agosto, 2007

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Contra un dios cosmopolita

Ciertamente: cuando un pueblo se hunde; cuando siente desaparecer de modo definitivo la fe en el futuro, su esperanza de libertad; cuando cobra consciencia de que la sumisión es la primera utilidad, de que las virtudes de los sometidos son las condiciones de conservación, entonces también su Dios tiene que transformarse. Ese Dios vuévese ahora un mojigato, timorato, modesto, aconseja la «paz del alma», el no-odiar más, la indulgencia, incluso el «amor» al amigo y al enemigo. Ese Dios moraliza constantemente, penetra a rastras en la caverna de toda virtud privada, se convierte en un Dios para todo el mundo, se convierte en un hombre privado, se convierte en un cosmopolita… En otro tiempo representó a un pueblo, representó la fortaleza de un pueblo, todas las tendencias de agresión y de sed de poder nacidas del alma de un pueblo: ahora es ya meramente el Dios bueno… De hecho, no hay ninguna otra alternativa para los dioses: o son la voluntad de poder – y mientras tanto serán dioses de un pueblo – o son, por el contrario, la impotencia de poder – y entonces se vuelven necesariamente buenos…

El Anticristo. Friedrich Nietzsche. Alianza, Madrid, 2006, págs. 46-47.

La mayor utilidad del politeismo

La mayor utilidad del politeísmo. Que el individuo establezca su propio ideal y que de él derive su ley, sus alegrías y sus derechos: es probable que este haya sido considerado hasta ahora como el más enorme de todos los extravíos humanos y como la idolatría en sí; de hecho, los pocos que se atrevieron a él han necesitado siempre a sus propios ojos una apología, y esa apología rezaba habitualmente: «¡no yo!, ¡no yo!, ¡sino un dios a través de mí!». El maravilloso arte y la maravillosa fuerza de crear dioses -el politeísmo- era aquello en lo que esa pulsión podía lícitamente descargarse, aquello en lo que se limpiaba, perfeccionaba y ennoblecía; pues originalmente era una pulsión vulgar y poco grata a la vista, emparentada con la obstinación, la desobediencia y la envidia. Ser enemigo de esa pulsión al propio ideal: ésta era antes la ley de toda moralidad. Había entonces una sola norma: «el hombre», y todo pueblo creía tener esta única y última norma. Pero por encima de sí y fuera de sí, en un lejano mundo superior, era lícito ver una pluralidad de normas: ¡un dios no era la negación de otro dios o la blasfemia contra él! Aquí estuvieron permitidos por primera vez los individuos, aquí se honró por primera vez el derecho de los individuos. La invención de los dioses, héroes y superhombres de todo tipo, así como de seres paralelos al hombre y de subhombres, de hadas, centauros, sátiros, genios y diablos, fue el inestimable ejercicio previo a la justificación del egocentrismo y la jactancia del individuo: la libertad que se concedía al dios respecto de los otros dioses se daba en último término a uno mismo respecto de las leyes y costumbres y vecinos. El monoteísmo, en cambio, esta rígida consecuencia de la doctrina de un solo hombre ajustado a una norma -así pues, la fe en un dios ajustado a una norma, mientras que todos los demás son dioses falsos y de mentira-, ha sido quizá el mayor peligro que ha corrido el género humano hasta ahora: implicaba la amenaza de aquella detención prematura que, en lo que podemos ver, la mayor parte de las demás especies animales ya han alcanzado hace mucho, por cuanto todas ellas creen en un solo animal ajustado a norma y que constituye el ideal de su especie, y han traducido la eticidad de la costumbre, de modo definitivo, en carne y hueso. En el politeísmo estaba prefigurada la libertad de espíritu y la pluralidad de espíritus del hombre: la capacidad de hacerse ojos nuevos y propios, y una y otra vez nuevos y cada vez más propios, de tal manera que el hombre es el único entre todos los animales para el que no hay horizontes y perspectivas eternos.

La gaya ciencia. Friedrich Nietzsche. Edaf, Madrid, 2002, págs. 222-223.

El origen de dios

La genealogía de la moral
El origen de dios – Segundo tratado 22 –

Ya se habrá adivinado qué es lo que propiamente aconteció con todo esto y por debajo de todo esto: aquella voluntad de autotortura, aquella pospuesta crueldad del animal-hombre interiorizado, replegado por miedo dentro de sí mismo, encarcelado en el “Estado” con la finalidad de ser domesticado, que ha inventado la mala conciencia para hacerse daño a sí mismo, después de que la vía más natural de salida de ese hacer-daño había quedado cerrada, – este hombre de la mala conciencia se ha apoderado del presupuesto religioso para llevar su propio automartirio hasta su más horrible dureza y acritud.

