Escatologia

Escatología: la secta de la que salí
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En memoria de
Juan del Río
(1923-2001)

“Obviamente la mayor tragedia que puede sucederle a [los escatólogos] ocurre cuando mueren de una enfermedad curable por haber pospuesto consultar a un médico. Una forma más sutil de tragedia aflige a los creyentes que, por no haberse sanado por medio de la fe, suponen que el defecto está en ellos mismos”. —Martin Gardner

El 9 de agosto de 1985 llegué a medianoche al aeropuerto de San Francisco desde la ciudad de México. Me encontraba solo esperando al encargado de inmigración. Únicamente otro joven se entrevistaba con el encargado, una persona mayor. Cuando tocó mi turno revisó todo lo que traía en mis maletas. Me sorprendió que fuera amable conmigo y que fácilmente me diera el pase para salir como turista a la ciudad. Lo había engañado: mi proyecto no era turistear sino emigrar. Me dije a mí mismo con entusiasmo: “¡No saben lo que hacen! ¡No saben lo que hacen! ¡No tienen idea de la amenaza que represento! Ahora le llegó la hora al mundo…”

Y es que creía que poseía la clave para desarrollar poderes paranormales. Creía que yo y aquellos que desarrollaríamos tales poderes forzaríamos el éscaton en la historia, irrumpiríamos en el devenir humano al grado de trasformar el mundo irreconociblemente como en la novela El fin de la infancia. ¿Cómo fue que llegué a creer semejante cosa?

En primer lugar, no hay que prestarle la más mínima atención a los modelos médicos de los siquiatras. Tales modelos biologicistas, externos a la odisea interior de una persona, no pueden ser válidos por la sencilla razón que otros me habían enseñado esas cosas en una secta llamada Escatología.

Como revelaré en los dos primeros tomos de Hojas susurrantes, de adolescente sufrí una tragedia de catastróficas consecuencias. No es de extrañar que, en un estado de gran confusión, haya caído a una secta. Aunque estaba seguro que me salvaría, la secta me perjudicó aún más en lo que a adaptación social se refiere. Como creí que Escatología resolvería mis problemas no le vi caso a reanudar los estudios que había suspendido a causa del vapuleo al que se me sometió de chico. Pero en lugar de contar mis desventuras en Escatología he de hablar, a grandes rasgos, sobre el tipo de secta en la que caí, y cómo salí de ella.

Mary Baker Eddy

Mary Baker Eddy (1821-1910), una niña sensible de Nueva Hampshire, fue víctima de su padre, un calvinista que le inculcó la idea de la predestinación a la condenación eterna. Mary se trastornó. Los médicos que la atendieron eran tan ingenuos como los siquiatras de hoy día: abordaron su problema familiar mediante tratamientos físicos. Desde entonces Mary se resintió, con razón, de la medicina convencional. El trastorno producido por su familia fue profundo. Después de casarse y enviudar, Mary tuvo una vida naufragante hasta que halló refugió en la figura paternal de Phineas Quimby, uno de los típicos curanderos americanos que florecieron en el siglo diecinueve inspirados por Franz Mesmer. Quimby creía en el poder de la sugestión para tratar las enfermedades. El encuentro fue crucial. En lugar de usar métodos físicos Quimby se interesó en la persona de Mary, y sin proponérselo le ayudó a transfigurar el calvinismo de su padre en un cristianismo más benigno y sin infierno alguno. Quimby llegó a usar la expresión “ciencia cristiana” para sus enseñanzas curanderas, término que Mary Baker se apropió posteriormente para nombrar a la iglesia que formó.

Sin darle crédito a Quimby como el mentor de sus ideas, en 1875 Mary Baker publicó la primera edición de su manual de texto Ciencia y salud con llave a las escrituras sagradas. Al siguiente año formó una sociedad con algunos de sus seguidores. En 1877 se casó con Asa Gilbert Eddy. En 1879 Mary Baker Eddy fundó oficialmente una iglesia, que en 1890 ya contaba con cuatro mil seguidores. A partir de entonces la iglesia prosperó exponencialmente. En 1895 se construyó un templo frente al Parque Central de Nueva York, y para 1906 otro inmenso templo en Boston cuando Eddy ya contaba con ochenta y cinco años de edad. Stefan Zweig escribió:

En veinte años hace de una maraña metafísica toda una terapéutica nueva. Una ciencia profesada por millones de adeptos y dotada de universidades, periódicos, maestros y tratados; levanta templos de gigantescas cúpulas, crea un sanedrín de sacerdotes y predicadores, y recoge para sí una fortuna particular de tres millones de dólares […]. Desde Isabel de Inglaterra y Catalina de Rusia, ninguna mujer en el mundo consiguió triunfo semejante sobre el mundo, ninguna alcanzó a ver sobre la tierra un monumento a su gobierno como Mary Baker Eddy.[1]

Los seguidores eran legión. Surgieron cientos de curanderos y docenas de sectas con diversos nombres a lo largo de Estados Unidos; facciones por apóstatas o por aquellos que habían sido expulsados de la iglesia. Uno de éstos fue un tal William Wilfred Walter (1869-1941).

