Las invenciones del México indio. Nacionalismo y cultura en México 1920 – 1940

Las invenciones del México indio. Nacionalismo y cultura en México 1920 – 1940
Dr. Ricardo Pérez Montfort

Los veinte años que comprendieron la pacificación del territorio mexicano después del movimiento revolucionario de la segunda década del presente siglo (XX), fueron particularmente ricos en discusiones de tema nacionalista. Entre l920 y l940 la cultura nacional intentó definirse de muy diversas maneras y posturas. Si bien el nacionalismo ya formaba parte del enorme bagaje cultural que el México revolucionario heredaba del conflictivo siglo XIX, un fuerte impulso introspectivo, con ciertos aires renovadores, permeó tanto al período de la Revolución armada, como a los veinte años que la siguieron, por lo que dicho impulso pudo bautizarse con el nombre de nacionalismo revolucionario. Ese mismo impulso continuó hasta los años cuarenta y cincuenta, aunque ya para entonces se encontraba gastado, era poco convincente y más aún se había convertido en el discurso cultural de una élite en el poder que poco se identificaba ya con los planteamientos revolucionarios de los años 10, 20, y 30.

Para mediados del siglo, la manipulación, la demagogia y la consolidiación de los estereotipos nacionales habían minado la base popular de esa introspección, convirtiéndola en un discurso político hueco y con fuertes visos de agotamiento. La dimensión filosófica, histórica y antropológica de esa ‘mexicanidad’, en cambio, siguió preocupando a una facción importante de la intelectualidad mexicana hasta bien entrados los años setenta, y podríamos afirmar que sigue preocupando sobre todos a académicos y a uno que otro político.

Si bien el país se transformó radicalmente en esos veinte años que van de1920 a1940, es posible observar, en aquel período, un desarrollo muy particular en la expresión del discurso nacionalista mexicano. Apareció como recurso fundamental entre las élites políticas, económicas y culturales; aunque también fue tema predilecto de los espacios populares, tanto urbanos como rurales. Como justificación de proyectos y posiciones políticas o culturales el nacionalismo permitió tal cantidad de matices que en no pocas ocasiones sirvió para intereses contrarios, e incluso dio pie a confrontaciones que fueron más allá del simple intercambio de argumentos.

Estuvo presente tanto en las polémicas de corte universitario como en los planes que acompañaron las múltiples rebeliones que se vivieron en aquel período. Intimamente ligado a sus propósitos políticos o culturales, el discurso nacionalista por lo general tuvo como tema central a un ente que más rayaba en los abstracto que en las manifestaciones concretas y al que todos se referían como “pueblo mexicano”.

La inmensa carga popular que trajo consigo el movimiento revolucionario replanteó el papel que “el pueblo” desempeñaría en los proyectos de nación surgidos durante la contienda de l910-1920 y en los años subsiguientes. El discurso político de los gobiernos posrevolucionarios, y contadas acciones concretas, identificaron al “pueblo” como el protagonista esencial de la Revolución y destinatario de los principales beneficios de dicho movimiento. En claro contraste con lo que durante el porfiriato se pretendió fuera “el pueblo” , los revolucionarios reconocieron que éste se encontraba sobre todo entre los sectores marginados. El “pueblo” se concibió entonces como el territorio de “los humildes”, de “los pobres”, de las mayorías, mucho más ligadas a los espacios rurales que a los urbanos.

Ya fuesen campesinos o proletarios, indígenas o mestizos los supuestos integrantes de ese “pueblo mexicano” ocuparon un espacio predilecto en las expresiones políticas, económicas y culturales de los años 20-40. Tanto en los ámbitos intelectuales como en los artísticos, en los elitistas y en los más comunes y corrientes, esa concepción tan amplia de lo popular tuvo infinidad de variantes. Desde los discursos académicos hasta las tiras cómicas, desde las carpas o los teatros de revista hasta los recintos parlamentarios, ese “pueblo mexicano” fue un tema sumamente recurrente.