Una deuda con Dios: este pensamiento se le convierte en instrumento de tortura. Capta en “Dios” las últimas antítesis que es capaz de encontrar para sus auténticos e insuprimibles instintos de animal, reinterpreta esos mismos instintos animales como deuda con Dios (como enemistad, rebelión, insurrección contra el “Señor”, el “Padre”, el progenitor y comienzo del mundo), se tensa en la contradicción “Dios y demonio”, y todo no que se dice a sí mismo, a la naturaleza, a la naturalidad, a la realidad de su ser, lo proyecta fuera de sí como un sí, como algo existente, corpóreo, real, como Dios, como santidad de Dios, como Dios juez, como Dios verdugo, como más allá, como eternidad, como tormento sin fin, como infierno, como inconmensurabilidad de pena y culpa.

Es ésta una especie de demencia de la voluntad en la crueldad anímica que, sencillamente, no tiene igual: la voluntad del hombre de encontrarse culpable y reprobable a sí mismo hasta resultar imposible la expiación, su voluntad de imaginarse castigado sin que la pena pueda ser jamás equivalente a la culpa, su voluntad de infectar y de envenenar con el problema de la pena y la culpa el fondo más profundo de las cosas, a fin de cortarse, de una vez por todas, la salida de ese laberinto de “ideas fijas”, su voluntad de establecer un ideal – el del “Dios santo” -, para adquirir, en presencia del mismo, una tangible certeza de su absoluta indignidad. ¡Oh demente y triste bestia hombre! ¡Qué ocurrencias tiene, qué cosas antinaturales, qué paroxismo de lo absurdo, qué bestialidad de la idea aparecen tan pronto como se le impide, aunque sea un poco, ser bestia de la acción!…

Todo esto es interesante en grado sumo, pero también de una tétrica, sombría y extenuante tristeza, hasta el punto de que tenemos que prohibirnos violentamente mirar demasiado tiempo a esos abismos. Aquí hay enfermedad, no hay duda, la más terrible enfermedad que hasta ahora ha devastado al hombre: – y quien es capaz aun de oír (¡pero hoy ya no se tienen oídos para ello!-) cómo en esta noche de tormento y de demencia ha resonado el grito amor, el grito del más anhelante encantamiento, de la redención en el amor, ése se vuelve hacia otro lado, sobrecogido por un horror invencible…

¡En el hombre hay tantas cosas horribles!… ¡La tierra ha sido ya durante mucho tiempo una casa de locos!…

En: Nietzsche, Friedrich: La genealogía de la moral.
Buenos Aires, Alianza, 1998, pp. 105-106.

Sobre el budismo

El Anticristo
Sobre el budismo – El Anticristo 20 / 21 / 22 / 23 –

20

Condenando al cristianismo, no quiero cometer una injusticia con una religión afín, que hasta cuenta con mayor número de fieles; me refiero al budismo. El cristianismo y el budismo están emparentados como religiones nihilistas, son religiones de la décadence; y sin embargo, están diferenciados entre sí del modo más singular. Por el hecho de que ahora sea posible compararlos, el crítico del cristianismo está profundamente agradecido a los eruditos indios. El budismo es cien veces más realista que el cristianismo; ha heredado el planteo objetivo y frío de los problemas, es posterior a un movimiento filosófico multisecular; al advenir él, ya estaba desechada la concepción de “Dios”. Es el budismo la única religión propiamente positivista en la historia, aun en su teoría del conocimiento (un estricto fenomenalismo); ya no proclama la “lucha contra el pecado” sino reconociendo plenamente los derechos de la realidad, la “lucha contra el sufrimiento”. Lo que lo distingue radicalmente del cristianismo es el hecho de que está con el autoengaño de los conceptos morales tras si, hallándose, según mi terminología, más allá del bien y del mal. Los dos hechos fisiológicos en que descansa y que tiene presentes son, primero, una irritabilidad excesiva, que se traduce en una sensibilidad refinada al dolor, y segundo, una hiperespiritualización, un desenvolvimiento excesivamente prolongado en medio de conceptos y procedimientos lógicos, proceso en que el instinto de la persona ha sufrido menoscabo en favor de lo “impersonal” (dos estados que algunos de mis lectores, por lo menos los “objetivos”, conocerán, como yo, por experiencia). Estas condiciones fisiológicas han dado origen a una depresión; contra la que procede Buda valiéndose de medidas higiénicas. Para combatirla receta la vida al aire libre, la existencia trashumante, una dieta frugal y seleccionada, la prevención contra todas las bebidas espirituosas, asimismo contra todos los afectos que “hacen mala sangre”; también una vida sin preocupaciones, ya por sí mismo o por otros. Exige representaciones que sosieguen o alegren, a inventa medios de ahuyentar las que no convienen. Entiende la bondad, la jovialidad, como factor que promueve la salud. Desecha la oración, lo mismo que el ascetismo; nada de imperativos categóricos, nada de obligaciones, ni aun dentro de la comunidad monástica (que puede abandonarse), pues todo esto serviría para aumentar esa irritabilidad excesiva. Por esto Buda se abstiene de predicar la lucha contra los que piensan de otra manera, su doctrina nada repudia tan categóricamente como el afán vindicativo, la antipatía, el resentimiento (“no es por la enemistad como se pone fin a la enemistad”, tal es el conmovedor estribillo del budismo…). Y con razón; precisamente estos afectos serían de todo punto perjudiciales con respecto al propósito dietético primordial. El cansancio mental con que se encuentra Buda y que se traduce en una “objetividad” excesiva (esto es, en un debilitamiento del interés individual, en pérdida de gravedad, de “egoísmo”) lo combate refiriendo aun los intereses más espirituales estrictamente a la persona. En la doctrina de Buda el egofsmo está estatuido como deber; el “cómo lo libras tú del sufrimiento” regula y limita toda la dieta mental (es permitido, acaso, trazar un paralelo con aquel ateniense que a su vez declaró la guerra al “espíritu científico” puro con Sócrates, que dio al egoísmo personal en el reino de los problemas igualmente categoría de moral).

