Bujutsu III

De: “alexander ojosabiertos.org”
Fecha: Jue Nov 4, 2004 3:28 pm
Asunto: Bujutsu- El servidor militar:El samurai – Parte III xandersukey

El servidor militar: el samurai

Todos los servidores en el servicio del shogún, o estacionados en las provincias bajo el mando de los distintos daimio, formaban un «inmenso ejército permanente» . Desde el más humilde soldado de a pie autorizado a
llevar las daisho, hasta el guerrero de mayor graduación de las clases
superiores que podían montar a caballo, todos pertenecían a la misma clase
de guerreros, los buke, y se les conocía como hombres de guerra (bushi) o,
más comúnmente, como sirvientes (mononofu, wasarau). Después de 1869, eran
considerados como antiguos súbditos militares ( shizoku), pero en casi
todas partes se les designaba por el nombre chino que se ha hecho famoso en
muchas lenguas y que suele traducirse por «vasallo» (samurahi, samurai). En
su forma antigua, el título de «samurai» se había asignado (según Frederic)
a los líderes de clanes armados del norte y, en una forma ligeramente
modificada (goshozamurai), a los guerreros de clanes aristocráticos
pertenecientes a la corte imperial durante el período Muromachi. Contraído
fonéticamente para convertirse en «samurai», el término se extendió para
designar a todos los guerreros a quienes se permitía llevar la espada larga
y la espada corta (daisho) en el servicio de un señor, y era más específica
y correctamente traducido como «el que sirve».

Emergiendo de las brumas del siglo XI, estos samurai habían sido
testimonios (y con frecuencia habían ayudado a provocar) muchos cambios
portentosos en el clima y la estructura social de su país. Tal como hemos
observado al estudiar a los principales detentadores del poder en el Japón
antiguo y los instrumentos a través de los cuales aquel poder era
efectivamente ejercido, los guerreros organizados bajo los señores feudales
habían sido, en la época de Ieyasu, elevados a una posición de enorme
prestigio, estructurada y posicionada en categorías y rangos cuyo número e
importancia variaba según la posición de su señor en la jerarquía central o
provincial del buke, el tamaño y la riqueza del clan al que pertenecían, y
la función que se les hacía desempeñar dentro de su clan. La complejidad de
su composición profesional durante el período Tokugawa reflejaba el enorme
incremento de su número y el mayor grado de sofisticación profesional,
habiéndose extendido desde los puestos de guardia y los campos de batalla
hasta las circunscripciones administrativas de la vida social y política
del Japón. Esta complejidad tenía solamente un leve parecido con la
sencillez original de aquellos clanes militares que habían estado tan
estrechamente relacionados y dependientes de la tierra productiva del mio,
hasta el punto de resultar casi indistinguibles de los clanes de
campesinos. Los prototipos de esta antigua composición ciertamente
constituían todavía un factor en la mezcla social, aunque ocultado por el
aumento de divisiones y subdivisiones de rangos, prestigio, riqueza,
etcétera.

Los guerreros antes aparecían en pequeños grupos armados compuestos
principalmente por un líder, un cierto número de hombres a caballo y un
número adicional de guerreros a pie (zusa). Los últimos, en particular,
habían sido el sustrato vital de la clase y se habían hecho cada vez más
numerosos a medida que la inquietud política de los siglos XVI y XVII
Comenzó a ofrecer a muchos campesinos y -aunque en menor medida- a loS
habitantes de las ciudades la posibilidad de ascender social y
económicamente (Como hicieron en Europa loS soldados de fortuna),
haciéndose Con una posición en una clase en claro ascenso, o
enriqueciéndose Con los despojos de una era turbulenta. A estos guerreros
de a pie se les llegó a Conocer Como los luchadores de «piernas ágiles» (
ashigaru), y esta categoría de guerreros inferiores, que estaban
directamente expuestos a la ética de loS guerreros de clase superior a
quienes obedecían fielmente en tiempos de paz o seguían sin vacilación en
el fragor de la batalla, gradualmente desarrollaron la misma adhesión e
identificación Con loS buke Como sus señores. De entre sus filas aparecería
Hideyoshi, uno de loS mayores líderes feudales del Japón, que precedió a
Ieyasu Como dictador militar supremo (kampaku) sobre todo el país.

