Nasdat Duplicado

now browsing by category

 

Extranjero

Extranjero

Los Malditos

Los malditos

Un cuerpo de mujer

Un cuerpo de mujer

Crónicas Marcianas. Ray Bradbury

Crónicas Marcianas. Ray Bradbury, Los Colonos

EL PAÍS DE LOS CIEGOS

En el pais de los ciegos

La inundación

la inundacion

El Chamanismo como sistema adaptante

EL CHAMANISMO COMO SISTEMA ADAPTANTE

Un expediente abierto

Un expediente abierto

El chamanismo domesticado

El chamanismo domesticado
escrito por Lynch, F.M.
miércoles, 30 de marzo de 2005
La intención de este artículo es reflexionar sobre la significancia ético-antropológica de una interpretación teórico-práctica actual del fenómeno del shamanismo. La misma consiste en la introducción en el seno de nuestra vida social de determinadas prácticas shamánicas aprendidas de diversas sociedades aborígenes. En tal sentido se trata de una inversión de la tendencia históricamente dominante según la cual la transferencia intercultural se ha producido desde nuestra moderna sociedad occidental hacia estas otras sociedades.

El interrogante que signa este trabajo es el relativo a la cuestión de los posibles sentidos que están implícitos en esta (re)interpretación, en particular en lo referente a la “autenticidad” que pueda asignársele a las actividades del caso en función del cambio de contexto societal producido. Vale decir, teniendo en cuenta la selectividad operada con relación a determinados aspectos de las prácticas propiamente aboriginales, se pone de manifiesto la variabilidad del componente ético que está en juego en esta suerte de apropiación occidental de saberes nativos.

El objeto empírico de esta discusión lo constituye entonces un modo de práctica espiritual que, en el contexto de confusión paradigmática en que nos estamos moviendo, hace confluir la dimensión científica de estudio con la propiamente aborigen. Nuestros informantes clave son entonces quienes califican de “shamánica” a su propia actividad profesional. La presente aproximación al mismo procura abrir el interrogante en cuestión sobre la base de la bibliografía consultada, de entrevistas a varios cultores occidentales del shamanismo, y la observación participante en varios rituales de los celebrados por estos neoshamanes.

Teniendo en cuenta la vigencia que el shamanismo está teniendo en la sociedad moderna, surge el siguiente interrogante antropológico: ¿qué sentido puede llegar a tener la incorporación en nuestra “ordinaria” vida social occidental -que ha alcanzado los límites del “desencantamiento” del mundo- de estas ancestrales prácticas aborígenes? ¿Qué puede decirse entonces sobre el hecho de que determinados miembros de nuestra moderna civilización estén produciendo una apropiación de saberes y prácticas de las sociedades indígenas que tan conflictiva relación han tenido con la sociedad dominante?

La palabra shamán es de origen tungús, y hace referencia a aquellos miembros de esta primitiva sociedad siberiana orientados hacia el dominio de lo espiritual. En tal sentido la prácticas shamánicas han sido el modo en que determinados miembros de las sociedades arcaicas entraban en contacto con aquello que está más allá de la percepción ordinaria de las cosas. Se trata entonces tanto de un modo de conocimiento de ese mundo sobrenatural, como de comunicación con los seres que lo habitan -seres singularmente cargados de poder-. En la actualidad el término shamán es el apelativo común con que se designa a todo aquel interesado en actividades terapéuticas cuyas fuentes de conocimiento son principalmente de raíces aborígenes. De allí que existe una amplia gama de prácticas de curación “alter-nativas” que abrevan, no sólo de una enorme diversidad de creencias y rituales de pueblos nativos de todo el mundo, sino de una creciente literatura sobre este fenómeno de imbricación de las dimensiones primitiva y moderna de la vida humana que se ha dado en llamar “neoshamanismo”.

En esta ocasión nos circunscribiremos al análisis de un caso puntual de interpretación del shamanismo, que, inspirado en principio básicamente en grupos aborígenes sudamericanos –grupos amazónicos de cazadores-recolectores en primer lugar-, se ha desarrollado en E.E. U.U. de Norte América y se ha expandido hacia varias partes del mundo, entre ellas, la Argentina. Nos limitaremos entonces a observar un punto focal del campo shamánico, el relativo a su reinterpretación moderna a partir de una lectura antropológica determinada. A fin de circunscribir los términos del problema bajo examen nos centraremos en los planteos de los dos autores que más han hecho por esta suerte de reversión aculturativa. Ellos son Mircea Eliade en lo relativo a la teoría del shamanismo desde su “perspectiva de la historia general de las religiones”, y Michael Harner en lo que hace a la puesta en práctica efectiva de tal formulación -iniciación en principio por parte de shamanes jíbaro y conibo mediante- en términos de lo que ha dado en llamar “la senda del shamán”.

El shamanismo moral y puro
Sobre este tema la obra ya clásica del historiador de las religiones Mircea Eliade es un referente obligado, tanto por el esfuerzo de síntesis de una enorme cantidad de información sobre el tema, como por el alto grado de autoridad que goza entre los practicantes de esta suerte de neoreligión -que a su vez es una nueva paraciencia, más parantropológica que parapsicológica-. Pertinentes a nuestra discusión son los planteos hechos por este notable erudito que conllevan ciertos supuestos de orden ético-filosófico -con sus consecuencias político-ideológicas a cuestas- que, subyaciendo a esta particular interpretación del shamanismo, consideramos tienen singular significación antropológica.