Pero, definir con cierta exactitud aquel sustantivo: “pueblo”, planteaba un problema bastante severo. Lo mismo sucedía con el adjetivo: “mexicano”. Aún así ese “pueblo mexicano” era sujeto predilecto de aquel “nacionalismo revolucionario”. Como personaje protagónico con ciertas características un tanto indefinibles, formaba parte central de los ambientes intelectuales, de los corrillos políticos, de los espacios populares, las expresiones lúdicos y el espíritu de controversia del momento.

Lo cierto era que al hablar del “pueblo mexicano” el llamado “nacionalismo revolucionario”, en términos generales, empujaba hacia una nueva identificación y valoración de lo propio, negando y diferenciándose de lo extraño o extranjero; en su tono político y en su expresión cultural intentaba definir ciertas características particulares, raciales, históricas o “esenciales” de ‘la mexicanidad’. Para ello abrió un inmenso abanico de argumentos; desde los ‘científicos’ hasta los circunstanciales. Esto complicó enormemente los intentos de definición de aquel sujeto, ya que la identidad nacional en ese momento echó mano de los recursos más disímbolos. La pluralidad y complejidad de ese “pueblo mexicano” inmediatamente saltó a la vista, por lo que su reducción a un concepto más o menos sólido se convirtió en una tarea harto difícil.

El “ser” del mexicano preocupó a filósofos y a literatos, se regodeó en los manifestaciones populares y en el arte ‘culto’, se plasmó en los colores de los artistas plásticos y sonó en la naciente radio, formó parte de los argumentos diplomáticos y buscó la creación de estereotipos en el cine y en general dió mucho qué decir en el complicado mundo de la cultura nacional. Políticos, escritores y artistas se lanzaron a un sinnúmero de polémicas, que tenían como aparentes temas centrales: la revolución, la nacionalidad, la historia, la cultura o la raza, pero cuyo primordial afán parecía inclinarse por darle un contenido a eso que llamaban “el pueblo mexicano”.

Estrechamente vinculada a ciertas ideas generales de ‘lo popular’, la identificación de la mexicanidad hacía las veces de justificación del proyecto nacional, fuese éste oficial o de oposición, político o económico, pero sobre todod cultural. Desde los primeros años -los años 1921 a l925, en que existía una relación bastante estrecha entre élites culturales y grupos populares, hasta su clara separación durante los años cuarenta, ‘lo popular’ y ‘lo mexicano’ -como vertientes fundamentales del nacionalismo posrevolucionario- nunca parecieron abandonar el espacio de la polémica.

Durante el régimen de los llamados “caudillos” -Alvaro Obregón y Plutarco Elías Calles-, el proyecto educativo oficial, establecido y comandado en un inicio por José Vasconcelos, incorporó el nacionalismo como elemento central. A partir de entonces fue recurrente en los programas educativos posrevolucionarios. Definir al país y a su ‘pueblo’, explicar sus diversas y propias manifestaciones, fue la tarea que unió a artistas e intelectuales con lo que ellos identificaban como las mayorías.

El nacionalismo que caracterizó esta primera relación entre élites y sectores populares fue cabalmente descrito por Pedro Henríquez Ureña en l925, al hacer un primer balance de los aportes culturales de la Revolución Mexicana. “Existe hoy el deseo de preferir los materiales nativos y los temas nacionales en las artes y en las ciencias…” decía; y ponía varios ejemplos: “…el dibujo mexicano que desde las altas creaciones del genio indígena en su civilización antigua ha seguido viviendo hasta nuestros días a través de las preciosas artes del pueblo…” quedó representado en los murales de Diego Rivera y compañía; “… los cantos populares (que) todo el mundo canta, así como se deleita con la alfarería y los tejidos populares… ” fueron utilizados por Manuel M. Ponce y Carlos Chávez Ramírez, (“….compositor joven que ha sabido plantear el problema de la música mexicana desde su base…”); y los dramas sintéticos con asunto rural de Eduardo Villaseñor y de Rafael Saavedra, quienes habían “…realizado la innovación de escribir para indios y hacerlos actores…”, pretendían revivir las tradiciones literarias de aquel “pueblo mexicano”

