Bujutsu II

De: alexander ojosabiertos.org
Fecha: Mié Nov 3, 2004 2:06 pm
Asunto: Bujutsu- Control y Poder – Parte II xandersukey

CONTROL y PODER

La base

¿Qué utilidad tenía una afilada y bien equilibrada katana, o un intrincado y técnicamente elaborado método de empleo de la misma en combate, si el bujín -y, en particular, el bushi que tenía que estar preparado para enfrentase cada día con la muerte- no había desarrollado también una plataforma interior estable de control mental a partir del cual actuar o reaccionar según las circunstancias de un encuentro? La relación entre esta condición de estabilidad mental -que le permitía al experto de bujutsu evaluar una situación rápida y fríamente, decidiendo al mismo tiempo el curso de acción adecuado- y una ejecución coherente y poderosa de esa decisión había sido percibida por casi todos los instructores de artes marciales de Japón.

Los sensei más destacados, en efecto, enseñaban que ningún método, cualquiera
que fuese su mérito aparente, tenía ningún valor real a menos que ayudase a
desarrollar el carácter del hombre de un modo que le convirtiese en maestro de
su arma y así en verdaderamente poderoso en su uso.

Estos maestros buscaban continuamente medios de inculcar en sus pupilos una
actitud mental particular, siempre tranquila y equilibrada, que aseguraría esa
elevada claridad de percepción que consideraban como la única base apropiada
para tomar decisiones acertadas. Así se buscaban activamente «medios» o
disciplinas que pusiesen énfasis en el entrenamiento de la mente en un esfuerzo
por garantizar ese necesario control del yo interior que era el prerrequisito
para cualquier control sobre un oponente y sobre las circunstancias del
combate. Para este fin, muchos maestros prestaban cada vez mayor atención a las
antiguas teorías de iluminación que, en sus interpretaciones religiosas o
filosóficas, habían ayudado al hombre a entender mejor su realidad, de modo que
pudiese enfrentarse más eficientemente a sus complejidades. Con el tiempo,
muchos de los discípulos y los ejercicios que los partidarios de estas teorías
habían desarrollado fueron adaptados a las exigencias particulares de los
bujin.

Al final, dos de estos conceptos se convirtieron en la piedra angular de todos
los entrenamientos del nivel más alto de todas las artes marciales: el concepto
del «centro» (hara) y el concepto de «energía intrínseca» (ki), ambos
contenidos, en una u otra forma, en todos los sistemas orientales importantes
de pensamiento, desde la metafísica de la India y el Tíbet hasta las
cosmogonías de China, Corea y Japón, y que en realidad habían emergido a partir
de formulaciones animistas anteriores de estas creencias religiosas.

Estos dos conceptos (generalmente extraídos de varias propuestas
religiosas, filosóficas o eugenésicas con las cuales han estado vinculadas
durante su larga historia) formaron el núcleo de una teoría de «centralización»
(haragei), que los maestros de bujutsu adaptaron astutamente al bujutsu para el
desarrollo y estabilización de esta inquebrantablemente «valerosa» personalidad
considerada como el sello de los bushi (en realidad, característica de todos los
expertos de bujutsu, cualquiera que fuese su afiliación de clase). ¿Lo lograron?
Hay evidencias que indican que, en términos militares, lo lograron. La fama del
guerrero japonés en el mundo antiguo era aparentemente bien merecida. Su
impasividad en la batalla, su absoluta dedicación y determinación en el
cumplimiento de las órdenes de un superior legítimo, su coraje y disposición a
sacrificarse sin un momento de vacilación y, por supuesto, la potencia, la
fuerza de sus acciones en combate; todas estas cualidades llegaron a ser bien
conocidas y, en ciertos cuarteles del continente asiático así como del Japón,
muy temidas.
Así la palabra samurai comenzó a identificarse no sólo con las cualidades
positivas de un militar profesional al enfrentarse con un enemigo, sino también
con otras menos admirables: el fanatismo y el ultra nacionalismo que, impidiendo
al samurai comprometido ver dimensiones más diversificadas de la existencia, en
ocasiones le reducían al sangriento papel de una estúpida máquina de combate.

