sutileza durante
casi nueve siglos, y con mayor detalle en la parte I. A lo largo de los siglos,
por tanto, la fibra más íntima de la nación japonesa estuvo imbuida por las
ideas, ética y sentido de la misión particular del guerrero.

Estos elementos, que estimularon la actuación del bushi en el escenario de la
historia, estaban enraizados en una firme creencia en los orígenes divinos del
Japón. en la determinación de confirmar esta creencia mediante la fuerza de las
armas. incluso si ello significaba la muerte. y en ese código de conducta que
exigía una obediencia ciega a las órdenes del superior inmediato de cada cual.
que constituía la conexión con el pasado divino. y así sabría las maneras de
cumplir con éxito la misión implícita en aquellos distantes orígenes. Durante
siglos estas verdades. así como el modo de vida que representaron. fueron
inculcados en el carácter japonés. impregnando a todos los niveles de la
sociedad y coloreando cada fase del desarrollo nacional. Fue un proceso de
implacable adoctrinamiento desde arriba. tanto consciente como inconsciente.
que empezó en serio al final del período Nara. con la aparición de los clanes
guerreros cuyos servicios demostraron ser de valor inestimable (aunque en
último término costosos) para los clanes enfrentados de los nobles cortesanos
(kuge) y del emperador (tenno) durante sus encarnizadas luchas por el poder.
Los bushi trajeron con ellos sus sencillas ideas de excelencia. traducidas
concretamente en lealtad personal hacia el superior inmediato. y en la
disposiciòn a luchar y morir sin la menor sombra de vacilación. Estas ideas.
según los documentos históricamente aceptados. contrastaban fuertemente con los
altamente sofisticados e introspectivos modelos de la cultura Nara.

El contraste y las desavenencias resultantes fueron solucionados en última instancia con la fuerza de las armas. Muchos clanes aristocráticos fueron totalmente destruidos. y los pocos nobles que sobrevivieron fueron despojados de cualquier influencia efectiva. quedando restringidos en los recintos figurativos de la corte imperial. junto con el emperador.

También fueron destruidos los enormes monasterios y bibliotecas que contenían
la esencia. la destilación de la cultura Heian: sus escrituras. sus registros y
sus obras de arte. Hacia 1600. la pizarra había sido borrada casi completamente.
Desde ese momento. el Camino del guerrero floreció tanto brutal como sutilmente
en la conciencia de toda la población: el campesino. una gran parte de cuya
cosecha de arroz era requisada por los secuaces del daimio local. o señor
provincial. levantando la mirada mientras trabajaba con la azada hacia un grupo
de samurai. con sus armas destellando al sol mientras corrían rítmicamente junto
a un palanquín en marcha hacia Edo; el viajero ocasional que hacía una pausa
junto a la carretera, un testigo silencioso de un duelo. frecuentemente a
muerte. entre dos espadachines; el agitado y alborotado populacho en los
festivales celebrados en varias ocasiones del año. contemplando con los ojos
asombrados las demostraciones de artes marciales que Con frecuencia eran el
punto central de tales festivales.

En miles de acontecimientos, tanto menores como de gran trascendencia social,
el drama de una confrontación potencialmente letal entre dos hombres era
representado una y otra vez, hasta que esta particular forma de experiencia
humana quedó grabada casi indeleblemente en el alma japonesa.

En realidad, durante el período Tokugawa, las tradiciones de la
clase militar, como continuación de la cultura antigua, condicionó tan a fondo
el carácter nacional que observadores occidentales de la época llegaron a
describir al pueblo japonés como «adicto por naturaleza a la guerra». La
intensidad de las guerras y de las luchas civiles en Japón asombró incluso a
aquellos observadores que, cabe recordar, venían de una Europa que por aquel
entonces no era (ni había sido nunca) un remanso de paz. Griffis, en un
artículo presentado en la Sociedad Asiática de Japón en 1874, destacó lo
endémica que había sido la guerra en Japón, indicando que la guerra era
considerada «normal» y la paz la «situación excepcional de sus habitantes» . El
mismo autor destacó también el contraste entre el placer Con el que los
japoneses llamaban a su país la Tierra de la Gran Paz y, por ejemplo, loS nombres de las calles en Edo -nombres tales como «Armadura», «Casco», «Flecha», «Arco» y «Carcaj», todoS ellos relacionados Con instrumentos de guerra. En su análisis del carácter japonés, Brinkley escribió lo siguiente:

Oculto tras una pasión por todo lo elegante y refinado, existe un fuerte anhelo
por el espectáculo de la guerra y por la rapidez de su mortífero inicio; e
igual como el shogun trataba de desplegar ante los ojos de los ciudadanos de su
capital una encantadora imagen en una dulce paz, aunque su escenario fuera un
marco de vastas preparaciones militares, al japonés de todas las épocas le ha
gustado pasar de la escuela de esgrima a la pérgola, del campo de batalla a la
sociedad del jardín rocoso y de la cascada, deleitándose en los peligros y
luchas de lo uno tanto como admirando la gracia y el reposo de lo otro .

