LA SUPREMA IDENTIDAD

Alan Watts (1915-1973). Autor inglés radicado en Estados Unidos, a veces injustamente tratado por prejuicios “morales-universitarios” tuvo una gran influencia durante muchos años en el pensamiento esotérico de Norte América, particularmente en la difusión del pensamiento y la filosofía Oriental en el estado de California, de donde salieron distintos movimientos en los años sesenta y setenta que aún subsisten. Sus obras más importantes son entre otras El camino del Tao; El camino del Zen; La Suprema Identidad; Naturaleza, hombre y mujer; Las dos manos de Dios; Mito y ritual en el Cristianismo; Mito y Religión; El Arte de ser Dios: Más allá de la teología; Behold the Spirit; de entre ellas quizás la más importante es La Suprema Identidad, en la que analiza la escolástica religiosa y afirma en su prefacio lo que significaron para él René Guénon y Ananda K. Coomaraswamy. En la primera edición en inglés de la obra ya citada se publicó este texto que ofrecemos a continuación. Escribió su autobiografía –que acaba de ser editada en castellano por Ed. Kairós, Barcelona, como la mayoría de las anteriores– en la que el lector interesado podrá conocer numerosos e interesantes detalles sobre su vida y obra.

LA SUPREMA IDENTIDAD
ALAN WATTS
Debemos hacer frente a ciertos hechos tocantes al estado espiritual de nuestra civilización. Uno de ellos, demasiado obvio para que sea necesario ponerlo de relieve, es que en la práctica nuestras instituciones religiosas no proporcionan la sabiduría ni el poder para enfrentar a las categorías políticas, económicas y psicológicas en que nos encontramos viviendo. Apenas puede existir la menor duda de que, de seguir el camino que ha tomado, el resultado final de la “conquista de la naturaleza”, el progreso científico y el imperialismo cultural del hombre de Occidente será un “estado último peor que el primero”, peor que la supuesta barbarie con que comenzó la historia de Europa. Las condiciones actuales de la civilización occidental amenazan al mundo con peligros que pesan mucho más que sus muchas realizaciones y beneficios.
Otro hecho, mucho menos obvio, es que nuestra expansión cultural nos ha proporcionado, involuntariamente, una gran oportunidad espiritual. Al tratar de asegurar nuestra dominación política, económica y cultural sobre los pueblos de Asía, silenciosa pero poderosamente, el Oriente nos ha invadido en la esfera del espíritu. El pensamiento occidental empieza a sentir la influencia de lo que llamamos “filosofía y religión” orientales; sin embargo este hecho no nos preocupa en serio en tanto consideramos que su influencia se limita a unos pocos eruditos o a cultistas y snobs. No obstante, cada vez se habla más de la “contribución del antiguo Oriente a la cultura moderna”. Pero aunque los occidentales de buen juicio están acordes en que hay algo que tenemos que aprender de la sabiduría oriental, la mayor parte opina que este algo es sólo un refinamiento de nuestro modo de vida, que es ya muy superior.

Es sorprendente la absoluta seguridad que tiene el hombre occidental de su superioridad espiritual y cultural, si consideramos que nuestro modo de vida parece conducirnos al desastre. Podríamos esperar esta actitud de los que no creen en el espíritu, de nuestros humanistas y racionalistas que consideran que el laicismo del mundo moderno es un bien; pero es realmente trágico descubrir la misma actitud en la mayoría de los conductores de la religión cristiana. En verdad, el temor y la incomprensión que muchos de ellos muestran hacia la sabiduría oriental es uno de los signos más importantes de nuestra debilidad y ceguera espirituales.

Ha llegado el momento en que los cristianos deben considerar seriamente las tradiciones espirituales de Asia, reconocer que su presencia entre nosotros es nada menos que providencial, comprender, y llegar a un acuerdo. con ellas. Con esto no se pide ninguna alteración doctrinal del cristianismo, ni tampoco una “fusión de religiones en una fe común”, pues, como se mostrará en los capítulos siguientes, tradiciones espirituales como el vedismo, el budismo y el taoísmo no son religiones en sentido estricto y no puede considerarse que hayan de competir con el cristianismo.