El primer punto de la formulación de Eliade a tomar en cuenta es el referido a la concepción del shamanismo en términos estrictamente “moralistas”. Contrariamente a lo ilustrado por la evidencia etnográfica, que muestra el insoslayable sentido ambivalente de la práctica de estos personajes, con potencial -vía el auxilio de sus ayudantes espirituales- tanto de curar como de dañar al prójimo, sostiene este autor que el accionar shamánico era esencialmente positivo (Eliade 1951: 381). Según esta sesgada interpretación, pues, los shamanes vendrían a ser los defensores del mundo de la luz frente a las fuerzas de las tinieblas. Desde semejante concepción, un tanto maniquea a nuestro entender, surge entonces la discriminación entre shamán en tanto “mago blanco” y brujo en cuanto “mago negro”. Pero el hecho efectivo es que entre muchos pueblos aborígenes las actividades del shamán desmienten dicha lectura, y aunque algunos se orienten prevalentemente hacia la práctica del bien, es por una libre decisión de su voluntad que optan utilizar su poder exclusivamente para curar.

Un segundo punto a considerar de la formulación de Eliade sobre el shamanismo tiene que ver con una interpretación determinada de lo enunciado en el mismo título de su tratado: “las técnicas arcaicas del extasis”. En consonancia con el planteo moralista señalado, la obra de Eliade evidencia una inclinación a concebir el “buen shamanismo” en términos que son a su vez consecuentes con una supuesta “pureza original”, propia, según su argumentación, de cualquier modo de acceso a lo sagrado que pueda ser considerado “auténtico”. En efecto, llama la atención el tratamiento que realiza este notable erudito respecto al empleo de fármacos psicoactivos para alcanzar la condición extática. Por un lado sorprende la ausencia de su consignación expresa a lo largo del detallado índice del libro. Pero lo en verdad significativo es que todas las alusiones que realiza no hacen sino desacreditar el uso de agentes externos al propio esfuerzo personal. De allí que, acorde al elogio de las prácticas religiosas propiamente ascéticas, califica de “decadente” al shamanismo que recurre a tal auxilio. Así, toda técnica de entrada en éxtasis que utilice psicofármacos es denominada “elemental”, “rudimentaria”, “mecánica”, incluso “aberrante”, o bien propia de pueblos o grupos sociales “inferiores” (Eliade 1951: 366).

En el capítulo dedicado a la “ideología y técnicas chamánicas de los indoeuropeos” , consigna “la importancia de la embriaguez que se busca en el cáñamo (…), confirmada, además, por la enorme difusión del término iranio a través del Asia Central”, así como el hecho de que “los himnos a las divinidades aluden también al éxtasis provocado por la intoxicación con setas”. Sin embargo, a continuación se pregunta: “Pero esto ¿qué prueba en relación con experiencia originaria? Los narcóticos son únicamente un sustituto vulgar del trance “puro”. Ya hemos tenido ocasión de comprobar en muchos pueblos siberianos el siguiente hecho: las intoxicaciones (alcohol, tabaco, etc.) son innovaciones recientes y muestran en cierto modo una decadencia de la técnica chamánica. Se trata de imitar, mediante la embriaguez narcótica, un estado espiritual que ya no se es capaz de conseguir de otro modo. Decadencia o, hay que añadir, vulgarización de una técnica mixta; en la India antigua y moderna, en todo el Oriente, se encuentra siempre esta extraña mezcla de “caminos difíciles” y “caminos fáciles” para conseguir el éxtasis místico” (1951: 313).

Ahora bien, tal como pone de relieve otro notable historiador, ya no de las religiones sino de las drogas, Antonio Escohotado (1989: 58-60), cabe precisar que tal distinción entre shamanismo auténtico y decadente, así como semejante repugnancia a vincular misticismo e intoxicación, está más basada en sentimientos que en razones. Como lo evidencia el hecho de que Eliade llame “narcóticas” a substancias que carecen de tal propiedad farmacológica, esto es, la de inducir sueño o sopor. También destaca Escohotado el contraste entre el desapasionado interés de Eliade por cualesquiera instituciones religiosas, su impasibilidad ante sacrificios humanos, antropofagia, cruentos ritos de pasaje, y su repentina preocupación moral por “técnicas aberrantes” que mancillan el carácter prístino de la auténtica sacralidad. Se interroga pues el pensador español si Eliade y quienes comulgan con su actitud condenatoria, basada en una burda simplificación, no habrían matizado su posición de haberse informado mejor sobre los efectos farmacológicos de determinadas substancias, o bien, si hubiesen experimentado personalmente.

Concluye Escohotado su mención sobre este peyorativo “carácter plebeyo de la química” señalando: “Acostumbrados al vino y al café, no se nos ocurre confundirlos bajo la rúbrica de “narcóticos”. Pero hay tanta o más diferencia entre peyote y opio, o entre cáñamo y coca, que entre vino y café. Aunque a muchos les repugne admitirlo, son incomparablemente más idóneos para inducir en su usuario un viaje místico que otros, y por eso mismo llevan tiempo inmemorial usándose con tales fines en varios continentes”. Puede en fin agregarse que son sin duda mucho más tóxicos –e incluso adictivos- el tabaco y el alcohol que el cáñamo o el L.S.D., además del hecho más significativo que sus efectos “extáticos” son notoriamente diferenciados.

