marzo, 2011

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‘Los que vivimos’, de Ayn Rand

Reseña
Los que vivimos
Ayn Rand
Editorial Hispanoamericana, Barcelona, 1943
534 páginas
‘Los que vivimos’, de Ayn Rand
[url=http://www.liberalismo.org/articulo/98/62/vivimos/ayn/rand/]http://www.liberalismo.org/articulo/98/62/vivimos/ayn/rand/[/url]
Por Gorka Etxebarría

Para muchos Ayn Rand es una desconocida pero para los lectores de La Ilustración Liberal no, ya que en uno de sus números se nos presentaron las líneas maestras de su pensamiento.

Ayn Rand fue novelista, pensadora, conferenciante y, sobre todo, creadora de un sistema filosófico apoyado en Aristóteles y Locke que resaltaba las virtudes del individualismo y del capitalismo. Con Los que vivimos relató la experiencia trágica del comunismo que sufrió como rusa hasta que emigró a los Estados Unidos.

En esta novela se advierte cómo la esclavitud y el miedo son las consecuencias básicas del comunismo. Nadie se fía de su vecino. Todos temen hacer algo que no guste a las autoridades. Las regulaciones son tantas y cambiantes que se vive en una constante inseguridad jurídica.

La protagonista es Kira, el alter ego de Ayn Rand. Una joven valiente que decide estudiar ingeniería para que no le sometan a un lavado de cerebro. Kira se enamora de un reaccionario zarista que prefiere el antiguo régimen al colectivismo absoluto. Su affaire no acaba de cuajar por el pragmatismo de su amante. Entre tanto, un líder comunista universitario queda prendado de ella, pero Kira le desprecia por las ideas que mantiene. Ella defiende el libre albedrío y la prosperidad que emana de las relaciones interpersonales basadas en la voluntariedad. Kira defiende el capitalismo como el único sistema que trata a las personas como individuos y no como reses sacrificables por mor de cualquier bien común.

Esta novela ayuda a entender cómo cualquier sistema que viole los principios fundamentales del individuo conlleva desgraciadas consecuencias: hambrunas, infelicidad, miseria, degradación del individuo…

Aunque sus libros que se tradujeron en los años sesenta al español, no se hayan reeditado, Ayn Rand sigue de actualidad, sobre todo en los Estados Unidos. Su muerte en 1982 no ha impedido que sus seguidores se multipliquen, que sus libros se vendan por millares y que se baraje a Schwarzenegger como actor de una serie de televisión basada en su última novela, Atlas Shrugged.

De cada cual según su capacidad; a cada cual según sus necesidades

Fragmento
La rebelión del Atlas
Ayn Rand
Grito Sagrado, Buenos Aires, 2003
1168 páginas
De cada cual según su capacidad; a cada cual según sus necesidades
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Por Ayn Rand

Fragmento de la novela “La rebelión de Atlas”, reeditada en Argentina por la editorial Grito Sagrado. Puede adquirise en las direcciones aportadas por la web del libro.

-En la fábrica donde trabajé veinte años ocurrió algo extraño. Fue cuando el viejo murió y se hicieron cargo sus herederos. Eran tres: dos hijos y una hija que pusieron en práctica un nuevo plan para dirigir la empresa. Nos dejaron votar y todo el mundo, o casi todo el mundo, lo hizo favorablemente, porque no sabíamos en realidad de qué se trataba. Creíamos que ese plan era bueno, o mejor dicho, pensamos que se esperaba de nosotros que lo creyésemos bueno. Consistía en que cada empleado en esa fábrica trabajaría según su habilidad o destreza, y sería recompensado de acuerdo a sus necesidades. Nosotros… pero ¿qué le ocurre, señora? ¿Por qué me mira de ese modo?

-¿Cómo se llamaba esa fábrica? – preguntó Dagny con voz apenas perceptible.

-Twentieth Century Motor Company, señora. En Starnesville, Wisconsin.

-Continúe.

-Votamos por el plan en una gran reunión a la que asistimos unos seis mil, es decir, todos los que trabajábamos allí. Los herederos de Starnes pronunciaron largos discursos, no demasiado claros, pero nadie hizo preguntas. Ninguno estaba seguro de cómo funcionaría ese plan, pero todos pensábamos que nuestros compañeros lo habían comprendido. Si alguien tenía dudas al respecto, se sentía culpable y debía mantener la boca cerrada, porque todo aquel que se opusiera al plan hubiese parecido un desalmado, al que no era justo considerar humano. Nos dijeron que aquel plan significaba la concreción de un ideal muy noble. ¿Cómo íbamos a pensar lo contrario? ¿No habíamos oído decir durante toda nuestra vida, a nuestros padres y maestros, y a los pastores religiosos, leído en todos los periódicos y visto en todas las películas, y escuchado en todos los discursos públicos que aquello era recto y justo? Quizá nuestra conducta en la reunión podía ser comprensible hasta cierto punto. Votamos por el plan, y conseguimos lo previsto. Usted sabe, señora, que quienes trabajamos durante los cuatro años del plan en la fábrica Twentieth Century somos hombres marcados. ¿Qué se supone que es el infierno? Maldad, pura y simple, ¿verdad? Pues bien, eso es lo que vimos allí y lo que ayudamos a construir. Creo que estamos condenados por eso y quizá no se nos perdone nunca…

“¿Sabe cómo funcionó aquel plan y cuáles fueron sus efectos en nosotros? – continuó explicando el vagabundo –. Es como verter agua en un depósito en cuya parte inferior hay un caño por el que se vacía con más rapidez de la que usted lo llena y cada balde que echa dentro ensancha ese desagüe cada vez más, entonces cuanto más uno duramente trabaja, más se le exige; primero trabaja cuarenta horas semanales, luego cuarenta y ocho, y, más tarde, cincuenta y seis, para pagar la cena del vecino, la operación de su mujer, el sarampión del niño, la silla de ruedas de su madre, la camisa de su tío, la educación de su sobrino, o para el niño que ha nacido en la casa de al lado, o el que va a nacer; en fin para cuantos lo rodean, y que han de recibirlo todo, desde pañales a dentaduras postizas, mientras uno trabaja desde el amanecer hasta la noche, un mes tras otro y un año tras otro, sin tener más para mostrarles a esas personas que el propio sudor, sin otra expectativa que la complacencia de los demás para el resto de su vida, sin descanso, sin esperanza, sin fin… De cada uno según sus capacidades, para cada uno de acuerdo con sus necesidades…

“Nos dijeron que formábamos una gran familia, que todos participábamos en la empresa juntos, pero no todos trabajábamos ante la luz de acetileno diez horas diarias, ni padecíamos a la vez un dolor de vientre. ¿Cómo establecer, de un modo exacto, la capacidad de unos y las necesidades de otros? Cuando todo se hace en común, no es posible permitir que cualquiera decida sobre sus propias necesidades, ¿verdad? Si lo hace, pronto acabará pidiendo un yate, y si sus sentimientos son los únicos valores en que podemos basarnos, nos demostrará que es cierto. ¿Por qué no? Si no tengo derecho a tener un auto, hasta que caiga en una sala de hospital por haber trabajado para proporcionarle un coche a cada holgazán y a cada salvaje del mundo, ¿por qué no puede exigirme también un yate, si aún sigo de pie, si no he colapsado? ¿No? ¿Por qué no? Y entonces, ¿por qué no exigirme también que prescinda de la crema de mi café, hasta que él haya podido pintar su habitación…? ¡Oh, bien!… Acabamos decidiendo que nadie tenía derecho a juzgar sus propias necesidades o sus propias convicciones, y que era mejor votar sobre ello. Sí, señora, votábamos en una reunión pública que se celebraba dos veces al año. ¿De qué otro modo podíamos hacerlo? ¿Imagina lo que sucedía en semejantes reuniones? Bastó una sola para descubrir que nos habíamos convertido en mendigos, en unos mendigos de mala muerte, gimientes y llorones, ya que nadie podía reclamar su salario como una ganancia lícita, nadie tenía derechos ni sueldos, su trabajo no le pertenecía sino que pertenecía a ‘la familia’, mientras que ésta nada le debía a cambio y lo único que podía reclamarle eran sus propias ‘necesidades’, es decir, suplicar en público un alivio a las mismas, como cualquier pobre cuando detalla sus preocupaciones y miserias, desde los pantalones remendados al resfriado de su mujer, esperando que ‘la familia’ le arrojara una limosna. Tenía que declarar sus miserias, porque eran las miserias y no el trabajo lo que se había convertido en la moneda de aquel reino, así que se convirtió en una competencia de seis mil pordioseros, en la que cada uno reclamaba que su necesidad eran peor que la de sus hermanos. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? ¿Quiere saber lo que ocurrió? ¿Quiere saber quiénes mantuvieron la calma, sintiendo vergüenza y quiénes se aprovecharon de la situación?

“Pero eso no fue todo. En la misma reunión se descubrió otra cosa. La producción de la fábrica había disminuido en 40 por ciento en el primer semestre, y se llegó a la conclusión que alguien no había trabajado ‘de acuerdo con su destreza o capacidad’. ¿Quién era? ¿Cómo averiguarlo? La ‘familia’ votó también sobre eso. Así se determinó quiénes eran los más capacitados, y a éstos se los sentenció a trabajar horas extra cada noche durante los siguientes seis meses. Horas extras sin paga, porque no se pagaba por el tiempo trabajado, ni por la tarea realizada, sino tan sólo según las necesidades.

“¿Quiere que le cuente lo que sucedió después? ¿Y en qué clase de seres nos fuimos convirtiendo, los que alguna vez habíamos sido seres humanos? Empezamos a ocultar nuestras capacidades y conocimientos, a trabajar con lentitud y a procurar no hacer las cosas con más rapidez o mejor que un compañero. ¿Cómo actuar de otro modo, cuando sabíamos que rendir al máximo para ‘la familia’ no significaba que fueran a darnos las gracias ni a recompensarnos, sino que nos castigarían? Sabíamos que si un sinvergüenza arruinaba un grupo de motores, originando gastos a la compañía, ya fuese por descuido o por incompetencia, seríamos nosotros los que pagaríamos esos gastos con horas extra y trabajando hasta los domingos. Por eso, nos esforzamos en no sobresalir en ningún aspecto.

“Recuerdo a un joven que empezó lleno de entusiasmo por ese noble ideal, un muchacho brillante, sin estudios, pero con una inteligencia asombrosa. El primer año ideó un plan de trabajo que nos ahorró miles de horas-hombre y lo entregó a ‘la familia’, sin pedir nada a cambio, aunque tampoco hubiera podido hacerlo. Se portó como creía correcto, lo hacía por el ideal, según dijo. Pero cuando en una votación lo declararon el más inteligente de todos, y lo sentenciaron a trabajar de noche porque no habíamos conseguido extraerle aún lo suficiente, cerró la boca y el cerebro. Le aseguro que el segundo año no aportó ninguna idea nueva.

“¿Qué era eso que siempre nos habían dicho acerca de la competencia descarnada del sistema de ganancias, donde los hombres debían competir por ver quién realizaba mejor trabajo que sus colegas? ¿Cruel, no es así? Deberían haber visto lo que ocurría cuando todos competíamos por realizar el trabajo lo peor posible. No existe medio más seguro para destruir a un hombre, que ponerlo en una situación en la que no sólo desee no mejorar, sino que, además, día tras día se esfuerza en cumplir peor sus obligaciones. Dicho sistema acaba con él mucho antes que la bebida o el ocio, o el vivir haciendo malabares para tener una existencia digna. Pero no podíamos hacer otra cosa, estábamos condenados a la impotencia. La acusación que más temíamos era la de resultar sospechosos de capacidad o diligencia. La habilidad era como una hipoteca insalvable sobre uno mismo. ¿Para qué teníamos que trabajar? Sabíamos que el salario básico se nos entregaría del mismo modo, trabajáramos o no, recibiríamos la ‘asignación para casa y comida’, como se la llamaba, y más allá de eso no había chances de recibir nada, sin importar el esfuerzo. No podíamos planear la compra de un traje nuevo para el año siguiente porque quizá nos entregarían una ‘asignación para vestimenta’, o quizá no. Dependía de si alguien no se rompía una pierna, necesitaba una operación o traía al mundo más niños, y si no había dinero suficiente para adquirir ropas nuevas para todos, no lo habría para nadie.

