temazcal al borde de la vida

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Temazcal; al borde de la vida

Jorge Ramos Ávalos

PUERTO MORELOS, MÉXICO.— Es el baño sauna de los mayas. Pero más allá de limpiar las toxinas del cuerpo, te avienta a una aventura del alma totalmente inesperada; al menos para un primerizo como yo.

Antes de desaparecer del mapa por razones aún inexplicables, los mayas acostumbraban sanarse (por dentro y por fuera) con el ritual del temazcal. Primero saludaban los cuatro puntos cardinales -que representan las etapa de la vida y estaciones del año: niñez/primavera, adolescencia/verano, madurez/otoño y sabiduría/invierno- y se hacían una limpia con humo vegetal. Luego se internaban en un recinto cavernoso calentado por piedras volcánicas para sudar sus enfermedades, limpiar la piel y enfrentar sus miedos.

“Es como regresar al vientre materno”, nos dijo Nancy, la guía, a los cuatro incautos que desconocíamos totalmente en lo que nos estábamos metiendo. Pero tengo que reconocer que la experiencia de entrar al temazcal sonaba intensa e interesante. “Sin duda, mejor que un masaje”, pensé. “Al menos es algo nuevo”.

El ayudante de Nancy, un indígena maya llamado extrañamente Secreto, alimentaba madera al fuego de un horno en forma cilíndrica donde las piedras volcánicas ponían al rojo vivo su ahuecado corazón. Siguiendo el ritual maya, pasamos del este al sur y del oeste al norte envueltos en un humo aromatizante. Luego, con una solemnidad casi religiosa, repetimos una breve oración maya y bajamos los tres escalones al interior del temazcal, construido en forma de pirámide.

Los cuatro novicios nos sentamos sobre unos tapetes de petate cuadrangulares que a su vez descansaban sobre la arena tibia y talcosa del caribe mexicano. En ese mismo espacio habrían cabido ocho personas cómodamente sentadas en posición de flor de loto. Pero los que perdimos hace tiempo la flexibilidad juvenil pudimos estirar groseramente las piernas sin golpear a nadie. Y así comenzó el viaje a la oscuridad.

Secreto empezó a traer las piedras incandescentes a un hoyo en la base de la pirámide y cuando el montón de lava petrificada –y ahora renacida por el fuego- sobrepasó la superficie, Nancy le ordenó que cerrara la puerta por fuera. El azotón me hizo saltar el pecho. Un haz de sol yucateco se colaba de manera rebelde por las rendijas de la puerta. Pero los orificios fueron rápidamente tapados, también por fuera, como si un lápiz gigantesco borrara cuatro líneas de luz. Dentro, nuestras sombras bailaban al son de los tenues reflejos rojos, naranjas y amarillos de las piedras calientes.

“Ahora van a empezar a sudar”, nos advirtió una voz ronca; era la de Nancy que se había transformado en nuestra chamana. “Traten de relajarse; si no aguantan el calor, bajen la cabeza al nivel del piso”. Fue entonces que soltó el primer balde de agua contra las piedras. ¡Shhhhhhhh! éstas se quejaron con un ruido que pedía silencio e inmediatamente después soltaron un olor a hierbabuena. Vino otro baldazo más. Nos hizo toser. Este otro humo blanco venía envuelto de eucalipto.

Nancy, que aprendió el ritual de sanador de su abuelo yucateco, intercalaba los distintos té de hierbas medicinales con cantos e instrucciones muy precisas. “Limpien su nariz… usen los baldes de coco seco para sacar el agua de la olla de barro y refrescarse… identifiquen sus miedos y enfréntelos… no se paren”.

Tras media hora de copioso sudor, el suplicio paró. Se abrió la puerta, entró Secreto con más piedras y luego la mismo voz ronca nos advirtió: “ahora sí se va a poner caliente”. Creía que no podía resistir más pero, ante la vergüenza de desistir, respiré profundo y vi con angustia cómo la puerta se volvía a cerrar. ¡Shhhhhhhh! ¡Shhhhhhh! gritaban las piedras ante la nueva infusión de agua y hierbas. Empecé a alucinar. Vi figuras de un perro y un lobo en las piedras al rojo vivo. “Lealtad y liderazgo”, concluyó Nancy. Otros vieron ardillas, peces, serpientes y hasta dragones. Cada rasgo tenía su explicación: era un viaje dentro de nosotros mismos.

El agua siguió cayendo hasta que las piedras perdieron su luz. La oscuridad era total. “Así es el mundo de los ciegos”, dijo Nancy. El calor era insoportable. Lo único que quería hacer era salir corriendo. Sentía una combinación de angustia y miedo; oía claramente los latidos de mi corazón, rasposo, acelerado y adolorido. Un pedazo de sandía y la aplicación de un lodo rico en minerales por todo mi cuerpo me hizo olvidar momentáneamente mis temores.

Por fin, como boleto de salida, la sanadora nos exigió un grito largo y tendido. Lo que salió fue un aullido desgarrador desde las entrañas. Y nos dejó salir. No sé cuánto duró esa segunda encerrona. Quizás unos 25 minutos. Perdí la noción del tiempo. Pero llegué al límite. Un poco más –de tiempo, de calor, de angustia- no lo hubiera aguantado.

Secreto ¡mi querido Secreto! abrió la puerta y los vientos del atardecer se colaron dentro de la pirámide. Caminé, casi como zombi, hacia el mar y me quedé flotando boca abajo unos segundos. Tras secarme, toqué mi piel: estaba inusualmente suave. Era la huella de una experiencia muy dura, gruesísima. No es para todos y casi no fue para mí.

Los temazcales han resurgido, como una moda, durante los últimos dos años en la península de Yucatán. Lo que nunca me imaginé es que el calor, silencio, oscuridad e intensidad sensorial del temazcal me llevarían al mismísimo borde de la vida.

Después de todo, regresar al vientre materno no es tan agradable como creía.

El autor es periodista de Univisión.

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