Si queremos entender cómo se desarrollaron estas cualidades internas de
la personalidad de los bujín, debemos estudiar, aunque sea brevemente, los dos
conceptos básicos sobre los que se basa esa personalidad, es decir, el concepto
del centro y el de la energía intrínseca, tal como aparecen dentro de las
dimensiones culturales de Asia en general, antes de examinar las formas en que
los maestros de bujutsu en Japón los interpretaron y adaptaron a los propósitos
específicos de sus métodos individuales de combate.

Concepto del centro

El concepto del centro (hara) es antiguo, complejo y, en gran parte del
material disponible, excesivamente abstruso. Su principal tesis, uniformemente
consistente desde una plataforma de observación apartada y sistemática, está
dispersa por todas las doctrinas importantes del pensamiento filosófico y
religioso de Asia, donde es contemplada, elaborada y empleada desde ángulos y
perspectivas especializados, así como muy variables. Sus dimensiones van desde
lo cósmico 0 universal hasta la realidad particular 0 individual del hombre; la
última comprendiéndolo como un complejo y delicado equilibrio de componentes o
factores físicos, funcionales, mentales, espirituales y mora- les. En
consecuencia, en esta sección intentaremos perfilar sus dimensiones más
importantes, sus características y el sistema que hay detrás suyo con el
suficiente detalle como para explicar la influencia del concepto sobre el
bujutsu, dejando para otro libro la tarea de reflexionar sobre sus
complejidades.

La teoría o idea de un centro comienza con la observación de la realidad
caótica del hombre, su confusión, sus penas. Ello se atribuye a su ignorancia,
que le convierte en presa fácil de fenómenos no esenciales, de «sombras» que,
eventualmente, le vuelven contra sí mismo, contra su prójimo, contra el mundo.
En un esfuerzo por contrarrestar los efectos de la mortífera y esclavizadora
dependencia del hombre de la múltiple y confusa variedad de los fenómenos
existenciales, los hombre sabios de Asia han tratado de percibir la sustancia o
centro esencial de la existencia -el centro donde los muchos se convierten en
uno, el caos se convierte en orden, lo particular en universal, la muerte 0 la
inmovilidad en vida o movimiento, la aturdida y dolida ceguera en tranquila
claridad, lo incomprensible en comprensible.

Este centro puede hallarse en cualquier lugar y en cualquier cosa: en el
cosmos, en la naturaleza, en todas las formas de vida -en el hombre y en sus
creaciones. Puede calificarse como verdadero si comprende y equilibra la entera
realidad del hombre y armoniza todos sus aspectos y elementos, y falso cuando
sólo pone énfasis en algunos de ellos con la exclusión simultánea de los demás.
Según las formas asiáticas de pensamiento, el verdadero centro del hombre
encontró su primera expresión física en el bajo abdomen. La palabra japonesa
hara, en efecto, se traduce literalmente como «vientre», y en la versión
japonesa de la teoría que resuena en toda Asia, esta área es el Centro de la
vida y de la muerte, el centro de la consolidación (inmanente) y de desarrollo
(trascendente) de la entera personalidad del hombre. Esto es cierto en todos
los niveles de su existencia, comenzando por lo físico, progresando después
hacia arriba a través de lo funcional hasta las dimensiones mentales y
espirituales. En China al centro se le llamaba tan t’ien.

Existe un culto del centro en Japón (y en gran parte de Asia) y un arte
(haragei) que es su núcleo. Todas las doctrinas importantes de iluminación en
Oriente hacen referencia a este centro y se basan en él para la consecución de
sus objetivos finales. En la personalidad individual, por ejemplo, la doctrina
del budismo hace referencia a la centralización en la parte inferior del
abdomen como una técnica de integración mental que puede ayudar al hombre a
descubrirse a sí mismo mediante la introspección y la meditación.

Pero el hara individual es sólo la primera expresión del centro. La segunda
expresión (sin la cual la primera es considerada como inútil y falsa) es el
centro social de la realidad del hombre: el centro donde encuentra y es
encontrado por sus semejantes. Este centro expansionado se localiza en un punto
extremadamente elusivo de la armonía hallado sólo cuando dos o más seres humanos
se encuentran y cooperan para su recíproco bienestar. Este aspecto social del
centro se convirtió en la piedra angular de la doctrina comprendiendo al hombre
ya sus semejantes (social), y alcanza la dimensión cósmica de la centralización
en un punto de integración, equilibrio y armonía máximos de la humanidad con el
orden natural en la tierra y en el universo en general. Este punto era el
teorema principal del taoísmo antiguo, la base de su culto de simplicidad y
espontaneidad natural.