“Recuerdo a cierto hombre que había trabajado duramente toda su vida porque siempre había querido que su hijo fuera a la universidad. Bueno, el muchacho terminó la secundaria durante el segundo año del plan, pero ‘la familia’ no quiso entregar al padre ninguna asignación para que siguiera sus estudios. Dijeron que su hijo no podía ir a la universidad hasta que hubiera suficiente dinero para que los hijos de todos pudieran hacerlo. El padre murió al año siguiente en una riña de bar. Una pelea sobre nada en particular, en la que salieron a relucir navajas. Ese tipo de altercados se estaban haciendo muy frecuentes entre nosotros.

“También, había un viejo viudo y sin familia que tenía una afición: los discos fonográficos. Creo que era todo cuanto pudo desear conseguir de la vida. En otros tiempos solía ahorrar en comida para poder comprar algún disco nuevo de música clásica. Pues bien: no le dieron “asignación” para discos por considerarlo ‘un lujo personal’ pero durante esa misma reunión, una niña fea y desagradable, de ocho años, llamada Millie Bush, que era la hija de alguno, consiguió que votaran para comprarle un par de aparatos de oro para sus dientes, porque se trataba de una ‘necesidad médica’ según el psicólogo que consideró que sino se enderezaban sus dientes, la niña tendría un complejo de inferioridad. El viejo amante de la música se dio a la bebida, hasta tal punto que rara vez lo veíamos sobrio. Pero había algo que no podía olvidar. Cierta noche, mientras se tambaleaba por una calle, vio a Millie Bush y empezó a darle puñetazos hasta dejarla sin un diente, ni uno solo.

“La bebida era lo único que nos proporcionaba algún consuelo y todos nos volcamos a ella en mayor o menor grado. No pregunte de dónde sacábamos el dinero. Cuando todos los placeres decentes quedan prohibidos, existen siempre medios para llegar a los vicios. No se entra a robar a un bar durante la noche ni se registran los bolsillos de un compañero para comprar sinfonías clásicas o adquirir accesorios de pesca, pero sí para emborracharse y olvidar. ¿Accesorios de pesca? ¿Escopetas de caza? ¿Cámaras fotográficas? No existían asignaciones para ese tipo de pasatiempos. La ‘diversión’ fue lo primero que quedó descartado.

“¿Es que acaso no se supone que uno debe avergonzarse por cuestionar cuando alguien nos pide que dejemos algo que nos da placer? Hasta nuestra ‘asignación para cigarrillos’ quedó reducida a dos paquetes mensuales, porque, según dijeron, el dinero debía usarse para comprar leche para los niños. La producción de niños fue la única que no disminuyó, sino que, por el contrario, se hizo cada vez mayor. La gente no tenía otra cosa que hacer y, por otra parte, no tenían por qué preocuparse, ya que los niños no eran una carga para ellos, sino para ‘la familia’. En realidad, la mejor posibilidad para obtener un respiro durante algún tiempo, era una ‘asignación infantil’, o una enfermedad grave.

“Pronto nos dimos cuenta de cómo funcionaba aquello. Quien quisiera jugar limpio, tenía que privarse de todo, perder el gusto por los placeres, aborrecer fumar o masticar chicle, preocupado de que hubiese alguien que necesitara más esas monedas. Sentía vergüenza de la comida que tragaba, preguntándose quién la habría pagado con sus horas extras, pues sabía que esa comida no era suya por derecho propio y prefería ser engañado antes que engañar. Podía aprovecharse, pero no hasta el punto de chupar la sangre de otro. No se casaba ni ayudaba en sus hogares para no ser una nueva carga para ‘la familia’. Además, si conservaba cierto sentido de la responsabilidad, no podía casarse y tener hijos, puesto que no le era posible planear, prometer, ni contar con nada. Pero los desorientados y los irresponsables se aprovecharon. Trajeron niños al mundo, se casaron, y trajeron consigo a todos los indignos parientes que tenían en todo el país, y a cada hermana soltera que quedaba embarazada y con el fin de obtener ‘asignaciones por incapacidad’, contrajeron más enfermedades de las que cualquier médico podía atender, arruinaron sus ropas, sus muebles y sus casas, pero ¡qué importaba!: ‘la familia’ pagaba todo. Así, encontraron más modos de tener ‘necesidades’ que los que nadie hubiera podido imaginar, desarrollaron una habilidad especial para eso, la única habilidad que mostraban.

“¡Por Dios, señora! ¿Se da cuenta de lo que sucedió? Se nos había dado una ley con la cual vivir y que llamaban ley moral, que castigaba a quienes la cumplían. Cuanto más tratábamos de vivir de acuerdo con esa ley, más sufríamos y cuando más la burlábamos, mayores recompensas obteníamos. La honestidad era una herramienta entregada a la deshonestidad ajena. Los honestos pagaban, mientras los deshonestos cobraban. El honesto perdía y el deshonesto ganaba. ¿Cuánto tiempo puede un ser humano permanecer bueno con semejante ley? Éramos un buen grupo de personas decentes al principio. No había demasiados oportunistas entre nosotros. Conocíamos bien nuestra tarea, nos sentíamos orgullosos de ella, y trabajábamos para la mejor fábrica del país, propiedad del viejo Starnes, que sólo admitía en su plantel a los más selectos obreros. Al cabo de un año del nuevo plan, no quedaba entre nosotros ni una sola persona decente. Aquello era maldad, la clase de maldad horrible e infernal con la que los predicadores solían asustarnos, pero que uno nunca imaginamos que existiera. No es que el plan haya incentivado a algunos cuantos bastardos, sino que transformó a la gente decente en cretinos, sin que se pudiera obrar de otra manera… ¡y a eso llamaban ideal moral!

“¿Para qué habríamos de desear trabajar? ¿Por amor a nuestros hermanos? ¿Qué hermanos? ¿Para los aprovechadores, los sinvergüenzas, los holgazanes que veíamos a nuestro alrededor? Si eran simuladores o incompetentes, si no querían trabajar o estaban incapacitados para hacerlo, ¿qué nos importaba a nosotros? Si quedábamos reducidos para toda la vida al nivel de su capacidad, fingida o real, ¿para qué preocuparnos? No teníamos manera de saber cuáles eran sus verdaderas condiciones, carecíamos de medios para controlar sus necesidades. Lo único que se sabía era que estábamos convertidos en bestias de carga, luchando ciegamente, en un lugar que era mitad hospital, mitad almacén, sin marchar hacia ningún objetivo, excepto la incompetencia, el desastre y las enfermedades. Éramos bestias colocadas allí como instrumentos de aquél que quisiera satisfacer las necesidades de otro.

“¿Amor fraternal? Fue allí cuando aprendimos a aborrecer a nuestros hermanos por primera vez en la vida. Los odiábamos por todas las comidas que ingerían, por los pequeños placeres que disfrutaban, por la nueva camisa de uno, el sombrero de la esposa de otro, una salida familiar, o la pintura de la casa, porque todo eso nos era quitado a nosotros, era pagado con nuestras privaciones, nuestras renuncias y nuestro hambre. Empezamos a espiarnos unos a otros, con la esperanza de sorprendernos en alguna mentira acerca de nuestras necesidades y disminuir las asignaciones en la próxima reunión. Y empezamos a servirnos de espías, que informaban acerca de los demás, revelando, por ejemplo, si alguien había comido pavo el domingo, posiblemente pagado con el producto de apuestas. Empezamos a meternos en las vidas ajenas, provocamos peleas familiares para lograr la expulsión de algún intruso. Cada vez que veíamos a alguno saliendo en serio con una chica, le hacíamos la vida imposible, y así arruinamos numerosos compromisos matrimoniales, porque no queríamos que nadie se casara, no queríamos más gente a la que alimentar.

“En los viejos tiempos, el nacimiento de un niño era celebrado con entusiasmo y generalmente ayudábamos a las familias a pagar sus facturas de la clínica si estaban apretadas. Pero luego, cuando nacía un niño, estábamos varias semanas sin dirigirle la palabra a sus padres. Para nosotros, los niños eran como las langostas para los agricultores. En otras épocas ayudábamos a quien tuviera enfermos en su casa, pero luego… Voy a contarle un solo caso. Se trataba de la madre de un hombre que llevaba con nosotros quince años. Era una anciana afable, alegre e inteligente, que nos llamaba por nuestros nombres de pila, y con la que todos solíamos simpatizar. Un día se cayó por la escalera del sótano, y se fracturó la cadera. Sabíamos lo que eso significaba, a su edad, y el médico dijo que tenía que ser internada en un hospital de la ciudad para someterla a un tratamiento costoso y prolongado. La anciana murió la noche antes de ser traslada a la ciudad para su internación. Nunca se pudo establecer la causa de su fallecimiento. No sé si fue asesinada, nadie lo dijo, nadie hablaba del tema. Todo cuanto sé es que… y esto es lo que no puedo olvidar… es que yo también deseé que muriera. ¡Que Dios nos perdone! Tal era la hermandad, la seguridad, la abundancia que se suponía que el famoso plan nos iba a brindar.

“¿Qué motivo había para que se predicara esta clase de horror? ¿Sacó alguien algún provecho de todo esto? Sí, los herederos de Starnes. No vaya usted a contestarme que sacrificaron una fortuna y que nos entregaron la fábrica como regalo, porque también en esto nos engañaron. Es verdad que entregaron la fábrica, pero los beneficios, señora, dependen de aquello que se quiere conseguir. Y no había dinero en el mundo que pudiese comprar lo que los herederos de Starnes buscaban porque el dinero es demasiado limpio e inocente para tal cosa.

“El más joven, Eric Starnes, era un sometido, sin valor ni energía para hacer nada en especial. Resultó electo director del departamento de Relaciones Públicas que no hacía nada y tenía a sus órdenes a un personal ocioso, por lo cual no tenía por qué quedarse en la oficina. Su paga, en realidad no debería llamarla así, porque no se ‘pagaba’ a nadie… la limosna que se votó para él, era muy modesta, algo así como diez veces mayor que la mía, pero a Eric no le importaba el dinero, porque no hubiera sabido qué hacer con él. Pasaba el tiempo entre nosotros, demostrándonos su compañerismo y su espíritu democrático. Le encantaba que la gente le demostrase afecto. Su mayor empeño consistía en recordarnos a cada instante que nos habían dado la fábrica. Ya no podíamos soportarlo.

“Gerald Starnes era nuestro director de producción. Nunca pudimos averiguar la medida de su rastrillaje de ganancias, pero hubiéramos necesitado todo un equipo de contadores y otro de ingenieros para saber de qué modo todo aquel dinero pasaba por una tubería directa o indirectamente a su despacho. Sin embargo, nada figuraba como beneficio particular, sino como medios con los que pagar los gastos de la compañía. Gerald tenía tres automóviles, cuatro secretarias y cinco teléfonos, y solía organizar fiestas con champán y caviar, que ningún gran magnate que pagara impuestos en el país podía permitirse. Gastó más dinero en un año que el que ganó su padre en los dos últimos de su vida. En su despacho encontramos unos cuarenta kilos de revistas, llenas de artículos sobre nuestra fábrica y nuestro noble plan, con grandes retratos de Gerald Starnes, en los que se lo mencionaba como un ‘gran paladín social’. Por la noche le gustaba entrar en las tiendas vestido de etiqueta, con gemelos de brillantes, del tamaño de monedas, desparramando la ceniza de su puro por doquier. Un bruto con plata que no tiene otra cosa que exhibir aparte de su dinero, ya es un tipo desagradable, pero al menos no necesita mostrar que el dinero es suyo y uno puede contemplarlo con la boca abierta si lo desea. Pero cuando un bastardo como Gerald Starnes se exhibe de ese modo y declara una y otra vez que no le preocupa la riqueza material y que sólo sirve a ‘la familia’, que todos aquellos lujos no son para él sino en beneficio del bien común porque es preciso mantener el prestigio de la firma y del noble plan de la misma… entonces es cuando uno aprende a aborrecer a esos seres como nunca se ha aborrecido a ningún ser humano.