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Las premisas del budismo son un clima muy suave, una marcada mansedumbre y liberalidad de las costumbres, ausencia total de militarismo y la radicación del movimiento en las capas superiores y aun eruditas de la población. La paz serena, el sosiego, la extinción de todo deseo es la meta suprema; y se alcanza esta meta. El budismo no es una religión en que tan sólo se aspire a la perfección; lo perfecto es en él lo normal.
En el cristianismo, pasan a primer plano los instintos de sometidos y oprimidos; son las clases sociales más bajas las que en él buscan su salvación. Aquí se practica como ocupación, como remedio contra el aburrimiento, la casuística del pecado, la autocrítica, la inquisición; aquí se mantiene el afecto constantemente referido a un poderoso, denominado “Dios” (mediante la oración); aquí se concibe lo supremo como algo inaccesible, como regalo, como “gracia”. Aquí falta también el carácter público; el escondite, el rincón oscuro, es propio del cristianismo. Aquí se desprecia el cuerpo y se repudia la higiene como sensualidad; la Iglesia hasta se opone al aseo (la primera medida tomada por los cristianos luego de la expulsión de los moros fue clausurar los baños públicos, de los que solamente en Córdoba había 270). Lo cristiano supone un cierto sentido de la crueldad, consigo mismo y con los demás; el odio a los heterodoxos; el afán persecutorio. Privan representaciones sombrías y excitantes; los estados más apetecidos, designados con los nombres supremos, son de carácter epilepsoide; la dieta es seleccionada en forma que promueva fenómenos mórbidos y sobreexcite los nervios. Cristiano es el odio mortal a los amos de la tierra, a los “nobles”, en conjunción con una competencia solapada (se les deja el “cuerpo”, se requiere solamente el “alma”…). Cristiana es la hostilidad enconada al espíritu, al orgullo, a la valentía, a la libertad y el libertinaje del espíritu; cristiana es la hostilidad enconada a los sentidos, a los placeres sensuales, a la alegría, en fin…

22

Cuando el cristianismo abandonó su suelo primitivo las capas más bajas de la población, el submundo del mundo antiguo, y se lanzó a la conquista de pueblos bárbaros, ya no tenía que habérselas con hombres cansados, sino con hombres embrutecidos y desgarrados por dentro, con los hombres fuertes, pero malogrados. En esta región, el descontento consigo mismo, el sufrimiento de sí propio, no es, como en la budista, una irritabilidad excesiva y una hipersensibilidad al dolor, sino, por el contrario, un ansia incontenible de hacer sufrir, de descargar la tensión interior en actos y representaciones hostiles. El cristianismo necesitaba conceptos y valores bárbaras para dar cuenta de bárbaros; tales son el sacrificio del primogénito, la ingestión de sangre en la comunión, el desprecio hacia el espíritu y la cultura; el tormento, en cualquier forma, físico y mental, y la gran pompa del culto. El budismo es una religión para hombres tardíos, para razas suaves, mansas a hiperespiritualizadas, excesivamente sensibles al dolor (Europa no está aún, ni con mucho, madura para él); las conduce de vuelta a paz y alegría serena, a la dieta en lo espiritual, a cierto endurecimiento en lo físico. El cristianismo, en cambio, quiere domar fieras, y para tal fin las enferma, hasta el punto que el debilitamiento es la receta cristiana para la domesticación, la “civilización”. El budismo es una religión para el final y cansancio de la civilización; el cristianismo ni siquiera se encuentra con una civilización, y, eventualmente, la funda.