Así, el arte creado por estas élites educadas en Europa o en los centros de estudios superiores urbanos, abrevaba orgullosamente en la vertiente popular e indígena mexicana, afirmando su condición “nacionalista”. Esto implicaba, en parte, un reconocimiento de los aportes reales de dicho “pueblo mexicano” en materia cultural, y por lo tanto también sentaba las bases para realizar un intento de repensar la historia y la cultura de este pueblo. Tradicionalmente desdeñada por las academias, la cultura popular adquirió de esa manera una fuerza inusitada en los derroteros del arte y la literatura nacionales. Pero hubo la intención de interpretarla, de rehacerla, de inventarla con fines más ligados a los intereses políticos o artísticos del momentos que a los del conocimiento o la reflexión.

Durante la siguiente década – los años treinta – muchos recursos de este afán reivindicativo de la cultura popular se gastaron rapidamente. Los regímenes posrevolucionarios no sólo habían patrocinado la mayoría de las actividades que pretendían estrechar la relación entre las expresiones artísticas de las élites y las de las mayorías, sino que se habían favorecido políticamente de tal unión, restándole autenticidad y mostrando ciertas convenciones que cada vez sabían más a demagogia. El resultado fue el impulso de ciertos estereotipos nacionales como el charro, la china poblana, el indito o el pelado con el fin de reducir a una dimensión más o menos gobernable, o si se quiere entendible, a esa multiplicidad que saltaba a la vista al momento de enunciar cualquier asunto relacionado con ese indefinible “pueblo mexicano”. A pesar del variadísimo mosaico que presentaban las manifestaciones culturales regionales tanto indígenas como mestizas, la tendencia de las políticas oficiales así como de las corrientes artísticas más relevantes era la aplicación de estos estereotipos. La asociación entre México y los charros, entre México y sus chinas poblanas, y entre México y su ‘jarabe tapatío’ terminó triunfando a la larga, conviertiendo estas representaciones en elementos muy arraigados en la identidad popular.

Otro factor que también contribuyó enormemente a la creación de esos estereotipos nacionales fue el vertiginoso crecimiento de los medios de comunicación masiva. El auge del teatro de revista en los años 10 y 20, seguido por el despegue de la radio y la industria cinematográfica mexicanas en los años 30 y 40, tuvieron mucho qué ver en la creación de mitos y en la simplificación de aquella multiplicidad de imágenes que pretendía formar parte de la identidad nacional.

En estos medios los intereses comerciales parecían estar por encima de los culturales y políticos. Referirse al gusto y al sentir del “pueblo mexicano” fue un lugar común, cuyo afán se acercaba más a un pretexto para incrementar poderes económicos, que a una preocupación por la ‘cultura nacional’. A partir de una visión conservadora -la del rural o del hacendado- combinada con los intereses económicos de los empresarios de los nuevos medios de comunicación masiva, se creó una imagen del mexicano que se impuso tanto en el mercado interno como en el exterior, ayudado, desde luego por los intereses políticos del momento. La invención de lo “típico mexicano” entraba en una de sus etapas más intensas.

El clásico ejemplo de esta invención fue la indiscutible preponderancia del charro y la china poblana bailando el jarabe tapatío como típica imagen de “mexicanidad” por encima de otros cuadros o tipos regionales. Durante los años veinte se convocaron a las diversas regiones para presentarse con sus atuendos locales en la capital -los jarochos, los huastecos, los yucatecos, los de tierra caliente, los norteños, etc.- con el fin de comprender y promover la variedad de lo “típico mexicano”. Pero esa multiplicidad fue, hasta cierto punto, negada por el afán de simplificar y teatralizar esas dimensiones simbólicas de’la mexicanidad’. Para la segunda mitad de los años treinta aquella variedad sucumbía ante la homogeneidad de los charros y chinas, cantores y bailadoras, tan típicamente representados las películas como Allá en el rancho grande (l936) Ora Ponciano (l937) y Ay Jalisco no te rajes (l941) , todas ellas de gran éxito en los mercados de habla hispana.