William W. Walter

Comenzando como peluquero, Will Walter tuvo que ganarse la vida desde los diecisiete años en Aurora, Illinois. Se casó a los veintiuno con Bárbara Stenger y la pareja tuvo un hijo. En una secta la información sobre el fundador no es muy asequible, pero de las pocas cosas que se dicen de Walter es que a los veintisiete consiguió un trabajo de agente comprador en un gran almacén. Inició contacto con la Ciencia Cristiana a raíz de una tuberculosis que padeció. Walter ignoraba que la remisión espontánea no es rara en casos de tuberculosis pulmonar, por lo que quedó convencido que una practicante de la iglesia lo curó por medios psíquicos. Desde entonces Walter fue un devoto seguidor de la iglesia y llegó a ser primer lector (aunque no hay clérigos en la Ciencia Cristiana, para un visitante el primer lector puede parecer lo equivalente al pastor Protestante).

En 1912 Walter se distanció de la Ciencia Cristiana a causa de su revolucionaria idea de Dios. O quizá lo excomulgaron: la información de escatólogos que poseo es contradictoria. Sea como fuere, Walter aceptó el título de “El Método Walter de la Ciencia Cristiana” con el que sus seguidores distinguían a su incipiente organización; recibió correspondencia de algunos científicos cristianos decepcionados, y aseveró haber sanado enfermedades por medios mentales exclusivamente. En 1917 impartió su primera clase en su casa, pero sólo hasta 1928 cambió el nombre de su organización a “Escatología”.[2]

Con la excepción del abandono del teísmo, Escatología comparte casi todas las increíbles doctrinas de la Ciencia Cristiana, como la creencia que para los entendedores avanzados es posible curar toda enfermedad e incluso no envejecer y permanecer siglos en este mundo. Pero tanto Eddy como Walter murieron a edades comunes.

Walter falleció sin haber terminado una serie de folletos que había prometido serían setenta. En 1940 escribió: “Éste [el #31] es el primer folleto de la cuarta serie de diez de la Common Sense Series”.[3] Pero apenas escribió el #34 cuando poco después le sorprendió la muerte.

A partir de su fallecimiento la información que poseo es, una vez más, contradictoria. Algunos dicen que el movimiento se desbandó; otros, como en un panfleto de la organización, que la investidura pasó de Bárbara, la esposa de Walter, a Genevieve Rader. Lo cierto es que en los años 1960 la organización se mudó a California, donde florecen todo tipo de sectas y movimientos new age. En los años 70 el terrateniente Mario Estrada, quien estudió con Rader, llevó las doctrinas de Walter a Cuernavaca en México. Estrada fue el maestro de Juan del Río, a quien conocí en 1977 a través de su hijo Ricardo. Ahora bien: 1977 había sido precisamente el año en que una descomunal agresión cometida contra el adolescente que fui, narrado en el mencionado libro que quiero publicar, estuvo a un tris de destruir mi vida: cosa que explica el estado confuso en que me encontraba al entrar al mundo de la Escatología.

La doctrina de Walter

Si bien los científicos cristianos no son muy devotos del teísmo, Walter concibió la deidad más o menos como el new age posterior: llegó a creer que cada individuo es Dios, algo así como democratizar para la humanidad lo dicho sobre Jesucristo en los primeros concilios cristianos, la famosa fórmula Vere homo, vere Deus. Walter libró batallas internas para deshacerse del teísmo que le enseñaron de pequeño, una agonía que me recuerda la crisis religiosa de Eddy, aunque Walter logró superar el introyecto parental eliminando de su mente toda creencia en Dios como un ser personal.