Los ashigaru iban seguidos, a su vez, por numerosos «pequeños
sirvientes» ( chugen, komono, arashiko) que desarrollaban todo tipo de
tareas domésticas e indignas que las categorías de guerreros superiores a
ellos rehusaban realizar, Con creciente regularidad.

Estas cohortes de guerreros y sus líderes podían recordar ahora
aquellos viejos tiempos ya pasados, cuando una cada vez más decadente e
impotente aristocracia en Kioto les arrojaba loS calificativos de
«bárbaros» y «rebeldes». Todos ellos habían sido denunciados en aquella
época Como «enemigos del estado» que «hacían un uso ilegal del poder y de
la autoridad, que formaban federaciones, practicaban diariamente técnicas
militares, se reunían y se entrenaban y adiestraban a sus caballos Con el
pretexto de la caza, amenazaban a los gobernadores de los distritos,
saqueaban a la población, violaban a las chicas jóvenes ya las novias,
robaban ganado y lo usaban para sus propios fines, perjudicando así el
trabajo en el campo» (Leonard, 55). Como tales, si eran capturados solos o
en «bandas armadas Con arcos y flechas», hubo un tiempo en que las
autoridades tenían instrucciones de «arrojarlos a la cárcel» como
«salteadores de caminos» Comunes.

En el período Tokugawa, sin embargo, de estos mismos samurai se
decía que habían exhibido todoS esos rasgos que les convertirían, según el
punto de vista elegido por el cronista, en objeto de una incuestionable
admiración (transformada Con frecuencia en un culto formal) o en objeto de
un desprecio y aborrecimiento absolutos solo mitigados en unos pocos casos
por lo lastimoso de su condición. Entre estos dos enfoques extremos de
evaluaci6n hist6rica de su papel -uno de los cuales les veía como
instrumentos brutales del poder diestramente manipulados por señores
ambiciosos, mientras que el otro les ensalzaba como la encarnaci6n de todas
las virtudes que un hombre podía esperar llegar a poseer- se ha dejado para
unos pocos observadores el punto de vista de que los samurai fueron el
tristemente molesto ejemplo de ese rígido condicionamiento al que las
circunstancias hist6ricas pueden someter al hombre si y cuando se desliza
hacia un compromiso sin reservas con cualquier dogma o credo, especialmente
uno que historiadores futuros, con la amplia ironía que proporciona la
perspectiva, revelarán como menos noble de lo que había parecido.

De hecho, es el compromiso sin reservas de los sirvientes lo que
les hace aparecer tanto como víctimas de la historia como sus
protagonistas, puesto que en general hacían honor a su deber hasta las
últimas consecuencias -incluso hasta el extremo de sacrificar sus vidas
siempre que la ocasi6n lo demandaba. Esta observaci6n pretende abarcar por
igual las características positivas y negativas de los samurai, dentro de
una perspectiva comparativamente equilibrada de su posici6n en la historia.
No obstante, no absuelve a sus líderes de una gran parte de responsabilidad
por el condicionamiento y el uso hecho de los samurai y sus habilidades a
lo largo de los siglos. Estos líderes son quienes han de cargar con la
mayor parte de la responsabilidad por los excesos de los buke, puesto que
ocupaban posiciones de gran poder donde las opciones para el bien y para el
mal a gran escala eran con frecuencia considerables y porque, en posiciones
de eminencia, había más oportunidades para estudiar, observar y por tanto
sacar conclusiones cuyo imperativo ético debe haber sido persistente,
aunque haya sido ampliamente ignorado.