“Pero su hermana Ivy era peor. A ella realmente no le importaba la riqueza material. La asignación que recibía no era mayor que la nuestra, y siempre iba con zapatos chatos y faldas simples y camisas, con el fin de demostrar su indiferencia. Era directora de Distribución, a cargo de nuestras necesidades, la que, en realidad, nos tenía agarrados del cuello. Se suponía que la distribución se realizaba por votación, por la voz de la gente, pero cuando la gente son seis mil voces roncas que tratan de decidir sin ningún criterio, medida o razón, cuando no existen reglas y cada uno puede pedir lo que quiera sin tener derecho a nada, cuando cada cual ejerce el derecho sobre la vida ajena pero no sobre la suya, todo acaba como efectivamente terminó: Ivy Starnes acabó siendo la voz del pueblo. Al finalizar el segundo año, abandonamos aquella farsa de las ‘reuniones de familia para proteger la eficacia productora y economizar tiempo’, que solían durar diez días, y todas las peticiones fueron enviadas directamente a la oficina de la señorita Starnes. No, no eran enviadas. Mejor dicho, cada peticionante en persona debía presentarse allí y ella elaboraba una lista de distribución que nos leía en una reunión que duraba tres cuartos de hora. Luego votábamos. Había diez minutos para la discusión y las objeciones, pero no formulábamos ninguna, para ese tiempo ya nos habíamos dado cuenta. Nadie puede dividir la renta de una fábrica entre miles de obreros, sin una norma con que medir el valor de la gente. La de la señorita Ivy era la adulación a su persona. ¿Desinteresada? En los tiempos de su padre todo su dinero no le hubiera permitido hablar al tipo más bajo de su empresa en el modo como ella solía hablarles a nuestros más hábiles obreros y a sus esposas. Tenía unos ojos pálidos, vidriosos, fríos y muertos. Si se quería conocer la maldad absoluta, bastaba con observar cómo resplandecían sus ojos cuando alguien le respondía a un cuestionamiento para entonces ya no recibir más que la “asignación básica”. Al observar aquello, comprendíamos el motivo real de quienes fueran capaces de apreciar la consigna: ‘De cada cual según su capacidad; a cada cual según sus necesidades’.

“Allí residía el secreto de todo. Al principio no dejaba de preguntarme cómo era posible que hombres educados, justos y famosos, pudieran cometer un error semejante y presentar como buena tal abominación, cuando cinco minutos de reflexión les hubieran indicado lo que sucedería en caso de que alguien pusiera en práctica semejante idea. Ahora comprendo que no obraron así por error, porque errores de este tamaño no se cometen nunca inocentemente. Cuando alguien se hunde en alguna forma de locura, imposible de llevar a la práctica con buenos resultados, sin que exista, además, razón que la explique, es porque tiene motivos que no quiere revelar. Y nosotros no éramos tampoco tan inocentes cuando votamos a favor del plan, en la primera reunión. No lo hicimos sólo porque creyéramos que la vieja y empalagosa farsa que nos presentaban fuera buena. Teníamos otro motivo, pero la farsa nos ayudó a ocultarlo de nuestros vecinos y de nosotros mismos. La farsa nos daba una posibilidad de hacer pasar como virtud algo de lo que nos hubiéramos avergonzado. Ninguno votó sin pensar que dentro de una organización de tal clase participaría en los beneficios de quienes eran más hábiles que él. Nadie se consideró lo bastante rico y listo para no creer que alguien lo sobrepasaría, y este plan lo participaría de la riqueza y la inteligencia ajenas. Pero pensando conseguir beneficios de quienes estaban por encima, olvidamos que había seres inferiores, que buscaban lo mismo de nosotros, olvidamos a los inferiores que tratarían de explotarnos del mismo modo que cada uno intentaría explotar a sus superiores. El obrero impulsado por la idea de que sus necesidades le daban derecho a un automóvil como el de su jefe, olvidó que todo pordiosero y vagabundo de la tierra empezaría a exigir un refrigerador como el del obrero. Ése fue nuestro motivo real cuando votamos. Tal es la verdad pero no nos gustaba reconocerlo y cuanto más lo lamentábamos, más alto gritábamos nuestro amor hacia el bien común.

“Conseguimos lo que nos habíamos propuesto, pero cuando nos dimos cuenta de lo que aquello representaba, ya era demasiado tarde. Estábamos atrapados, sin lugar adónde huir. Los mejores de entre nosotros abandonaron la fábrica en la primera semana del plan. Así perdimos a los mejores ingenieros, supervisores, capataces y obreros especializados. Todo el que se respete no quiere verse convertido en vaca lechera de la comunidad. Algunos intentaron impedir el proyecto, pero no lo consiguieron. Los hombres huían de la fábrica como de una zona infectada, hasta que no quedaron más que los necesitados, sin habilidad ni condiciones.

“Si algunos de nosotros, dotados de ciertas cualidades, optamos por quedarnos, fue porque llevábamos allí muchos años. En los viejos tiempos, nadie renunciaba a Twentieth Century y no podíamos hacernos a la idea de que aquellas condiciones ya no existieran más. Transcurrido algún tiempo, nos fue imposible marcharnos, porque ningún otro empresario nos habría admitido, y no se los puede culpar. Nadie, ninguna persona respetable, quería tratar con nosotros. Los dueños de las tiendas donde comprábamos empezaron a abandonar Starnesville a toda prisa, hasta que no nos quedaron más que los bares, las salas de juego y algunos comerciantes estafadores y aprovechadores, que nos vendían bazofia a precios exorbitantes. Nuestras asignaciones fueron perdiendo valor a medida que aumentaba el costo de vida. En la empresa, la lista de los necesitados se fue estirando, al tiempo que la de sus clientes se acortaba. Cada vez era menor la riqueza a dividir entre más y más gente. En los viejos tiempos solía decirse que Twentieth Century Motors era una marca tan buena como el oro. No sé qué pensarían los herederos de Starnes si es que pensaban algo, pero tengo la impresión de que, igual que todos los planificadores sociales y los salvajes insensatos, estaban convencidos de que aquella marca era en sí misma una especie de emblema mágico dotado de un poder sobrenatural que los mantendría ricos, igual que a su padre. Pero cuando nuestros clientes empezaron a notar que nunca lográbamos entregar un pedido a tiempo, y que siempre había algún defecto en los que entregábamos, el mágico emblema empezó a operar en sentido inverso: la gente no aceptaba un motor marca Twentieth Century ni regalado. Llegó un momento en que nuestros únicos clientes fueron los que nunca pagaban ni pensaban hacerlo, pero Gerald Starnes, embrutecido y engreído por su propia publicidad, empezó a ir de un lado a otro con aire de superioridad moral, exigiendo que los empresarios nos pasaran pedidos, no porque nuestros motores fueran buenos, sino porque necesitábamos esos pedidos urgentemente.

“Por aquel entonces, una ciudad fue testigo de lo que generaciones de profesores pretendieron no observar. ¿Qué beneficios podría reportar nuestra necesidad a una central eléctrica, por ejemplo, si sus generadores se paraban a causa de un defecto en nuestros motores? ¿Qué beneficio reportaría a un hombre tendido en una camilla de operaciones, si, de pronto, se le cortara la luz? ¿Qué bien haría a los pasajeros de un avión si el motor fallaba en pleno vuelo? Y si adquirían nuestros productos no por su calidad sino por nuestra necesidad, ¿la acción moral del propietario de la central eléctrica, del cirujano y del fabricante del avión sería buena, justa y noble?

“Sin embargo, tal era la ley moral que profesores, directivos y pensadores habían querido establecer. Si esto fue lo que ocurrió en una pequeña ciudad donde todos nos conocíamos, ¿imagina lo que hubiera sido a escala mundial? ¿Imagina lo que hubiera ocurrido si hubiéramos tenido que vivir y trabajar, sujetos a todos los desastres y a todos los inconvenientes del planeta? Trabajar pensando en que si alguien fallaba en cualquier lugar, era uno quien debería pagarlo. Trabajar sin posibilidad alguna de progreso, con la comida, la ropa, el hogar y las distracciones pendientes de una estafa, una crisis de hambre o una peste en cualquier lugar del mundo. Trabajar sin posibilidades de una ración extra, hasta que los camboyanos tuvieran alimento suficiente o hasta que todos los patagónicos hubieran ido a la universidad. Trabajar con un cheque en blanco, en poder de cada criatura nacida, hombres a los que nunca vería, cuyas necesidades no conocería, cuya laboriosidad, pereza o mala fe nunca podría llegar a aprender o cuestionar. Tan sólo trabajar, trabajar y trabajar, dejando que las Ivys o los Geralds del mundo decidieran qué estómagos habrían de consumir el esfuerzo, los sueños y los días de su vida. ¿Es ésta la ley moral a aceptar? ¿Es éste un ideal moral?

“Lo intentamos y aprendimos la lección. Nuestra agonía duró cuatro años, desde la primera reunión hasta la última, y todo terminó del único modo que podía terminar: en la quiebra. Durante la última reunión, Ivy Starnes fue la única que intentó forcejear un poco. Pronunció un corto, desagradable y agresivo discurso en el que dijo que el plan había fracasado porque el resto del país no lo había aceptado, que una sola comunidad no podía llevarlo a la práctica y triunfar en medio de un mundo egoísta y avaro; que el plan era un ideal noble, pero que la naturaleza humana no estaba a su altura. Un joven, el mismo que había sido castigado por habernos dado una idea útil durante el primer año, se puso de pie, mientras todos seguíamos sentados en silencio, y se dirigió a Ivy Starnes, que ocupaba el estrado. No dijo nada, sino que la escupió en la cara. Y ése fue el fin del noble plan de Twentieth Century.

Himno a la Persona

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Reseña
¡Vivir!
Ayn Rand
Luis de Caralt, Barcelona, 1946
169 páginas
Himno a la Persona

Por Antonio Mascaró Rotger

En 1926, dos semanas después de cumplir los veintiún años, la joven Alisa Zinovievna Rosenbaum llegó a los Estados Unidos escapando de la URSS con poco dinero y un dominio más bien modesto del idioma inglés. Diez años después, publicó su primera novela, Los que vivimos, usando su nuevo nombre: Ayn Rand. Y dos años más tarde, en 1938, la primera edición de ¡Vivir!, su segunda novela, apareció en Inglaterra como Anthem (himno). En 1946, la obra llegó a España y Estados Unidos, donde ella vivía.

Cuando Rand escribió ¡Vivir!, los coqueteos de los políticos e intelectuales americanos con el comunismo eran tales que los años treinta fueron conocidos en Estados Unidos como la Década Roja. Y lo que siguió fue la alianza con la Unión Soviética de Stalin durante la Guerra Mundial. No es de extrañar que, horrorizada ante el avance de los colectivistas en occidente, Rand les dedicara estas palabras en el prefacio de la edición de 1946:

“Ellos han de afrontar el pleno significado de aquello que defienden o condonan; el específico, exacto y pleno significado del colectivismo, de sus lógicas implicaciones, de los principios sobre los que se asienta, y de las ultimas consecuencias a las que estos principios llevarán. Deben afrontarlo, después decidir si esto es lo que quieren o no.”

¡Vivir! entra claramente en el género popularmente conocido como “distopia”, pues nos muestra “las ultimas consecuencias” a las que llevan los principios del colectivismo. Narra la vida cotidiana en una sociedad futura que ha abrazado esta ideología hasta el extremo de haber erradicado totalmente no ya el respeto al individuo sino el propio concepto de individualidad.

O casi.