¿Logró la clase militar saturar completamente la psique nacional
con su particular interpretación del espíritu nacional (Yamato-damashii),
imponiendo sus valores sobre el resto del país, congelando la historia en
aquella fase de desarrollo nacional que los historiadores identifican como
feudal ? La respuesta a estas cuestiones puede obtenerse sólo mediante el
estudio de la historia post-Meijí del Japón, a partir de 1868. Este estudio
debería revelar si la tradición militar y la influencia de la clase guerrera
habían terminado o solamente habían quedado limitadas con la restauración del
poder del emperador. En este contexto, parece haber un acuerdo general entre
los historiadores japoneses y occidentales en que no puede esperarse de ninguna
nación que emerja indemne de los siglos de implacable condicionamiento sufrido
por el Japón durante su era feudal. Nadie ha expresado mejor este punto que
Reischauer.

Los dos siglos de paz estrictamente impuesta bajo el vigilante
ojo y la firme mano del gobierno Edo han dejado una imborrable marca sobre el
pueblo. Los belicosos y aventureros japoneses del siglo XVI se convirtieron en
el siglo XIX en un pueblo dócil que miraba sumisamente a sus gobernantes en
busca de liderazgo y que seguía sin vacilaciones las órdenes procedentes de
arriba .

El pueblo había sido profundamente condicionado para mirar
«instintiva- mente» a los líderes militares del país a fin de que les guiaran y
para suponer que, debido a su posición, estos líderes «eran siempre honestos y
sinceros». El mismo autor concluye lo siguiente: «Siete siglos de dominio por
parte de la clase feudal militar han dejado modelos de pensamiento y
comportamiento que no han sido fáciles de deshechar en tiempos recientes, y que
no se borrarán fácilmente incluso hoy en día .

El protagonista de lo que Hearn consideraba «el conjunto de la auténtica
historia japonesa», el guerrero del Japón feudal, había alcanzado una posición
de tal importancia, por tanto, que su influencia no fue (probablemente no pudo
ser) eliminada, incluso después de la que la dictadura militar de los poderosos
barones feudales fuera abolida en 1868 y que a la sociedad se le diera una base
más amplia y firme mediante un masivo esfuerzo educativo para proporcionar las
bases para tener la pericia necesaria en una era industrializada y altamente
competitiva. No obstante, en la extraña manera en que una estructura de poder
firmemente establecida logra con frecuencia sobrevivir al amanecer de un nuevo
día adoptando diversos disfraces o, más frecuentemente, ampliando su base de
apoyo entre todas las clases del pueblo de modo que más ciudadanos empiecen a
identificarse con él, así consiguió la clase militar sobrevivir en Japón.

El poder del clan Tokugawa y de sus aliados fue limitado severamente por los
esfuerzos de otros poderosos clanes de guerreros, incluidos los Choshu y
Satsuma, que dotarían al «nuevo» Japón del núcleo de un ejército y de una
marina imperiales destinados a mayores glorias y mayores desastres en las
décadas siguientes. La restauración fue, en efecto, un cambio de guardia
«ritual», con olas de nuevos guerreros de las provincias avanzando sobre la
capital, donde empujaron y finalmente desalojaron a la anterior y privilegiada
clase de guerreros de sus atrincheradas posiciones. Significativamente, Yazaki
(300) nos dice que el Kyakkan Rireki Mokuroku, o d~rectorio de oficiales
gobernantes para el Consejo de Estado (Dajokan) celebrado en 1867-1868,
relacionó los porcentajes siguientes mediante el linaje en su composición:
78,9% pertenecientes a la clase guerrera, 18,1% a la clase superior de daimio,
1,8% a la antigua corte imperial recientemente restaurada en el poder junto con
el emperador, y 0,7% a los plebeyos.