Tal como denota la traducci6n específica del término «samurai»,
tales guerreros eran hombres que servían a un señor; por tanto, la
principal funci6n que se les requería llevar a cabo profesionalmente era la
de cumplir todas y cada una de las 6rdenes dictadas por aquellos superiores
a los cuales habían comprometido su lealtad y la de sus familias. Esta
obligaci6n vinculaba directamente a cada sirviente con el líder que había
elegido o heredado como su señor y que había aceptado su juramento de
lealtad y servicio. La relación entre el sirviente y su señor en los
tiempos feudales eran tan fuerte y excluyente que en realidad demostr6 ser
un obstáculo para la continuaci6n del desarrollo de la clase militar,
puesto que cuando los diversos líderes luchaban entre sí (como hicieron
durante siglos), sus cohortes de guerreros, la mayoría de las veces, les
seguían sin vacilación en una batalla aniquiladora tras otra, hasta que al
final los Tokugawa, mediante ingeniosas y astutas alianzas, y la aplicación
efectiva del poderío militar, lograron unir a todos los clanes bajo su
soberanía. Este vínculo entre servidor y señor constituyó también un serio
obstáculo para la unidad nacional tras la restauración de 1868, cuando se
hizo necesario transferir el vínculo de lealtad del líder del clan al jefe
de la familia nacional japonesa, el emperador. Esta transferencia de
lealtad necesitó una intensa fase de reeducación que fue,
comprensiblemente, turbulenta y marcada por enfrentamientos armados entre
los servidores conservadores de los clanes tradicionales y los de las
fuerzas progresistas del emperador, que representaban al «nuevo» Japón.

El guerrero de los tiempos feudales prometía su lealtad en una ceremonia
cuyos ritos procedían de la religión indígena del Japón, el Sintoísmo, con
su énfasis en el culto a los antepasados. Gaspar Vilella, S. J. (1525-1572)
escribió que la promesa era inscrita en un pergamino (kishomon) con un
pincel humedecido con la propia sangre del guerrero (keppan), y luego era
quemado ante los dioses venerados por este clan concreto, disolviéndose las
cenizas en un líquido para ingerirlas después. La promesa, naturalmente,
era debidamente inscrita en los documentos del clan, y el sirviente, su
familia y aquellos que dependían de ellos quedaban totalmente identificados
con su señor, cuyos deseos y anhelos pasaban a ser, desde aquel momento,
los suyos. Tan completo era el vínculo así establecido que cuando un señor
moría (incluso por causas naturales) muchos de sus servidores se quitaban
la vida a fin de seguirle en la muerte tal como le habían seguido en la
vida. Este tipo de auto inmolación se llamaba junshi, y con frecuencia
dejaba diezmado a un clan por la pérdida de muchos de sus más valientes
vasallos. De hecho, esta práctica se hizo tan común que tuvo que ser
prohibida por ley, y la prohibición fue impuesta mediante la aplicación de
duros castigos a la familia del servidor si éste desafiaba la ley. y muchos
señores, a fin de salvaguardar a su propia familia, tenían que prohibir
explícitamente a sus servidores que cometiesen un suicidio en masa cuando
fuese a morir.

Esta costumbre, sin embargo, aunque se hizo menos común, nunca
desapa- reció del todo. Uno de los episodios más famosos de la literatura
japonesa que se ocupa del período feudal es el del suicidio en masa de los
cuarenta y siete ronin tras haber vengado a su señor. El caso moderno más
notable puede muy bien ser el del conde Maresuke Nogi (1849-1912), el gran
general que tomó Port Arthur a Rusia en 1905, perdiendo dos hijos
impávidamente en la guerra ruso-japonesa: cometió un suicidio ritual a la
muerte del emperador Meiji, y su esposa siguió a su señor como él había
seguido al suyo.

En batalla, el servidor luchaba bajo las órdenes directas de su
superior, las cumplía y protegía cualquier intento de retirada; si su
superior decidía huir de la captura mediante un suicido ritual, el
sirviente actuaba como su segundo (kaishaku), con la obligación de acortar
la agonía de una herida mortal auto infligida cortando la cabeza del hombre
agonizante con un solo golpe de espada. Por lo general, el sirviente huía
con la cabeza de su señor para impedir que los enemigos la convirtiesen en
un trofeo de guerra, según las costumbres militares de la época.
Frecuentemente, sin embargo, el sirviente permitía que su señor escapase a
la captura poniéndose la armadura de su señor y huyendo al galope,
atrayendo al enemigo lejos de su señor; o un servidor disfrazado como su
señor dejaba que le cortaran la cabeza y que otro sirviente se la llevase
arrastrándola, lo cual provocaba con toda probabilidad que el enemigo le
persiguiese a él, mientras su señor se escapaba.

