Crítica del libro por Sandy McIntosh

Crítica del libro por Sandy McIntosh

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De: The_dark_crow_v301 (Mensaje original)
Enviado: 25/08/2005 1:02

Castaneda, Margaret Runyan. Un viaje mágico con Carlos Castaneda. Millenia Press (1977).

Crítica del libro por Sandy McIntosh
traducción por José González Riquelme

Un Viaje Mágico con Carlos Castaneda de Margaret Runyan Castaneda (N. del T.: Publicado en España por Editorial Obelisco, Barcelona, 1999) es un material valioso, pero también un libro difícil por varias razones. Parece haber sido compuesto con notas escritas en distintos momentos. Estas notas parecen, alternativamente, confirmar o negar la validez de don Juan y del resto de la empresa de Castaneda, lo cual contribuye a presentar un punto de vista inestable que desconcierta al lector. Por ser la esposa de un matrimonio antiguo y, según leemos, habiendo sido menospreciada repetidamente por Carlos, es razonable esperar que Margaret tenga un cierto interés personal en el tema. Sin embargo, al no definir nunca su posición, no sabemos cómo tomar su historia. De todas maneras, ciertos elementos de la historia nos presentan un aspecto de Castaneda que probablemente no podamos ver en ningún otro sitio. Según Margaret, Castaneda tenía como norma inventar su historia personal mucho antes de “encontrarse” con don Juan y pregonar el “Camino del Guerrero”, el cual, esencialmente, consiste de una amalgama de ideas convincentes procedentes de varias fuentes y de dudosos hábitos personales que trató de disfrazar de virtudes. El carácter de estas virtudes es, según un comentario de Calixto, engañoso, egoísta, centrado en sí mismo, narcisista, con ambición de poder, distante, frío, no comunicativo, arrogante, “despiadado”, y autoengañado. El Carlos de Margaret de los años 50 y principios de los 60 es un joven inmigrante pobretón pero ambicioso, con grandes inclinaciones artísticas, y muy sensible sobre su diminuta estatura física, pero con mucha seguridad en su habilidad para cautivar y manipular a las mujeres con mentiras grandiosas sobre su supuesto pasado heroico y sobre su presente misterioso y fascinante.

Castaneda, el hábil manipulador, se muestra como tal en una de las historias de Margaret sobre el Carlos de la época anterior a “don Juan”. Según Margaret, una vez cuando Carlos era estudiante en Los Angeles Community College le dijo que una chica rubia y bonita, que asistía a una de sus clases, se había entusiasmado con él y lo perseguía adonde quiera que fuera. Carlos dijo que la chica le había dicho que quería darle un regalo de Navidad. Esto molestó a Margaret, por supuesto, pues nunca se sentía segura de los fluctuantes afectos de Carlos. Después, cuando los dos iban en el coche de Carlos, un Chevrolet del 54, por Los Ángeles, él se volvió de repente y señaló vagamente hacia la acera.

“—¡Allí! —agitó su dedo en el aire—. ¡Aquella es la chica de la que te hablé! Esa es la chica que quería hacerme un regalo.

—¿Dónde? ¿Dónde está? —me di la vuelta en mi asiento. Había docenas de personas en el centro de la ciudad, docenas de rubias jóvenes—. No la veo. ¿Cuál es? No la veo.”

Carlos estaba silencioso. Finalmente, Margaret le preguntó el nombre de la chica. Carlos lo pensó rápidamente y contestó que su nombre era “Sue Childress”. Algún tiempo más tarde confesó que se había inventado el nombre de la chica. Le había dado el nombre de pila de la madre de Carlos, y el apellido de soltera de la madre de Margaret, Childress.

Pero Margaret no estaba segura de que ni siquiera ahora estaba diciendo la verdad. Gracias a los medios de que disponía como empleada de una compañía telefónica, Margaret buscó a todos los Childress en la zona, encontrando finalmente una guía telefónica con una Childress llamada Sue. Decidió llamar a esta Sue Childress y averiguar si era o no la persona de la que Carlos le había hablado. Sue Childress negó conocer a alguien con la descripción de Castaneda, pero de todas maneras accedió a reunirse con Margaret y Carlos en un restaurante.