En las aulas y en los barracones militares, al joven japonés se
le enseñaba a glorificar las tradiciones militares del Japón. Llegaba a creer
que la muerte en el campo de bata11a por el emperador era el destino más
glorioso del hombre y en las virtudes incomparables de una vagamente definida
«estructura nacional» y un todavía más vago «espíritu japonés». Juntos, el
gobierno y el ejército consiguieron en unas pocas décadas crear en el japonés
medio el fanático nacionalismo ya característico de las clases altas y una
todavía más fanática devoción por el emperador, que fue cultivada por
historiadores y propagandistas del Shinto y promovida por oligarcas que
rodeaban el trono .

Esto fue posible, según Mendel, debido a la vaguedad de la
constitución Meiji en relación con «la localización del poder político» -una
vagedad que los militares, que tenían acceso directo al trono, explotaron
rápidamente. Asumieron «privilegios especiales» e ignoraron en gran medida el
recién creado gabinete civil que seguía el modelo de los sistemas de gobierno
occidentales.
Esta independencia de acción en cuestiones de gobierno fue enseguida apodada
«diplomacia dual», y sus efectos fueron acosar a los miembros del gabinete
civil, que al final fueron incapaces de llevar hacia canales más pacíficos de
desarrollo nacional la singular dedicación de los militares a los ideales de
predominio exclusivamente racial. Los miembros de la clase militar continuaron
persiguiendo con firmeza la consecución de un objetivo que creían era su
destino y, en consecuencia, el destino de su país desde tiempos inmemoriales.
Con el tiempo, los miembros de todas las clases del Japón comenzaron a sentirse
plenamente justificados en considerar ese objetivo como suyo. A comienzos del
siglo xx, este proceso de identificación militar a escala nacional se había
desarrollado hasta tal punto que las autoridades habían «incluso conseguido
convencer a estos descendientes de campesinos, que durante casi tres siglos
habían visto denegado su derecho a poseer espadas, que no eran una clase
oprimida sino miembros de una raza guerrera. El adoctrinarniento político y
militar japonés tuvo desde luego un profundo y espectacular éxito» .

Tuvo también éxito durante el período Tokugawa, cuando la
tradición militar inculcada desde arriba había obtenido las respuestas deseadas
de abajo. Los repetidos intentos de innumerables plebeyos (heimin) a lo largo de
toda la era feudal de llegar al nivel privilegiado del guerrero quedaron
registrados en muchos documentos. Aunque tales ambiciones fueron oficialmente
desalentadas, la posibilidad de adopción por un clan militar existió -muchos
ricos comerciantes estaban dispuestos a desprenderse de sustanciales sumas a
cambio del derecho a tener la insignia de un clan guerrero bordada en sus
mangas.

Cuando el estatus deseado no era accesible, cualquier cosa que
se le pareciese, por remotamente que fuera, servía para satisfacer la mayoría
de las aspiraciones. Todas las asociaciones de plebeyos, tanto si eran de
agricultores, comerciantes o artesanos (incluso el clero), estaban organizadas
según el modelo vertical de la clase militar, un modelo que conectaba la
antigua estructura de clan al período contemporáneo, dotándolo así de un aura
de antigüedad que, en Japón (al igual que en muchos otros países), lo
divinizaba.

Incluso antes de la restauración Meiji, la tradición militar
había impregnado el conjunto de la vida japonesa hasta el extremo de perder su
identificación original con una sola clase. Que se convirtiese en la única
tradición de cada súbdito japonés quedó demostrado por el hecho de que, cuando
la clase militar intentó una vez más quitarle poder al emperador, los ejércitos
de «samurai espada en ristre» fueron aplastados en los campos de batalla por un
ejército imperial cuyas filas estaban compuestas por reclutas procedentes de
todas las clases sociales, incluidos muchos campesinos. El aplastamiento de una
de estas rebeliones, después de 1868, escribió Browne.

Significó mucho más que el colapso de la oposición feudal al
gobierno y al nuevo orden. En el conflicto, los soldados regulares como
Hidenori Tojo y los reclutas que lucharon junto a ellos demostraron que el
valor y la capacidad militar que había hecho de la elite samurai unos guerreros
tan formidables podían encontrarse en todos los niveles de la nación .

A partir de entonces, doblegándose a la conveniencia, los
líderes de la clase militar reconocieron gradualmente que cada uno de los
súbditos japoneses era heredero de la tradición que ellos habían considerado
como propia durante tantos siglos, y comenzaron a exhortar a sus compatriotas a
pensar en Japón como una nación de guerreros. Al mismo tiempo, descubrieron
nuevos y efectivos medios de traducir esa tradición en modelos políticos de
conducta, que la nación adoptó y aplicó con un celo irresistible en países
tales como Manchuria, China, Malasia y las Filipinas.