Porque el hilo conductor de la novela es precisamente la individualidad del protagonista que lucha por abrirse camino entre la jungla de leyes de su comunidad. Una individualidad que le hace sentir nauseas ante el sistema colectivizado de reproducción sexual que controlan los planificadores sociales. Una individualidad que se atreverá a transgredir cuantas normas le impidan ser feliz y llevar una vida llena. Pero también una individualidad ingenua y bonachona que cree que la colectividad le sabrá recompensar los beneficios que él les ofrece aunque él los haya obtenido saltándose a la torera las leyes más fundamentales.

Como por ejemplo, escribir.

Llegado a este punto, el lector de ésta pequeña novela de ésta -en España- poco conocida autora bien puede pensar: ¿qué necesidad tenía Rand de plagiar tan descaradamente la mítica 1984 de Orwell? Pero si el lector presta atención verá que la edición británica de ¡Vivir! es de 1938. Y 1984 no fue publicada hasta 1949.

Hay otra curiosidad sobre la escritura del protagonista que llamará la atención del lector desde la primera página: aún cuando él escribe sobre sus pensamientos más íntimos o sobre sus acciones más personales y secretas, no deja nunca de usar la primera persona del plural. En esa sociedad, cada hombre se sabe insignificante; tanto, que sólo la colectividad es reconocida.

Pero el protagonista, como digo, no sólo escribe. Es sus indagaciones solitarias descubre sorprendentes inventos que los hombres había olvidado mucho tiempo atrás. Pero la colectividad prefiere seguir rigiéndose por sus leyes y alumbrarse con velas antes que aceptar la luz eléctrica que el protagonista ha redescubierto investigando a solas. Porque aquí, la luz eléctrica, como el sol en la célebre sátira de Bastiat, es entendida como una monstruosa amenaza: “acarrearía la ruina del Departamento de las Velas. La Vela es un gran don para la Humanidad y está aprobada por todos. No debe ser destruida por la voluntad de uno solo”.

Entonces, huye. Se aleja de la sociedad que le ha condenado sin haberle comprendido. Se adentra en el bosque prohibido con la esperanza de dar con aquello cuyo anhelo le ha hecho sentirse diferente y cuya búsqueda le ha convertido en un proscrito. Aquello sin lo cual la vida es una mazmorra y todo esfuerzo una tortura.

Y lo encuentra.

Las últimas páginas son un estallido genuinamente Randiano de felicidad, satisfacción y confianza. Un verdadero himno a aquel concepto, aquella palabra, aquella verdad sobre la que edificará su futuro y podrá… ¡Vivir!

Vivir como un hombre. No como un eslabón más en una cadena. “Yo soy. Yo pienso. Yo quiero. […] Yo soy un hombre. […]

“He destruido el monstruo que gravitaba como una negra nube sobre la tierra y ocultaba el sol a los hombres. El monstruo que estaba sentado en un trono, con cadenas en las manos, los pies sobre el pecho de un hombre, y se alimentaba con la sangre del libre espíritu humano. El monstruo de la palabra ‘Nosotros’.

“Y ahora contemplo el sagrado rostro de un dios y a este dios lo levanto sobre la tierra, más arriba que el cielo, más resplandeciente que el sol, este dios que los hombres han deseado desde que existen, este dios que les dará la dicha, la paz y el orgullo.

“Este dios, esta sola palabra: ‘Yo’.”

No sin mi libertad

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Reseña
La rebelión del Atlas
Ayn Rand
Grito Sagrado, Buenos Aires, 2003
1168 páginas
No sin mi libertad

Por Antonio Mascaró Rotger
Durante el segundo cuarto del siglo veinte, una emigrante rusa en Estados Unidos veía como a este lado del telón de acero se iban aceptando las premisas del otro lado. Habiendo vivido en primerísima persona y a muy temprana edad los excesos de la Revolución de Octubre, no tenía dudas sobre los horrores que sufriría el mundo si el avance de tales ideas no era detenido. Pero, para su decepción, y a diferencia de la década de 1770, no aparecía por ningún lado aquel grupo de hombres íntegros y valientes capaces de la hazaña de rebelarse y defender la libertad hasta sus últimas consecuencias.

Ella no les esperó. Proyectó en esta obra un mundo comunista al borde de la implosión económica y social. Situó en él a unos hombre capaces de identificar y rebatir cada una de las premisas que habían llevado a la humanidad a tal desgracia. Y les guió a la victoria. Novelando la titánica hazaña de esos héroes futuribles, se convirtió en su más decidida, precoz y monumental vanguardia.

Rand llamó a esta, su obra cumbre, Atlas Shrugged, (Atlas se encogió de hombros). Los traductores españoles, captando plenamente ese espíritu de Reconquista liberal prefirieron el título más combativo “La Rebelión de Atlas”.

Hoy, casi cincuenta años después de la primera edición, se han vendido más de veinte millones de ejemplares en todo el mundo y se ha está trabajando en la grabación de una miniserie con un presupuesto superior a los veinticinco millones de dólares. No es un proyecto nuevo, en su día ya se habló de rodar una película con Clint Eastwood, Robert Redford y Faye Dunaway. Pronto saldrá en Argentina una nueva edición del libro.

En este millar de páginas, Rand comprime toda su cosmovisión. Una forma de entender y amar la vida partiendo de los más fundamentales principios de la lógica aristotélica. A es A. No cerraré los ojos ante la realidad. No me engañaré pretendiendo que puedo prescindir de mi mente. Y, por eso, no voy a abandonar mi mente. Ni voy a apoderarme de la de los demás. Porque si lo hago, si vulnero la independencia de una mente, estaré luchando contra lo único que es capaz de generar prosperidad en este mundo: el hombre. Es por eso que el colectivismo está condenado a generar miseria hasta hundirse en ella. Es por eso que el hombre necesita libertad para vivir. O generas prosperidad con tu propia mente o habrás de enfrentarte a las dolorosas consecuencias de creer que una imaginaria mente colectiva vendrá en tu auxilio. Capitalismo o muerte.

Desde la primera página, el lector se encuentra con un sombrío mundo que se hunde bajo el yugo comunista mientras el capitalismo agoniza en Estados Unidos.

Es una época de planificación social. Constantemente aparecen nuevos programas sociales y nuevas regulaciones. Nuevas ayudas y nuevas restricciones. Nuevas limitaciones a la libertad y nuevos poderes para los burócratas y sus compinches.

Y es una época de crisis económica y social. Por doquier hay negocios que cierran y tiendas que se van quedando vacías. Obreros que pierden su empleo y hombres de negocios que se arruinan. Instalaciones que sufren accidentes y productos que dejan de fabricarse.

Así, los planes no se cumplen; los objetivos no se alcanzan. Se requieren nuevas regulaciones para subsanar cada nuevo problema y el ciclo perverso se realimenta.

La apatía y el desconcierto van haciendo mella en toda la población que, incapaz de enderezar la crisis, se pregunta depresivamente si realmente existe alguien capaz de alcanzar logro alguno. Tanta desazón, tanto sentimiento de futilidad, cristaliza en una expresión popular que, como la decadencia, se extiende a cada rincón: “¿Quién es John Galt?”

¿Es que hubo un John Galt que paró el motor que antaño movía el mundo? O ¿será John Galt el que vuelva a ponerlo en marcha? Tal vez, aventuran otros, John Galt ha castigado al mundo por algún pecado. Pero ¿qué pecado es ese?

En medio de este mundo decrépito, se yergue una mujer extraordinaria que no está dispuesta a dejar que ese motor acabe por pararse definitivamente. Dagny Taggart se crece ante la adversidad para mantener a flote, incluso expandir, una gran compañía ferroviaria. La empuja un entusiasta afán de superación y un no menos vivaz afán de lucro. Pero tendrá que enfrentarse a los problemas de carestía, las trabas burocráticas, las presiones de empresarios y políticos corruptos, y un largo etcétera. Y tendrá que hacerlo prácticamente sola.

Está también el industrial metalúrgico Hank Rearden que, empujado por el mismo afán y aún aquejado de los mismos problemas, logra producir un nuevo metal que podrá revolucionar la industria.

Pero ¿sirven de algo los esfuerzos de Dagny y Hank? Son muchos los empresarios que en los últimos años han tirado la toalla. Los que no han podido hacer frente a tantas y tan cambiantes leyes, a tantas “mordidas” y tantas zancadillas legales.
Y cada nuevo empresario que abandona es un productor menos que ofrece sus productos a los consumidores. Es un proveedor menos y un cliente menos para los productores que quedan. Y es, en definitiva, un apoyo menos para los que siguen empeñados en llevar una vida productiva en ese mundo.

A Dagny le entristecen profundamente estas deserciones, pero eso no es nada comparado con el dolor que le produce la actitud de su viejo amigo Francisco d’Anconia.
Alto, apuesto, inmensamente rico y listo como el que más, Francisco pertenece a una vieja familia argentina de prósperos propietarios de minas. En su juventud, Francisco solía hablar con Dagny de las virtudes del afán de superación y del afán de lucro. Ambos disfrutaban conversando sobre la importancia de construirse un futuro, de forjarse a uno mismo, de sentar la cabeza y crear.

Crear valor.

Entendiendo por valor aquello que hace de la realidad un lugar más propicio a la vida humana. Para ello uno ha de usar la mente. La propia mente, porque no tenemos otra. Y si intentamos substituirla por algún sucedáneo, no será valor lo que crearemos.

Hay, ciertamente, quien desea los productos de mentes ajenas y no está dispuesto a entregar nada a cambio de tal valor. En unos párrafos brillantes, D’Anconia comenta que no fueron tales parásitos los que inventaron el dinero: “El dinero es sólo un instrumento de cambio, que no podría existir si no se produjeran géneros ni hombres capaces de crearlos. El dinero es la forma material de ese principio, según el cual, quienes deseen tratar con otros, han de hacerlo por el comercio, entregando valor por valor. El dinero no es el instrumento de los plañideros, que solicitan productos con lágrimas, ni de los saqueadores que los arrebatan por la fuerza. El dinero es sólo posible gracias a quienes producen.” Pero Rand no se limitó a defender el dinero; siguiendo la más pura tradición liberal, ella abogaba por retorno al patrón oro. Como lo hizo, por cierto, su discípulo Alan Greenspan, actual jefe de la Reserva Federal, en un artículo en julio de 1966.

Pero, cuando más le necesita, Dagny encuentra a un Francisco cambiado. Un Francisco que no sólo se deja vencer sin oponer resistencia a las dificultades de esta época lúgubre sino que incluso se presta a ahondar la depresión. Francisco despilfarra sus riquezas y gestiona de la peor forma imaginable cada uno de sus negocios. Y, para colmo, él mantiene que sus convicciones siguen firmes y se atreve a advertir a Dagny: “Revisa tus premisas”.

En efecto, manteniendo en funcionamiento ese gran ferrocarril, que es la última gran empresa que queda en pie, Dagny ha tenido que hacer un sinfín de concesiones a los burócratas. Por eso, esa resistencia numantina de Dagny esconde una rendición porque, ciertamente, ella ya no es quien decide el destino de su empresa. Ni el de su vida. Ella ya es sólo un elemento más a las órdenes de los planificadores.

Obrando así no hace más que alimentar a los que la atormentan. Vive para sus opresores. No sólo no está creando valor sino que esta rindiendo munición a sus enemigos porque en su momento ya les entregó las llaves de su armería: aceptó que ellos pensaran por ella.

Este es el pecado que John Galt no perdona. Él no aceptó vivir por los demás ni que nadie lo hiciera por él. Siguiendo sus pasos, los hombres que amaban producir se rebelaron y dejaron de producir valor en ese mundo. Se declararon en huelga, se encogieron de hombros y se retiraron a un remoto valle. Cada uno de ellos se dijo a si mismo que no usaría la vida ni la mente de otros como sucedáneos de las suyas. “Soy el primer hombre que no sufrirá martirio a manos de quienes desean verme perecer por el privilegio de mantenerles en vida. Soy el primer hombre que les ha dicho que no les necesito, y hasta que aprendan a tratar conmigo como comerciantes, dando valor por valor, tendrán que existir sin mí, del mismo modo que yo existiré sin ellos; sólo entonces les haré saber de quién es la necesidad y de quién es la inteligencia, y una vez la supervivencia humana se haya erigido en norma, los términos de quienes serán los que tracen el camino para la supervivencia.”