En estas películas se seguía reconociendo tibiamente que “lo mexicano” era aquello relacionado con las mayorías. Esto es: que “los campesinos eran la base del país”. No cabe duda que la imagen estereotípica reducida a aquel cuadro hegemónico -del charro y la china bailando el jarabe tapatío- manejado por los medios de comunicación masiva, empezaba a producir resquemor, sobre todo en ámbitos intelectuales. Pero en los espacios populares urbanos, que poco a poco irían ocupando los crecientes sectores medios -a su vez los principales consumidores de este cuadro estereotípico- el charro, la china y el jarabe se convirtieron en tema tanto de películas como de celebración oficial. No faltaban en los bailes escolares, ni en desfiles, y el cuadro típico parecía ser una referencia nostálgica a un México rural, impuesto desde un territorio centralista.

Otro elemento que también contribuyó a la creación de estos estereotipos – o invensiones de México- fue la imagen que de los mexicanos se formaron diversos autores y artistas extranjeros. Una gran cantidad de escritores, dibujantes, fotógrafos, cineastas, etc. visitó el país durante aquellos años. Cada uno intentó hacer un retrato o descripción del México que vieron, resaltando defectos y virtudes que no tardaron en convertirse en sinónimos de “lo mexicano”. Desde las negativas visiones de Vicente Blasco Ibáñez o de D.H. Lawrence hasta las apologías de Paul Strand y Anita Brenner, estas imagenes del ‘pueblo de México’ circularon tanto en el país como en el extranjero con un afán -entre muchos- de definir la mexicanidad.

En ocasiones su definición se convirtió en un estereotipo más, reduciendo las características del mexicano a unos cuantos conceptos que en la mayoría de los casos alteraban e incluso negaban la complejidad histórica y cultural del país y sus pobladores. Para mucho autores extranjeros, ‘la mexicanidad’ resultaba un asunto de tan difícil sujeción, que sólo lograban manifestar su admiración o su incomprensión. Aún así, también dieron lugar a la creación de una representación simplificada o estereotípica del mexicano.

Un caso extremo, un tanto desconocido, fue el del médico alemán Arnold Krumm Heller, quien entre 1927 y l939 publicó varios trabajos sobre México y la mexicanidad. Sus versiones sobre el país y su pasado prehispánico respondían -como tantos otros- a sus propios intereses ligados al ascenso del fascismo y el nacionalsocialismo en Europa central. Entre sus muchas versiones de la historia universal y particularmente de la mexicana justificaba “la condición de mando de las razas arias y azteca” al afirmar que ambas eran semejantes en su superioridad frente a las demás, pues las dos provenían del norte. Por ello tanto México como Alemania tenían derecho a estar por encima del resto de los paises en el reparto del mundo.

Sin embargo, en medio de tantas invenciones, proposiciones y discusiones de orden nacionalista, serias diferencias surgieron entre quienes pretendían definir al pueblo mexicano basándose en una explicación sobre sus orígenes, su raza, o su lugar entre el resto de las naciones. A grandes rasgos se podrían identificar tres corrientes de pensamiento que estuvieron presentes en esas discusiones: el indigenismo, el hispanismo y el latinoamericanismo. Las tres tuvieron su lugar tanto en las polémicas de corte elitista como en los ámbitos populares.

El indigenismo fue ligándose cada vez con mayor fuerza a los proyectos oficiales , mientras que el hispanismo formó parte indiscutible del discurso conservador. El latinoamericanismo, por su parte, intentó en cierta medida incorporar a los dos anteriores pero con miras hacia el futuro y con la justificación del pasado común, ya mostrando ciertas alianzas con las otras según sus intereses particulares.