La reinterpretación neoshamánica
Consonante con esta interpretación “moralista” del shamanismo por parte de Eliade es el modo en que estas técnicas ha sido retomadas y divulgadas por el antropólogo norteamericano Michael Harner, principal mentor del movimiento neoshamánico. Sostiene este autor que la idea de que todos -o incluso la mayoría de- los shamanes apelen a la ingestión de substancias psicoactivas para lograr el acceso al trance extático es falsa. Según Harner (1988: 31) en la antropología moderna se ha subestimado enormemente la importancia del tambor shamánico para lograr dicho fin.

Así, este autor nos ofrece una descripción fenomenológica de lo “qué es un shamán”, y una saludable intención de reemplazar las substancias “enteogénicas” empleadas por los shamanes por el menos intoxicante –al menos físicamente- ritmo del tambor shamánico. Sostiene que en muchas culturas, sobre todo allí donde las condiciones climáticas no dificultaban la tensión del parche durante el lapso de tiempo requerido para el “viaje shamánico”, el acceso al estado modificado de conciencia -correlato en esta perspectiva de acceso a la “otra” realidad, que, siguiendo a Castaneda, Harner llama “no-ordinaria”-, se obtenía sin la necesidad de apelar a drogas inductoras de “viajes”, sino simplemente con el uso de las percusiones apropiadas. De ahí que la propuesta del “método Harner”, en armonía con los preceptos del orden legal vigente, postula la equivalencia del estado alterno de conciencia obtenido vía las drogas con el conseguido con el uso del tambor.

En concreto la sesión de curación shamánica se desarrolla con la ayuda de una alfombra ritual, el tambor shamánico, maracas, el canto y la danza. Una vez hecho acostar cómodamente al paciente y pedirle que se relaje -propio de casi todas las terapias alternativas actuales, en especial las centradas en la atención al propio cuerpo-, con la única ayuda de su parafernalia musical, el oficiante entra en “éxtasis” -a un “estado de conciencia chamánico” según la terminología de Harner-. Ello le posibilita, según su testimonio, viajar a esta otra dimensión de la existencia donde entra en comunicación con los seres auxiliares del caso. Quienes, entre otras cosas, le transmiten saberes específicos para ser implementados con finalidad terapéutica -e incluso iniciática, si está dentro de las intenciones del consultante convertirse él mismo en shamán, a través de, por ejemplo, la revelación de cuál es el animal de poder que le corresponde-.

El dato etnográfico es, pues, además de la práctica en un medio ambiente ya urbanizado -al margen del influjo del ámbito todavía “salvaje”-, lo que nos refiere el carácter “domesticado” -por no decir “doméstico”- de esta forma civilizada de practicar shamanismo, la implementación de una tecnología terapéutica desprovista de drogas. La variable significativa en este caso es justamente negativa, a saber, la negativa de Harner y asociados al uso de determinadas substancias como modo de entrada a esa otra dimensión. La argumentación del antropólogo norteamericano -verdadera racionalización del fenómeno, contracara de su resistencia a una interpretación científica- consiste en que en realidad, de acuerdo a su escrutinio, el empleo de fármacos por parte de los shamanes aborígenes no es universal, e incluso estaría menos difundido de lo que generalmente se supone.

El “dato etnológico” a poner de relieve es el modo en que Harner adecua el discurso y la práctica shamánica al nuevo contexto. Si bien sostiene que su método es terapéutico, aclara que más que de curación para ayudar a otros, viene a ser más bien un método de autoayuda para aprender a curarse a sí mismo. Lo denomina pues “asesoramiento shamánico”, y está orientado a hacer de cada uno su propio shamán.

Dentro de un plano teórico, la interpretación de Harner se limita exclusivamente a reproducir lo enunciado por el discurso aborigen en cuestión. De semejante ausencia de criterio crítico -ausencia de “juicios de valor”, que, desde cierto ángulo, positivista, podría llegar a ser considerado sinónimo de “objetividad”- se deriva una curiosa creencia en la mitología shamanista. De hecho, en su experiencia iniciática con los conibo y jíbaro del Amazonas (ingestión de ayahuasca y maikua mediante), este autor afirma haber tenido contacto con los mentados “espíritus auxiliares”.

Contentándose con el hecho empírico de que estas prácticas “funcionan”, Harner (1988) reconoce explícitamente una “resistencia” de su parte a interpretar estos fenómenos en términos de algún marco teórico científico, como por ejemplo desde el psicoanálisis. En síntesis, Harner se atiene a una mera descripción del fenómeno bajo estudio, y a partir de allí lo reinterpreta en función de su adaptación a un nuevo medio, el medio urbano-occidental.

En consonancia con la interpretación ascética del shamanismo preconizada por Eliade, la negativa al recurso farmacológico es, además de pulcramente aceptable para la generalidad de la población civilizada, funcional al orden político-jurídico correspondiente a la dominancia de la ideología moralista de la abstención; ideología “políticamente correcta” propulsora pues de la cuestionable, en sentido democrático, prohibición. De allí que, mientras por un lado se soslayan ciertos aspectos de los rituales nativos, mostrado así la selectividad del enfoque neoshamánico respecto a las prácticas tradicionales aborígenes, por otro lado se rehuye los interrogantes morales y los desafíos legales que la adopción de dichas prácticas suponen para nuestro propio horizonte cultural.