El verdadero centro, tal como hemos dicho antes, era el producto de una
lograda fusión de estos diversos centros que sólo eran diferentes en apariencia
(es decir, diferían en la forma y en la manifestación exterior), pero que eran
intrínsecamente idénticos en su sustancia última. La primera característica de
una fusión satisfactoria era la armonía, la paz y la satisfacción -consigo
mismo, con el (o los demás) y con la realidad como un todo.

Todos los demás centros menores (tales como el prestigio, el poder, la
violencia, la jerarquía, los símbolos, etc.) eran falsos y dolorosamente
limita- dos, en ocasiones aparentemente necesarios pero, a largo plazo,
accesorios inútiles que el hombre se ve obligado a inventar ya emplear
interminablemente a fin de sobrevivir y continuar, aunque sea de forma
vacilante. En Asia, durante siglos, un hombre no adecuadamente centralizado en
la parte inferior del abdomen era considerado (al igual que en Japón
actualmente) físicamente desequilibrado, funcionalmente descoordinado y
mentalmente preocupado con la tensión y la precariedad de la existencia.
Cargado con estos desventajas, era presa fácil ante cualquier fenómeno efímero
que cruce su campo de visión o de percepción, que puede tratar de usar para
conseguir algún tipo de estabilidad (aunque fuese ilusoria), o que pueda
contemplar como otra oscura pesadilla.

Hablando socialmente, un hombre que no había descubierto su centro
individual de integración y desarrollo equilibrado en un punto de inclusión con
(no exclusión de) sus semejantes estaba continuamente en guerra con su prójimo.
Ambos, al fin y al cabo, era sustancialmente de la misma esencia, en realidad
reflejos el uno del otro; ambos eran expresiones de vida y no de seres o cosas
mutuamente extraños, ni objetos para usar, dañar o destruir. Dentro de este
contexto, un hombre que no se hubiese identificado con el centro del orden
natural, y que no hubiese aprendido a respetar ya mejorar sus leyes de
composición y funcionalidad, estaba automáticamente en guerra con ello.
Curiosamente, por la ley de la exclusión recíproca, se convertía también en la
víctima de toda la falta de armonía que infligía sobre un orden que, debemos
recordar, le contenía y le mantenía.

Por fácil que pudiera haber sido para un hombre adoptar un centro falso
debido a una tendencia natural a verse superado por la fantasmagoría de
fenómenos, para él era igual de difícil descubrir el verdadero centro, y si era
lo bastante afortunado como para encontrarlo, todavía le resultaba más difícil
desarrollarlo y mantenerlo. En consecuencia, los hombres sabios de Asia idearon
innumerables métodos para conseguir, desarrollar y mantener una posición de
equilibrio integrador y armonioso entre los aspectos opuestos de la realidad
humana.

Esta búsqueda de la centralización ha sido una preocupación fundamental
de todas las culturas asiáticas, y aquí encontramos (tanto en contenido como en
tipo o estilo de disciplina) la más diversa colección de métodos imaginables
para alcanzar este fin, que van desde las disciplinas especializadas de
desarrollo intelectual predominantes en las comunidades escolásticas chinas y
tibetanas, hasta las igualmente (o incluso más) introspectivas pero
notablemente más metafísicas o animísticas disciplinas indias de desarrollo
místico e intuitivo. En cada uno de los métodos, el propósito era el mismo, es
decir, la liberación del yugo de la existencia mediante el desarrollo de una
posición de independencia centralizada a partir de la cual percibir, entender y
mejorar la realidad con la mayor claridad y precisión posibles. Entre los varios
ejercicios ideados y practicados durante años, han predominado los de silencio y
meditación o concentración, y todavía se practican actualmente en toda Asia. En
Japón, sacerdotes y monjes, artistas y hombres de letras, profesionales y
líderes políticos practican periódicamente estos ejercicios en casa o en
retiros adecuados, tratando de redefinirse y reintegrarse ellos mismos en el
hara a fin de poder vivir con mayor plenitud las funciones que tienen asignadas
en la sociedad humana.