A diferencia de los demás defensores de la libertad, Ayn Rand no estaba dispuesta a hacer la más mínima concesión; no iba a usar ninguna construcción lógica que ella no hubiese contrastado oportunamente. Así que partió de cero y defendió el capitalismo creando todo un nuevo movimiento filosófico enraizado en Aristóteles. En el examen final oral de historia de la filosofía, en otoño de 1921 en Petrogrado, el profesor Lossky le hizo preguntas sobre Platón. Sus respuestas fueron acertadas y obtuvo el Grado Perfecto pero el examinador no pudo evitar comentarle: “no parece estar usted de acuerdo con Platón.” Ella admitió que así era. Entonces el profesor le preguntó a qué se debía eso. Y ella respondió convencida: “Mis puntos de vista filosóficos aún no son parte de la historia de la filosofía. Pero lo serán.”

Cien años después, ¿quién es Ayn Rand?

Cien años después, ¿quién es Ayn Rand?
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Por Antonio Mascaró Rotger

Hace cien años, el 2 de febrero de 1905, nació Ayn Rand. Es una buena ocasión para recordar su vida y obra.

El peso del yugo rojo

Nació, como digo, hace un siglo, en la Rusia zarista. A muy pronta edad, por lo tanto, tuvo que ser testigo del terror desatado por la Revolución de Octubre y el caos en que se sumió ese inmenso país. Su familia perdió sus propiedades y ha habido quien ha especulado con la posibilidad de que alguna persona muy especial para ella fuese deportada a los campos de Siberia .

Apenas había cumplido los veintiún años cuando en 1926 logró viajar a los Estados Unidos con un permiso temporal para visitar a unos parientes. Obviamente, jamás regresó a su tierra natal.

Pronto empezó la Gran Depresión con lo que las perspectivas de encontrar trabajo para una inmigrante rusa que todavía no dominaba el idioma eran más bien escasas. Así que fue alternando empleos en la industria cinematográfica de Hollywood. Trabajando como extra conoció a Frank O’Connor, que más tarde se convertiría en su marido. Trabajó después en el servicio de guardarropa de los estudios RKO; fue allí donde empezó a trabajar en Los que vivimos, una novela semibiográfica sobre una joven, Kira Argounova, que ha de enfrentarse al comunismo ruso protegerse a sí misma y a su amado Leo Kovalensy.

Pero antes de terminarla, en 1931, empezó a escribir el guión para una película titulada Red Pawn (Peón Rojo) que presenta fortísimas similitudes con Los que vivimos. Consiguió venderlo por 1.500 dólares a los estudios Universal Pictures, que después lo revendieron a la Paramount. De momento, sin embargo, la película sigue inédita si bien su guión está publicado . Aunque es su primer escrito de importancia, ya se encuentran en él todas las características de Rand.
Estas características, que después irán desarrollándose en las demás obras, son principalmente la lucha de un hombre justo contra un entorno hostil. Y el amor con una mujer que comparte sus valores. Pero más importante todavía es la fe razonable en el triunfo del bien sobre el mal; con esa eclosión del espíritu libre que contempla las recompensas del haber obrado rectamente.

Las principales novelas

En 1932 volvió a ponerse manos a la obra con Los que vivimos, pero de nuevo interrumpió esta tarea para escribir un guión. Esta vez se trató de La noche del 16 de enero, que se estrenó primero en Hollywood en 1934 y más tarde en Broadway. Finalmente, a finales de 1933, se publicó Los que vivimos. Una década después, sirvió de guión para dos películas italianas: Noi vivimi y Addio Kira.

En 1935 empezó a escribir El manantial pero, como con su primera novela, interrumpió la empresa varias veces para componer obras menores.

Entre ellas, destaca la que apareció en 1938, ¡Vivir!, un cuento breve sobre los efectos terribles del colectivismo sobre el espíritu humano. El protagonista se inmuniza contra el letargo de unos hombres que no se atreven a pensar por sí mismos y que, por lo tanto, conforman una sociedad en la que el progreso y la felicidad triunfal son completamente desconocidos mientras la más brutal sumisión al caudillo es rutina.

Al año siguiente, en 1939, escribió una adaptación de Los que vivimos, que se estrenó en Broadway bajo el título The Unconquered (El inconquistado) y Think Twice (Piensa dos veces), que jamás llegó a estrenarse.

Durante la Segunda Guerra Mundial, en 1943, se publicó El manantial. Y tres años después Warner Brothers la llevó a la gran pantalla con Gary Cooper en el papel de Howard Roark, el arquitecto innovador que se niega a rendir su obra a los burócratas. Su rival es Ellsworth Toohey, el arquetipo del parásito que no soporta contemplar el éxito de los demás pero cuyos frutos reclama para sí en nombre de la sociedad. Entremedio hay una serie de personajes, principalmente el mediocre arquitecto Peter Keating, el editor populista Gayl Winnand y la bella Dominique Françon que se debaten entre el bando de los creadores y el de los aprovechados.

A principios de enero de 1945, Rand comenzó a escribir una novela a la que tituló The Strike (La huelga), en la que narraba la lucha de unos empresarios contra la sovietización de la sociedad americana. Su intención era describir el mismo duelo entre el genio creador independiente y el parásito que se esconde detrás de las faldas de la turba para hacerse con lo que él jamás se esforzó por crear. Aunque si bien el segundo se nutre del primero, no se da a la inversa; así que la autora planteó la situación de un creador que se declara en huelga. Y el pánico del parásito que se queda sin su odiada víctima. Sin embargo, en esta ocasión no iba a tratarse de un cara a cara entre dos hombres sino de un choque a nivel mundial que trazaría las líneas de batalla a lo ancho de toda la sociedad. Si El manantial se centraba en el creador para glorificarlo en su búsqueda de la prosperidad a pesar de los parásitos, The Strike tenía que centrarse en las consecuencias a las que ha de enfrentarse una sociedad que se traga el credo del parasitismo. Según las propias notas que escribió cuando estaba empezando a trabajar en esta obra:

En El manantial no mostré cuán desesperadamente el mundo necesita a Roark; excepto por implicación. Lo que sí enseñé fue cuán viciosamente el mundo le trata y por qué. Mostré principalmente lo que él es. Era la historia de Roark. Ésta ha de ser la historia del mundo; en relación con sus principales motores. (Casi una historia de un cuerpo en relación con su corazón; un cuerpo muriendo de anemia). [Las cursivas son de Rand]

Once años después de empezar a trabajar en este gran proyecto, aceptó un título diferente que su marido le sugirió. Se publicó en 1957 en Estados Unidos como Atlas Shrugged (literalmente: “Atlas se encogió de hombros”, pero en los países de habla hispana se publicó como “La rebelión de Atlas”).
Después de La rebelión de Atlas, Rand jugueteó con la posibilidad de escribir una nueva novela larga pero sin la densidad filosófica de aquella. Quería volver al espíritu colorido y vital de aquellos guiones que escribió en los locos años veinte, al estilo de la colorista y enamoradiza Good Copy. Debía tratarse de una glorificación de la felicidad triunfal, algo fresco y estimulante como la Sinfonía de Halley que se menciona en La rebelión de Atlas o la Canción de las Luces Danzarinas de Red Pawn. Llegó a ponerle nombre al protagonista, Faustin Donnegal, pero nunca la concluyó.

En 1962 escribió la introducción a la traducción que hizo Lowell Bair de El noventa y tres de Victor Hugo, su autor preferido :

La distancia entre su mundo y el nuestro es sorprendentemente corta (murió en 1885), pero la distancia que separa su universo del nuestro ha de medirse en años luz estéticos […] No digas que las acciones de estos gigantes son “imposibles” pues son heroicas, nobles, inteligentes y hermosas. Recuerda que lo cobarde, lo depravado, lo descerebrado y lo feo no son todo lo que le es posible ser al hombre […] Descubrí a Victor Hugo cuando tenía trece años, en la sofocante y sórdida fealdad de la Unión Soviética. Uno tendría que haber vivido en algún planeta pestilente para comprender plenamente lo que sus novelas, y su radiante universo, significaron para mí entonces y significan ahora. Y el que esté escribiendo una introducción a una de sus novelas para presentarla al público americano tiene, para mí, un aire al tipo de drama que él habría aprobado y entendido. Él hizo posible que yo esté aquí y que sea una escritora. [Las cursivas son de Rand]

Aparece el objetivismo

Al cerrar la etapa novelesca, Rand se centró en los ensayos filosóficos. Sólo un lustro después de La rebelión de Atlas, apareció el primer número de la revista The Objectivist Newsletter. Así empezó a divulgar su particular manera de entender el mundo, el objetivismo, abarcando desde cuestiones epistemológicas hasta críticas de arte pasando por la teoría política y el comentario social. La revista, bajo diversos nombres, siguió publicándose hasta 1976 . Todos sus libros de no ficción se publicaron en ese mismo periodo, excepto Philosophy: Who Needs It, que no vio la luz hasta 1982.

La elección de la palabra “objetivismo” ha creado alguna confusión pues si bien Rand defendió el laissez-faire en términos inequívocos, los principales defensores de este sistema económico han destacado por abogar la llamada teoría del valor subjetivo por lo que se les suele llamar “subjetivistas”. Hasta qué punto son incompatibles?

El subjetivismo, dentro de la teoría económica, viene a decir que el valor de un determinado bien no depende exclusivamente de las características del objeto en sí, sino también, e incluso principalmente, de las del sujeto que lo valora. Por ejemplo, uno no valora igual un mismo vaso de agua cuando está sediento que cuando está saciado.

El objetivismo al que se refería Rand consiste en poner el énfasis en que la realidad es independiente de los caprichos del sujeto, esto es, por mucho que me fastidie que esté lloviendo, ese asco no altera la situación meteorológica.

Por lo tanto, la compatibilidad es posible, al menos hasta cierto punto, entre, digamos, el subjetivismo de Ludwig von Mises y el objetivismo de Ayn Rand. Prueba de ello es la obra de George Reisman, que fue discípulo de ambos y es autor del tratado de teoría económica que lleva el explícito título Capitalism.

El desarrollo del objetivismo

En una ocasión le preguntaron que definiera el objetivismo en pocas palabras y respondió:

1. Metafísica: Realidad objetiva.
2. Epistemología: Razón.
3. Ética: Interés propio.
4. Política: Capitalismo.

Los primeros dos puntos se refieren a lo que ya he esbozado: que la realidad es la que es. A es A. No sólo existe una realidad en este universo (punto primero) sino que ésta es discernible (punto segundo). No vivimos en un infierno caótico. Tampoco vivimos en una magma de confusión del que sólo puedan salvarnos las élites intelectuales platónicas con sus conexiones sobrenaturales. Nada de una verdad reservada a los elegidos. Si Victor Hugo fue su inspiración estética, Aristóteles fue la filosófica.

Este racionalismo a ultranza era incompatible con cualquier forma de misticismo o sentimiento religioso. Pero Rand lo llevó hasta el extremo de desechar todas y cada una de las religiones como dogmas totalmente erróneos y viciados de origen. Si bien es innegable que todas las religiones, como todos los hombres, han cometido errores y que la teología está plagada por necesidad de elementos incompatibles con la razón, ello no quita que exista en el sentimiento religioso un anhelo de bondad. Es más, en el caso de la tradición judeocristiana de su amado Occidente, es difícil no considerar la humanización de Dios como, en cierta medida, una divinización del hombre; la exaltación de la felicidad triunfal del hombre creador. Pero el objetivismo, léase Rand, prefirió considerar que si algo bueno había tenido la iglesia en Occidente se lo debía a la filosofía secular.