En este sentido, en tanto la curación neoshamánica se adecua así a las normas vigentes, la cuestión relativa a las técnicas de éxtasis instrumentadas es sintomática de una omisión, que, en tanto se contrapone en los hechos a un pensamiento orientado hacia una “ilustración farmacológica”, tiende a reducir el campo de la visión shamánica correspondiente. En efecto, de acuerdo a la distinción formulada por Escohotado (1992: 161-65) entre fármacos “alucinógenos” y visionarios, las drogas más comúnmente empleadas en la terapéutica primitiva son las del segundo tipo, las que, de acuerdo a una expresión muy difundida, expanden la conciencia (Huxley 1973, Watts 1960, 1968, Mackenna 1991).

En términos de las metáforas visuales referidas a nuestra capacidad cognoscitiva, la experiencia con peyote, amanita muscaria, L.S.D., wachoma, ayahuasca, San Pedro, cáñamo, etcétera, produce el efecto psicológico de ampliación del panorama mental, apertura de la perspectiva intelectual hacia espacios no explorados dentro de los límites de nuestro marco cultural. Prerrequisito a su vez de la posibilidad de conocimiento de dimensiones del universo hasta ese momento pues ocultas.

En términos neurobiológicos específicos, el efecto de tales fármacos parecería producir algún tipo de integración entre las funciones mentales de ambos hemisferios del cerebro, especializados corrientemente el izquierdo en operaciones lógicas, analíticas, verbales, digitales, proposicionales, y el derecho en operaciones globales, visuales, sintéticas, analógicas, imaginativas. Estando en particular nuestra cultura orientada a valorar las primeras en detrimento de las segundas, en tanto las drogas “visionarias” tenderían a factibilizar las percepciones propias del hemisferio derecho, las mismas suelen ser catalogadas de meras fantasías –o bien, de “alucinaciones”-. En tal sentido, en su artículo sobre la “neurobiología del shamanismo” argumenta Sell (1996: 359) que, al favorecer estas substancias el desenvolvimiento de las funciones del hemisferio derecho, posibilitan pues al shamán conectarse con “el mundo de los espíritus”.

El dualismo ontológico: el viaje a los otros mundos
El “marco teórico” elaborado por Harner se limita entonces a una descripción fenomenológica de las características comunes de las prácticas shamánicas de las diversas culturas aborígenes americanas. De donde, una vez que la teorización es aplicada a la terapia efectiva, no queda más remedio que participar de las creencias aborígenes. La metodología shamánica de referencia, cuyo marco conceptual como ya notamos es adoptada sin ninguna intención de reinterpretarla en términos científicamente expresos, lleva implícita la aceptación de un dualismo ontológico postulado entre dos órdenes de la realidad: la realidad “ordinaria” de nuestra vida cotidiana sujeta a las leyes de la física, y la “no-ordinaria”, vale decir, la dimensión sobrenatural donde rigen otras posibilidades de interacción con las fuerzas del cosmos y a donde sólo es posible acceder por medios excepcionales. Lo cual es a su vez consonante con la distinción entre cuerpo y alma, siendo justamente las “almas” las que tienen acceso a esa otra realidad. Y precisamente la cura shamánica de la enfermedad es concebida tradicionalmente como una reintegración del alma “perdida” o incluso “robada” dentro del cuerpo del que padece dicho mal. Esta concepción, si bien es científicamente aceptable en un sentido metafórico, no lo es tanto en el sentido metafísico con el que se la emplea dentro de la cosmovisión shamanista.

En relación a lo referido por el mismo título del trabajo de Eliade dedicado al tema, consignemos pues que desde el inicio se señala que la nota distintiva del fenómeno shamánico es, no tanto su carácter arcaico -y por ende exótico para nosotros-, sino fundamentalmente extático. Pero lo que importa no es tanto el medio sino el fin, y el objetivo de acceder al trance extático, centro de la praxis shamánica, no es otro que entrar en comunicación con aquellos seres que pueblan esa otra dimensión de la realidad, los llamados espíritus auxiliares.

El punto aquí es que mientras Eliade simplemente describe la teoría aborigen del caso, o mejor la cosmología correspondiente, los neoshamanes actuales afirman taxativamente que tienen experiencia concreta de semejantes contactos. Interesante es que, salvo para aquellos que acudan en su ayuda, no es para el propio shamán una cuestión de fe, puesto que, a través de no se sabe bien qué canal, él recibe efectivamente los mensajes del más allá. En tal sentido, sea el monótono ritmo del tambor, la danza, el canto -o incluso la ingestión de substancias psicoactivas-, no se trata más que de “vehículos” para lograr el acceso a la región de lo sobrenatural. Persiste pues la creencia en la “realidad” de semejante espacio, o bien la virtualidad de su existencia. Lo cual, subrayemos, es indisociable del acceso a un estado alterno de la conciencia, pues sólo en tal estado es posible “viajar” a ese otro mundo.

El núcleo central de esta dimensión interna del fenómeno neoshamánico es el relativo a la posibilidad de, éxtasis mediante, modificar nuestro estado normal de conciencia, único modo de estar en condiciones de operar en la realidad “no-ordinaria” donde se establecen los contactos con los mentados seres espirituales que coadyuvan en el trabajo del shamán. De allí que no es necesario creer en la existencia de estos seres, puesto que se la experimenta en la “realidad” -realidad “extra”-ordinaria pero realidad al fin-; sí por supuesto es imprescindible tener fe en que, en respuesta a la adecuada modalidad con la que se los invoca, acudirán a prestar sus servicios.