Si su señor le daba la orden de luchar hasta las últimas
consecuencias, el sirviente lo hacía; 0, si se lo permitía, podía elegir
seguir la antigua costumbre de aquellas tribus marciales cuyos miembros
nunca se dejaban capturar voluntariamente. Desde tiempos inmemoriales, los
guerreros japoneses habían exhibido siempre una clara preferencia por la
muerte antes que la captura.

En sus estudios de la cultura japonesa, Joao Rodríguez, S. J. (1561-1634)
observó cómo los guerreros de un señor rodeado, cuando estaban a punto de
ser arrollados por el enemigo, asesinaban a sus mujeres e hijos, prendían
fuego hasta a su última fortaleza y luego se quitaban la vida. Las
excepciones a esta práctica se debían generalmente a una promesa especial
para salvar la progenie del señor condenado con la intención de una futura
venganza. La costumbre ha sido explicada por los historiadores como el
resultado directo del concepto tradicional de responsabilidad de las masas
que no eximía a nadie del clan de las consecuencias de las decisiones o
acciones de su líder. Es concebible que la difundida práctica de exterminar
no sólo individuos, sino también a todo su clan, puede haber ayudado a
estimular la costumbre de adelantar tal fin quitándose la propia vida,
convirtiéndolo en un privilegio extendido a todos los miembros de la clase
guerrera. Era práctica común, por ejemplo, que, cuando un guerrero en el
campo de batalla comprendía la futilidad de sus esfuerzos, se retirase a un
bosquecillo cercano o algún otro lugar aislado y se quitase la vida
mientras sus enemigos esperaban, frecuentemente ayudándole en el ritual.

En la Europa feudal, el problema de qué hacer con los prisioneros
había evolucionado en una institución del arte de la guerra que en épocas
sucesivas se intentó refinar todavía más bajo la influencia civilizadora de
leyes y costumbres recíprocas que regulaban los conflictos armados entre
naciones. Las leyes internacionales, por ejemplo, puede decirse que
encarnan la más alta expresión de esta interpretación del conflicto que
había sido compartida por los griegos y los romanos durante la época
clásica de ambas culturas mediterráneas y que incluso el Islam, siglos más
tarde, llegó a aceptar .
Posteriormente se promulgaron disposiciones, reconociéndolas como
vinculantes, relativas al estatus y al tratamiento de los prisioneros de
guerra, que quedaban así protegidos, hasta cierto punto, de los peligros
intrínsecos en la posición de un militar que los avatares de la guerra, y
no necesariamente la cobardía, le habían puesto a merced de sus enemigos.
Según ciertos investigadores con quienes los autores tienden a estar de
acuerdo, tal evolución en el arte de la guerra fue posible en Europa debido
a la gran escala ya la mutua implicación que forzaron a casi todas las
naciones a adoptar conceptos supranacionales del arte de la guerra.

Japón, por otro lado, con su persistente y prolongado aislamiento
de la comunidad internacional, no había estado expuesto a tales ideas ni
las había desarrollado independientemente. Las costumbres feudales de los
clanes y los conceptos sobre la responsabilidad colectiva de la unidad
social persistieron en el Japón moderno en un grado muy superior que en
Europa o incluso en Asia. La preservación de la tradición militar fue
también responsable, en gran medida, de la continua aversión a la captura y
al consecuente desprecio por los prisioneros, que fue un factor tan
destacado en el comportamiento japonés durante los siglos XIX y xx. También
se observa que mientras la actitud japonesa hacia los prisioneros de guerra
extranjeros era de un singular desprecio, sus propias reacciones cuando
eran capturados oscilaban desde extremos de absoluta desesperación (que
generalmente preludiaban su auto inmolación) hasta una extraña forma de
alivio fatalista con frecuencia transformado en una plena cooperación con
sus captores, que, si no era autorizada por un superior inmediato, será
explicada por los investigadores como consecuencia de la resignación ante
la desgracia y, por consiguiente, ante cualquier envilecimiento.