Según la cosmovisión de Walter, Jesús de Nazaret, a pesar de haber sido el individuo que mejor ha entendido la ciencia de la vida (llamada “Escatología” por Walter) y quien mejor ha desarrollado los poderes paranormales, era un hombre como cualquier otro. Potencialmente todos podemos desarrollar la percepción extrasensorial como Jesús le adivinó el pensamiento a la samaritana; y la psicokinesis, el dominio sobre el mundo material como Jesús sanaba o caminaba sobre las aguas. La “Mente Maestra Jesús”, nos dice Walter, aprendió esos poderes gracias a una larga tradición hebrea de entendedores de la ciencia de la vida, registrada en la Biblia aunque de forma velada para ocultar la fórmula del poder mental “a los malpensados”. Walter escribió:

Los llamados prodigios realizados por Moisés fueron hechos a través de su propio entendimiento del poder mental, y por consiguiente no eran milagros sino el producto de fenómenos mentales producidos por métodos conocidos. Con el mismo grado de entendimiento podrían ser reproducidos, otra vez, en nuestros tiempos. El hecho es que prodigios más grandes están siendo producidos por los estudiantes de la Mente.[4]

Como no sólo Jesús sino cada ser humano es Dios encarnado, Walter dedujo que la era en que la humanidad tome conciencia de su divinidad, y por ende de sus potenciales poderes, llegará cuando sus estudiantes entiendan —como entendieron Jesús y Walter— la ciencia de la vida. Cuando esto suceda las consecuencias serán escatológicas. En La hoz, título sacado de un pasaje del Apocalipsis, Walter nos dice: “Luego de la publicación de este libro vendrá el entendimiento de la aplicación del poder mental”, cosa que devendrá en “el fin de la era”.[5]

Todas estas grandilocuentes, aunque megalomaníacas ideas de Walter y sus seguidores, contagiaron al adolescente que fui y explican mi soliloquio en el aeropuerto de San Francisco. Para entender mi extravío no tengo más remedio que entrar en detalle sobre el arte de desarrollar el poder mental tal y como lo enseñaba Walter.

La ley de la importunidad

En Escatología hay tres leyes que Juan del Río me enseñó a mí y a mis compañeras de grupo desde la primera clase formal, que recibí en diciembre de 1978, las cuales yo interpretaba de manera muy práctica.

La primera, la Ley de causa-efecto, nos muestra que dada nuestra naturaleza divina podemos crear ex nihilo aquello que deseamos.

La segunda, la Ley de la proporción, nos muestra qué cualidad debe tener nuestro pensamiento para que sea causal: debe ser un sentir absoluto en la realidad objetiva de nuestro deseo. Walter interpretó que eso fue lo que quiso decir Jesús: “Cualquier cosa que desees cree que la posees, y la tendrás” (Mc. 11:24). La ilustración que nos puso del Río en clase fue la de una balanza de dos platillos. Cuando un platillo de la balanza acumula el 51 por ciento de pensamientos de nuestro sentir positivo (“cree que la posees”) el brazo se inclina hacia un lado y la manifestación del deseo es automática (el lado del platillo opuesto representaría las “apariencias” y carestía “engañosa” en nuestras vidas). De ahí el nombre de “proporción” para esta ley. Pero el verdadero problema empieza aquí. Si poseemos la habilidad de causar (la primera ley) y conocemos la cualidad que debe tener nuestro pensamiento para que sea causal —una convicción profunda (la segunda ley)— ¿cómo llegamos a tal convicción?

La tercera ley, la Ley de la importunidad, nos lo revela. Según los escatólogos importunidad significa “orar insistente y persistentemente hasta que la mente ceda”, es decir, hasta que la suma de pensamientos genere un sentir positivo sin duda alguna. Esto es algo que Walter también dedujo de las enseñanzas de Jesús: la parábola del hombre que tiene un invitado a medianoche y le pide unos panes a su vecino, quien le contesta que ya están todos acostados pero que, a causa de su importunidad, se levantará a dárselos (Lc. 11: 5-13). La idea se repite en la historia de la viuda que con gran persistencia importuna a un juez rogándole justicia, parábola cuya moraleja es que “hay que orar siempre y no desfallecer” (Lc. 18:1-8). Walter interpretó la oración de estos versículos no como una súplica a un Dios personal inexistente, sino como la práctica mental del escatólogo avanzado. La vía para llegar al estado de convicción profunda (“¡cree que la posees!”) es un ejercicio mental repetitivo y molesto, una importuna oración con uno mismo que culmina con el sentir de convicción. Siguiendo la analogía de la balanza, a través de la importuna repetición de pensamientos la mente acumula el 51 por ciento necesario en el platillo “correcto” para que el brazo de la balanza se incline a nuestro favor, es decir, genere el sentir de convicción.[6]