Estamos pues frente a una posición de orden metafísica que postula la diferenciación ontológica de dos planos en cierto sentido inconmensurables del universo mismo: el plano material de existencia, del que el organismo corporal es el referente humano primario, y el plano espiritual, mental o psíquico que tiene al alma como su depositario. Y, por un efecto de desplazamiento semántico, lo material hace a su vez referencia a la “realidad ordinaria” de la existencia, mientras lo espiritual se abstrae hacia las celestiales alturas de lo “superordinario”, hacia el mentado mundo de los espíritus según la interpretación shamánica convencional.

¿Inversión del colonialismo cultural?
Señalemos en principio que, desde el punto de vista del “sentido común” dominante, impregnado de las concepciones evolucionistas que han sido seriamente puestas en tela de juicio por la crítica antropológica, estas prácticas son consideradas “irracionales” y “supersticiosas”, y, en la medida que no han desaparecido frente al avance civilizador, fundado en una singular interpretación de la noción de progreso, las mismas son calificadas de meras “supervivencias”.

Sin embargo, no es necesariamente irracional la interpretación de estos neoshamanes, sino, y aquí está el otro lado de la cuestión, orientada por una especial clase de racionalización. En tal sentido estaríamos entonces frente a una suerte de inversión paradigmática en el sentido de que, contra la tendencia dominante propia de la religiosidad cristiana con su énfasis en la praxis evangelizante, el mensaje espiritual viene de los otros hacia nosotros; algo así como una contraevangelización, que como toda empresa de ese tipo, tiene también sus predicadores calificados.

¿Quiénes son ellos? Pues simplemente aquellos “indios” y “blancos” dedicados expresamente a la difusión del shamanismo en el medio urbano-occidental. Lo que los diferencia de aquellos curadores, sanadores, brujos, hechiceros o como se llame a todas aquellas personas que han adoptado procedimientos aborígenes en sus “trabajos” urbanos, es su explícita toma de conciencia de su condición de “shamanes”. Asumiéndose expresamente como tales, abrevan de las formulaciones que desde la ciencia de la antropología y otras disciplinas afines orientadas al estudio de esta forma de espiritualidad primitiva nos brindan una imagen más o menos definida de lo que “es” -o al menos “debería ser”- un shamán. Lo cual, pues, tiene tanto sus condicionamientos como sus consecuencias.

Además de lo ya señalado sobre la inclinación moralista y ascética del neoshamanismo, otra diferencia significativa respecto a la concepción tradicional es precisamente el contraste entre el carácter cultural específico de éste y el “universalismo” de aquel. Debido al conocimiento de la gran semejanza de determinados puntos básicos que hacen a las creencias y prácticas del shamanismo en diferentes lugares del mundo -puesta en evidencia en la clásica obra de Eliade-, estos neoshamanes se sienten partícipes de un primitivo legado espiritual de la humanidad que parecería trascender las fronteras de las culturas particulares hacia un fondo común de (sobre)vivencia de una espiritualidad “primordial”.

¿Qué significación tiene el hecho de que, en sentido inverso a la dominancia establecida por la sociedad occidental desde el principio de su puesta en contacto con las sociedades aborígenes, americanas en este caso en particular, determinadas prácticas propias de dichas culturas se estén desarrollando en el seno de nuestra propia sociedad? Por un lado todo esto lleva implícito la inversión de la tendencia jerárquica hasta ahora dominante, al menos en lo que hace al plano de los valores. En relación a sus posibilidades de aplicación concreta, en tanto orientadas a la curación específica o simplemente a la ayuda -o mejor, autoayuda-, las actividades neoshamánicas vienen a oficiar de una terapia alternativa al modelo médico hegemónico.

Se trataría entonces de una avanzada de una suerte de movimiento contracolonial en el dominio estricto de lo espiritual, en cierto modo consecuencia del clima político de estos tiempos en que ha quedado notablemente desacreditada cualquier concepción de “superioridad cultural” que pretenda justificar la imposición de una única “visión del mundo”. Tiene a su vez antecedentes en la movida contracultural que se ha producido en los años ’60 y ’70, motivada precisamente por la no aceptación de los cánones que se daban por (pre)supuestos respecto al orden establecido.

Una cuestión correlativa es la actitud adoptada por todos aquellos que toman parte de esta iniciativa de invertir el curso hasta ahora vigente de la transmisión intersocietal entre “blancos” e “indios”. En primer lugar está la interpretación que se hace del shamanismo en sentido universal. El problema central aquí es el relativo al concepto mismo de “shamanismo”, puesto que si bien puede ser referido al conjunto de las prácticas especializadas en el dominio de lo espiritual en las sociedades primitivas en general, en cuanto instancias concretas de producción y reproducción de conocimiento se trata de tradiciones culturales particulares, sin las necesarias vinculaciones entre ellas como para sentar las bases de un pretendido conocimiento “universal”. Esta cuestión se pone de manifiesto en la terminología de referencia, puesto que mientras el vocablo “shamán” es la denominación genérica que engloba a los miembros de cualquier cultura aborigen dedicados a estas prácticas, en cada una de ellas el mismo personaje recibe un nombre específico: piogonáq entre los toba, machi entre los mapuche, pajés entre los guaraníes, etcétera.