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El budismo, como queda dicho, es cien veces más frío, verdadero y objetivo. A él ya no le hace falta rehabilitar ante sí mismo su sufrimiento, su sensibilidad al dolor, por la interpretación del pecado; sólo dice lo que piensa: “yo sufro”. Para el bárbaro, en cambio, el sufrimiento en sí no es decente; le hace falta una interpretación para admitir ante sí mismo que sufre (su instinto lo lleva más bien a negar el sufrimiento, a sufrir con mansa resignación). Para él, la noción del “diablo” era un verdadero alivio; tenía un enemigo poderosísimo y terrible; no era una vergüenza sufrir de enemigo semejante.
Entraña el cristianismo algunas sutilezas propias de Oriente. Sabe, ante todo, que en el fondo da igual que tal cosa sea cierta, dado que lo importante es que se crea. La verdad y la creencia en la verdad de tal cosa son dos mundos de intereses diferentes, poco menos que dos mundos antagónicos; se llega a ellos por caminos radicalmente distintos, Saber esto casi es la esencia del sabio, tal como lo concibe el Oriente; así lo entienden los brahmanes, como también Platón y todo adepto a la sabiduría esotérica. Por ejemplo, si hay una ventura en eso de creerse redimido del pecado, no hace falta como premisa que el hombre sea propenso al pecado, sino que se sienta propenso al pecado. Mas si en un plano general lo que primordialmente hace falta es la fe, hay que desacredtar la razón, el conocimiento y la investigación; el camino de la verdad se convierte así en el camino prohibido.
La firme esperanza es un estimulante mucho más poderoso de la vida que cualquier ventura particular efectiva. A los que sufren hay que sostenerlos mediante una esperanza que ninguna realidad pueda desmentir, ninguna consumación pueda privar de su base: una esperanza que se cumplirá en un más allá. (Precisamente por este poder de entretener al desgraciado, los griegos tenían la esperanza por el mal de los males, por el mal propiamente pérfido, que se quedaba en el fondo de la caja de Pandora.)
Para que sea factible el amor, Dios debe ser una persona; para que puedan hacerse valer los instintos más soterrados, Dios debe ser joven. Ha de llevarse a primer plano un hermoso santo para el ardor de las mujeres, y una Virgen para el de los hombres. Esto en el supuesto de que el cristianismo quiera imponerse en un terreno donde ya cultos afrodisíacos o de Adonis han determinado el concepto del culto. El concepto de la castidad acentúa la vehemencia y profundidad del instinto religioso; presta al culto un carácter más cálido, más exaltado, más fervoroso.
El amor es el, estado en que el hombre ve las cosas, mas que en ningún otro, tal como no son. En él se manifiesta cabalmente el poder de ilusión, lo mismo que el de transfiguración. Quien ama soporta más que de ordinario; aguanta todo. Había que inventar una religión en la que se pudiera amar; pues donde se cumple este requisito ya se ha vencido lo peor de la vida. Esto por lo que se refiere a las tres virtudes cristianas de la fe, el amor y la esperanza; yo las llamo las tres corduras cristianas.
El budismo es demasiado tardío y positivista como para ser aún cuerdo de semejante manera.

El concepto cristiano de dios

17

Dondequiera que declina la vóluntad de poder se registra un decaimiento fisiológico, una décadence. La divinidad de la décadence, despojada de sus virtudes e impulsos más viriles, se convierte necesariamente en el dios de los fisiológicamente decadentes, de los débiles. Éstos no se llaman los débiles, sino “los Buenos”… Se comprenderá, sin necesidad de ulterior sugestión, en qué momentos de la historia es factible la ficción dualista de un dios bueno y otro malo. Llevados por el mismo instinto con que degradan a su dios al “bueno en sí”, los sometidos despojan de todas sus cualidades al dios de sus vencedores; se vengan de sus amos dando al dios de los mismos un carácter diabólico. Tanto el dios bueno como el diablo son engendros de la décadence. ¡Parece mentira que todavía hoy se ceda a la ingenuidad de los teólogos cristianos hasta el punto de decretar a la par de ellos que la evolución de la concepción de la divinidad del “dios de Israel”, del dios de un pueblo, al dios cristiano, al dechado del bien, significa un progreso! Hasta Renan lo hace. ¡Como si Renan tuviese derecho a la ingenuidad! ¡Pero si es evidente todo lo contrario! Si todas las premisas de la vida ascendente, toda fuerza, valentía, soberbia y altivez, quedan eliminadas de la concepción de dios; si éste se convierte paso a paso en símbolo de un bastón para cansados, de un salvavidas para todos los náufragos; si llega a ser el dios de los pobres, los pecadores y los enfermos por excelencia y el atributo “salvador”, “redentor”, queda, por así decirlo, como el atributo propiamente dicho de la divinidad, ¿qué indica transformación semejante?; ¿tal reducción de la divinidad? Claro que el “reino de Dios” queda así ampliado. En un tiempo Dios no tuvo más que su pueblo, su pueblo “elegido”. Luego, al igual de su pueblo, llevó una existencia trashumante y ya no se radicó en parte alguna, hasta que al fin, gran cosmopolita, se encontraba bien en todas partes y tenía de su parte el “gran número”, a media humanidad. Mas no por ser el dios del “gran número”, el demócrata entre los dioses, llegó a ser un orgulloso, dios pagano; seguía siendo judío, ¡el dios de todos los lugares y rincones oscuros, de todas las barriadas malsanas del mundo entero! … Su imperio es como antes un reino subterráneo, un hospital, un ghetto… Y él mismo, ¡cómo es de pálido, de débil, de décadentl Hasta los más anémicos de los anémicos, los señores metafísicos, los albinos de los conceptos, han dado cuenta de él. Éstos han tejido tanto tiempo su tela en torno a él que hipnotizado por sus movimientos terminó por convertirsé a su vez en araña, en metafísico. Entonces volvió a extraer de sí, tejiendo, el mundo, sub specie Spinozae; entonces se transfiguró en cada vez mayor abstracción y anemia, quedando hecho un “ideal”, un “espíritu puro”, “absolutum” y “cosa en sí”… Decadencia de un dios: Dios se convirtió en la “cosa en sí”…