Episodios modernos extraídos de los archivos de la Segunda Guerra Mundial
proporcionan ejemplos sorprendentes de las reacciones de los militares
japoneses (así como de gran número de civiles japoneses) cuando se
enfrentaban con la posibilidad de ser capturados. Del ejercicio durante
siglos del hara-kiri por numerosos comandantes que usaron sus espadas para
hacer el tradicional primer corte antes de que se les disparase a la cabeza
o de ser decapitados por sus lugartenientes, hasta los menos ritualizados
suicidios de oficiales de menor rango después de haber decapitado a sus
propios soldados; desde los suicidios individuales de soldados que
apretaban granadas contra sus cuerpos o las ponían en equilibrio sobre sus
cabezas, volviendo a poner cuidadosamente sus gorras antes de la explosión,
hasta los suicidios masivos de soldados y civiles japoneses: la orgía de
autodestrucción fue una destacada característica del comportamiento japonés
cuando se enfrentaban con la derrota y la perspectiva de la captura.

Esta orgía, repugnante para las tropas occidentales, «que eran
impotentes para detenerla», alcanzó proporciones trágicas en Marpi Point en
Saipan, donde se decía que se expresó «el horror del Bushido» , pero que se
manifestó en todas partes, desde las islas del Pacífico hasta China, Corea
e incluso las propias islas del Japón, donde continuó durante meses después
de que la derrota del Japón fuese reconocida formalmente por el emperador.
Contrastando con las directivas occidentales relativas a una rendición
honorable, la «ética de batalla» de los japoneses ordenaba a todos los
soldados «no sufrir la desgracia de ser capturados vivos» . De hecho,
cualquier condición de rendición ofrecida por un enemigo, aunque tuviera la
intención de evitar un inútil derramamiento de sangre, era considerada por
la mayoría de los comandantes japoneses como un insulto, cuando no
simplemente una idea divertida. «¿Cómo puede rendirse un samurai? Un
samurai lo único que puede hacer es acabar con su propia vida», era la
respuesta usual .

El cuerpo entero de la ética militar japonesa, en efecto, había
sido heredado del Japón feudal, donde el vínculo de servicio y lealtad
entre un servidor y su señor era tan absoluto que cualquier ataque sobre el
último era, de hecho, un ataque contra el primero, el cual estaba obligado
por su honor a vengar la afrenta. Todas las culturas de clan contienen el
concepto de venganza institucionalizada, la vendetta oficial que, en la
cultura militar de los Tokugawa, se convirtió en un ritual con normas y
procedimientos minuciosamente detalla- dos. El guerrero cuyo señor hubiese
sido, o se considerase, víctima de algún tipo de ofensa, desde una
insignificante cuestión de procedimiento hasta un insulto verbal, desde un
intento de asesinato hasta un verdadero asesinato, asumía la obligación de
vengar a su señor aunque para ello debiera esperar años. Esta obligación
era particularmente vinculante cuando el señor de un sirviente había sido
asesinado o forzado a quitarse la vida.

El antiguo precepto confuciano de que nadie debe estar dispuesto a vivir
bajo el mismo cielo que el asesino de su padre era interpretado por la ley
y las costumbres japonesas en favor del propio señor, quien, como jefe del
clan, era el padre de todos. Fracasar en este contexto podía conllevar la
deshonra más absoluta, «puesto que el hombre que se vengaba a sí mismo no
sólo era considerado como un hombre de honor, sino que, además, el hombre
que era lo bastante débil como para no intentar matar al asesino de su
padre o su señor, era obligado a huir y esconderse; desde aquel día, era
despreciado por sus propios compañeros». La venganza (katakí-uchí) se
consideraba completa según el ritual cuando la cabeza del enemigo era
puesta a los pies del señor o, si había muerto, sobre su tumba.