Por otro lado, en varios sentidos las prácticas shamánicas están en las antípodas del saber universitario en el que estamos inmersos en este contexto -y en el que también se inscriben la mayoría de estos neoshamanes-. Por un lado se trata de saberes focalizados, y en absoluto abiertos al conocimiento de cualquier interesado -menos aun para miembros de otros grupos sociales -aunque, por supuesto, siempre hay excepciones que “confirman” la regla-. Tienen pues un carácter esotérico, el que se ve reforzado por el hecho de que precisamente sus cultivadores tienen acceso a “otra” dimensión de la realidad por completo vedada a las personas comunes -en principio al menos-. Por otra parte, estas actividades se desenvolvían dentro de un universo comunicativo de naturaleza oral, por lo que la posibilidad de su estudio a través de registros escritos estaba fuera de su alcance.

Dimensión política-ideológica del neoshamanismo
De acuerdo a lo visto, pues, el neoshamanismo es un movimiento que ha emergido y se ha desarrollado en ciertos sectores sociales norteamericanos. Sería algo así como una derivación, o mejor reinterpretación, de determinados idearios que, puestos de relieve por la contracultura (Roszack 1970) se han actualizado dentro del contexto de lo que se conoce como new age. Como lo ilustra la valoración extrema que se hace del concepto de armonía, correlativo de una inclinación hacia la consecución del bienestar individual, pero no necesariamente integrado de una congruente orientación crítica a nivel social. En consonacia con el cáracter democrático que se alega, el fin buscado de “adquisición de poder personal” evidencia entonces el hecho de que estamos frente a una ideología de corte individualista. No por supuesto en lo que hace a sus raíces aborígenes, puesto que la individualidad del shamán no dejaba de estar inmersa en el contexto comunitarista propio de la primitiva vida en sociedad, sino en la interpretación moderna de estas prácticas ancestrales.

Como afirma Harner (1988: 28-29), que el shamanismo haya sido combatido -y en muchos casos eliminado- por la Iglesia Cristiana sería el efecto de una doble causa. Por un lado es la consecuencia inevitable de la intolerante actitud evangélica, netamente religiocida de este credo -actitud precisamente motivada por la intención de llevar el “bien” hacia los “paganos”; por el otro lado tenemos la contracara política de la dimensión religiosa: la tendencia a la concentración del poder por parte de las jerarcas de turno, sean los funcionarios del Estado o de la Iglesia.

La pregunta del caso es, ¿se puede hablar de un carácter en verdad “democrático” propio de la actividad shamánica como postula Harner? El problema aquí es el del significado de la palabra democracia y su consideración en contextos tan diferentes como lo son el del “salvajismo” indígena y el civilizado occidental por un lado, y el del ámbito político del liderazgo en sentido estricto y el ámbito espiritual del shamanismo por el otro. Si nos atenemos al sentido literal de este concepto político, las sociedades aborígenes primitivas eran realmente democráticas, puesto que, como plantea Pierre Clastres (1978), mientras sus líderes gozaban de prestigio personal, el poder era detentado por el cuerpo social; de allí que ninguna decisión del jefe tenía peso si no era gracias al consenso general que se lo otorgaba. Pero en nuestras sociedades modernas el sentido de lo democrático se ha desplazado sensiblemente. Si bien la naturaleza simbólica del poder todavía se refleja en el reconocimiento de su carácter representativo, en tanto los representantes se arrogan, de acuerdo a la clásica definición weberiana de Estado, “el monopolio legítimo del uso de la violencia”, la fuerza también está bajo su dominio, quedando los representados desprovistos de otro medio de presión -manifestaciones aparte- que el voto individual. Esta universalidad del sufragio es la que nos define formalmente a todos como iguales ante la ley.

El igualitarismo que por principio define nuestra organización social está históricamente relacionado con un acto de cuestionamiento de la autoridad sin precedentes. En este sentido es loable la intención de Harner de hacer del shamanismo un movimiento espiritual ecuménico en el que cada uno es su propia autoridad, donde cada uno es su propio shamán. Lo cual, según él, tendría implicancias “subversivas” respecto al orden social establecido. Pero, me temo, desligadas de implicancias correlativas en el plano de lo político, como lo sería asumir el trasfondo, más que “democrático”, propiamente anarquista, como es propio del contexto aboriginal del shamanismo. La tensión en ciernes no es entonces entre autoritarismo y democracia, como una politización superficial de este fenómeno espiritual daría a entender, sino entre jerarquía y anarquía.

El problema del planteo de Harner, como el de todos aquellos que apelan al saber tradicional como una fuente prístina de sabiduría suprahumana, es el de mantenerse dentro del marco jerarquicista al que se supone se está cuestionando. Lo que se hace es desplazar la relación concreta de maestro-discípulo típica de la enseñanza tradicional -como lo ejemplifica el par Don Juan-Castaneda- a un “otro” nivel de consideración en el que la autoridad se despersonaliza: está en manos de los espíritus que, una vez invocados por el oficiante de turno en la ceremonia del caso, acudirán en su ayuda con su infalible saber. Por eso insiste Harner en que su método de asesoramiento shamánico no es del tipo terapéutico en el que, de acuerdo al modo tradicional de operar, sólo el especialista toma contacto con la esfera de lo sobrenatural. Aquí se promueve que cada uno logre hacerlo por sí mismo, especie de primer paso de autoayuda como precondición de estar en condiciones de ayudar a los demás -en sentido estricto, ayudar a que se autoayuden-.