La sabiduría que Asia nos ofrece encierra no sólo la más profunda comprensión de la vida que puede tener el espíritu humano, sino también un conocimiento esencial al orden y a la cordura de la humanidad. En alguna de mis obras anteriores, especialmente en Behold the Spirit, he tratado de mostrar cómo esta sabiduría podría, por decirlo así, ser entretejida en la trama del cristianismo. He llegado a comprender, sin embargo, que este entretejimiento no es satisfactorio, pues “el hombre no ha de usar telas nuevas en vestiduras viejas”. El cristianismo no necesita adiciones ni amplificaciones que provengan desde fuera, y sólo llevaría a la confusión el intento de incorporarle cualquier doctrina oriental, como si los dos tipos de doctrina fueran del mismo orden. Es como tratar de intercalar fragmentos de una sinfonía en medio de una danza. Lo adecuado es colocar a una al lado de la otra y relacionarlas por analogía en vez de mezclarlas.

A pesar de que en Behold the Spirit traté de evitar la mezcla distinguiendo entre la forma y el significado del dogma, el plan no tuvo éxito completo. Es tan general la suposición de que el significado del dogma corresponde ya a la teología, que dio que pensar que yo trataba de introducir una teología extraña, si no un dogma extraño. Muchos creyeron, por consiguiente, que la introducción de cierto tipo de misticismo en la estructura de la teología cristiana amenazaba romper esa estructura, aniquilar su esencial énfasis histórico y sacramental. Creo que esta crítica se justifica en cierto sentido.

Pero este tipo de confusión tiene una larga historia. No sólo en los últimos años hemos intentado comprender las tradiciones orientales como religiones y teologías comparables a las nuestras, intento que nos ofuscó por completo. También ocurre que ciertos residuos de estas tradiciones han penetrado en la teología cristiana, a través de las fuentes griegas, desde los tiempos más antiguos, sin haber sido nunca adecuadamente asimilados ni comprendidos. Por ejemplo, uno de esos residuos es el concepto estricto de eternidad como intemporalidad, y no como perennidad. Hemos tratado de incorporar éste y otros conceptos similares a nuestra teología, en el mismo marco de doctrina, sin comprender que esto es tratar de hablar dos idiomas completamente diferentes al mismo tiempo. Una teología que se ocupa de ideas dogmáticas, históricas y sacramentales es una aproximación a la realidad completamente distinta de un “misticismo metafísico”. Los tipos de lenguaje no se pueden mezclar sin que se produzca una confusión sin remedio, confusión que se halla en la raíz de las mayores dificultades del pensamiento teológico. Además, el hecho de que el hombre occidental no haya percibido esta diferencia, es el resultado de una cierta “ceguera metafísica” que, como trataré de mostrar, es la debilidad más seria de nuestra civilización.

Hay un reino de sabiduría espiritual que la religión, tal como la conocemos, sólo puede expresar por analogía. Cuando tratamos de hablar de él más directamente, debemos ir más allá del lenguaje religioso, más allá de las formas de pensamiento que pueden usar legítimamente el dogma, el sacramento y la teología. Es una sabiduría que no choca con la religión ni la reemplaza, porque en cierto sentido está fuera de la esfera religiosa. Su jurisdicción es un misterio con el que la religión, como tal, no guarda relación directa, ni tampoco tiene sobre él una doctrina oficial, pues no es posible expresarlo directamente en lenguaje típicamente religioso. Pero aunque se encuentra más allá de la esfera religiosa, la religión lo interpreta como un bailarín interpreta la música. Sin embargo somos en general sordos para esta música y por ello la mayor parte de nosotros debemos confiar en la religión para lograr la única relación que podemos tener con ella en esta vida. No obstante, para que la danza que es la religión tenga espíritu y fuerza, al menos los que la dirigen deben percibir la melodía.

En sí misma esta sabiduría posee una gloria imposible de describir. Pero el único lenguaje humano que de alguna manera puede exponerla de un modo inteligible y directo es árido y frío en comparación con el lenguaje religioso. Es un lenguaje negativo que emplea conceptos difíciles de concebir, tales como los de lo estrictamente infinito y la eternidad. Trata de expresar aquella profundidad interior de la conciencia que no es accesible al pensamiento ni al sentimiento porque se halla detrás de ellos. Es el lenguaje usado en aquel texto fundamental del misticismo católico, la Theologia Mystica de San Dionisio, el lenguaje de aquella “nube de lo desconocido”, en que más allá del calor, la pasión y la confortación de las imágenes religiosas, la cima más elevada del ser del hombre toca lo infinito.

En este reino se trascienden, aunque no se destruyen, las distinciones religiosas y teológicas. Aquí el cristiano y el hindú hablan una lengua extraña, que no debemos confundir con la terminología de la teología oficial y las Escrituras.