Para ilustrar cómo un entendido en Escatología utilizaría estas tres leyes supongamos que perdió una mano en un accidente y desea volver a tenerla. Según la primera ley puede hacerlo porque su pensamiento es causal y puede crear de la nada. Según la segunda ley para lograrlo tiene que sentir que ya la posee. Ahora bien, para generar un sentir que contradice todas las apariencias hay que “orar”, nos dice la tercera ley, hay que decirse a uno mismo que la mano existe con inexorable importunidad hasta lograr la convicción. La manera de hacerlo es irse a un lugar a solas, quizá tapando el muñón donde debiera estar la mano para que las apariencias no disturben al orador, y repetir una línea de pensamiento como “Mi mano existe y sé que está aquí” con tanto sentir como uno pueda generar. Con el tiempo, alegan los escatólogos, gracias a la importunidad devendrá un estado mental en que el orador creerá realmente que posee su mano. Eso significaría cumplir la segunda ley, y por ende, en el mundo objetivo aparecerá su nueva mano. Eso sí: se les dice a los estudiantes que para lograr semejante hazaña debe comenzarse por objetivos mucho menores, como curarse un catarro o una úlcera nerviosa. Estos logros modestos servirán de plataforma para desarrollar una fe invencible en la propia habilidad de causar; fe que, retroalimentada de logro en logro, nos permitirá resolver problemas cada vez mayores, como la reexpresión de un miembro perdido.

Disonancia cognitiva

En esencia esa es la fórmula de cómo desarrollar la psicokinesis según Walter: un poder que, como ya he señalado, cuando muchos escatólogos lo desarrollen llegará “el fin de la era”. (Aunque uso términos como “psicokinesis” en este artículo, los escatólogos no lo hacen. En parasicología a la psicokinesis también se le conoce con el nombre de telequinesis.)

Hace veinte años, cuando creía fervientemente en el apocalipsis de Walter, me imaginaba que si los maestros de Escatología se enfermaban, envejecían y morían como cualquier otro mortal era porque no aplicaban bien las enseñanzas; creía que eran individuos mediocres y sin ambición alguna. Una de las razones por las que rompí con Juan del Río y con mi segundo maestro, Jaime López, fue porque no vi resultado psicokinético alguno no sólo en mi vida, sino en la de ellos. Del Río, quien murió de cáncer en 2001, era un señor que cuando estudiaba con él en 1979 aparentaba su edad: cincuenta y seis años. Cierta ocasión me contó un estudiante de recién ingreso que le había preguntado a del Río si conocía al menos un solo escatólogo que no envejeciera. Del Río se quedó pensando y respondió que no. “¡Entonces la Escatología todavía no plancha!” (las arrugas) exclamó el estudiante. Yo pensaba igual. ¿Dónde estaban los centenarios que habrían por necesidad que existir una vez que Eddy y Walter redescubrieron la “ciencia de la vida” que originalmente habían descubierto entendedores como Matusalén y los otros centenarios bíblicos? En teoría, el desarrollo más elemental de la psicokinesis habría de controlar, por medios psíquicos, al propio cuerpo. Eddy misma había enseñado que su ciencia podía impedir los estragos de la vejez, por lo que muchos de sus devotos seguidores pensaron que Eddy no moriría. Pero lo que veía contradecía rotundamente lo prometido por Walter, quien dedicó dos capítulos al tema de cómo vencer la vejez en La hoz afilada, el libro de texto de Escatología. Walter escribió:

La juventud, siendo una sensación de juventud, puede ser conscientemente continuada o mantenida con todo su vigor, energía y buenas emociones. Que esto no es una mera teoría puede establecerse por la longevidad de los personajes de la Biblia, quienes entendieron este hecho.[7]

Los discípulos de Walter se tragan esta afirmación. En uno de sus folletos Florence Stranahan escribió: “Dices que tu cabello está prematuramente gris. La edad nada tiene que ver con eso. Es tu propio pensamiento”. Que los escatólogos realmente se creen poseedores del elixir de la juventud se advierte además en el comentario de Genevieve Rader sobre esos capítulos de La hoz afilada: comentario que se les lee a los estudiantes avanzados y donde se reafirma y reelabora lo declarado por Walter.[8] Pero Rader, quien dirigiera Escatología por cuarenta años hasta 1981, al igual que Eddy, Stranahan y Walter envejeció y murió.

Así que los grandes maestros envejecían y morían como cualquier mortal. Eso no me alarmaba porque yo también me tragué las racionalizaciones de los escatólogos: que Eddy, Stranahan y Rader no habían entendido del todo la ciencia de la vida, y que Walter hizo la “transición” al otro mundo porque así lo quiso.