18

La concepción cristiana de Dios, Dios como dios de los enfermos, como araña, como espíritu, es una de las más corrompidas que existen sobre la tierra; tal vez hasta marque el punto más bajo de la curva descendente del tipo de la divinidad. ¡Dios, degenerado en objeción contra la vida, en vez de ser su transfigurador y eterno sí! ¡En Dios, declarada la guerra a la vida, a la Naturaleza, a la voluntad de vida! ¡Dios, la fórmula para toda detracción de “este mundo”, para toda mentira del “más allá”! ¡En Dios, divinizada la nada, santificada la
voluntad de alcanzar la nada! …

El Anticristo
Crítica al concepto cristiano de dios

Por qué la pirateria no puede ser delito

Siguiendo con el tema. Según la indústria: “la piratería es un delito”; si esto se traslada al código penal (español) descargar una película de la red seria más grave, por ejemplo, que agreder a alguien por la calle… El abogado David Bravo hace un test, en el que compara varios casos, viendo cuales seria más graves según la SGAE (Sociedad General de Autores España). Es un cúmulo de faltas de sentido común, él hombre se lo toma con bastante humor.

Edito: link q funciona

[url=http://www.youtube.com/watch?v=Zj8WI7TDR9c&mode=related&search=]http://www.youtube.com/watch?v=Zj8WI7TDR9c…ted&search=[/url]

Cómo mover el mundo sin manos

[url=http://noticias.ya.com/local/murcia/25/08/2007/murcia-politecnica-investigadores.html]http://noticias.ya.com/local/murcia/25/08/…stigadores.html[/url]

Cómo mover el mundo sin manos

13:39:50 – 25/08/2007 Vocento VMT -Un grupo de investigadores de la Politécnica diseña un aparato que mide las ondas cerebrales y que puede posibilitar que los discapacitados usen un ordenador y otros aparatos con el pensamiento

Investigadores del grupo de Electrónica Industrial y Médica de la Universidad Politécnica de Cartagena han desarrollado una jaula de faraday que permite medir las señales cerebrales por pequeñas que sean. Este prototipo, que asegura la fiabilidad de la medida, es el segundo más grande de España, con un volumen de unos doce metros cúbicos. La medición de señales biológicas está encaminada al estudio del acceso de personas con discapacidad al ordenador y a prótesis a través del pensamiento.

La jaula de faraday es un blindaje para campos electromagnéticos que permite captar señales eléctricas del cuerpo humano tan pequeñas como décimas de microvoltio, sin ser interferidas por campos eléctricos o magnéticos u otros de radiofrecuencia como los procedentes de teléfonos móviles.

El investigador responsable, Joaquín Roca Dorda, indica que el grupo está intentando desarrollar métodos para que las personas con discapacidad que no pueden acceder a un ordenador, puedan escribir o controlar máquinas o prótesis como brazos o piernas artificiales puedan hacerlo a través del pensamiento, gracias a sus señales cerebrales. La jaula de faraday está instalada en el centro de investigación en Ingeniería Biomédica de la Discapacidad, dependiente de la Politécnica y Astus.

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Edito: como me pareció raro busqué más info: [url=http://web.iti.upv.es/actualidadtic/2004/03/2004-03-CAS.pdf]http://web.iti.upv.es/actualidadtic/2004/03/2004-03-CAS.pdf[/url] esto es un artículo de páginas acerca de cómo se lleva a cabo este tipo de investigaciones.