Pero, volviendo a los dos puntos de partida, esa racionalidad, esa capacidad de entender el mundo no es automática. Requiere un esfuerzo, es un acto volitivo. Rand se refirió a la tentación tan frecuente de no querer enfrentarse a la realidad. La traición de preferir no saber algo pues podría ser demasiado desagradable, la tentación de desear caprichosamente y sentarse a esperar a que suene la flauta. Como el que no hace una pregunta al cónyuge para así no tener la certeza de un desamor. O como el que apretando una tecla espera que un aparato obedezca sus deseos, independientemente de la función de esa tecla en concreto.

Por lo tanto, el éxito depende de cada uno, ese es el tercer punto: el propio interés. El objetivismo rechaza la noción de que debamos ayudar a los demás siempre y en todo lugar antes que a nosotros mismos. Las necesidades de los demás no pueden representar una hipoteca sobre la felicidad de uno. Esa sería una cuenta imposible de saldar. La máxima comunista del “a cada cual según sus necesidades, de cada cual según sus posibilidades” condena a cada ser apto al agujero negro de deslomarse sacrificando todo su ser en el altar colectivo a cambio de nada. No hay nada de ético en la crueldad de aceptar culpas inmerecidas. Si no te ayudas primero a ti mismo, de poco valdrás a los demás.

Y de ahí, Rand pasa al cuarto punto, el derecho a la propiedad privada, basándose en el principio de autoposesión:

El hombre ha de trabajar y producir para poder sustentar su vida. Ha de sustentar su vida mediante su propio esfuerzo y su propia mente. Si no puede disponer del producto de su esfuerzo, no puede disponer de su esfuerzo; Si no puede disponer de su esfuerzo, no puede disponer de su vida. Sin los derechos de propiedad, ningún otro derecho puede practicarse .

Estos cuatro puntos fueron desarrollados extensamente en la revista que he citado antes y en una serie de libros. Los dos primeros aparecieron en 1963 con la intención de combatir el embiste izquierdista, fueron For The New Intellectual (En pos del nuevo intelectual) y The New Left: The Anti-Industrial Revolution (La nueva izquierda: la revolución anti-industrial).

Al año siguiente apareció The Virtue of Selfishness (La virtud del egoismo). Como en el caso del objetivismo-subjetivismo, cabe aclarar a qué se refería exactamente Rand cuando defendía el egoísmo y atacaba el altruismo.

Ella se ciñó a la palabra inglesa “selfishness”, que se refiere a la atención hacia los propios intereses. Consideró, por el contrario, que el altruismo consiste en considerar buena toda acción cuyo beneficiario sea distinto al que la emprende. Es decir, por altruismo ella entendía, en realidad, esa monstruosidad de reclamar la atención y el esfuerzo de los demás como un privilegio propio. O, dicho de otra forma, la repulsa a cualquier tipo de acto beneficioso para uno mismo; el negarle a uno del derecho de vivir su propia vida. En suma, la total sumisión del individuo a la muchedumbre. Aclarado esto, no puede resultar tan sorprendente que considerara el altruismo una “apabullante inmoralidad”.

En 1966 se publicó Capitalism: The Unknown Ideal (Capitalismo, el ideal desconocido), una recopilación de artículos en defensa de la libertad económica. Como en otras ocasiones, algunos de los artículos eran de colaboradores. Así, por ejemplo, Alan Greenspan, actual jefe de la Reserva Federal americana, escribió un notable artículo en defensa del patrón oro y otro criticando las leyes antimonopolio. Nathaniel Branden escribió sobre cuestiones relacionadas con la psicología y, en especial, sobre su tema predilecto: la autoestima.

Tres años después, en The Romantic Manifiesto expuso sus ideas estéticas en la que se incluyó, entre otros escritos, la mencionada introducción al Noventa y tres.

Un mundo que iba mal

Cuando la chapuza monumental de la Guerra del Vietnam, Rand escribió sobre el tema en uno términos que, como de costumbre, no encajaban ni con los Republicanos ni con los Demócratas. Como con los individuos, Rand consideraba que era una aberración exigir el sacrificio de un país para sacarle las castañas del fuego a otro. Peor todavía, era una cruel hipocresía derramar sangre americana en las junglas lejanas en nombre de la libertad cuando los Estados Unidos se estaban desplomando por el precipicio de la dictadura socialdemócrata hacia el abismo rojo. Como cuando en Vietnam la Fuerza Aérea no podía bombardear los santuarios del enemigo por orden presidencial o cuando tras el 11 de Septiembre se piden cuentas al sátrapa de Irak pero no al de la monarquía wahabista que financia y jalea el terrorismo.

Y así, lamentablemente, como seguimos viendo hoy, el aberrante ideal de sacrificarse por los demás a cambio de nada bueno sigue guiando la política exterior de Washington.

La política exterior americana es tan grotescamente irracional que la mayoría de la gente piensa que debe de tener algún motivo sensato. La magnitud de la irracionalidad actúa como su propia protección: como en la técnica de la “Gran Mentira”, la gente asume que un mal tan grande no podría ser tan malvado como parece y, por lo tanto, alguien debe de entender su significado, aunque a ellos se les escape.

El grupo cerrado

Pero, con el paso de los años, el grupo de objetivistas fue cerrándose sobre sí mismo. Y el control de Rand era total. Triste contradicción de la que tan vehementemente había defendido la independencia de cada individuo. Pero buscando a personas que coincidieran al máximo con sus propias ideas se aisló, privándose de la capacidad para contrastar y batirse con sus rivales.

Dicen las malas lenguas que en una ocasión Alan Greenspan llegó a besar literalmente los pies de la maestra. Pero eso no es nada en comparación con lo que se dice de la relación de Rand con Branden. Hoy es conocido que los dos mantuvieron relaciones íntimas con el consentimiento de sus respectivos cónyuges pero, previsiblemente, a pesar de tan generosa aprobación, la cosa acabó con un sonado desplante.

No fue este el único trapo sucio que salió de la “secta” objetivista, como algunos la llamaron. Murray Rothbard fue un miembro destacado del seminario de Rand e hizo esfuerzos por acercar a ésta y a su mentor, Ludwig von Mises. Estos esfuerzos se fueron a pique cuando el joven economista fue expulsado del grupo de Rand. Se dice que el detonante fue la negativa de Rand de dar su visto bueno al matrimonio de Rothbard con una persona que mantenía creencias religiosas. Justamente decepcionado pero manteniendo su humor, Rothbard escribió una breve obra teatral mofándose de Rand y su forma claustrofóbica de acaudillar su movimiento objetivista.

La diáspora

Cuando Rand murió en 1982, legó el control del grupo objetivista a Leonard Peikoff. Peikoff no sólo se encastilló en el ateismo militante sino que ha llegado a abogar por una política exterior americana de intervencionismo galopante. Si a Rand la habían llamado sectaria, a Peikoff llegaron a colgarle el sanbenito de ‘estalinista’. Lo cual ha tendio, de hecho, un efecto muy saludable: los seguidores de Rand se dispersaron en una multitud de grupos que reinterpretaron a la escritora, al margen del objetivismo oficial de Peikoff.

Ha habido, como he comentado, autores que han compaginado las visiones de Rand con las de la Escuela Austríaca. Ha habido quien ha matizado la cuestión del ateismo y quien ha reconsiderado la epistemología randiana.

Han aparecido, incluso, cierto grupo de homosexuales, principalmente en Nueva Zelanda, defendiendo su estilo de vida basándose en el objetivismo, a pesar de que la propia Rand dijo bien a las claras que eso le resultaba repugnante.

Otros, han llevado las premisas iniciales de Rand en materia política hasta sus últimas consecuencias y, más allá del minarquismo que ella defendió, han abogado por el anarcocapitalismo.

En definitiva, Rand ha entrado a formar parte de las referencias obligadas en el pensamiento liberal y su influencia, combinada con la de otros, sigue surtiendo su efecto.

Entrevista con Rosa Pelz

Entrevista con Rosa Pelz
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Por Joseba Louzao

Rosa Pelz es la editora de Ayn Rand. Su editorial Grito Sagrado es presentada así: “Mi objetivo es proponer una ética basada en la libertad, la responsabilidad, el respeto y el amor profundo por el prójimo; una manifestación social de los más nobles valores personales que ayude a todos y a cada uno de los seres humanos a vivir mejor y actualizar su potencial. Mi deseo es ayudar a quienes quieren salir del sufrimiento, a quienes quieren crecer, a quienes quieren romper las cadenas y dar, de una vez y para siempre, el grito sagrado: ¡Libertad!”. Ha publicado La Rebelión de Atlas y El Manantial, y su próxima aparición será La virtud del egoísmo. Gracias a ella podemos celebrar el centenario del nacimiento de Ayn Rand, leyendo y acercándonos a sus libros. Sobre Rand y su filosofía, y la importancia de ésta en la actualidad –con especial atención del presente argentino-, entrevistamos a Rosa Pelz, encantadora argentina, a la que debo agradecer que hiciera enormemente fácil la entrevista con sus respuestas.

Comenzaré la entrevista preguntándole lo que muchos en La Rebelión de Atlas: ¿Quién es John Galt? ¿Cómo resumir un libro de más de mil páginas?

John Galt es el hombre ideal que Ayn Rand describe en la novela. Es la persona con la cual cualquiera de nosotros, en su más grande ambición de integridad, y esclarecimiento de su misión en este mundo, puede identificarse.

Resumir un libro de estas características es casi una misión imposible. Lo que sí puedo señalar es que la trama y la descripción del perfil psicológico y conductual de los protagonistas y sus circunstancias han dado lugar a una magnífica novela que se mantiene como best seller desde su aparición allá por el año 1957 con más de veinte millones de copias vendidas sólo en inglés. Tan actual como el primer día, parece escrita ayer, para que cualquier lector interesado sienta que la autora escribió para él.

Tengo entendido que su historia personal es muy similar a la de Rand. ¿Eso le daría una mayor empatía, no? ¿Cómo recuerda su primer encontronazo con las hojas de Ayn Rand

Efectivamente, hay ciertas similitudes en mi historia personal y familiar con las vivencias que hicieron de Ayn Rand la magnífica escritor y filósofa que hoy conocemos. El primer impacto no lo viví por ese lado, sino que me deslumbró su extraordinaria capacidad para armar una trama tan apasionante como real, capaz de producirme una enorme empatía y sorpresa, por la similitud con las múltiples actitudes y sucesos que forman parte de la vida diaria de la gente común y corriente.

Es a partir de esto que me dediqué a bucear en su historia personal, pues lo que somos no es mágico, sino la consecuencia de nuestra historia. Así fui descubriendo, paso a paso, cuantas cosas comunes había en su historia y en la mía.

¿Cómo definiría en pocas palabras a Ayn Rand?

Una persona con fuerte personalidad, definida desde su más tierna infancia, audaz, creadora por excelencia, orgullosa e inflexible, dispuesta a decir y hacer todo lo que consideraba que debía decir o hacer; con altísima autoestima. Exigente al máximo, primero consigo misma y luego con quienes la rodeaban.

Quizá tenga muchas frases o párrafos subrayados de lo escrito por Rand. Pero, ¿con cuál se quedaría?

Juro por mi vida y mi amor por ella que jamás viviré para nadie, ni exigiré a nadie que viva para mí.

A muchos puede resultar paradójico que sea una rusa la que tenga que hacer recordar a los norteamericanos cuál fue la base en la que se asentó su sociedad, ¿no?

Efectivamente, es extraño desde una apreciación simplista. Sin embargo, los que contamos algunos años en nuestro haber, podemos ampliar la comprensión de esta apreciación por entender que el mejor aprendizaje no se encuentra sólo en los libros, sino que proviene de experiencias vividas, y es en esto donde Ayn Rand nutre su misión de recordarnos hacia dónde van a parar las personas y las sociedades altruistas, donde el bienestar general es sólo una excusa para la dominación y el control por parte de las élites gobernantes que lo propugnan.

Tengo algún que otro amigo colectivista o escéptico, ¿cree que la lectura de Rand haría que cambiarán de opinión?