Creer en estas ingeniosas racionalizaciones me permitió continuar con mis estudios de Escatología. Durante mi primer año en la secta innumerables veces intenté cumplir la tortuosa Ley de la importunidad, pero no podía. Me sentía tonto repitiendo tanta línea como loro sin resultado alguno y nunca logré las maratónicas sesiones de horas e incluso días que, según del Río, Walter había realizado. Tenía entonces veinte años y quería convertirme en un virtuoso de la oración —la importunidad— a fin de manifestar mis jóvenes deseos. Pero jamás se me ocurrió dudar de la existencia de tales poderes. No se me ocurrió pensar que la falla no se encontraba en mí, o que otros escatólogos podrían haber tenido dificultades similares en la praxis de la importunidad. No osaba pensar que ellos habían cumplido con la Ley de la importunidad sin resultado alguno, y mucho menos me atrevía a pensar que las historias de las maratónicas sesiones de Walter eran exageraciones. Creo que fue Jaime Hall, mi más cercano amigo escatólogo (fallecido en 1996 por un fulminante paro cardiaco), quien me dijo que Walter había orado días; que necesitaba dinero y que un antiguo alumno le envió un cheque por correo: milagro que atribuyó a su maratón de importunidad. Jamás se me ocurrió cuestionar ese milagro o los atribuidos a Jesús. No concebía que lo que cuentan los evangelios podía no haber sido histórico sino que fuera ficción literaria; o que la interpretación “metafísica” de Eddy y Walter sobre las narrativas neotestamentarias fuera una patraña. Años y más años tenían que pasar para que cuestionara la historicidad de los relatos bíblicos…

Ahora que he abandonado toda fe en la existencia de esos poderes veo cuestiones elementales que en su momento no vi por mi fe ciega. Si Escatología fuera una ciencia y si sus leyes fueran tan reales como la ley de la gravedad o la ley de la termodinámica, es más que elemental que habría atestiguado hartas demostraciones de tales leyes de parte de mis maestros Juan del Río y Jaime López (en una conversación con mi padre a principios de los años ochenta le llamé “Yoda” a este último). La gravedad no requiere demostrarse: la vemos todos los días. Pero ni yo ni ningún otro estudiante de Escatología había visto no se diga un Matusalén que reexpresara miembros perdidos, sino ni siquiera un logro paranormal relativamente modesto como mover un pequeño objeto por medio de la mente.

Mueren más jóvenes…

A todo aquél que esté por caer a Escatología u otra secta le sugeriría que considere esta prueba de tornasol para distinguir la falsa ciencia de la verdadera.

Los científicos demuestran la realidad de sus ciencias a la vista de todos: electricidad, ingeniería, computación, medicina, aeronáutica, petroquímica, mecánica automotriz y muchas más. Los seudocientíficos no pueden hacerlo. Si antes de emigrar hubiera razonado de esta forma, me habría percatado de que no necesitaba viajar en busca de material parasicológico “serio” para robustecer mi fe escatológica. El hecho que ningún escatólogo se mantuvo joven, o al menos más sano que la norma, debió haber sido suficiente motivo para no buscar en ese camino mi salvación.

Según la Revista de la Asociación Médica Americana del 22 de septiembre de 1989 se registraron los decesos de miles de seguidores de Eddy junto con un grupo de control. Si la Ciencia Cristiana de Eddy fuera una verdadera ciencia, uno esperaría que sus seguidores fueran más longevos que los del grupo de control. Pero la revista médica reveló algo muy distinto:

Entre los científicos cristianos la proporción de muertes de cáncer duplicó el promedio nacional, y el seis por ciento de ellos murió de causas consideradas prevenibles por los doctores. En promedio, quienes no eran científicos cristianos vivieron cuatro años más que los científicos cristianos en el caso de las mujeres, y dos más en el caso de los hombres.[9]

Así que los seguidores de Eddy mueren más jóvenes por cáncer que el americano promedio debido a su renuencia de acudir al doctor. Si se hicieran los mismos estudios a los seguidores de Walter, quienes también son renuentes de ir al médico porque “la creencia en la enfermedad enferma”, apostaría a que el estudio arrojaría cifras muy similares. Mi ex maestro Juan del Río se enfermó precisamente porque, a pesar de haberse hecho rico con el montón estudiantes de Escatología que tuvo, omitió hacerse chequeos médicos y cuando tuvo síntomas el cáncer ya estaba muy avanzado.