Uno de los principales proyectos actualmente en curso dentro del grupo de Sistemas Adaptativos Complejos es la construcción de un interfaz cerebro-computadora. Este sistema permitirá a un usuario controlar un ordenador (u otro dispositivo) simplemente pensando en ello. Existen retos significativos en la construcción de un sistema así. Este artículo resume estos retos y documenta nuestro progreso hacia el objetivo final de comunicación y control mediante el pensamiento.

Leyes de descarga

A través de Barrapunto hemos tenido conocimiento de los consejos que da a los internautas el Grupo de Delitos Telemáticos de la Guardia Civil. Están divididos por grupos de usuarios y muchos pueden ser interesantes e incluso útiles, pero por desgracia también queda patente la contaminación de ciertos grupos de influencia, más cuanto menor es el nivel del usuario.

cita de Consejos para usuarios de Internet:
Tenga especial cuidado con las redes P2P (peer to peer). Es una de las mayores fuentes de infección de malware.

cita de Consejos para padres:
Eduque a su hijo sobre las consecuencias negativas de vulnerar las leyes. El que “mucha gente lo haga” no implica que sea legal. La piratería digital tiene como mejor solución la educación del ciudadano.

cita de Consejos para pequeños internautas:
No te descargues películas ni música. Aunque conozcas amigos que lo hacen, estarás cometiendo un delito. Además, a través de esas páginas, pueden dañar tu ordenador.

La locura de Nietzsche

El 3 de enero de 1889, hace cincuenta años, Nietzsche sucumbía a la locura: en la plaza Carlo Alberto de Turín se arrojó sollozando al cuello de un caballo apaleado, y luego se desplomó; creía, al despertar, ser DIONISO o EL CRUCIFICADO.

Este acontecimiento debe ser conmemorado como una tragedia. “Cuando lo que está vivo –decía Zaratustra– se da órdenes a sí mismo, es preciso que lo que está vivo expíe su autoridad y sea juez, vengador y VÍCTIMA de sus propias leyes”.

I

Queremos conmemorar un acontecimiento trágico y estamos aquí, ahora, sostenidos por la vida. El cielo estrellado se extiende por sobre nuestras cabezas y la tierra gira bajo nuestros pies. La vida está en nuestro cuerpo, pero en nuestro cuerpo también se abre camino la muerte (incluso de lejos un hombre puede sentir siempre la llegada de los últimos estertores). Por sobre nosotros, el día sucederá a la noche, la noche al día. Sin embargo, hablamos, hablamos en voz alta, sin incluso saber qué son esos seres que somos. Y de aquel que no habla siguiendo las reglas del lenguaje, los hombres razonables que debemos ser aseguran que está loco.

Nosotros mismos tenemos miedo de volvernos locos y observamos las reglas con mucha inquietud. Por otra parte los desórdenes de los locos están clasificados y se repiten con tal monotonía que de ello se desprende un extremo aburrimiento. El poco atractivo de los dementes garantiza la seriedad y severidad de la lógica. Sin embargo, ¿será quizás el filósofo, en su discurso, un “espejo del cielo vacío” más infiel que el insensato y, en ese caso, no debería acaso saltar todo en pedazos?

Este interrogante no puede ser tomado en serio porque, aunque sensato, dejaría inmediatamente de tener un sentido. Sin embargo es resueltamente extraño al espíritu de la broma. Porque es preciso también que conozcamos el sudor de la angustia. ¿Bajo qué pretexto no dejarse incomodar hasta sudar? La ausencia de sudor es mucho más infiel que las bromas de aquél que suda. Aquél al que llamamos sabio es el filósofo, pero no existe independientemente de un conjunto de hombres. Este conjunto se compone de algunos filósofos que se laceran entre sí y de una muchedumbre, inerte o agitada, que los ignora.

En este punto, quienes sudan tropiezan en la oscuridad con quienes ven a la historia tumultuosa convertir en claro el sentido de la vida humana. Porque es cierto que, cuando a través de la historia las muchedumbres se exterminan unas a otras, ofrecen consecuencias a la incompatibilidad de las filosofías –bajo esa forma de diálogo que son las carnicerías. Pero la culminación es un combate tanto como el nacimiento y, más allá de la culminación y del combate, ¿qué otra cosa hay, más que la muerte? Más allá de las palabras que se destruyen entre sí sin fin, ¿qué otra cosa hay más que un silencio que hará volverse loco a fuerza de sudar y reír?

Pero si el conjunto de los hombres –o más simplemente su existencia integral– SE ENCARNARA en un solo ser –evidentemente tan solitario y tan abandonado como el conjunto–, la cabeza del ENCARNADO sería el lugar de un combate inmitigable y tan violento que tarde o temprano ésta estallaría en pedazos. Porque es difícil percibir hasta qué grado de tempestad o de desencadenamiento llegarían las visiones de este encarnado, que debería ver a Dios pero en el mismo instante asesinarlo, luego convertirse él mismo en Dios pero solamente para precipitarse de inmediato en una nada: volvería a encontrarse entonces como un hombre tan desprovisto de sentido como el primer transeúnte que llegara, pero privado de toda posibilidad de reposo.