Concepto de energía intrínseca

No obstante, el elemento que ejerció mayor influencia sobre la doctrina
del bujutsu fue el descubrimiento de que las disciplinas de introspección
usadas para lograr la centralización en el hara parecían coordinar los diversos
factores de la personalidad del hombre de un modo que desbloqueaba la fuente de
una extraña forma de energía. Esta energía, además, parecía ser distinta, o al
menos mucho más general y global tanto en sustancia como en intensidad, que el
tipo común de energía generalmente asociado con la sola producci6n del sistema
muscular del hombre.
Generalmente se creía que esta poderosa fuente de energía podía explotarse s6lo
si el hombre había estabilizado esa posici6n de centralizaci6n interior en el
hara, que así se entendería no simplemente como un centro inmanente de ser, de
consolidaci6n, de independencia coordinada, sino también como un centro
trascendente de conversi6n, de desarrollo y transformaci6n. El culto del hara,
tal como muchos hombres sabios de Asia habían enseñado, no debía contemplarse
puramente como un fin en sí mismo (aunque en muchas doctrinas de contemplación,
el principal objetivo era meramente eliminar el yo de la fantasmagórica
turbulencia de la realidad). Debía contemplarse, principalmente, como un medio
de lograr algo más allá del desprendimiento, es decir, como un método de
activación del proceso de la evolución del hombre y de implicación positiva y
creativa en esa turbulencia que había pretendido, por su propia naturaleza,
comprender y controlar, que debía comprender y controlar si quería sobrevivir y
progresar.

Este aspecto activo del hara desplaza la atención puesta en el orden
natural (equilibrado por su centro cósmico) a la evolución, transformación y
actividad de ese orden natural y, por consiguiente, a su fuerza vital, la vida.
El hara como visión del centro (independiente, coordinada, tranquila) se
convirtió en el hara como centro de la vida (coordinada y poderosa). La energía
correlativa de centralización ha sido definida de muchas maneras, pero todas
están relacionadas con la vida y su energía, que, como el propio centro, tiene
innumerables aspectos y alcances. En la India, por ejemplo, se le ha conocido
durante siglos como prajna, en China como chi y en Japón como ki. Se le ha
mencionado como la «esencia de la vida» y como su «respiración».

La armonía y la liberación final eran alcanzables, entonces, a través de
la unificación equilibrada de los centros individual, social y cósmico. La
energía generada y emanante de estos centros podía usarse también para
conseguir resultados de proporciones extraordinarias a. base de explotar y
desarrollar progresivamente la energía coordinada del centro individual y
mezclando su flujo con la energía de los centros sociales, alcanzando todos al
final su apoteosis en el mar de la vida natural y cósmica considerada en teoría
como el centro primario.

A lo largo de los siglos, todos los textos religiosos antiguos, así como las
sagas populares, han hablado del caos primordial, el remolino de la vida
característico del comienzo dualista: el equilibrio dialéctico del y in y el
yang produciendo interminables formas y manifestaciones de la misma energía.
La energía coordinada del hara, en consecuencia, tenía un ámbito de intensidad
y sustancia directamente proporcional al grado de centralización alcanzado. El
ki de la centralización individual, por ejemplo, resultante de la coordinación
de la personalidad física, funcional y mental del hombre en el hara, podía
infundir a un hombre una tremenda vitalidad y hacerle extremadamente poderoso
en sus acciones, mucho más que el hombre que haya adoptado solamente el poder
muscular mediante ejercicios de coordinación basados principalmente en las
disciplinas puramente físicas. Pero el primero, aunque individualmente
coordinado, sería inferior en vitalidad, carácter y poder al hombre que hubiese
desarrollado su progresiva coordinación partiendo de la fase individual hacia la
social, adquiriendo de este modo la actitud, fuerza y, en casos excepcionales,
el carisma asociado con el líder que puede llevar a los hombres a creer y
actuar en la realización de una misión colectiva.