Debo decir que la mejor clase que jamás he recibido sobre la Ley de la importunidad me la dió del Río en privado. Su exposición fue más clara y didáctica que los mismísimos capítulos de La hoz afilada en que se le enseña al estudiante cómo “orar”. Veinte años después, cuando le detectaron el cáncer, del Río tuvo una ventana de oportunidad de más de cuatro años para orar con importunidad y vencer la enfermedad. Pero fracasó. Y fracasó por el simple hecho que el cáncer no tiene una etiología “mental” ni se cura con “pensamientos de salud” o “erradicando todo odio” como predicó Walter.

Mi segundo maestro, Jaime López, fue más lejos que del Río respecto al dilema de ir o no al médico. Cierta vez hizo un comentario crítico sobre la familia del Río porque practicaban la vacunación profiláctica (Juan fue médico y había ejercido su profesión antes de entrar a la secta). En su estudio de Puebla López me dijo que él no vacunaba a sus hijos, y que lo habían decepcionado Juan y su esposa por hacerlo. Jaime López finalizó su comentario diciéndome que él se manejaba en la vida “como lo dice Walter”.

Es importante señalar que en 2006 Raquel Hall, la viuda de Juan del Río, imparte clases a 400 alumnos de Escatología, que ahora la llama “Aplicación Mental”. Increíblemente, la larga agonía de su marido no le hizo dudar a ella o sus alumnos “aplicados” del dogma de que la enfermedad es curable por medios mentales. El creyente en una secta, religión o seudociencia rara vez madura al enfrentar lo que los psicólogos llaman disonancia cognitiva.

Aunque a mis veintes desconocía el estudio de la Asociación Médica Americana, creía que la vejez y muerte de los maestros se debía a que carecían del entendimiento que tuvieron Jesús y los centenarios del Antiguo Testamento. Una vez más: jamás se me ocurrió que las “leyes” de Escatología simplemente no existían, que eran una gran fantasía. No se me ocurrió porque no podía concebir la inexistencia de lo paranormal: una idea que mi padre me había inculcado de niño con sus bellas historias sobre los milagros de Jesús. Si bien de joven había abandonado al cristianismo, erróneamente creía que la existencia de la percepción extrasensorial y la psicokinesis, en las que tácitamente se basan los sistemas de Eddy y Walter, había sido demostrada científicamente por parasicólogos. Sólo necesitaba verlo para confirmarlo en los laboratorios gringos de parasicología. De ahí la necesidad de emigrar y mi soliloquio aquel día en el aeropuerto.

¡Dénme una lección a la Yoda!

La terrible experiencia en California en 1985-88, basada en mi quijotesco proyecto de desarrollar poderes, será tema del quinto tomo de mi serie autobiográfica Hojas susurrantes. Por el momento lo único que puedo hacer es citar un pasaje de mi diario que muestra la madurez de mi ulterior apostasía de Escatología:

2 septiembre 1997

Ayer leí dos capítulos de La hoz afilada en inglés después de años de no leerla. Y pasó algo importante. El caso es que por vez primera dudo de la honestidad de Walter. ¿Recuerdas ese artículo de la revista Skeptical Inquirer donde anoté cómo debí haber reaccionado ante el alegato de la Ley de la importunidad?:

Gurú: “No tomes mi palabra por sentado. Tú mismo puedes aprender a desarrollar la psicokinesis”.

Escéptico: “¡Magnífico, me encantaría! Pero antes de usar mi tiempo en intentarlo quisiera hacer una pequeña indagación de consumidor. ¿Que me dice usted de una demostración?”

Este es el quid. Ni Walter ni Genevieve o Robert Durling pudieron realizar ni una monada psicokinética como eso que dice Walter en la página 219 de su libro de texto: que con su puro pensamiento afectó pedazos de acero, hule, piedra, madera y arcilla. Mi actitud actual sería exigir la demostración (“antes de usar mi tiempo…”) o no intentar cumplir las interminables horas que exige la supuesta Ley de la importunidad. Es en este punto donde he cambiado. Quien lee ahora La hoz afilada es otro: un escéptico.?

Es una golosina lo que dice Walter en la página 207: “Investiga los resultados [¡énfasis en el original!] de quienes escoges como maestros y no te extraviarás”. ¡Miren quién habla!: ¡si él mismo murió súbitamente! Y ve esta otra: “Que la señora Eddy no descubrió toda la verdad es evidente porque ya no está con nosotros”, escribió Walter en el libro más atesorado por los escatólogos. ¡Otra gema, pues nada hay más fatal para la credibilidad de Escatología que Walter muriera aún más joven que ella!