La reacción de las personas ante la lectura de Rand es impredecible. Primero porque abordar sus novelas implica comprometerse con una lectura de muchas páginas. No obstante como la trama es apasionante, porque no es un panfleto lo que hace de su filosofía, sino que la inserta en la trama, vale la pena intentarlo. Puede que no todo guste, pero que moviliza y hace pensar, de eso no tengo duda.

Llamó a su sistema filosófico objetivismo, pero lo expresó a través de sus novelas. ¿Qué significó para ella la narrativa, la ficción?

En la obra de Rand encontramos novelas, ensayos, disertaciones y muchos artículos; si nos remitimos a analizar las novelas, debo mencionar aquí que cuando la señora Rand conversando con un amigo le mencionó lo difícil que le resultaba explicar su sistema filosófico, éste le sugirió hacerlo utilizando la trama de novelas de ficción. Al escucharlo se enojó, no obstante, la sugerencia no cayó en saco roto porque inmediatamente comenzó a darle forma a El Manantial, y luego a La Rebelión de Atlas.

No sé si estará de acuerdo, pero algunos dicen que Ayn Rand creó la única filosofía original del siglo XX. ¿Está de acuerdo? ¿Dónde radica su originalidad?

Esto lo han manifestado personas mucho más ilustradas que yo. Lo que puedo agregar es que ciertamente nadie antes había enfocado la filosofía en forma de incluirla en los hechos de la vida cotidiana, basándose en la razón como único absoluto que no admite compromiso. Fue muy contundente cuando manifestó “toda concesión a la irracionalidad invalida la propia conciencia y cambia su tarea de percibir por la de falsificar la realidad”.

¿Cuál sería la actitud de Rand hoy en día? ¿Qué les diría a aquellos que piensan que no tiene vigencia sus palabras cien años después de su nacimiento?

Seguramente Ayn Rand seguiría manifestando a los detractores, los ignorantes, los que no comprenden que los derechos no dependen de la voluntad de terceras personas, sino que son inherentes al hombre, por el sólo hecho de ser persona: “la riqueza es el producto de la capacidad del hombre para pensar” o “cada aspecto de la cultura occidental necesita un nuevo código de ética, una ética racional, como precondición para un renacimiento”. Denunciando al mismo tiempo a quienes enmascaran su ambición de poder invocando la necesidad de ser altruistas con el propósito de aniquilar la libertad de quienes creen en esa patraña

¿Por qué cree que muchos de los lectores guardan especialmente en su memoria literaria La Rebelión de Atlas?

Es una de las pocas, o casi única novela, que invita a no querer que termine, y cuando esto sucede despierta el deseo de iniciar una segunda lectura. Y ya ni la novela, ni el lector, serán los mismos.

¿Cómo surgió la aventura, porque debió serlo, de editar a Rand? ¿Tiene nuevos proyectos?

Mi hijo mayor, Fred Kofman, en uno de sus tantos viajes a Argentina, pues vive fuera del país, inocentemente nos preguntó si conocíamos a la autora, o sus novelas, al contestarle que no teníamos noticias, ni de ella, ni de su obra, sugirió que obtuviéramos los derechos para editar y distribuir tres títulos: La Rebelión de Atlas, El Manantial y La virtud del egoísmo. Luego de arduas negociaciones obtuvimos los derechos y durante casi dos años trabajamos en la traducción al español de La Rebelión de Atlas, traducción totalmente nueva, donde en un idioma coloquial y actualizado, las nuevas generaciones de lectores se adentraran en la trama sin barreras. Creemos haber obtenido nuestro propósito, pues los comentarios y el agradecimiento de los lectores nos señalan permanentemente cuanto ha contribuido esta obra a ayudarlos a madurar y entender la forma en que funciona el mundo. Ya pusimos también a disposición del mercado El Manantial, y pronto haremos lo mismo con La virtud del egoísmo. Recomiendo entrar en nuestra página (www.gritosagrado.com) y leer el interesante prefacio escrito por Fredy, donde presenta la obra y cuenta su experiencia al abordarla.

Para concluir no quisiera dejar pasar la oportunidad de preguntar por la actual situación de Argentina, ¿necesitan de las ideas de Rand para el futuro?

La llegada de estos libros a la Argentina ha sido providencial, cada vez más y más lectores se comprometen con la lectura de estas obras, impulsados por las recomendaciones y los entusiastas comentarios que provocan. Lamentablemente quienes nos gobiernan no tienen un código ético, ni respetan las premisas republicanas que hicieron grande a la Argentina, cuando allá por la segunda mitad del siglo XIX, Alberdi se nutrió de los principios que rigieron la conformación de los Estados Unidos de Norteamérica como país –separación de poderes, limitación de estos, respecto a la propiedad privada y un código consuetudinario donde el individualismo estaba por encima de toda otra corriente que pudiera desnaturalizarlo. Las alianzas oportunistas que el actual presidente y sus colaboradores ha cerrado con gobiernos totalitarios y corruptos, como Cuba y Venezuela, nos han mostrado al mundo de forma indigna. Somos el país con el más grande default en la historia. Somos los que celebramos el incumplimiento de nuestros compromisos desde los tres poderes; funcionarios que ejercen con corrupción sus mandatos en la más flagrante estafa a la responsabilidad inherente a sus cargos. Somos los que desde el poder ejecutivo utilizamos lenguaje ofensivo y actuamos en forma que denota ignorancia, brutalidad y ordinariez, negando la realidad del abuso en el que viven los que ansían la libertad, y que están encarcelados o muertos, como los disidentes en Cuba, o los lavados cerebrales que la educación impuesta produce en Cuba y en Venezuela. La protección y financiación de las diferentes guerrillas y organizaciones terroristas por parte de estos dictadores, que sólo buscan reputarse en el poder, es otra de las consecuencias que tendremos en el corto plazo en América Latina. ¿Será la Argentina cómplice de esto? Yo creo que la ambición de los políticos actuales cerrará caminos de recuperación para mi país, y promoverá más resentimiento y ánimo de venganza.
Este es el momento de mostrarnos con nuestros valores morales para que nuestra protesta y denuncia impida que el tobogán de nuestra decadencia nos lleve al infierno. Tenemos un país hermoso y lleno de posibilidades. Creo personalmente que tomar como referente la obra y la persona de Ayn Rand, ayudará a que los argentinos hagamos realidad la estrofa de nuestro himno cuando proclama: Oíd mortales el grito sagrado: Libertad, Libertad, Libertad.

Los jóvenes hoy están más conscientes e independientes

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Los jóvenes hoy están más conscientes e independientes
JUEVES, 24 DE FEBRERO DE 2011
Última actualización 8:57 a. m.
De El Amigo de la Marro
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La conversación de Guillermo Pineda con Gustavo Montenegro está en La conversación de Guillermo Pineda con Gustavo Montenegro está en [url=http://tinyurl.com/4sen8da]http://tinyurl.com/4sen8da[/url].
La conversación de Guillermo Pineda con Gustavo Montenegro está en La conversación de Guillermo Pineda con Gustavo Montenegro está en [url=http://tinyurl.com/4sen8da]http://tinyurl.com/4sen8da[/url].

Los jóvenes hoy están más conscientes e independientes, dijo Guillermo Pineda, director del Centro de Estudio del Capitalismo, durante una entrevista que sostuvo con el diario Prensa Libre.

Para Pineda, Guatemala tiene una importante esperanza: la juventud.

Los jóvenes hoy están más conscientes e independientes. El esfuerzo debe ir hacia proveerles educación, valores y reflexión […] Muchos jóvenes le huyen al verdadero compromiso político porque hay demasiados incentivos perversos en el sistema político actual. Hay que cambiar ese sistema.

Y a la pregunta de ¿Por qué leer a Ayn Rand?, Pineda respondió que:

Porque plantea, a través de un relato, los problemas que enfrenta una persona cuando otros quieren decidir por ella. En “El Manantial”, el personaje es un arquitecto que lucha por su independencia, pero ello le representa dificultades. Realmente no es fácil luchar contra la corriente y esa es la idea que fomentamos: luchar por los propios valores.

Las palabras forman parte de la entrevista publicada por el 20 de febrero de 2011, en la que Pineda habló sobre la actualidad política de Guatemala, la falta de liderazgo, el papel del ciudadano y los principales males del país.

Guatemala ha sufrido la carencia de pensamiento abstracto, filosófico, que haga más sólida la reflexión de profesionales, políticos y personas que toman decisiones. Hay un gran desconocimiento de lo que realmente implican ciertas ideas o palabras, agregó.

Además de dirigir el Centro de Estudio del Capitalismo, Guillermo Pineda está a cargo de los clubes de lectura de las novelas Atlas Shrugged y The Fountainhead, cuyas reuniones se llevan a cabo en la Biblioteca Ludwig von Mises de la Universidad Francisco Marroquín.

Contacto:
Guillermo Pineda
Centro de Estudio del Capitalismo
capitalismo@ufm.edu

Sobre las obras de Ayn Rayd

[url=http://capitalismo.ufm.edu/index.php/Sobre_las_Obras_de_Ayn_Rand]http://capitalismo.ufm.edu/index.php/Sobre…ras_de_Ayn_Rand[/url]

Ayn rand nació en la ciudad de San Petesburgo, Rusia en el febrero 02 de 1905. Desde muy joven Ayn Rand se opuso a las ideas colectivistas de la Rusia zarista. Ella fue testigo de la revolución bolchevique y vivió la destrucción causada por el gobierno comunista de la Unión Soviética. Al terminar sus estudios de historia y filosofía en la Unión Soviética obtuvo un permiso para salir del país en el año 1925 para visitar a familiares en los estados unidos. Ella nunca regresó a Rusia y su primera novela Nosotros los vivos (We The Living, nombre original en inglés) publicada en 1936, narra de manera autobiográfica las experiencias que vivió durante el ascenso del gobierno comunista.

En el año 1935 empezó a redactar una de sus novelas más importantes, El Manantial (The Fountainhead nombre original en inglés), donde narra la vida de Howard Roark. Howard Roark es la versión de lo que ella describiría “el hombre ideal”, un hombre que vive bajo los principios de una filosofía para la vida que aseguraba el respeto de sus derechos y su búsqueda de la felicidad. El personaje se convertiría pronto en uno de los héroes emblemáticos de su filosofía al enaltecer las cualidades de un hombre exitoso que está dispuesto a luchar por sus ideas, defender sus creencias y demostrarle al mundo que se puede ser un hombre digno y correcto a pesar de las circunstancias del mundo actual y de la influencia de hombres que buscan robar a unos lo que no es de ellos.

El Manantial fue publicado en el año 1943 y muy pronto se convirtió en uno de los libros más leídos en estados unidos convirtiéndose en uno de los títulos campeones del individualismo y la búsqueda de la felicidad.

En el año 1946 Ayn Rand inició la redacción de su obra más importante, La rebelión de Atlas (Atlas Shrugged nombre original en inglés) y fue publicado en el año 1957. Esta novela fue la culminación de su trabajo en obras de ficción y dramatizó la historia de un hombre ideal que vive bajo la influencia de un sistema colectivista en una historia de misterio intelectual. Este libro, junto con El Manantial, ejemplifica los principios filosóficos que describen al hombre ideal y defienden la razón, los derechos de los individuos, el capitalismo y la actividad emprendedora.

La Rebelión de Atlas contra la Moralidad del Sacrificio

[url=http://www.objetivismo.org/asvssacrificio.html]http://www.objetivismo.org/asvssacrificio.html[/url]
por Onkar Ghate
Profesor de Filosofía
del Ayn Rand Institute

(De la excelente presentación titulada:
Atlas Shrugged, la Segunda Declaración de Independencia de USA.
Disponible en el canal de Objetivismo de YouTube).
[url=http://www.youtube.com/view_play_list?p=B9663099E4F1FD63]http://www.youtube.com/view_play_list?p=B9663099E4F1FD63[/url]

Sobre todo el planteamiento del bien y del mal, Ayn Rand hace preguntas que nadie se atrevió a preguntar.
[. . .]

En uno de los mayores actos de independencia que ha habido en el mundo, Ayn Rand declara, en efecto, que la esencia del Sermón de la Montaña, con todo lo que presupone y todo lo que implica, es malvada.