El indigenismo y el hispanismo se oponían claramente. Para el primero era necesario reivindicar el pasado indígena, brutalmente negado por la conquista española. Para encontrar el sentido de ‘la mexicanidad’ el ‘pueblo mexicano’ debía reconocerse en sus tradiciones ancestrales y los gobiernos revolucionarios debían preocuparse por el bienestar de los herederos de aquellas tradiciones -los indios-.

En cambio, para el hispanismo, era precisamente ‘lo hispano’ lo que había dado carácter a los mexicanos. La religión católica y la lengua castellana eran argumentos inequívicos de la deuda que México tenía para con ‘la madre Patria’. La conquista y la colonia habían sido un acontecimiento doloroso pero necesario para incorporar a la nación mexicana al camino ‘civilizatorio’.

El latinoamericanismo, por su parte, no se preocupaba gran cosa por el pasado. Si bien negaba “las culturas anquilosadas” del Viejo Continente y el “atraso de las culturas aborígenes”, el énfasis de sus argumentos estaba sobre todo en sus proyectos y su confianza en el futuro.

Para los intereses de este trabajo sólo me referiré a ciertos aspectos que abordan el llamado indigenismo de aquellos años. Y en particular se trata de algunas ideas y datos referentes a su reinterpretación o invención del pasado prehispánico en tres ámbitos de la cultura popular, el cine, el teatro y la prensa periódica, así como algunos proyectos estatales ligados a dicha cultura.

Si bien a principios de los años veinte el estereotipo del indio ya se encontraba en proceso de formación, el nacionalismo posrevolucionario se encontraba en un dilema con respecto a su ubicación como parte de la mexicanidad. Entrelazadas con las múltiples expresiones de la cultura popular, la concepción de lo indígena se debatía entre dos extremos. Por un lado se insistía en incorporarlo al proyecto nacional -por lo menos en el discurso- puesto que se trataba de un sector importantísimo de “el pueblo mexicano”, pero por otro subsistía la distancia despectiva marcada por los sectores herederos del porfiriato y el insistente sabor de lo exótico con que lo rodeaban.

En la prensa periódica y en el incipiente cine nacional por ejemplo apareció una preocupación por la belleza indígena. El Universal en l921 organizó un sonado concurso llamado “La India Bonita” que tuvo como fin escoger a la “mujer de raza indígena más bella del país. La ganadora fue María Bibiana Uribe, de quien aquel periódico se refería así: “…Ha llegado a nosotros acompañada de su abuela, una india pura de raza ‘meschica’ que no habla español. Viene de la Sierra, donde nació y vivió y aún trae un ‘huipil’ atado a la cintura. Hoy posee tres mil pesos y una enorme cantidad de obsequios y al verse rodeada de tanta gente desconocida piensa en la leyenda del bello príncipe Tonatiuh que unió sus destinos a los de una plebeya que tenía nombre de flor. Se llama María Bibiana Uribe y tiene 18 años…”

La referencia mítica unía el pasado prehispánico con el presente y permitía una revaloración, un tanto romántica y en un tono que sonaba bastante falso, de la belleza indígena

En el cine la cosa no fue muy distinta. Como parte de la reacción en contra de la imagen del mexicano que proponía el cine norteamericano, pero también con el afán de identificarse como algo distinto y original capaz de responder a los impulsos nacionalistas del momento, los productores de cine, desde épocas muy tempranas, recurrieron a las raíces prehispánicas para hacer un cine de tema mexicano.

Desde los logotipos de las compañías cinematográficas, que mostraban grecas y nombres de orígen prehispánico -Aztlán Films, Popocatepetl Films, o Quetzal Film- hasta los argumentos que tocaban temas legendarios e históricos, como Tepeyac (l918), Cuauhtémoc (l919) o El rey poeta, (l920) la reivindicación de lo indígena prehispánico, formó parte del cine nacional. Aunque también se inclinara por temáticas coloniales o decimonónicas, el cine encontró en los asuntos del exotismo prehispánico un rasgo que lo diferenciaba con mayor nitidez del europeo o el norteamericano. En películas como Cuauhtémoc realizada en fechas tan tempranas como l9l9, se reconocía la belleza indígena identificándola como ‘nuestra’, aunque con el distanciamiento característico de la sociedad mestiza y urbana. El historiador del cine mexicano Aurelio de los Reyes cita las memorias de Jose María Sánchez García quien recordaba: “…además de las princesas y damas nobles de la corte de Cuauhtémoc, entre los ‘extras’ había indias de auténtica belleza, dignas representantes de nuestra raza de bronce…