Estos modelos persistieron sin muchas dificultades hasta la rendición de Japón
el 2 de septiembre de 1945, cuando se hizo evidente que la derrota del esfuerzo
militar japonés había precipitado el colapso no sólo de una firme creencia en
una particular política de gobierno, sino realmente del entero universo moral
de la nación japonesa. La identificación entre política de gobierno, sujeta a
los caprichos de las conveniencias políticas y militares, y la moralidad de la
nación, que posee una naturaleza más estable y tiene intereses colectivos
profundamente enraizados que promover y defender, se había vuelto tan absoluta
en Japón que la derrota en el campo de batalla dejó a la mayoría de los
japoneses «completamente desorientados» . Les parecía increible 10 que el
destino les había deparado a los herederos de un pasado divino, una nación
cuyos orígenes se remontan al principio de la historia humana, o que el
«camino» (michi} de la raza no hubiese triunfado sobre todos los demás, que,
siendo extranjeros, habían sido automáticamente considerados imperfectos.

Hoy en día, estudios de muchas clases -antropológicos,
sociológicos, políticos y religiosos- han documentado (y continúan haciendo un
seguimiento) de la sorprendente recuperación de Japón de los desastrosos
efectos de la Segunda Guerra Mundial. El lado positivo de su tradición ayudó a
los japoneses a «soportar lo insoportable» y a enfrentarse con valentía ya
sobrevivir a la ocupación, a estrechar sus diezmadas filas ya reconstruir una
industria en ruinas, así como a recuperar con rapidez una posición de
preeminencia en el mundo moderno. Las virtudes militares del pasado se
aplicaron para la reconstrucción con la intensidad que había hecho de los
japoneses temibles enemigos en el campo de batalla, convirtiéndolos, esta vez,
en hábiles e incansables competidores en los mercados mundiales.

Pero el espíritu del bushi parpadea inquieto en los oscuros
rincones del alma japonesa. Dore, en su estudio de la vida en las ciudades de
Japón, ha destacado en detalle la tremenda dificultad hallada por los japoneses
en su intento de trasladar su concepto de moralidad y valores tradicionales de
la ética social del país, enraizada en la interpretación feudal de la realidad
propuesta e impuesta por el bushi, a una moralidad individual basada en una
interpretación personal de la realidad y en la responsabilidad individual de
cada hombre dentro de ella. Hoy todavía, la vida de un súbdito japonés está
dominada por la sociedad, de la misma manera que la vida de un hombre reclutado
está dominada por el ejército. Quizá más que en ninguna otra parte del mundo, la
solidez de la sociedad japonesa, como el protector pero monolítico abrazo de un
ejército moderno (o de un clan militar de otros tiempos), dicta desde arriba y
desde fuera lo que hay que creer, el modo en que deben estructurarse las
relaciones y cómo deben comportarse los individuos a fin de cumplir con sus
obligaciones.

Se sigue poniendo énfasis en los deberes, mientras se silencian los derechos,
que todavía buscan su expresión concreta en nuevas leyes o costumbres y, sobre
todo, en una nueva convicción espiritual del valor y la independencia del
individuo dentro del grupo, partiendo de lo profundo del ser individual -una
convicción que le mantendrá cuando su grupo y sus líderes, en su evolución
histórica, atraviesen las trágicas crisis que afligen a todos los grupos
nacionales. Esta certeza espiritual no necesariamente debe coincidir con los
dictados externos del grupo, expresados en leyes o costumbres, y puede incluso
estar en oposición a los pronunciamientos hechos en nombre del grupo por los
individuos en el poder.
En Japón, quizás hasta un grado raramente encontrado en otras culturas
sofisticadas del pasado o del presente, «la moralidad no emerge de las
profundidades del individuo» , sino que hay que buscarla todavía en otros
lugares de la sociedad -identificándose así fácilmente con un poder externo y
suplantada por él. Sin embargo, en este contexto hay que añadir que la sociedad
japonesa no es (ni ha sido nunca) la única en enfrentarse a este problema.

La tradición clásica, es decir, la tradición militar del país,
confronta a los japoneses actuales. Las expresiones artísticas de esta
tradición son muy reveladoras. El valeroso sirviente de un señor feudal, el muy
proclamado samurai, o el guerrero independiente sin señor, el ronin, todavía se
abre camino a través de un laberinto de maldad con cortantes espadas en los
kabuki y en incontables películas de aventuras (chambara). Dore nos cuenta que
incluso hoy, en barrios tales como Shitayamacho, los vendedores aparecen
vestidos como los samurai y gritan las virtudes de sus productos usando la dura
jerga de los guerreros Tokugawa.