Cuando Margaret le cuenta a Carlos lo que ha hecho, Carlos se mostró divertido.

“—Oh, ya sabes, no hay ninguna Sue Childress —dijo—. Mira, simplemente me inventé el nombre.

Me miró con aquellos traviesos ojos negros…

—Me lo he inventado todo —dijo—, era mentira. Puedes entenderlo, ¿no?”

Margaret estaba resuelta a seguir adelante con su descubrimiento, pero Carlos ya no la escuchaba. De repente se había quedado absorto. Ella lo cuenta así:

“Estaba de pie, en el centro de la habitación, con los brazos y las piernas muy rígidos. Era así como se ponía cuando estaba excitado. Cerró los ojos y, por un momento, comprendió. Yo había creado a Sue Childress, o para ser más precisos, había dispuesto los eventos de un modo tan radical que le había permitido aparecer en nuestra vida. Y lo había hecho todo con aquella insistencia mía, aquella determinación de acero para hacer que las cosas se convirtieran en realidad… Él se imaginaba un personaje, me lo decía, y yo le entregaba a cambio un ser humano real. Claro está que lo que aquí estaba operando era la propia lógica extraña de Carlos, y yo no la comprendía.”

Carlos se sienta entonces en un sofá, agarra un cuaderno y se pone a esbozar un retrato de Sue Childress.

“—No es una mujer baja, pongamos 1,70. Es rubia, pero tiene los ojos oscuros y una cara preciosa, ¿ves? —dijo mostrándome un esbozo en blanco y negro del aspecto que debería tener Sue.”

Cuando Margaret se reune con la Sue Childress real en un restaurante a media luz, parecía exactamente como Carlos la había descrito.

Mientras que Margaret se otorga el mérito de este milagro (“aquella determinación de acero para hacer que las cosas se convirtieran en realidad”), es probable que Castaneda se quedara petrificado pensando en aquella extraña conjetura, no maravillado por los poderes de su esposa sino por su propia presunción.

Con el paso del tiempo, se hizo evidente para Margaret que Carlos confiaba cada vez más en su poder para aparentar —intentar— que las cosas ocurrieran. En realidad, algo que podemos llamar vivir de ilusiones parecía haberse convertido en su modus vivendi. Algunos años más tarde, después de que Margaret y Carlos llevaran separados mucho tiempo, la invitó a Nueva York, en donde se encontraba trabajando con su corrector de estilo, Michael Korda, en un nuevo manuscrito. Margaret supuso que el propósito de su invitación era el mismo que tenía ella: buscar una reconciliación final en su relación. Pero lo que Castaneda tenía en la cabeza no era, al parecer, la reconciliación. Durante el fin de semana se dedicó unas veces a ignorarla y otras a intimidarla. Aunque le dio un cheque con una gran cantidad para el hijo de Margaret, C.J., su comportamiento fue tan malo que Margaret terminó por llamarlo, con desprecio, ‘Napoleón’ cuando dejaron el hotel. Algunos meses más tarde, después de que Castaneda recibiera la notificación de la demanda de divorcio, llamó a Margaret para preguntarle porque había presentado la demanda. Le recordó su indignante comportamiento con ella en aquel fin de semana en Nueva York. Carlos se quedó en silencio durante un rato, y después con mucha calma le explicó que no había sido él quien se había comportado tan mal en Nueva York. No había estado en Nueva York durante ese fin de semana. Él era ahora un brujo, le explicó, y a los brujos les ocurren cosas inexplicables. En este caso, el desagradable Carlos debe haber sido su doble.

Hay una patética tristeza en la historia de Margaret que probablemente tenga su origen en las grandiosas promesas de amor de Castaneda, y su habitual incapacidad para mantenerlas —en conjunción con la firme creencia de Margaret en el significado místico de su vida con él. Su historia termina con un encuentro con Carlos en el aparcamiento de un restaurante. Ahora, Carlos se encuentra rodeado por sus guardianes femeninos, que impiden que Margaret se aproxime. Finalmente, consigue acercarse a él. Ella le da una copia del libro recientemente publicado El arte de ensoñar y le pide que se lo dedique. Él la besa en la mejilla, pero se niega a firmar el libro. “Oh, tengo las manos muy cansadas”, le dice. Y esta es la última vez que lo ve.

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