Como hombre de guerra (bushí), el sirviente generalmente debía
estar preparado para servir a su maestro sobre todo en su faceta como
guerrero. Esta obligación podía desempeñarse de modo absoluto sólo si no
tenía reservas de ningún tipo sobre la posibilidad de afrontar los peligros
intrínsecos en el uso profesional de las armas. Toda su filosofía, en
consecuencia, giraba alrededor del concepto de desprecio absoluto por su
propia seguridad, incluso por su propia vida, que, por juramento, había
puesto sin reservas a disposición de su señor .

Su código de honor (Bushido) y todos los clásicos relacionados con
él ponían énfasis en la cuestión de no detenerse nunca a ponderar la
naturaleza, trascendencia y efectos de la orden de un superior. El
Hagakure, un documen- to (escrito a comienzos del siglo XVIII) de las
palabras de Yamamoto Tsunetomo, sirviente militar del clan Nabeshima, era
muy específico en este aspecto y advertía a los guerreros que cumpliesen
todas las órdenes inmediatamente, ya que el pensar en ellas podía
acobardarlos o inhibir su acción de algún modo. Los comentarios adjuntos a
este clásico militar era también explícitos en lo referente a la
eliminación del pensamiento y de la discriminación mental del proceso de
reacción y de obediencia ante una orden. Cuando el tercer shogún del clan
Tokugawa, Iemitsu, consultó a sirvientes a cargo de la formación de
guerreros del clan Kii respecto a la esencia de las estrategias que tenían
éxito, su respuesta fue de una sencillez pragmática no superada en ninguna
otra cultura militar: «Nunca hay que reflexionar!» La decisión, al fin y al
cabo, ya ha sido tomada en otro lugar, por otros. Su tarea era obedecer.
Esta respuesta, naturalmente, «agradó a Iemitsu» .

Con el fin de permitir al guerrero superar cualquier bloqueo mental
precipitado por el temor natural del hombre a la muerte, debía ser
entrenado para que pensase en sí mismo como un hombre cuya vida no era suya
-un tema recurrente en la tradición y la literatura japonesas donde al
samurai se le representa frecuentemente como una figura trágica atrapada en
la red de un culto ciego de la muerte al que se adhiere fielmente, sin
importarle las consecuencias.
El mismo Hagakure establecía con mucha claridad que el código del guerrero,
el famoso Bushido, era ciertamente un código de la muerte. De aquí que el
guerrero debía estar siempre preparado para un súbito y violento final. Su
vida entera como guerrero al servicio de un líder militar era, de hecho, un
constante recordatorio de esto. «No hay ninguna nación en el mundo»,
escribió Francesco Carletti en el siglo XVI, «que tema menos a la muerte» .
Este condicionamiento, que hizo famoso en todo el mundo el desprecio del
guerrero japonés por la muerte, se iniciaba en la infancia. El niño de un
hogar militar era expuesto al frío en invierno y se esperaba de él que
soportara el calor del verano sin quejarse; con frecuencia era enviado a
cumplir difíciles recados que eran prolongados a propósito.

Su temor a la muerte ya lo sobrenatural (temor al que todas las clases del
Japón estaban inclinadas en la era feudal) se reducía sustancialmente, nos
dice Nitobe, enviándole a lugares tan misteriosos como cementerios y puntos
de ejecución por la noche, incluso de muy joven, a fin de familiarizarlo y,
en su momento, acostumbrarlo a esta escalofriante sensación que suele
producir la presencia de la muerte. El dolor físico tenía que soportarse
sin delatar la más leve emoción, y el condicionamiento del joven guerrero
alcanzaba su apoteosis en un cuidadoso entrenamiento destinado a prepararle
para la ceremonia de su autodestrucción, esta ritualizada forma de suicidio
conocida generalmente como harakiri ( «corte en el abdomen» ) o seppuku
(una versión más refinada del signo japonés que expresa la misma idea).