El modelo marcial de la tradición feudal puede ser detectado todavía por
observadores occidentales del mundo de los negocios japonés actual en esta
peculiar relación entre el patrón, por un lado, con su paternalista pero
autoritaria actitud, y los empleados en sus ordenadas pero febrilmente
dedicadas filas, por el otro. Se refleja en la formación de complejos
industriales colosales que se han ganado «tanto el miedo como la envidia» en el
extranjero, ofreciendo su potencia combinada con una sorprendente similitud con
los carteles anteriores a la guerra (zaibat- su). En este contexto, la mayoría
de los analistas de la industria japonesa, de hecho, se han dado cuenta de que
el elemento que ha funcionado extremada- mente bien para los japoneses ha sido
su clásico «enfoque tradicional» aplicado a la productividad industrial.

De Mente nos dice, en la página 51 del ejemplar de marzo-abril de 1970 de
Worldwide Projects and Industry Planning (Proyectos mundiales y planificación
industrial), que estudios llevados a cabo por el Oriental Economist (Economista
oriental), en 1968 y 1969, revelaron que las más grandes corporaciones en Japón
nunca habían abandonado el sistema tradicional de dirección, «sino que en
realidad lo habían reforzado a lo largo de los últimos 10 años». Este sistema
sigue, en esencia, tal como ha sido durante siglos: un sistema de clan vertical
bajo la guía del líder patriarcal, ocupado en trabajar suave y eficientemente
para el bienestar del «clan». Esta omnipresente conciencia del pasado en todas
las formas de la vida japonesa, según Dore, «no es sorprendente a la vista de
lo reciente del pasado feudal, contrastando tan claramente con todo el tenor de
la vida urbana moderna» .

No es de esperar que esta conciencia desaparezca ni sea
reemplazada por una concepción organizada con menor rigidez de la soledad del
hombre en el corazón de la creación, por una mayor conciencia del yo como un
agente responsable capaz de tomar decisiones individuales que puedan chocar
contra los dictados del clan, el hogar, la familia o, finalmente, la sociedad,
mientras esa tradición feudal no haya sido re evaluada y redefinida. «La
«tradición real», escribe Y ves Montcheuil, «es constitutiva, no constituida .
Se desarrolla a medida que los hombres evolucionan individual, y
colectivamente. Se adapta a las ~uevas circunstancias de tiempo, lugar y
cultura, y estimula nuevas respuestas que se convierten ellas mismas en parte
de esa tradición.
No fuerza al presente a convertirse en un molde rígido del pasado, ni se aplica
inflexiblemente a los valores presentes desarrollados durante una era que
constituyó solamente una fase del desarrollo nacional. Una tradición
constantemente enriquecida y enriquecedora, resumiendo, no impone un sistema de
ética desarrollado y aceptado por los clanes militares del Japón feudal sobre
todo el país y, progresivamente, sobre el resto del mundo bajo principios
profesados de hermandad y armonía universal dentro de la familia humana
(hakko-ichiu).
Este sistema de ética, este código marcial, representaba sola- mente una
interpretación particular de la realidad y del papel del hombre en ella.
Incluso una rápida mirada a la historia japonesa, al fin y al cabo, proporciona
amplia evidencia de que otras interpretaciones precedieron y luego coexistieron
con las de la clase militar -interpretaciones que tuvieron menos éxito quizás
en el modo de enseñar a un hombre a usar una espada, pero que no por ello
fueron menos admirables y con frecuencia más útiles para ayudarle a comprender
el verdadero dilema de su existencia.

Considerando la gran trascendencia asignada por los japoneses a su
tradición militar, el calificativo de «marcial» (bu) tan liberalmente atribuido
a casi todas las especializaciones del arte del combate en la doctrina del
bujutsu halla su propia justificación semántica. Se aplicó mucho más
selectivamente durante la época feudal, cuando el guerrero generalmente la
usaba refiriéndose a aquellas artes que constituían su prerrogativa profesional
o cuando la extendió para incluir otras artes todavía estrictamente asociadas
con la primera. Su uso aumentó con la progresiva expansión de la tradición
militar entre todas las clases de los súbditos japoneses y con su empeño por
identificarse totalmente con ella.