Reconocer la belleza indígena negada durante siglos implicaba una revaloración de “lo nuestro”, es decir, pretendía responder a un principio nacionalista, desde luego incorporativo pero marcadamente paternalista. Esta sería una de las características clásicas del ‘reconocimiento’ de lo indio.

Si bien las representaciones del pasado indígena de aquel cine hecho en México durante los años veinte estaban plagadas de referencias románticas, no cabe duda que éstas respondían a una busqueda de cierta especificidad ‘propia de los mexicanos’. La idea del indígena, en efecto, se revaloraba. En la película Tabaré (l918) por ejemplo, se describía al personaje principal como un “…indio joven, de alta estatura, de fuerte musculatura, de mirada impasible, huraño, nervioso, y reservado…” Esto correspondía a una visión idealizada -estreotípica- muy particular del indígena prehispánico. En otras palabras, se trataba de una invención.

En las historietas de las publicaciones periódicas también aparecieron estas referencias al pasado prehispánico con cierto tono de idealización, pero con el tinte del buen humor. En una de las primeras tiras cómicas publicadas en México, protagonizada por un héroe netamente mexicano, “Don Catarino”, el pasado indígena quedaba claramente establecido como antecedente de la mexicanidad del personaje central. Aparecido en l921 en El Heraldo, “Don Catarino Rodríguez Rápido” -quien más tarde se convertiría en un clásico de la historieta nacional- se reconocía con antecedentes indígenas puros y españoles “aventureros”. En su ‘ahuehuete generalógico’, del lado paternal y del lado “matricida”, los personajes iniciales eran dos españoles y dos “purititas indias aztecas”. Las dos -desde luego en plan de chunga- tenían nombre y atuendo indígena: eran Mixcoac y Ciriaxixtli.

Aprovechando la presentación de sus antepasados, Don Catarino, narraba el encuentro de Cortés y Moctezuma, haciendo mofa de los ambientes prehispánicos a los que se refería la ‘historia de bronce’. Contaba, por ejemplo que al encuentro “…también acudieron invitados todititos los caballeros de la corte de Moctezuma y, en el bautizo li armaron una frasca retesimpática (a Cortés) que di altiro la echó a perder un caballero águila, que se puso a volar por la habitación de la fiesta, hasta qui otro caballero tigre se lo echó al plato a puro zarpazo. Esto dio motivo a que el bochinche si acabara, pos casi de mala manera, y que el Emperador se fuera a sus habitaciones, que le dicen particulares, acompañado por la Reyna Xóchitl y di un esclavo tlachiquero….”

La revaloración de lo indígena prehispánico podía percibirse también algunos proyectos estatales, aunque seguramente dirigidos a sectores minoritarios. Por ejemplo con el intento de darle un sentido nacionalista al fomento de grupos al estilo de los boys-scouts, la Secretaría de Educación Pública impulsó la formación de “tribus de exploradores”. Los miembros de estas ‘tribus’ se organizaban con diversos grados, según responsabilidades y pruebas superadas, desde los “tequihuas” hasta los “tlacatecuhtlis”. Cada “tribu” se identificaba con el nombre de algún grupo étnico, como nahuas, toltecas, texcucanos, tarascos, otomíes, etc. Y cada año intentaban “resuscitar tradiciones para hacer Patria, celebrando las fiestas simbólicas más bellas que efectuaban los antiguos mexicanos…”

Como parte de un nuevo auge nacionalista instaurado por el gobierno a través de Campañas, Semanas y Programas de apoyo a la producción nacional, con el afán de sacar al país adelante después de la crisis del 29 , en 1931 se estrenó La Raza de Bronce pieza teatral que se proponía dignificar la imagen del indio, que en época anteriores apareció en el teatro popular pero con el constante afán de burlarse de él . A partir de esta obra el tono en el tratamiento de temas indígenas, ya fueren prehispánicos o contemporáneos, pareció hacer a un lado la ridiculización para abordar dichas temáticas con mayor solemnidad.