El presupuesto en cuestión es de orden místico, el que da por sentado la existencia de una armonía universal cuya potencialidad energética, si se logra canalizar del modo adecuado, deviene en una fuente inagotable de ayuda para obtener el bienestar –fuente de donde, según Harner (1988: 254) recibimos respuestas “típicamente sabias, benevolentes, compasivas, éticas y armoniosas”. Las técnicas no son más que los medios de entrar en contacto con esa dimensión benefactora, que en última instancia viene a ser la “sabiduría” de la misma Naturaleza. No por casualidad el shamanismo es también definido como un diálogo con el mundo de lo viviente en general, incluida una conversación con plantas y animales, y hasta con el reino mineral.

Otro interrogante que surge es si, a despecho de las buenas intenciones que lo animan, el procedimiento neoshamanista no conlleva cierta sobrecarga que no pueda dejar de llegar a producir también algún malestar. En este caso un malestar producto de la adecuación de la praxis en cuestión al nuevo contexto social donde rigen principios político-económicos –amén de religiosos- difícilmente compatibles con la ideología primitivista que se pretende profesar.

Aquí es necesario hacer entrar en juego una variable de índole subjetiva, la relativa al concepto de intención. Moralmente hablando, en nuestra sociedad -religiosamente judeo-cristiana, filosóficamente kantiana en este punto-, la bondad de una acción se mide no por sus consecuencias -quizá imprevistas y hasta incluso imprevisibles en muchos casos-, sino por sus motivaciones; vale decir, por las intenciones que en uno u otro sentido la animan. Se supone entonces que una “buena intención” es suficiente para actuar en términos “éticamente correctos”. Empero, todos sabemos que las cosas no son tan simples; que una buena intención podrá ser necesaria desde el punto de vista de la conciencia subjetiva, mas no es suficiente en lo que hace a sus consecuencias objetivas.

Lo problemático entonces para nosotros consiste en que, según pone de manifiesto la psicología moderna con la significación que le ha conferido a la noción de lo “inconsciente”, la mera buena voluntad no sería suficiente para obtener los resultados pretendidos. A diferencia de los sostenido por el precepto bíblico, la fe no bastaría entonces para realizar buenas obras, de allí que “el camino al infierno esté empedrado de buenas intenciones”. Como ya hemos señalado, en la cosmovisión propia del shamanismo -cuya concepción del otro mundo no disocia en los mismos términos que los nuestros lo infernal de lo celestial-, de acuerdo a los intereses en juego la categoría misma de intención cobra un virtual doble sentido referido pues a la benevolencia o maldad que movía al shamán en cuestión, esto es, si tenía intención de curar o de dañar.

Ahora bien, ¿en qué sentido podemos pensar que esta “ambivalencia shamánica” se manifiesta en las expresiones actuales de este antiguo modo de curación humana? Análogamente al carácter “democrático” que profesa, con lo que se logran aventar sospechas de manejos de poder, de dominación jerárquica tan propia de los grupos esotéricos en general, la intención “positiva” que se asume da por supuesto que estas prácticas están exentas de todo riesgo.

Se da por supuesto que siempre se actúa en forma bienintencionada, poniéndose particularmente de relieve la preocupación por el significado que se le asigna a estas prácticas. En efecto, las mismas son concebidas en términos de realización espiritual, como un modo de superar una crisis existencial –o bien, según la terminología shamánica de referencia, pasar por la experiencia de “la muerte y el renacimiento”-. La intención, pues, no es otra que la de autotrascendencia, autorrealización, autotransformación, esto es, de superarse a sí mismo para alcanzar la tan ansiada meta de simplemente sentirse mejor.

Sin embargo, más allá del sentido univalente propio de tal orientación valorativa, esto es, de la indudable buena intención de ayudar al prójimo, ¿qué hay de las mentadas “dobles intenciones”? Supongamos no obstante que no haya doble intención psicológica, sino que realmente estemos frente a casos de integridad personal, sin embargo, ¿qué sucede empero con la cuestión de la “duplicidad sociológica” que conlleva este modo de concebir la praxis shamánica? Porque, en el actual contexto multiétnico que ha dado lugar a lo que se conoce como “la política del reconocimiento” (Taylor 1992), a diferencia de los miembros de las sociedades aborígenes que luchan por mantener su autonomía cultural frente al avasallamiento de la civilización occidental, aquí no se está en pro de una revalorización de índole social de estas prácticas. El democratismo alegado es el correlato de la adhesión a la ideología individualista imperante, por lo que el pretendido carácter subversivo que se postula es puramente abstracto. No se está pensando en términos de un proyecto de emancipación humana, no al menos en un sentido que trascienda la liberación desde lo meramente personal hacia una dimensión crítica de lo social.

Una de las contradicciones internas de este planteamiento es que mientras se declara la adhesión a una concepción holista del universo, más bien proyectada hacia -que propia de- las culturas aborígenes en cuestión, en última instancia se mantienen ciertos supuestos que denotan una ideología atomista, como lo muestra su énfasis expresamente moderno en lo individual. De donde se desprendería una concepción de lo social como suma de individuos, concepción mecanicista que tampoco se condice con el organicismo que se profesa. ¿Se deberá esto al contexto “postmoderno” que parece haber influido tan especialmente a ciertos sectores norteamericanos? Sectores sociales letrados, para decirlo de alguna forma.

