El encuentro con la Diosa

Fuente : Joseph Campbell, “El Héroe de las Mil caras”, Ed.Fondo de Cultura Econónima, México D.F., 2000. pp.107-113

La figura mitológica de la Madre Universal imputa al cosmos los atributos femeninos de la primera presencia, nutritiva y protectora. La fantasía es en principio espontánea, porque existe una correspondencia obvia y estrecha entre la actitud del niño hacia su madre y la del adulto hacia el mundo material que lo rodea. Pero también ha habido en numerosas tradiciones religiosas un uso pedagógico conscientemente controlado de esta imagen arquetípica con la finalidad de purgar, equilibrar e iniciar a la mente en la naturaleza del mundo visible.

En los libros tántricos de la India medieval y la moderna (…) La diosa es roja por el fuego de la vida; la Tierra, el sistema solar, las galaxias de los espacios mayores, están dentro de su vientre. Porque ella es la creadora del mundo, siempre madre y siempre virgen. Ella circunda lo circundante, nutre a los que alimentan y es la vida de todo lo que vive.

También es la muerte de todo lo que muere. Todo el proceso de existencia queda comprendido dentro de su poder, desde el nacimiento, la adolescencia, la madurez, la ancianidad y la tumba. Es el vientre y la tumba, la puerca que come a sus lechones. Así reúne el “bien” y el “mal” exhibiendo las dos formas de la madre recordada, no sólo la personal sino la universal. Se espera que el devoto contemple a las dos con ecuanimidad. A través de este ejercicio su espíritu queda purgado de sus sentimentalismos y resentimientos infantiles e inapropiados y su menta abierta a la inescrutable presencia que existe como ley e imagen de la naturaleza del ser, y no primariamente como el “bien” y el “mal”, como el bienestar y la desesperación con respecto a su conveniencia humana infantil.

(…)

Sólo los genios capaces de las más altas realizaciones pueden soportar la revelación completa de la sublimidad de esta diosa. Para los hombres de menores alcances, ella reduce sus fulgores y se permite aparecer en formas concordantes con las fuerzas no desarrolladas. Contemplarla en su plenitud sería yb terrible accidente para cualquier persona que no estuviera espiritualmente preparada. Como testigo queda el desgraciado caso del joven y vigoroso ciervo Acteón. Él no era un santo, sino un cazador impreparado para la revelación de la forma que debe contemplarse sin las excitaciones y depresiones humanas normales (infantiles) del deseo, la sorpresa y del temor.

La mujer, en el lenguaje fráfico de la mitología, representa la totalidad de lo que puede conocerse. El héroe es el que llega a conocerlo. Mientras progresa en la lenta iniciación que es la vida, la forma de la diosa adopta para él una serie de transformaciones; nunca puede ser mayor que él mismo, pero siempre puede prometer más de lo que él es capaz de comprender. Ella lo atrae, lo guía, lo incita a romper sus trabas. Y si él puede emparejar su significado, los dos, el conocedor y el conocido, serán libertados de toda limitación. La mujer es la guía a la cima sublime de la aventura sensorial. Los ojos deficientes la reducen a estados inferiores; el ojo malvado de la ignorancia la empuja a la banalidad y a la fealdad. Pero es redimida por los ojos del entendimiento. El héroe que puede tomarla como es, sin reacciones indebidas, con la seguridad y la bondad que ella requiere, es potencialmente el rey, el dios encarnado, en la creación del mundo de ella.

Por ejemplo se cuenta la historia de los cinco hijos del rey irlandés Eochaid; de cómo, un día que fueron de cacería, se encontraron perdidos, cercados por todas partes. Como estaban sedientos, partieron uno por uno en busca de agua. Fergus fue el primero “y llegó a una fuente en donde encontró a una anciana de pie. (…) Toda la descripción de la dama era de hecho asquerosa. “Así eres ¿No es verdad?”, dijo el muchacho. “Así mismo soy”, contestó ella. “¿Es verdad que estás cuidando de la fuente?”, preguntó él, y ella dijo “Es verdad”. “¿Me das permiso de llevarme un poco de agua?” “Te lo doy – consintió ella-, pero primero has de besarme en la mejilla”. “De ningún modo”, dijo él. “Entonces no te he de conceder el agua”. “Te doy mi palabra – dijo él- , de que prefieroperecer de sed antes que darte un beso”. Entonces el joven regresó al lugar donde estaban sus hermanos y les dijo que no había podido conseguir el agua.
Olioll, Brian y Fiachra de la misma manera fueron en su busca e igualmente llegaron a la misma fuente. Cada uno de ellos pidió el agua a la vieja, pero le negó el beso.
Finalmente fue Niall y llegó a la misma fuente. “¡Déjame tomar agua, mujer!”, le gritó. “Te la daré – dijo ella- si me das un beso”. Él contestó: “No sólo te daré un beso sino que te abrazaré”. Entonces se inclinó a abrazarla y le dio un beso. Cuando terminó dicha operación y él la miró, no había en el mundo entero una joven de porte más gracioso, ni universalmente más hermosa que ella (….). “Esto, mujer, es un conjunto de encantos”, dijo el joven. “Eso es verdad”. “Y ¿quién eres tu?”, insistió él. “El Poder Real soy yo”, y pronunció lo siguiente:
“Rey de Tara. Yo soy el Poder Real…”
“Ve ahora – dijo ella- a tus hermanos y lleva contigo el agua; de hoy en adelante, para ti y para tus hijos ha de ser para siempre el reinado y la fuerza suprema… Y así como primero me has visto fea, brutal y repugnante, y al final hermosa, así es el poder real: porque sin batallas, sin feroces conflictos no puede ganarse; pero al final, quel que es rey no importa de qué, se muestra siempre gentil y hermoso”.

¿Así es el poder real? Así es la vida misma. La diosa guardiana de la fuerza inagotable, ya sea descubierta por Fergus, o por Acteón, o por el príncipe de la Isala Solitaria, requiere que el héroe esté dotado con aquello que los trovadores y los juglares llamaban un “corazón gentil”. No por el deseo animal de un Acteón, ni por el desdeñoso rechazo de un Fergus, puede ser la diosa comprendida y servida debidamente, sólo con gentileza: awaré (simpatía gentil) se llama en la poesía romántica cortesana del Japón de los siglos décimo a duodécimo.

(…)

El encuentro con la diosa (encarnada en cada mujer) es la prueba final del talento del héroe para ganar el don del amor (caridad: amor fati), que es la vida en sí misma, que se disfruta como estuche de la eternidad.

Y cuando el aventurero, desde este punto de vista, no es un joven sino una doncella, ella es quien, por medio de sus cualidades, su belleza o su deseo, está destinada a convertirse en la consorte de un ser inmortal. Entonces el marico celeste desciende sobre ella y la conduce a su lecho, ya sea que ella lo quiera o no. Si ella lo rechaza, se ciega para siempre; si lo busca, su deseo encuentra la paz.
La muchacha arapaho que siguió al puerco espín por el árbol que crecía a medida que avanzaban, mereció un sitio junto al pueblo del cielo, donde se convirtió en la esposa de un mancebo celeste. Fue él quien bajo la forma del puero espín la sedujo para llevarla a su hogar sobrenatural. (…)
(…) Cuando Psique hubo llevado al cabo todos los difíciles trabajos, Júpiter mismo le concedió el elixir de la inmortalidad; de manera que para siempre estuvo unida a Cupido, su amado, en el paraíso de la forma perfecta. (…)

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