A su vez, la energía de centralización social, que podía vincular a un
hombre con otro y motivar a ambos a actuar con un fin común, era todavía
considerada inferior a la energía del centro universal en la dimensión cósmica
de la existencia que (según decían) incluso los hombres sabios (es decir,
filósofos o místicos) raramente eran capaces de explotar. El ámbito de esta
energía se creía infinito, fluyendo desde el centro armonioso de la misma vida,
y era considerado esencialmente perfecto, animándolo todo ya todos
imparcialmente.

El centro social y su energía podían ser positivos y así beneficiar a
los hombres, pero también podían ser negativos y utilizarlos para dañarlos (en
la guerra, por ejemplo, o en la simple explotación social).

El centro individual y su energía coordinada podían ser positivos y ayudar al
hombre a vivir y actuar; pero también podían ser negativos y tan egoístamente
centrados en sí mismos como para intentar estúpidamente separarse del resto de
la creación (la única dimensión en que ya través de la cual ese limitado yo
podía sobrevivir y desarrollarse). No obstante, el centro cósmico y universal,
así como su energía creativa, se consideraban como positivos en última
instancia debido a su imparcial munificiencia y dispensa sin restricciones de
vida en todas direcciones y en todas las formas. Muy raramente podía un hombre
esperar fundir estos tres centros y extraer sus energías coordinadas en la
fusión de una sola corriente. En la mayoría de los casos, el individuo podría
quizás alcanzar uno de los niveles inferiores y desarrollar esta forma
especializada de centralización y extensión de energía, deteniéndose en el
umbral del infinito, a menudo incapaz o no dispuesto a dar el crucial paso
final.

El descubrimiento de la energía coordinada (superior a la energía
especializada del sistema muscular), que podía liberarse mediante la
centralización en la parte inferior del abdomen, era sólo el paso preliminar
para dominarla y utilizarla.

En consecuencia, Asia produjo innumerables escuelas de desarrollo que, desde la
India hasta China, desde Tibet hasta Japón, procedieron a explorar (muchos de
los cuales todavía están explorando) el abanico de posibilidades de esta
energía, sus grados de poder, sus métodos de empleo y sus técnicas de
desarrollo. Como sería de esperar, el abanico de estos métodos es considerable
en variedad y profundidad. Y, como su fuente (el hara), esta energía
coordinada, este ki, podía desarrollarse y controlarse mediante ejercicios
especiales de una diversidad desconcertante, cada uno de los cuales tan
especializado como el propósito que se pretendía profundizar con esa energía.
Pero todos ellos incluían, además de la meditación y la concentración, el
ejercicio fundamental de respiración abdominal que se convirtió en el
prerequisito para el desarrollo y control del ki. En textos antiguos de la
doctrina del ki, en efecto, la palabra se traduce como «aire», «atmósfera»,
«respiración». La doctrina era la fuente principal de especulación metafísica e
intelectual para investigadores, filósofos y líderes religiosos indios, chinos,
tibetanos y japoneses; fue adoptada también por las escuelas de bienestar
físico, entre las cuales las escuelas chinas de medicina, danza eugenésica y
ejercicios calisténicos eran excelentes. Esta energía era explotada también por
varias artes y oficios para canalizar la vitalidad del hombre hacia sus artes
fluidas y figurativas. Por último, era usada también por casi todas las
escuelas importantes de bu-jutsu.

Aplicaciones del haragei

Estos dos conceptos (hara, como centralización e integración, y ki, como
energía centralizada y extendida) encontraron su más verdadera expresión en
aquel arte conocido en Japón como haragei; su teoría y práctica, a su vez,
fueron aplicadas en un esfuerzo por superar los complejos problemas de la
existencia. Los resultados fueron a menudo sorprendentes. Muchos de los grandes
líderes espirituales de Asia exhibieron, en su vidas así como en sus escritos,
un distanciamiento sublime de la presión de los acontecimientos y de las
pasiones mundanas, percibiendo y evaluando la realidad con una tranquilidad y
claridad no superadas. La principal característica de esta valoración, además
del valor que asignaba a cualquier aspecto de la creación, parece ser una
universalidad de visión que les permitía abarcar los múltiples aspectos de cada
fenómeno y explorar varias dimensiones de la experiencia humana desde una
posición equilibrada y centralizada de independencia espiritual. Esto estaba en
agudo contraste con el estrecho, unilateral y especializado punto de vista del
hombre descentralizado que sólo podía ver lo que estaba muy próximo o era
tangible, siendo su perspectiva tristemente limitada.