?Al final del capítulo “Conclusión” de La hoz afilada anoté con tinta roja a pié de página:

“OK, Walter o maestros contemporáneos de Escatología, se los pido sin burla alguna: Denme una lección a la Yoda levitando la nave frente a Luke como en la película El imperio contraataca, y mañana reiniciaré humildemente el estudio del primer folleto de Pláticas Francas…”

Engañabobos

Salvo algunas correcciones, eso fue lo que escribí en mi diario en 1997. El folleto referido es la primera clase para principiantes de Escatología. Vale mencionar que en su época hubo quienes consideraban a Walter un timador. Florence Stranahan, una de sus más fieles discípulas, escribió en el folleto Messages on Christian Science series I:

Escribes que la Sra. __ dice que el Sr. Walter es un engañabobos […] que usa una treta para hacer dinero.

Stranahan dudaba de que la acusación de la señora cuyo nombre omite fuera cierta. Pero Oliver Roberts de La Fontaine, hombre rico de la Wells Fargo & Co. en California, escribió en The great understander que Walter le cobró $10,000 dólares por un curso para iniciados (lo que en ese entonces costaba una mansión). En su libro Oliver confesó que al oír semejante cifra albergó momentáneamente el pensamiento que Walter lo había estado cazando con cursos previos para, una vez convencido, sacarle un dineral. De hecho, algunos pasajes del libro de texto de Escatología denotan una gran falta de integridad de parte de quien, in absentia, tomé por guía espiritual y maestro. Walter escribió:

Existen dos etapas positivas en el desarrollo que preceden la transición conciente, las cuales deben entenderse y demostrarse del todo antes de que la tercera etapa de la transición consciente sea entendida y demostrada. Por lo tanto, cuando cualquiera de mis estudiantes me demuestre que entiende las primeras dos etapas, con gusto le enseñaré la ley que gobierna la tercera. La primera etapa es la demostración de invisibilidad. Jesús podía hacerlo a voluntad, como declaran las escrituras. El segundo estado es la transfiguración […]?.

¿Realmente creía Walter eso? En sus palabras (“cuando cualquiera de mis estudiantes me demuestre que entiende las primeras dos etapas…”) se da por sentado que, si Walter le pedía al alumno semejante demostración, él mismo podía volverse invisible y transfigurarse.

Hace años solía pensar que a Walter simplemente se le había aflojado un tornillo. Ahora comienzo a verlo bajo tonos aún más oscuros. Si Walter no se hacía invisible era moralmente peor que un chiflado: un charlatán. La diferencia entre chiflado y charlatán es que el chiflado se cree sus mitos, mientras que el charlatán engaña conscientemente. Martin Gardner distingue entre uno y el otro en su libro La ciencia: lo bueno, lo malo y lo falso. El chiflado sería un Velikowski, quien creía en su lunática astronomía; el charlatán sería un Uri Geller, quien nos engañaba con trucos “psicokinéticos” de ilusionismo.

Así que ¿realmente creía Walter lo que le pedía a sus alumnos? Como dije, en tal demanda no sólo estaba implícito que él, Walter, se había hecho invisible sino que también se había transfigurado como Jesús. Pero es un hecho comprobado que Walter jamás demostró que podía hacerse invisible ante los hombres de ciencia en las universidades y laboratorios de su país. De haberlo hecho habría revolucionado al mundo.

Actualmente no creo que Walter se hiciera invisible. Y eso sólo puede significar una cosa: que Walter le mintió a sus alumnos y lectores al implicar, con la cita de arriba, que él podía lograr semejante hazaña parasicológica. Esto parecerá muy brusco a los escatólogos, dado que Walter había terminado La hoz diciendo que, ante todo, uno tiene que ser sincero consigo mismo. Pero es un hecho consabido que entre gurús y sus creyentes este tipo de autoengaño es harto frecuente.

Si bien es imposible probar un negativo —como por ejemplo que Walter no se hacía invisible—, es importante dar una breve clase de ciencia real en esta página.

Hay dos preceptos centrales para los escépticos. Uno es “Afirmaciones extraordinarias requieren de evidencia extraordinaria”, por ejemplo, que Walter no sólo hubiera demostrado públicamente su invisibilidad sino que los escatólogos avanzados lo hicieran hoy día. Pero en su libro de texto Walter ni siquiera se tomó la molestia de describir una prueba ordinaria para sus extraordinarias afirmaciones (la misma falta que aparece a lo largo y ancho del libro de texto de su gran mentora, Mary Baker Eddy). El otro precepto es “La carga de la prueba recae sobre quien propone la afirmación extraordinaria”. Se ha observado que en las seudociencias se invierte la carga de la prueba: como un maestro que le exige al estudiante que se haga invisible ¡sin que él mismo, el maestro, le haya dado antes una demostración de invisibilidad!