No podría, en efecto, contentarse con pensar y hablar, porque una necesidad interior lo empujaría a vivir lo que piensa y lo que dice. Un encarnado de tal tipo conocería de este modo una libertad tan grande que ningún lenguaje sería suficiente para reproducir su movimiento (y tampoco la dialéctica). Sólo el pensamiento humano encarnado de tal modo se convertiría en una fiesta cuya ebriedad y licencia no estarían menos desencadenados que el sentimiento de lo trágico y de la angustia. Esto lleva a reconocer –sin que quede ninguna escapatoria– que el “hombre encarnado” debería también volverse loco.

¡Cómo le giraría la Tierra dentro de la cabeza con violencia! ¡Hasta qué punto estaría crucificado! ¡Hasta qué punto sería una bacanal (y por detrás aquellos que tendrían miedo de ver su…)! ¡Pero qué solitario se volvería, César, todopoderoso y tan sagrado que un hombre no podría ya adivinarlo sin deshacerse en lágrimas! Suponiendo que…, ¿cómo Dios no se enfermaría si descubriera frente a él su razonable impotencia para conocer la locura?

(3 de enero de 1939)

II

Pero no basta con expresar de este modo un movimiento violento: las frases serían la traición del impulso primero si no estuvieran ligadas a los deseos y las decisiones que son su razón de vivir. Ahora bien, es fácil ver que una simulación de la locura en su apogeo no puede tener consecuencia directa: nadie puede destruir voluntariamente el aparato de expresión que lo ata a sus semejantes, como un hueso a otros huesos.

Un proverbio de Blake dice que si otros no se hubiesen vuelto locos, deberíamos estarlo nosotros. La locura no puede ser arrojada fuera de la integralidad humana, que no podría llevarse a término sin el loco. Nietzsche, al volverse loco –en nuestro lugar–, hacía posible así dicha integralidad; y los locos que perdieron la razón antes que él no habían podido hacerlo con tanto brillo. Pero el don constituido por la locura que un hombre hace a sus semejantes, ¿puede ser aceptado por ellos sin que lo devuelvan con usura? ¿Y si no fuera el desquiciamiento de aquél que recibe la locura de otro como don regio, cuál podría ser la contrapartida?

Existe otro proverbio: el que desea pero no actúa alimenta la pestilencia.

Sin duda alguna, el más alto grado de pestilencia se alcanza cuando la expresión del deseo se confunde con los actos.

Porque si un hombre comienza a seguir un impulso violento, el hecho de que lo exprese significa que renuncia a seguirlo al menos durante el tiempo de la expresión. La expresión pide que se sustituya la pasión por el signo exterior que la figura. El que se expresa debe por lo tanto pasar de la esfera ardiente de las pasiones a la esfera relativamente fría y somnolienta de los signos. En presencia de la cosa expresada, es preciso entonces preguntarse siempre si el que la expresa no se prepara un sueño profundo. Tal interrogante debe ser conducido con un rigor sin desfallecimiento.

El que comprendió alguna vez que solamente la locura puede llevar a su término al hombre, se ve conducido lúcidamente por ello a elegir –no entre la locura y la razón– sino entre la impostura de “una pesadilla que justifica los ronquidos” y la voluntad de darse órdenes a uno mismo y de vencer. Ninguna traición de lo que haya descubierto como destello y desgarro en la cumbre le parecerá más odiosa que los delirios simulados del arte. Porque si es cierto que debe convertirse en la víctima de sus propias leyes, si es cierto que el cumplimiento de su destino exige su pérdida –en consecuencia, si la locura o la muerte tienen a sus ojos el brillo de una fiesta–, entonces el amor mismo de la vida y del destino quiere que cometa antes que nada en sí mismo el crimen de autoridad que expiará. Es esto lo que exige la suerte a la cual lo vincula un sentimiento de riesgo extremo.

