Nietzsche y Foucault I

INTERPRETAR, PENSAR Y NIETZSCHE
A continuación tres fragmentos de textos de Michel Foucault sobre Nietzsche, la interpretación, la historia y pensar.

De Nietzsche, la genealogía, la historia.

por Michel Foucault

[…] La genealogía […] se opone […] al despliegue metahistórico de las significaciones ideales y de los indefinidos teleológicos. Se opone a la búsqueda del “origen”.

[…] Buscar un tal origen, es intentar encontrar “lo que estaba ya dado”, lo “aquello mismo” de una imagen absolutamente adecuada a sí; es tener por adventicias toda las peripecias que han podido tener lugar, todas las trampas y todos los disfraces. Es intentar levantar las mascaras, para develar finalmente una primera identidad. Pues bien, ¿si el genealogista se ocupa de escuchar la historia más que de alimentar la fe en la metafísica, qué es lo que aprende? Que detrás de las cosas existe algo muy distinto: En absoluto su secreto esencial y sin fechas, sino el secreto de que ellas están sin esencia, o que su esencia fue construida pieza por pieza a partir de figuras que le eran extrañas.

¿La razón? Pero ésta nació de un modo perfectamente razonable, del azar [ii] ¿El apego a la verdad y al rigor de los métodos científicos? Esto nació de la pasión de los sabios, de su odio recíproco, de sus discusiones fanáticas y siempre retomadas, de la necesidad de triunfar – armas lentamente forjadas a lo largo de luchas permanentes – [iii]. ¿Será la libertad la raíz del hombre la que lo liga al se y a la verdad? En realidad, ésta no es más que una “invención de las clases dirigentes” [iv]. Lo que se encuentra al comienzo histórico de las cosas, no es la identidad aún preservada de su origen -es la discordia de las otras cosas, es el disparate.

[…] se desea creer en sus comienzos las cosas estaban en su perfección; que salieron rutilantes de las manos del creador, o de la luz sin sombra del primer amanecer. El origen está siempre antes de la caída, antes del cuerpo, antes del mundo y del tiempo: está del lado de los dioses, y al narrarlo se canta siempre una teogonía. Pero el comienzo histórico es bajo, no en el sentido de modesto o discreto como el paso de la paloma, sino irrisorio, irónico, propicio a deshacer todas las fatuidades.

[…]La relación de dominación tiene tanto de “relación” como el lugar en la que se ejerce tiene de no lugar. Por esto precisamente en cada momento de la historia, se convierte en ritual; impone obligaciones y derechos; constituye cuidadosos procedimientos. Establece marcas, graba recuerdos en las cosas e incluso en los cuerpos; se hace contabilizadora de deudas. Universo de reglas que no está en absoluto destinado a dulcificar, sino al contrario a satisfacer la violencia. Sería un error creer, siguiendo el esquema tradicional que la guerra general, agotándose en sus propias contradicciones, termina por renunciar a la violencia y acepta suprimirse a sí misma en las leyes de la paz civil. La regla, es el placer calculado del encarnizamiento, es la sangre prometida. Ella permite relanzar sin cesar el juego de la dominación. Introduce en escena una violencia repetida meticulosamente.

El deseo de paz, la dulzura del compromiso. La aceptación tácita de la ley, lejos de ser la gran conversión moral o el útil cálculo que a dado a luz a las reglas, a decir verdad, no es más que el resultado y la perversión: “falta, conciencia, deber, tienen su centro de emergencia en el derecho de obligación; y en sus comienzos como todo lo que es grande en la tierra ha sido regado de sangre” [v]. humanidad no progresa lentamente, de combate en combate, hasta una reciprocidad universal en la que las reglas sustituirán para siempre a la guerra, instala cada una de estas violencias en un sistema de reglas y va así de d[…] si interpretar es ampararse, por violencia o subrepticiamente, de un sistema de reglas que no tiene en sí mismo significación esencial, e imponerle una dirección, plegarlo a una nueva voluntad, hacerlo entrar en otro juego, y someterlo a reglas segundas, entonces el devenir de la humanidad es una serie de interpretaciones. Y la genealogía debe ser su historia: historia de la morales, de los ideales, de los conceptos metafísicos, historia del concepto de libertad o de la vida ascética como emergencia de diferentes interpretaciones. Se trata de hacerlos aparecer como sucesos en el teatro de los procedimientos.

[…] lo que Nietzsche nunca ceso de criticar después de la segunda de las intempestivas, es esta forma de historia que reintroduce (y supone siempre) el punto de vista suprahistórico: una historia que tendría por función recoger, en una totalidad bien cerrada sobre sí misma, la diversidad al fin reducida del tiempo; una historia que nos permitiría reconocernos en todas partes y dar a todos los desplazamientos pasados la forma de la reconciliación; una historia que lanzará sobre todo lo que está detrás de ella una mirada de fin del mundo. Esta historia de los historiadores se procura un punto de apoyo fuera del tiempo, pretende juzgarlo todo según una objetividad de apocalipsis; porque ha supuesto una verdad eterna, un alma que no muere, una conciencia siempre idéntica a sí misma. Si el sentido histórico se deja ganar por el punto de vista supra-histórico, entonces la metafísica puede retomarlo por su cuenta y, fijándolo bajo las especies de una conciencia objetiva, imponerle su propio “egipcianismo”.