Harner habla de ciertas características comunes a los interesados en estas cosas, resumibles en la expresión tan cargada de sentido discriminante de “nivel cultural”. Después de todo es un movimiento básicamente de universitarios, universitarios sensibilizados a ciertas verdades del hippismo, pero no tan interesados en las cuestiones del Mayo del ’68, quizá demasiado cargadas de “desactualizadas” implicancias políticas. La intención aquí es espiritual, no política -y si lo es económica lo es en segundo término, o de lo contrario porque se tienen “segundas intenciones”-. Es, en otras palabras, sólo para iniciados, pero, ¿iniciados en qué? ¿en el contacto con el otro mundo? o, para ser más precisos, ¿en la instrumentación terapéutica de los estados alternos de conciencia? (puesto que, según términos psicológicos expresos, a ello se reduce en última instancia la “eficacia simbólica” de las prácticas neoshamánicas, único criterio de validación empírica del caso).

De acuerdo a lo visto, la orientación neoshamánica es de orden básicamente personal –“transpersonal” según cierta denominación, en especial por parte de Grof-. Salvo en lo que hace a la adopción de prácticas y creencias aborígenes, culturalmente foráneas, y quizá en la dimensión grupal de determinadas actividades, la cuestión social no recibe una atención particular. Como ha señalado entre otros Rodolfo Kusch (1986: 180) respecto al psicoanálisis, el neoshamanismo parece cumplir una función adaptativa al orden establecido, puesto que logra reintegrar a los rezagados a la corriente incesante de la vida social actual -aunque en este caso provistos de exóticas creencias en espíritus auxiliares y animales de poder-. En ese sentido, si bien puede decirse que “libera” a las personas de los malestares que determinados problemas les ocasionaban -la saludable tesis de la enfermedad como un momento de crisis espiritual-, lo hace en términos estrictamente individuales.

¿Muerte y renacimiento del shamanismo?
El shamanismo, ¿ha muerto? ¿es viable la tesis del compilador e introductor de El Viaje del Shamán, Gary Doore (1988), de que estaríamos frente a un “renacimiento neoshamánico”? ¿Quiere decir esto entonces que el shamanismo “auténtico”, por llamarlo de alguna forma, habría realmente sucumbido al avance de la religiosidad oficial, el de las iglesias estatales, y que por lo tanto, en razón de particulares acontecimientos históricos -estrechamente vinculados a la praxis antropológica-, estaríamos frente a un resurgir de estas ancestrales actividades del espíritu humano gracias a los buenos oficios de los nuevos cultores del shamanismo? Sin embargo, teniendo en cuenta la reinterpretación univalente de su originario sentido amoral, ¿el shamanismo no se habrá convertido a la religión, siendo precisamente el neoshamanismo una suerte de neoreligión propia de esta “nueva edad” de la humanidad alcanzada justamente en esta era que ha sido dada en llamar “posmoderna”?

Una posible interpretación sería pues la de que el shamanismo local ha efectivamente muerto, puesto que ya no tendría peso dentro de los límites de las mismas comunidades aborígenes por la influencia detractora de las religiones oficiales que se les han impuesto. De ahí que el renacimiento del neoshamanismo se entendería en el sentido dialéctico de superación de las viejas prácticas -cuyo primitivismo se manifestaría, entre otras cosas, por su ambivalencia moral-. Habría allí pues un supuesto evolucionista, que en este caso se traduciría en la valoración de lo transcultural en tanto producto del progreso histórico mismo.

Se estaría dando a luz entonces una nueva religión, especializada para los “nuevos hombres” -quienes, paradójicamente, son las personas “cultas” según la antigua acepción todavía vigente-. Y, en la medida que no podamos hablar de una única tradición común a toda la humanidad -la venerada tradición primordial de los buscadores de la verdad absoluta-, será necesario poner de relieve la raigambre localista de este movimiento. Desarrollado en ciertos sectores de la vida social norteamericana, lleva pues la impronta del american way of life, que, en este momento histórico signado por lo que se ha dado en llamar posmodernismo, es encuadrable dentro de lo que se conoce como new age. En síntesis, la modernidad habría matado al shamanismo, la posmodernidad lo estaría resucitando.

Otra posible interpretación, que, en función de lo puesto de manifiesto a lo largo de estas páginas viene a ser la conclusión a la que arribamos en este trabajo, es que este resurgir shamánico no es exactamente un renacimiento, sino simplemente una reinterpretación, una suerte de neointerpretación de la primitiva praxis shamánica. En efecto, se trata en verdad de una innovación en la tradición, pero no necesariamente “subversiva”, ni mucho menos revolucionaria. Innovadora en las formas, ya que lo que se hace es adoptar de un modo prácticamente literal la modalidad de curación shamánica de otras culturas al actual contexto de la civilización occidental, sin una toma en consideración del potencial transformador inherente a la dimensión metafórica del lenguaje -como lo ejemplifican los temas de la “pérdida del alma”, el “viaje a otros mundos”, la “muerte y el renacimiento”, etc.-. Tradicionalista en el fondo, puesto que en la línea de Eliade adhiere a una concepción moralista que pretende hacer del shamanismo una actividad orientada exclusivamente hacia el bien. Por último, conservadora en sus consecuencias, en la medida en que, haciéndose eco del orden legal vigente, promueve experiencias extáticas en términos funcionales a la proscripción social de substancias que, propias de la práctica del shamanismo tradicional de diversos pueblos aborígenes, son en la actualidad reconocidas por su notable eficacia para la exploración de nuestros “mundos internos”.

< Anterior Siguiente >

Quinientos años de chamanes y chamanismo

500 años de chamanes y chamanismo