Es innegable que el guerrero feudal desempeñó el papel principal
en el escenario nacional japonés. Fue él, al fin y al cabo, quien usó aquellos
métodos de combate, frecuentemente con una habilidad consumada, mientras se
afanaba por alcanzar el poder frente a una armada e igualmente determinada
oposición. Es cierto también que, consecuentemente, fue el activador indirecto
de un interés intenso en el bujutsu por parte de los miembros de otras clases
de la sociedad japonesa, que se vieron forzados a aprender sus métodos o a
inventar otros nuevos si deseaban competir con él aunque fuera por una
apariencia de influencia política, para desafiar su posición de privilegio
exclusivo o meramente para defenderse a sí mismos contra sus excesos o contra
su incapacidad para defenderlos de la criminalidad.

Puesto que no siempre, ni en todas las partes del país, fue capaz el guerrero de
imponer totalmente su interpretación de la ley y el orden. En tales casos, los
ciudadanos se veían forzados a depender en gran medida de sí mismos y de sus
organizaciones civiles en un esfuerzo por salvaguardar sus vidas y propiedades.

El bushi, sin embargo, continuó siendo el principal practicante
del bujutsu, puesto que siempre que se vio expuesto a nuevos métodos de combate
ideados para minimizar o reducir su propio poder militar fue forzado a
aprenderlos con el fin de sobrevivir.

El ejemplo más notorio de esta necesidad lo facilitaron sus dificultades con la
población de las islas Ryukyu. Fue en estas islas -según una teoría predominante
en la doctrina- donde aprendió lo inadecuado que su armadura y su colección de
armas tradicionales (que hasta entonces le habían ganado el respeto de los
guerreros enemigos en Corea) podían ser, cuando se enfrentaban a las manos y
los pies desnudos de un campesino suficientemente desesperado y adecuadamente
entrenado en las antiguas técnicas chinas de ataque. Estos métodos, de los que
se dice que tuvieron su origen en los distantes confines de Asia (India, China,
Tibet), ayudaron a los hombres a desarrollar su habilidad para golpear o atacar
con las manos, los pies y otras partes del cuerpo.

El bushi quedó, por consiguiente, atrapado en una espiral
ascendente. Tuvo que practicar métodos tradicionales de combate y seguir
aprendiendo otros nuevos -de un modo similar al estamento militar moderno, que
continúa ideando nuevos métodos de destrucción, aun cuando éstos pronto quedan
obsoletos, lo cual, a su vez, exige el desarrollo de métodos todavía más
destructivos, hasta el infinito. En cualquier caso, tal como se ha señalado
antes, después del siglo XVI sólo el bushi tuvo el derecho legal, y suficiente
tiempo, para practicar y perfeccionar diversos métodos de bujutsu. Las
principales escuelas de artes marciales solían estar dirigidas, de hecho, por
maestros de armas pertenecientes a un clan, o por guerreros independientes a
los que el señor del distrito les había concedido permiso para enseñar (a
cambio de unos honorarios). Estas escuelas conservaban registros de sus
estudiantes y métodos, facilitando así una continuidad en el proceso de
expansión y desarrollo de ciertas artes que otras escuelas, más alejadas de la
dimensión militar, no poseían -tal carencia dio con frecuencia como resultado
la desaparición de ciertas escuelas y métodos, que nos han dejado únicamente
referencias fragmentadas para indicar que existieron alguna vez.

Por último, las disciplinas modernas de combate sin armas, que
se han hecho famosas con sus nombres japoneses en todo el mundo, fueron
desarrolladas por maestros que reconocieron su deuda respecto al bujutsu de la
antigua clase militar japonesa. En realidad, y con sólo unas pocas excepciones,
estos maestros parecen enorgullecerse de que existan nexos entre ellos misticos
y sus innovaciones en el arte del combate, con una tradición que posee un
indefinible e irresistible carisma derivado de su misma antigüedad. Incluso en
aquellos casos en que los maestros modernos destacan las diferencias entre sus
métodos y otros (tanto antiguos como modernos), las diferencias que-convierten
a sus métodos en únicos y por tanto en una aportación al bujutsu en lugar de
ser meras repeticiones de sus antiguas teorías y prácticas, su posición dentro
de una corriente tradicional bien definida es, por implicación, inequívocamente
clara. Los únicos y, por supuesto, raros casos de una ruptura clara con esta
tradición tienen lugar cuando las premisas básicas del bujutsu como arte de
combate, como arte de guerra y subyugación violenta, son negadas y sus técnicas
transformadas en artes de pacificación e inofensiva neutralización.

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