[…] el cuerpo está aprisionado en una serie de regímenes que lo atraviesan; está roto por los ritmos del trabajo, el reposo y las fiestas; está intoxicado por venenos -alimentos o valores, hábitos alimentarios- y leyes morales todo junto; se proporciona resistencias [vi]. La historia “efectiva” se distingue de la de los historiadores en que no se apoya sobre ninguna constancia: nada en el hombre -ni tampoco su cuerpo- es lo suficientemente fijo para comprenderá a los otros hombre y reconocerse en ellos. Todo aquello a lo que uno se apega para volverse hacia la historia y captarla en su totalidad, todo lo que permite retrazarla como un paciente movimiento continuo -todo esto se trata de destrozarlo sistemáticamente-. Hay que hacer pedazos lo que permite el juego consolador de los reconocimientos.

Saber, incluso en el orden histórico, no significa “encontrar de nuevo” ni sobre todo “encontrarnos”. La historia será “efectiva” en la medida en que introduzca lo discontinuo en nuestro mismo ser. Dividirá nuestros sentimientos; dramatizará nuestros instintos; multiplicará nuestro cuerpo y lo opondrá a sí mismo. No dejará nada debajo de sí que tendría la estabilidad tranquilizante de la vida o de la naturaleza, no se dejará llevar por ninguna obstinación muda hacia un fin milenario. Cavará aquello sobre lo que se la quiere hacer descansar, y se encarnizará contra su pretendida continuidad. El saber no ha sido hecho para comprender, ha sido hecho para hacer tajos.

[…] Hay toda una tradición de la historia (teológica o racionalista) que tiende a disolver el suceso singular en una continuidad ideal al movimiento teleológico o encadenamiento natural. La historia “efectiva” hace resurgir el suceso en lo que puede tener de único, de cortante. Suceso -por esto es necesario entender no una decisión, un tratado, un reino, o una batalle, sino una relación de fuerzas que se invierte, un poder confiscado, un vocabulario retomado y que se vuelve contra sus utilizadores, una dominación que se debilita, se distiende se envenena sí misma, algo distinto que aparece en escena enmascarado. Las fuerzas presentes en la historia no obedecen ni a un destino ni a una mecánica, sino al azar de la lucha [vii]. […] la historia efectiva no conoce más que un solo reino, el que no hay providencia ni causa final -sino solamente “la mano de hierro de la necesidad que sacude el cuerno de la fortuna” [viii]

[…] la historia tiene algo mejor que hacer que ser la sirvienta de la filosofía y que contar el nacimiento necesario de la verdad y del valor; puede ser el conocimiento diferencial de las energías y de los desfallecimiento, de las alturas y de los hundimientos, de los venenos y de los contravenenos. Puede ser la ciencia de los remedios [ix].

En fin, último rasgo de esta historia efectiva. No teme ser un saber en perspectiva. Los historiadores buscan en la medida de lo posible borrar lo que pueda traicionar, en su saber, el lugar desde el cual miran, el momento en el que están, el partido que toman -lo inapresable de su pasión-. El sentido histórico, tal como Nietzsche lo entiende, se sabe perspectiva, y no rechaza el sistema de su propia injusticia. Mira desde un ángulo determinado con el propósito deliberado de apreciar, de decir si o no, de seguir todos los trazos del veneno, de encontrar el mejor antídoto.

[…]

Otro uso de la historia: la disociación sistemática de nuestra identidad. Porque esta identidad, bien débil por otra parte, que intentamos asegurar y ensamblar bajo una máscara, no es más que una parodia: el plural la habita, numerosas almas se pelean en ella; los sistemas se entrecruzan y se dominan unos a los otros. Cuando se ha estudiado la historia, uno se siente “feliz” por oposición a los metafísicos, de abrigar en sí no un alma inmortal, sino muchas almas mortales [x]. Y en cada una de estas almas, la historia no descubrirá una identidad olvidada, siempre presta a nacer de nuevo, sino un complejo sistema de elementos múltiples a su vez, distintos, no dominados por ningún poder de síntesis: “es un signo de cultura superior mantener en plena conciencia ciertas fases de la evolución que los hombres ínfimos atraviesan sin pensar en ello. El primer resultado es que comprendemos a nuestros semejantes como sistemas enteramente determinados y como representantes de culturas diferentes, es decir como necesarios y como modificables. Y de rechazo: que en nuestra propia evolución, somos capaces de separar trozos y de considerarlos separadamente” [xi]. La historia, genealógicamente dirigida, no tiene como finalidad reconstruir las raíces de nuestra identidad, sino por el contrario encarnizarse en disiparlas; no busca reconstruir el centro único del que provenimos, esa primera patria donde los metafísicos nos prometen que volveremos; intenta hacer aparecer todas las discontinuidades que nos atraviesan. […]

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