El suicidio ritualizado, considerado como la manifestación más alta
de dominio sobre el propio destino y de impávido coraje frente a la muerte,
era un privilegio a los ojos de un guerrero japonés. Comenzó como un simple
acto de auto aniquilación solitaria en el campo de batalla, ejecutado para
escapar a la captura o la destrucción a manos del enemigo. Con el tiempo
llegó a ser una ceremonia que sólo podían ejecutar legítimamente miembros
del buke y según unas reglas de etiqueta descritas minuciosamente, incluida
la presencia de un ayudante y de un testigo que evidenciaba la naturaleza
más social que privada de la ceremonia.
Las razones para cometer el suicido ritual, antes tan directa- mente
asociado con el deseo de mantener un completo dominio sobre el propio
destino hasta el mismo final o el deseo de seguir al propio señor en la
muerte, se diluyó algo en las épocas de relativa paz que siguieron al
ascenso al poder de los Tokugawa. Entre las principales formas voluntarias
de suicidio ritual, por ejemplo, los clásicos militares de esa era
mencionan las resultantes de un sentimiento de culpabilidad por la propia
incapacidad, por un comportamiento imprudente o temerario, o por no cumplir
con el deber hacia un superior. Esta forma de suicidio era conocida como
sokotsu-shi.

Otra razón para cometer suicidio emergía de la furia o de la enemistad
(munen-bara, funshi) que no se podían descargar contra su causa. El
guerrero podía también elegir matarse como una forma de protesta o de
mostrar indignación ante un tratamiento injusto por parte de su señor o
para hacerle reconsiderar una cierta decisión. A esta forma se le llamaba
kanshi. Entre las principales formas involuntarias o impuestas de suicidio
ritual, los mismos clásicos relacionan aquellas resultantes de la comisión
de un crimen que el guerrero podía expiar tomando una parte activa en su
propio castigo, de acuerdo con las leyes reguladoras de su estatus especial
en la sociedad. También se relacionan formas resultantes de la orden de un
señor cuando las acciones de un sirviente podían haberle resultado
turbadoras o cuando el señor deseaba absolver a su sirviente (o a sí mismo)
de una cierta responsabilidad.

En la práctica, el suicidio ritual en la dimensión militar se
ejecutaba usando una hoja especial para hacer un corte en la parte del
cuerpo considerada como el asiento de la vida del hombre y la fuente de su
poder: su bajo vientre (hara).

Usando su corta espada (wakizashi) en el campo de batalla durante
períodos anteriores y luego, en siglos posteriores, un cuchillo especial
cuyo tamaño, forma y decoración variarían según las circunstancias del
procedimiento, efectuaría un corte horizontal desde el lado izquierdo al
derecho de su abdomen y luego, si sus fuerzas lo permitían, otro corte
hacia arriba, bien prolongando el primer corte o bien iniciando uno nuevo
desde el medio del primero llevándolo hacia arriba en dirección a su
garganta. Originalmente, el objetivo del primer corte horizontal con una
hoja larga era cortar los centros nerviosos de la columna vertebral. El
segundo corte conseguía lo primero, dirigiéndolo hacia la aorta.

Puesto que no siempre era posible asegurar una muerte rápida
mediante estos complicados cortes, la ayuda de otra persona en este acto se
convirtió en costumbre. Este hombre era generalmente un camarada de armas,
un amigo del mismo rango o un sirviente de un rango inferior (cuando no un
funcionario designado por las autoridades). Su deber, tal como se ha
explicado antes, era decapitar al futuro suicida una vez éste hubiese
completado los cortes rituales y ofrecido su cuello. Cuando los tiempos de
desórdenes se calmaron y la sencillez marcial y fuerza primitiva de las
costumbres antiguas dieron paso a una sofisticación ya un énfasis estéril
sobre las apariencias del procedimiento, el papel de este asistente
adquirió cada vez un carácter más fundamental, hasta que en verdad llegó a
parecer un verdugo formal -muchas veces ni siquiera esperando el primer
corte voluntario antes de separar de su cuerpo la cabeza del desdichado.