En aquellas épocas también surgió la idea, copiando algunos esquemas teatrales europeos, de hacer un teatro de masas. En el Estadio Nacional, en las pirámides de Teotihuacán, en la barriada de Balbuena o en el ‘flamante Auditorio Nacional’, se escenificaron “ceremonias del quinto sol” o piezas cuyos títulos, además del tono revolucionario, indicaban el sentido estereotípico y nacionalista que las caracterizó: Liberación (l930), , Fuerza Campesina (l934), El mensajero del sol (l941) La redención del indio (1956). Las referencias al mundo prehispánico idealizado era una constante en estas obras que llegaron a reunir hasta trescientes actores en escenas que simulaban toda clase de “rituales” con danzas y fiestas “aztecas”. El tono por lo general era serio y solemne.

Aún cuando los autores de revistas no tardaran en volver al relajo, la miseria y el abandono de los indígenas contemporáneos se convirtió en algo digno de tocarse, pero con miras hacia lo que se llamó “redención de la raza aborígen”. El indio se presentó como víctima de un sistema de explotación, pero que ahora ya podría fincar sus esperanzas en el futuro, porque el régimen “ya había tomado el asunto en sus manos”.

La gran atención que el gobierno del general Lázaro Cárdenas puso en los grupos indígenas del país contribuyó enormemente al tratamiento solemne y formal del tema indigenista en la cultura popular urbana. El teatro de revista, que por lo general, tomaba todo a chacota, perdía mucha de su originalidad y fuerza al dejarse patrocinar por el gobierno, cosa que sucedió cada vez con mayor frecuencia desde los primeros años treinta. Así, en medio de ciertos tratamientos de eminente tono folklorista y patriotero se pudieron escuchar los reclamos indios que pasaban en boca de los artistas escénicos más relevantes de entonces.

En junio de l935, por ejemplo, se estrenó una revista titulada “El país del mañana”, en la que durante un cuadro ubicado en la Nueva España en el año de 1678, Joaquín Pardavé hacía las veces de un indio -de calzón blanco, camisa colorada, sombrero y huarache-. El indio dialogaba con una pitonisa:

“…Pitonisa: ¿Qué te ocurre, qué te pasa?

Indio: Pos niña que estoy muy triste, que por allá por mis terrenos llegaron es que unos encomenderos y que me sacaron del jacal y es que me avanzaron mis tierritas, las tierritas que dijo mi papá que me pertenecían porque eran de mis abuelos, y ahí tengo amis chamacos y al güey de mi compadre, y a la gallina de mi mujer, y al puerquito de mi suegro, y al pato de mi cuñado, en medio del potrero, sentados en un nopal y mirando pa’ nuestra tierra

Pitonisa: ¡Qué barbaridad! Un despojo más de los encopetados que explotan al nativo, al pobre indio que debía ser el amo de estas tierras.

Indio: Pues a mí me han contado que asté es la Divina Garza. Al principio el siñor Cura me dijo que me fiara yo de la Virgen y no corriera, y me he pasado con sus tres noches rezándole reteharto, pero no me hizo caso, quien sabe si porque juí con esta camisa colorada, pero aluego mi campadre me habló de asté y me dijo que podría darme un buen consejo y es lo que quero, que me diga asté lo que hago.

Pitonisa: (Mirando en una bola de cristal) Pues muy sencillo, esperar; que día llegará en que se repartan las tierras; en que al indio le den sus ejidos….Veo en el porvenir, en el horizonte de esta patria, las figuras que han de venir a restituirte las tierras, a darte posesión de tu patrimonio y a compensarte de todo lo que te han despojado….”