La idea que el bien consiste en lograr el bien de los demás, de tu vecinos, de tu país, incluso de tus enemigos, de cualquier uno y cualquier cosa, real o imaginaria, siempre que no seas tú; la idea que debes sacrificar tus valores personales sin siquiera esperar nada a cambio; la idea que nobleza significa desprendimiento, y que maldad significa preocuparse por uno mismo; la idea que moralidad es sinónimo de altruismo y que inmoralidad es sinónimo de egoísmo; todo eso es desafiado en La Rebelión de Atlas.

Sobre todo este planteamiento del bien y del mal, Ayn Rand hace preguntas que nadie se atrevió a preguntar.

“¿Qué…”, ella pregunta, “…es el bien, según esta moralidad?” Supuestamente es que logras el bien de otros. Pero ¿cuál es, entonces, el bien de esos otros? Bueno, supuestamente, que ellos a su vez logren el bien de otras personas. Pero entonces seguimos enfrentando la misma pregunta sin responder: “¿Cuál es el bien de esas otras personas?”

A la pregunta “¿qué es el bien?”, este enfoque a la moralidad de hecho no ofrece ninguna respuesta. Te da sólo una cadena de flechas que no conducen a ninguna parte; una fila de ceros cuya suma es… nada.

El código no defiende ningún valor final, ningún ideal positivo, no se preocupa por la principal tarea de la ética, que es: definir el bien al cual los hombres deben intentar llegar.

¿Cómo les afecta esto a los hombres en la práctica? Significa que es imposible saber si uno ha alcanzado el bien o ha fracasado en el intento.

¿Cómo le afecta esto a un hombre de auto-estima? Para cualquiera que se esfuerce en ser bueno, este código declara que nunca has hecho lo suficiente. No importa cuánto hayas sacrificado, nunca puedes alcanzar tu propia perfección moral. Nunca puedes lograr el bien.

¿Alguna vez te has preguntado por qué las demandas de sacrificio pueden continuar creciendo sin parar? El impuesto sobre la renta, por ejemplo, comenzó como algo que sólo (¡por supuesto!) se aplicaría a los muy ricos, y que, por supuesto, tendría un tope del 7% de los ingresos.Pero luego creció al 15%, 20%, 25% de todos los ingresos, e incluyó en sus garras a más y más ciudadanos productivos.

¿Podemos, en cualquier etapa, protestar que ya hemos sacrificado lo suficiente, que ya hemos conseguido el bien de los demás? No seas tan ingenuo, ¿quién dijo que el bien se puede lograr?

O ¿por qué es que, década tras década, cuanto más dinero los EE.UU. vierten en Asia, África y Oriente Medio, más limosnas se nos exigen? ¿Podemos alguna día protestar que hemos sacrificado lo suficiente, que hemos alcanzado el bien de los demás? No seas tan ingenuo, ¿por qué crees que el bien se puede lograr?

Por lo tanto el resultado de cualquier persona racional que se esfuerza en ser buena, es un estado de ansiedad moral, duda en sí misma, y culpabilidad. No importa cuánto haya sacrificado, le obsesiona la idea que podría haber sacrificado aún más.

La mayoría de la gente buena por lo tanto, dejan de intentar ser 100% morales, y de esa forma abandonan la búsqueda de la auto-estima.

¿Y qué pasa con los sinvergüenzas que en realidad no se preocupan con ser morales? Independientemente de la naturaleza de sus acciones específicas, o de lo terrible que sea el resultado al que hayan llegado, mientras su motivo no sea su interés propio, cualquier cosa les está permitida. Hagan lo que hagan, conservan el halo de la moralidad.

¿Te has preguntado por qué, cuando los así llamados “humanitarios” de la ONU generan debacle tras debacle y corrupción tras corrupción, su poder y su prestigio sólo hacen aumentar? ¿Te has preguntado alguna vez por qué cuando un programa de gobierno tras otro lleva al desastre, cuando la seguridad social socava la jubilación de una persona, y la educación pública socava la mente de un niño, el poder de estos programas sólo hace aumentar? ¿Te has preguntado por qué, mientras individuos eran asesinados por miles y decenas de miles en la Rusia y China comunistas, tanto los espectadores de Oriente como de Occidente decían “dadles más tiempo, puede que a la larga consigan el bien de los demás”…?

La Rebelión de Atlas nos da la respuesta: nada puede contar como fracaso en lograr el bien de otros, porque nada cuenta como éxito. Citando a Atlas:

“El bien de otros es una fórmula mágica que transforma cualquier cosa
en oro, una fórmula a ser recitada como garantía de gloria moral y como
fumigador de cualquier acción, incluso la masacre de un continente. No
necesitas pruebas, ni razones, ni éxito. Lo único que necesitas saber es
que tu motivo era el bien de los demás, no el tuyo propio. Tu única
definición del bien es una negación: El bien es lo no-bueno para mí”.

Así que lo que tenemos aquí es una moralidad negativa. Este código es incapaz de especificar la naturaleza del bien, pero sí define en preciso detalle la naturaleza del mal. Preocuparte con avanzar tu propio interés es malvado. Para escapar del mal, por lo tanto, debes sacrificar tus valores. El consejo concreto que te ofrece el código es: sacrifícate, sacrifícate y luego sacrifícate aún más.

Esta es la verdadera finalidad del código, y por lo que Ayn Rand lo llama “la moralidad del sacrificio”.

Sacrifica tu dinero a desconocidos que no se lo han ganado – proclama el Sermón de la Montaña – y sacrifica tu amor a los enemigos que odias.

Sacrifica tus valores, tanto de materia como de espíritu. Sacrifica. Sacrifica. Sacrifica.

Atila y el hechicero

[url=http://www.objetivismo.org/atilahechicero.html]http://www.objetivismo.org/atilahechicero.html[/url]

“La trágica ironía de la historia humana es que, en todos los altares que
los hombres erigieron, siempre fue al hombre a quien inmolaron y al animal
al que glorificaron. Siempre fueron los atributos del animal, no del hombre,
los que la humanidad adoró: el ídolo del instinto y el ídolo de la fuerza – los
místicos y los reyes – los místicos, que anhelaban una consciencia irresponsable
y gobernaban por medio de la afirmación de que sus tenebrosas emociones
eran superiores a la razón, que el conocimiento les venía en espasmos ciegos e
inevitables que tenían que ser obedecidos a ciegas, sin cuestionarlos – y los reyes,
que gobernaban por medio de garras y músculos, con la conquista como método y
el saqueo como objetivo, con un garrote o una pistola como única justificación de su
poder. Los defensores del alma del hombre estaban preocupados con sus emociones,
y los defensores del cuerpo del hombre estaban preocupados con su estómago,
pero ambos estaban unidos contra su mente”.
(Atlas Shrugged)

Estas dos figuras – el hombre de Fe y el hombre de Fuerza – son arquetipos filosóficos, símbolos psicológicos, y realidad histórica. Como arquetipos filosóficos encarnan dos variantes de una cierta visión del hombre y de la existencia. Como símbolos psicológicos representan la motivación básica de muchos hombres que existen en cualquier época, cultura o sociedad. Como realidad histórica son los verdaderos gobernantes de la mayoría de las sociedades humanas, los que suben al poder cada vez que los hombres abandonan la razón.

Las características esenciales de estos dos permanecen las mismas en todas las épocas: Atila, el hombre que gobierna por la fuerza bruta, actúa en el impulso del momento, sólo se preocupa con la realidad física que está directamente frente a él, sólo respeta los músculos del hombre, y piensa que un puño, un garrote o una pistola son las únicas respuestas a cualquier problema – y el Hechicero, el hombre que le teme a la realidad física, teme la necesidad de la acción práctica, y se refugia en sus emociones, en visiones de algún reino místico en el que sus deseos disfrutan de un poder sobrenatural que no está limitado por el absoluto de la naturaleza.

A primera vista, estos dos pueden parecer opuestos, pero observad lo que tienen en común: una consciencia restringida al método perceptual de funcionar, una consciencia que decide no ir más allá de lo automático, lo inmediato, lo dado, lo involuntario, que significa: la “epistemología” de un animal, o lo más cercano a ella que una consciencia humana puede llegar.

La consciencia del hombre comparte con los animales las dos primeras etapas de su desarrollo: las sensaciones y las percepciones; pero es el tercer estado, las concepciones, lo que le hacen hombre. Las sensaciones son integradas en percepciones de forma automática por el cerebro de un hombre o de un animal. Pero la integración de percepciones en concepciones es un proceso de abstracción, una hazaña que sólo el hombre tiene el poder de realizar – que tiene que realizar por decisión propia. El proceso de abstracción y de formación de conceptos es un proceso de la razón, del pensamiento; no es automático ni instintivo ni involuntario ni infalible. El hombre tiene que iniciarlo, mantenerlo, y asumir responsabilidad por sus resultados. El nivel pre-conceptual de la consciencia es no-volicional; la voluntad empieza con el primer silogismo. El hombre tiene la opción de pensar o de evadir – de mantener un estado de plena consciencia o dejarse ir a la deriva de un momento al siguiente, en un aturdimiento semi-consciente, a merced de las caprichosas asociaciones que produzca el desenfocado mecanismo de su consciencia.

Pero los organismos vivos que poseen la facultad de la consciencia necesitan usarla para poder sobrevivir. La consciencia de un animal funciona de forma automática; un animal percibe lo que es capaz de percibir y sobrevive de acuerdo con ello, hasta donde su límite perceptual le permite, y no más. El hombre no puede sobrevivir al nivel perceptual de su consciencia; sus sentidos no le proporcionan una guía automática, no le dan el conocimiento que necesita, sino sólo la materia prima para el conocimiento, que su mente luego tiene que integrar. El hombre es la única especie viviente que tiene que percibir la realidad – lo que significa: ser consciente – por decisión voluntaria. Pero él comparte con otras especies el castigo de la inconsciencia: la destrucción. Para un animal, la cuestión de la supervivencia es esencialmente física; para el hombre, es esencialmente epistemológica.

+++

“Como productos de la separación entre el alma y el cuerpo del hombre,
surgieron dos tipos de maestros de la Moralidad de la Muerte: los místicos
del espíritu y los místicos del músculo, a quienes llamáis los espiritualistas
y los materialistas, los que creen en consciencia sin existencia y los que
creen en existencia sin consciencia. Ambos demandan la sumisión de tu
mente, el uno a sus revelaciones, el otro a sus reflejos. Sin importar cuánto
se afanen en los papeles de antagonistas irreconciliables, sus códigos morales
son idénticos, y así lo son sus objetivos; en materia: la esclavitud del cuerpo
del hombre; en espíritu: la destrucción de su mente.

El bien, dicen los místicos del espíritu, es Dios, un ser cuya única definición es
que está más allá del poder del hombre de concebir – una definición que invalida
la consciencia del hombre y anula sus conceptos de existencia. El bien, dicen los
místicos del músculo, es la Sociedad – una cosa que ellos definen como un
organismo que no posee forma física, un super-ente encarnado en nadie en
particular y en todos en general excepto en ti. La mente del hombre, dicen los
místicos del espíritu, debe estar subordinada a la voluntad de Dios. La mente del
hombre, dicen los místicos del músculo, debe estar subordinada a la voluntad de
la Sociedad. El criterio de valor del hombre, dicen los místicos del espíritu, es el
placer de Dios, cuyos criterios están más allá del poder de comprensión del hombre
y deben ser aceptados por fe. El criterio de valor del hombre, dicen los místicos del
músculo, es el placer de la Sociedad, cuyos criterios están más allá del derecho a
juzgar del hombre y deben ser obedecidos como un absoluto primario. El objetivo de
la vida del hombre, dicen ambos, es convertirse en un esperpento delirante, sirviendo
un propósito que desconoce, por razones que no debe cuestionar. Su recompensa,
dicen los místicos del espíritu, le será dada más allá de la tumba. Su recompensa,
dicen los místicos del músculo, le será dada en la tierra – a sus tataranietos”.
(Atlas Shrugged)