La vitalidad de estos «hombres de sabiduría» según dicen era
impresionante, y haragei se menciona repetidamente como una de las principales
razones por las que los más ancianos de entre ellos a menudo conservaban la
lucidez y se mantenían activos en varios aspectos de la experiencia humana
hasta el mismo fin de sus vidas. Haragei se invoca también como una explicación
de su búsqueda de ciertos fines con una dedicación estable y sostenida. Tal como
lo practicaban los famosos ascetas y líderes espirituales de los monasterios en
el Japón feudal, al haragei se le consideraba también responsable de esta
impasible despreocupación frente a la muerte (tanto por el fuego como por la
espada) que tantos monjes demostraron frente a los guerreros de Nobunaga e
Hideyoshi. Todos los bushi que lo presenciaron naturalmente quedaron
impresionados por tal exhibición de sangre fría, e interpretaron esta
despreocupación como desprecio a la muerte y por tanto como un coraje
imperturbable.

Muchos ascetas, sin embargo, consideraron tanto el desprecio como el coraje
como reacciones o respuestas emocionales y en consecuencia como formas o
expresiones de esta profundamente enraizada (e indeseable) vinculación con
aspectos singulares de la realidad que el «hombre de sabiduría» debe superar.
La despreocupación desplegada por estos hombres era un despego preciso de esa
realidad que parecía oscilar siempre entre extremos particulares de la vida y
la muerte, la luz y la oscuridad, la alegría y el pesar, el momento y la
eternidad. Para un verdadero asceta, la realidad era sustancialmente uniforme,
era una y la misma cosa; por consiguiente, en el más amplio ámbito de las
cosas, la muerte por la espada o por el fuego no difería sustancialmente de
cualquier otra forma de muerte, incluida la transición pacífica del sueño de la
vejez a la eternidad. y la muerte era tan parte de la vida como cualquier otra
de sus facetas.

El núcleo de esta teoría es pues de equilibrio, integración, ecuanimidad
y armonía, un ideal que los hombres orientales habían compartido con el hombre
de la cultura occidental desde tiempos inmemoriales. Ambos lo buscaban, aunque
por caminos distintos, pero casi nunca llegó ninguno de los dos a comprender
plenamente el verdadero significado de la teoría, ni mucho menos lograron vivir
completamente de acuerdo con sus principios. Un hombre generalmente tomaba de la
teoría del haragei aquellos conceptos que necesitaba para satisfacer necesidades
particulares inmediatas, dejando para el hombre sabio (una rara avis en todos
los tiempos) la tarea de tratar de entender su compleja totalidad y vivir según
sus dictados más globales, que abarcaban a los hombres en todas partes a un
nivel de ecuanimidad imparcial, como seres humanos iguales, con independencia
de su grupo étnico, cultural o de sus especializaciones y funciones sociales.

Quizá las propias limitaciones constitucionales y estructurales del hombre han
convertido el ideal del haragei en inalcanzable excepto en formas fuertemente
diluidas o modificadas. En el budismo, por ejemplo, el haragei aparece envuelto
de metafísica y de un conceptualismo abstruso, intelectual como en la India, o
intuitivo como en Japón. En el taoísmo está moldeado en un pan centrismo de
proporciones cósmicas, y en el confucianismo está política y socialmente
insertado en la inescapable pirámide del concepto asiático de la jerarquía.
Débilmente percibido en su integridad por unos pocos ascetas, el haragei se
expresaba generalmente en una lengua exótica y abstrusa para intelectuales, en
ritos y formalismo para políticos, y en un cuerpo de supersticiones para las
grandes masas del pueblo en Asia.