Como puede percibirse, el tono estereotípico del indio se seguía cultivando, aunque ahora el afán de la obra era reivindicar al gobierno, ya que, al parecer, estaba haciendo algo por aquél. Vinculándose a una imagen del pasado, en la que el indígena había gozado de sus pertenecias posteriormente arrebatadas por la conquista, el presente parecía menos desolador.

Mientras esto sucedía en el teatro, el indigenismo tuvo un vuelco definitivo en el cine mexicano que también contribuyó con mucho a la formación del estereotipo del indio, en contraposición con el cuadro estereotípico mestizo del charro y la china poblana.

A principios de la década de los años 30 la presencia del cineasta soviético Sergei Eisenstein en México impulsó un profundo interés por los asuntos indígenas -desde luego promovido por figuras como Diego Rivera, Adolfo Best Maugard, Roberto Montenegro y Gabriel Fernández Ledesma- marcando un hito en la cinematografía mexicana. Aún cuando en ocasiones previas, cineastas mexicanos se hubieran preocupado por retratar tanto el pasado y el paisaje nacional como sus habitantes, con Eisenstein la imagen del “indio mexicano” adquirió cierto tono ‘realista’ que asombró a sus mismos promotores y amigos locales. Eisenstein prácticamente no utilizó actores profesionales y se fue hasta los parajes más remotos del territorio nacional en busca de ruinas prehispánicas para conseguir sus clásicos encuadres. Sus imágenes eran muy cuidadas, y sobre todo, traslucían el punto de vista de un creador sensible, capaz de darles una fuerza dramática, que no se había visto antes en el cine mexicano.

Para algunos contemporáneos, Eisenstein, fue el ‘pionero’ de la ‘imagen del indio mexicano’ en la cinematografía. Para otros fue sólo quien la internacionalizó. Independientemente de ello, lo que sí era posible ver en los trabajos de Eisenstein era la contundente presencia del indio y sus pasado en el México que se filmaba. El cineasta soviético parecía distante a la temática nacionalista pero mostraba una gran sensibilidad en su acercamiento a la imagen de ‘lo mexicano’. Su mirada de extranjero les daba a sus imagenes indígenas muchas características muy particulares, las cuales los cineastas nacionales no tardarían en emular y reinterpretar para ahondar en la construcción de las versiones de indios mucho más estereotípicas. Ahí están como ejemplo los clásicos trabajos de Emilio “El Indio” Fernández, Maria Candelaria (l943) y Maclovia (l948). Tanto en la primera como en la segunda son notables las apelaciones a los valores estereotípicos tales como la manera de hablar, de vestir, las actitudes humildes, la sumisión, etc. Resulta particularmente llamativo que en ambos casos sean actores de clara raigambre mestiza los que estelaricen los papeles de los indígenas. A saber: Dolores del Río en la primera y Maria Félix en la segunda, y en ambas acompañadas nada menos que por Pedro Armendáriz.

Finalmente, a principios de los años cuarenta, una vez establecido el estereotipo, constantemente repetido en los medios de comunicación masiva, el indigenismo y la reivindicación del pasado prehispánico en la cultura popular urbana se estancó. Incorporado al discurso estatal y con una serie de instituciones que debían encargarse de sus asuntos , el acartonamiento y los lugares comunes permearon su aparición en teatro, pantalla y prensa popular. La connotación folklórica tuvo entonces mayor peso que la reivindicación social. A pesar de la enorme presencia que los indígenas han tenido en la cultura, en la economía y en los planes políticos de los años subsiguientes, para la cultura popular urbana éstos parecieron abandonar su condición real para diluirse en el estereotipo gestado en los años veinte y treinta, despolitizándolo y estableciendo su ‘típico’ patrón de ‘mexicanidad’.

Afortunadamente a partir de l994, con el levantamiento de Chiapas, esta imagen estereotípica de los indígenas, basada en el lugar común y en el paternalismo, tiende a desarticularse.

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