Cualquier hombre tan profundamente familiarizado y reconciliado con
la idea de su propia destrucción como lo era el bushi se habría convertido
en un combatiente extremadamente peligroso que con frecuencia necesitaba
ser contenido para que no desperdiciase su vida descuidadamente en combate.
Ante la promulgación de una orden por su superior directo, cualquier bushi
digno de ese nombre respondía sin un momento de vacilación. Puesto que su
absoluta y concentrada dedicación solía verse igualada por la de su
oponente, los combates resultantes acababan frecuentemente en el asesinato
mutuo. En batallas a gran escala, por tanto, un maestro se veía forzado
frecuentemente a valerse decididamente no tanto del valor de sus servidores
individuales sino más bien de su número o, en casos excepcionales, de su
propia perspicacia estratégica -un área en la que, tal como hemos visto
antes, pocos de estos líderes parecen haber destacado.

La impaciencia con la que el guerrero profundamente condicionado
del período feudal inicial entraba en combate era proverbial. En tiempos de
paz, y particularmente durante el largo período Tokugawa, esta impaciencia
se hacía patente en gratuitas muestras de desprecio y desdeño por todas las
otras clases con cualquier pretexto, así como en una tendencia histérica a
reaccionar con exceso a muestras incluso imaginadas de «falta de respeto»,
cuando no se convertían en simples homicidas.
Estas cualidades degenerativas estaban claramente relacionadas con la
futilidad e inutilidad general de la existencia de los samurai conforme se
fueron volviendo más parásitos durante aquellos períodos de paz prolongada
en que imperaba un sentimiento de resentimiento y desprecio hacia ellos por
parte de las masas oprimidas» (es decir, por parte de todas las demás
clases) tras sus máscaras de forzado servilismo. «Sacerdotes y guerreros:
perros y animales (shukke, samurai: inu-chikusho), según nos cuenta
Norman, era un «refrán popular», aplicado con bastante frecuencia a «estos
tipos vagos y glotones» durante el período Tokugawa.

El servilismo de un criado hacia sus superiores inmediatos dentro de la
jerarquía del clan contrastaba vivamente con su arrogancia e jndisimulado
desprecio por aquellos plebeyos a los que, según el artículo 71 del código
criniinal (Osadamega- ki), tenían la libertad e incluso el deber de abatir
en el mismo lugar en que se hallasen (kirisutegomen), con independencia del
sexo o la edad, si mostraban un comportamiento hacia él que el samurai
considerase irrespetuoso o incluso «inesperado». Su estatus privilegiado en
la sociedad como un todo, sin embargo, no podía ocultar totalmente el hecho
de que también ellos se encontraban atrapados en un sistema que les oprimía
casi con la misma fuerza que a los demás. Dado que los guerreros «estaban
sometidos a un elaborado y no escrito código de ceremonias, su libertad de
pensamiento y acción se hallaba extremadamente liniitada. No se les
perniitía pensar libremente, ni actuar de acuerdo con su propia voluntad» .

El estatus de un guerrero dentro del clan en que nació o en el clan al que
era asignado por un superior legítimo solía ser inmutable. Sólo
circunstancias excepcionales podían liberarle de este vínculo de lealtad y
convertirle en un guerrero sin señor (ronin). Las antiguas ordenanzas
promulgadas por Hideyos- hi limitando cualquier cambio en el estatus y
residencia de un sirviente fueron reforzadas todavía más por Ieyasu.
Cualquier guerrero que cortase sus vínculos con su clan sin permiso podía
no ser aceptado en las filas de ningún otro clan. Además, los líderes de
todos los demás clanes estaban obligados por la ley a devolver a dicho
criado a su antiguo señor o a responder ante las autoridades militares por
incumplimiento de la ley. Si un sirviente intentaba ocultarse entre los
campesinos, el sistema de responsabilidad colectiva ( gonin- gumi)
acarrearía la desgracia sobre toda la ciudad o pueblo si se descubría el
subterfugio.

Por tanto, con independencia de a donde se dirigiese, el sirviente
se encontraría con el camino cerrado, con lo cual era casi completamente
seguro que se adheriría ferozmente a la posición que le habían asignado
dentro del orden social.

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