Bajo los nombres más sorprendentes y en las formas más inesperadas también, el
haragei aparece una y otra vez en las teorías y en las prácticas de varias
doctrinas y disciplinas inventadas por el hombre en un esfuerzo por hacer
frente a los terrores de su existencia. Como tal, ha llegado a la era moderna y
todavía es evidente en los conceptos chinos de medicina tradicional, longevidad
y buena salud expresados en las formas eugenésicas de t’ai ch’i. Tales
ejercicios se practican todavía extensamente en China por jóvenes y viejos por
igual, y el ritmo deliberado típico de esos ejercicios formales que, en Japón,
están asociados a disciplinas tales como la ceremonia del te (cha-no-yu), ias
representaciones teatrales de noh drama, kabuki y danzas tradicionales (odori),
así como a las derivaciones modernas del bujutsu tales como el aikido, kendo,
karate y judo.

Además, la estrechamente especializada aplicación del haragei, desde un
punto de vista intelectual y racionalista, ha degenerado a menudo en un
centrarse en sí mismo subjetivo y egoísta que forzaba a todas las cosas ya
todos los demás ha aceptar una posición subordinada o dependiente, aislando así
a este yo del ambiente y de la realidad que le rodea. El resultado ha sido
confusión, mayor inseguridad y con frecuencia el desastre para la parte aislada
desprendida así del total. Un sorprendente ejemplo de tal interpretación
distorsionada del haragei en materias graves de liderazgo político lo ofrece la
falta de respuesta del premier Suzuki a los deseos del emperador durante la fase
final de la Segunda Guerra Mundial. El emperador y sus más próximos consejeros
(entre los cuales estaba el barón Kido) deseaban un rápido cese de las
hostilidades a fin de ahorrar al país mayores infortunios ya sus compatriotas
mayores sufrimientos. Sus intenciones, según el diario Kido, fueron comunicadas
«intuitivamente» a Suzuki, es decir, sin recurrir a palabras específicas y sin
promulgar instrucciones claras, puesto que los hombres versados en el arte del
haragei (como se esperaba de los líderes del país) se suponía que no dependían
de las palabras. Usando el haragei, la «técnica oculta e invisible» (Butow,
70), se suponía que la comunicación era directa e inmediata, aunque no fuese
verbal.

Mediante la centralización en el hara, se esperaba que mentes distintas
pudieran llegar a un acuerdo no expresado con palabras, y ver claramente y por
sí mismos la conveniencia de adoptar una política más acorde con las
circunstancias y el flujo de los acontecimientos. El resultado de este intento
de aplicación del haragei -que de este modo entró en los documentos oficiales
de la historia japonesa y de las crónicas ocidentales del período -fue la
prolongación de la agonía del Japón, puesto que Suzuki (supuestamente más
diestro en las formas que en la esencia del haragei) aparentemente no se dio
cuenta de que hubiese necesidad alguna de hacer algún cambio de planes, y así
continuó con el esfuerzo militar japonés. No es sorprendente que las
autoridades occidentales, que estudiaron con gran detenimiento los documentos,
buscaran una explicación para el comportamiento de las autoridades japonesas a
fin de evaluar la responsabilidad, calificando el razonamiento de Kido como
insostenible y el haragei como irracional, confuso, engañoso, ambiguo o un
«arte del bluf».

Para concluir estas notas sobre el haragei, debemos añadir que los
hombres sabios de Asia habían comprendido muy claramente que el ki, como el
hara, o cualquier otro poder que el hombre podía adquirir en el curso de su
experiencia, podía emplearse mal, tratarla mal, corromperla y aplicarla
metódicamente no en favor del hombre (identificándose así con la energía de la
vida), sino contra él. Casi cualquier escuela respetable que ha colaborado en
el progreso de la cultura oriental ha advertido a sus seguidores de tal
posibilidad y ha adoptado unas precauciones metodológicas con la intención de
prevenir los abusos. El detenido escrutinio de un candidato aspirante al
conocimiento impartido por esa escuela y el severo énfasis puesto en el secreto
de transmisión fueron intentos para prevenir que tal conocimiento cayera en las
manos equivocadas. Sin embargo, mientras que tal objetivo no se conseguía
automáticamente mediante el secreto (un estudiante siempre puede hacer un mal
uso del poder limitado del ki que haya desarrollado), hubo muchas escuelas que,
lamentablemente, desaparecieron, precisamente debido a este énfasis en severas
precauciones y la restringida transmisión de sus reservas de conocimientos y de
tradiciones.

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