Aun cuando este reino puede resultar difícil y oscuro por exceso de luz, no es un sendero exótico del espíritu que carezca de importancia para el conjunto de la humanidad. Por el contrario, aquí el hombre comprende efectivamente su sentido y su destino últimos. El número relativamente pequeño que alguna vez alcanza este punto nos asegura a los demás la eterna cordura. Está espiritualmente muerta la sociedad o la iglesia que no les concede una posición central, que teme su doctrina y oculta su luz.

Aunque esta sabiduría prevalece en Asia mucho menos de lo que se supone, por lo menos es (o era) respetada. Pero en nuestros círculos eclesiásticos generalmente se considera excéntricos y algo locos, y a veces herejes peligrosos, a los que muestran algún interés por ella. Cuando la religión ignora este centro vital de la vida espiritual del hombre y lo considera excéntrico, la Iglesia cae necesariamente en la impotencia y la desunión. Pierde su verdadero centro. Así los cristianos tratan ahora de lograr la reunión y restaurar el poder espiritual de la Iglesia mediante un remolino de actividad que sólo afecta a la periferia de las cosas. Esta actividad puede ser importante y necesaria, pero, cuando no se relaciona con el centro vital es casi completamente inútil. No existe aquella certidumbre metafísica y aquel sentimiento profundo de la proporción y el sentido, sin los males los problemas de la teología y la moral que dividen a los cristianos entre sí y del resto del mundo, y estos no se pueden ver en su verdadera luz.

Es muy difícil explicar esta sabiduría con palabras que no se confundan con los “ismos” teológicos y filosóficos con los que no guarda ninguna semejanza. En realidad es tan difícil expresarla de alguna manera al escribir, que quien trata de hacerlo sólo puede lograr la conciencia de los defectos de su esfuerzo. Pero la tragedia de los cristianos confundidos, debilitados y sinceramente alarmados, que desconocen la fuente esencial de la fuerza espiritual, hace necesario este intento. Yo no pretendo haber expresado adecuadamente este misterio último ni haber resuelto los problemas numerosos y difíciles de su relación con la Iglesia y la sociedad. Sería imposible que en el curso de su vida un hombre cumpliera esta tarea, y así ofrezco mi trabajo para que otros puedan seguir adelante. Nadie debe considerar que una determinada comprensión de estas cuestiones sea una conquista que le pertenezca en propiedad.

Yo no creo que sea virtud necesaria al filósofo pasar toda su vida defendiendo una posición consecuente. Seguramente implica cierto orgullo espiritual abstenerse de “pensar en voz alta”, y no estar dispuesto a publicar una tesis hasta no estar preparado para defenderla hasta la muerte. La filosofía, como la ciencia, es una función social, pues el hombre aislado no puede pensar rectamente, y el filósofo debe publicar su pensamiento, tanto para aprender de la crítica como para contribuir al conjunto del saber. Por consiguiente, si alguna vez hago afirmaciones de un modo autoritario y dogmático, lo hago buscando la claridad y sin pretender ser un oráculo.

Desde la aparición de Behold the Spirit la obra de dos autores me ha asistido considerablemente en mi trabajo; y en ciertos aspectos, ellos han hecho cambiar profundamente mi concepción del alcance y la naturaleza de las doctrinas orientales y su relación con el cristianismo; son René Guénon y Ananda Coomaraswamy, ya fallecido. Quiero aprovechar esta oportunidad para expresar mi deuda con estos dos hombres. Al mismo tiempo, no es sino lealtad hacia ellos decir que aunque esta obra muestra su influencia, no pretende de ningún modo ser una representación fiel de sus concepciones sobre los temas expuestos.

También quiero agradecer el gran estímulo que esta obra ha recibido de Meeting of East and West, del Dr. F. S. C. Northrop, y de sus prudentes críticas, a través de la correspondencia, a la posición de Behold the Spirit. Aunque hay algunos puntos importantes en los que no puedo convenir con él, su obra me ha ayudado a ver con más claridad algunos de los problemas.

Es un placer también reconocer la ayuda y la crítica que esta obra ha recibido de mi esposa, y de algunos de mis discípulos que han leído el manuscrito, especialmente Mr. Carlton Gamer, Miss Dorothy DeWitt y Mrs. Carl Pischel, así como de otros que han discutido largamente conmigo su contenido y con sus preguntas me ayudaron a aclarar muchos puntos de la exposición.

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