Vamos a suponer por un instante que Walter podía hacerse invisible. ¿Por qué no hizo demostraciones públicas? ¿Para ocultar su fórmula secreta de la importunidad sobre estos poderes a los mal pensados? ¡No me hagas reír, Walter! Imaginemos qué absurdo sería que Edison, cuando acababa de inventar el foco, no se lo quisiera enseñar a nadie sino que se guardara a sí mismo su máximo descubrimiento. Imaginemos que pusiera este requisito a sus estudiantes: que ellos, no el inventor, le demostraran a Edison cómo crear luz en una bombilla al vacío ¡antes de dejarlos entrar al laboratorio para que vieran el foco encendido de su maestro!

Ponderando lo que dice La hoz afilada con sano escepticismo, el veredicto sobre Walter parece insoslayable: muy bien pudo haberse comportado como un engañabobos, tal como escribió aquella conocida de Stranahan citada arriba.

Lecturas recomendadas

Para comprender a Walter no es mala idea leer biografías sobre las pícaras vidas de los creadores de imperios religiosos en suelo Norteamericano: desde Joseph Smith y sus mormones hasta el reverendo Sun Myung Moon y Ronald Hubbard pasando por quienes, como Walter e incontables otros, no lograron crear grandes organizaciones y sus seguidores apenas son conocidos. El libro de Martin Gardner, The healing revelations of Mary Baker Eddy, es un buen comienzo; así como The transcendental temptation de Paul Kurtz, a quien tengo el gusto de conocer personalmente.

Quien quiera saber por qué los verdaderos hombres de ciencia no creen en la existencia de poderes paranormales —que tantas sectas prometen a sus seguidores— no debe perderse de Leaps of faith de Nicholas Humphrey. Al momento de escribir no está traducido al castellano, pero algunos libros de Gardner críticos de seudociencias y sectas que prometen tales poderes han sido traducidos: La ciencia: lo bueno, lo malo y lo falso (1988) y La nueva era (1990).

¡Espléndidas lecturas para curarse del pensamiento mágico!

Posdata

El 6 de marzo de 1941 el Aurora Beacon News, periódico del pequeño pueblo donde Walter pasó la mayor parte de su vida, publicó la nota: “William Walter Muere Súbitamente en su Casa de Florida”. El artículo especificaba que Walter estaba en su cálida casa de Florida para pasar los inviernos, y que la causa de su fallecimiento había sido un ataque cardiaco.

La nota demuestra que lo que escuché en Escatología es un mito: que Walter no murió como todos sino que hizo la “transición” al siguiente plano de la existencia como Jesús (en los cursos más avanzados, los escatólogos afirman que la narrativa de la Ascensión del Nuevo Testamento describe la “transición consciente” de Jesús). El mencionado libro de Paul Kurtz desmitifica la Resurrección y Ascensión y nos muestra al Jesús histórico en toda su prosaica mortalidad.

Artículo enciclopédico

Wikipedia publicó este artículo sobre la Escatología de Walter.

Notas

[1] Stefan Zweig, La curación por el espíritu (Colección Austral, 1965), págs. 13 & 110s.

[2] Tanto las doctrinas de Eddy como las de Walter aparecen en publicaciones que las respectivas organizaciones venden al publico general. Escatología se anuncia aquí, donde es posible solicitar algunos textos de Walter. Parte de la información biográfica la obtuve del panfleto Additional background information and a brief summary of the writings of William W. Walter (Eschatology Foundation, 1977). Los textos de Escatología en estas notas han sido publicados por esa organización.

[3] William Walter, “Perfection” en Common sense series, number thirty-one (1940), pág. 1. Walter había prometido una serie de setenta folletos en “Mental warfare”, Common sense series, number eleven (1932), pág. 1.

[4] William Walter, The sharp sickle (1928), págs. 484s.

[5] La hoz, traducción de Mario Estrada (1974), págs. 313s (La hoz y La hoz afilada son dos distintos libros de Walter).

[6] Walter usó la expresión “Ley de la importunidad” en The unknown God, Vol. II, (1922), pág. 123, libro que alegadamente es “la interpretación metafísica”, versículo por versículo, de los evangelios; y explica la importunidad en Notas de la clase primaria, traducción de Mario Estrada (1975), págs. 105s.

[7] The sharp sickle (op. cit.), págs. 278s.

[8] Genevieve Rader, The sharp sickle questions: Eschatology (1962), págs. 256-284.

[9] Martin Gardner, The healing revelations of Mary Baker Eddy (Prometheus Books, 1993), pág. 217.

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