Al proceder así desde el delirio impotente hasta la potencia en un comienzo –del mismo modo que deberá, en el epílogo de su vida, proceder en contrapartida desde la potencia hasta algún derrumbamiento, repentino o lento–, sus años no podrán transcurrir más que a la búsqueda –impersonal– de la fuerza. En el momento en que la integralidad de la vida se le aparece ligada a la tragedia que la lleva a término, él pudo percibir cuánto corría esta revelación el riesgo de debilitarse. Pudo ver alrededor de él a aquellos que se aproximan al secreto –los que representan de este modo la verdadera “sal” o “sentido” de la tierra– abandonarse al sueño disoluto de la literatura o del arte. La suerte de la existencia humana se le aparece así ligada a un pequeño número de seres privados de toda posibilidad de poder. Porque algunos hombres llevan dentro de sí mucho más de lo que en su decadencia moral creen llevar: cuando la muchedumbre alrededor de ellos, y quienes la representan, convierten todo lo que tocan en servil a la necesidad. Aquél que se ha formado hasta el extremo en la meditación de la tragedia deberá entonces –en lugar de complacerse en la “expresión simbólica” de las fuerzas que desgarran– enseñar la consecuencia a aquellos que se le asemejan. Deberá a través de su obstinación y su firmeza conducirlos a organizarse, a dejar de ser, en comparación con los fascistas y los cristianos, andrajos despreciados por sus adversarios. Porque les incumbe la tarea de procurar para la masa de aquellos que exigen de todos los hombres un modo de vida servil, la posibilidad, la oportunidad de ser lo que son pero también lo que abdican por insuficiencia de voluntad.

Georges Bataille

Acabar con el juicio de Dios

Terminando con el enjuiciamiento

Desde la tragedia griega hasta la filosofía moderna se ha desarrollado una doctrina del enjuiciamiento. Lo que es trágico es menos la acción que el enjuiciamiento que la tragedia griega instituyó desde un inicio como un tribunal… Rompiendo con la tradición judeo-cristiana, Spinoza efectuó la crítica y tuvo cuatro grandes discípulos que la llevaron más adelante: Nietzsche, D. L. Laurence, Kafka, Artaud. Estos cuatro habían sufrido personal, singularmente, enjuiciamientos. Ellos experimentaron ese punto infinito en el cual la acusación, la deliberación y el veredicto convergen…

Fue Nietzsche quien fue capaz de desnudar la condición del enjuiciamiento: la “conciencia de estar en deuda con la deidad”, la aventura de la deuda en cuanto deviene infinita y, por tanto, impagable. El hombre no apela al juicio, el enjuicia y es enjuiciable sólo en la medida en que su existencia está sujeta a una deuda infinita: la infinidad de la deuda y la inmortalidad de su existencia dependen una de otra, y en conjunto constituyen la “doctrina de juicio”… Es el acto de posponer, de llevarlo al infinito, lo que hace posible el enjuiciamiento… El poder de enjuiciamiento y de ser juzgado es dado a quien está en esta relación, en la que la lógica del enjuiciamiento se fusiona con la psicología del sacerdote como el inventor de la más sombría organización: yo quiero juzgar, yo tengo que juzgar…

Lo que es diferente al enjuiciamiento supone seres existentes que se confrontan unos con otros y redirigen, por medio de relaciones finitas, lo que meramente constituye el curso del tiempo. La grandeza de Nietzsche descansa en haber mostrado, sin ninguna duda, que la relación acreedor – deudor fue anterior a cualquier relación de intercambio. Uno empieza por prometer y deviene, entonces, endeudado no a un dios, sino a un socio… lo que crea algo nuevo en ellos, un afecto. Todo toma lugar entre socios y no hay un enjuiciamiento de Dios desde que no hay ni Dios, ni enjuiciamiento. Existe una justicia que está opuesta a todo enjuiciamiento, de acuerdo a la cual los cuerpos están marcados mutuamente, y la deuda está inscrita directamente en el cuerpo… La ley no tiene la inmovilidad de las cosas eternas, pero es incesantemente desplazada entre familias que tienen que derramar sangre o pagar con ella. Estos son los signos terribles que laceran o ensucian los cuerpos, las incisiones y pigmentos que revelan en la carne de cada persona que ellos poseen y son poseídos: un sistema entero de crueldad… En la doctrina del enjuiciamiento, por contraste, nuestras deudas están inscritas en un libro autónomo, sin que nunca se pague, la cuenta ha de devenir infinita… La doctrina libresca del enjuiciamiento es moderada sólo en apariencia, porque de hecho nos condena a una servidumbre sin término y anula cualquier proceso liberatorio… El sistema de crueldad, en cambio, expresa la relación infinita de los cuerpos existentes con las fuerzas que lo afectan… El sistema de crueldad se opone siempre a la doctrina del enjuiciamiento.

En el fondo, la doctrina del enjuiciamiento presume que los dioses dan suertes a los hombres y que los hombres, dependiendo de sus suertes, están listos para cualquier forma particular, para cualquier fin orgánico.

¿A qué forma me condena mi suerte? Pero también, ¿corresponde mi suerte a la forma que yo aspiro? Éste es el efecto esencial del enjuiciamiento: la existencia es cortada en pedazos, los afectos son distribuidos en montones, y entonces son relacionados con formas más altas, en el nombre de valores más altos. En un inicio, la doctrina del enjuiciamiento tenía tanta necesidad del falso juicio del hombre como del juicio formal de Dios. Pero dentro de la cristiandad no hay más suertes porque son nuestros juicios los que hacen nuestra suerte y ya no ninguna forma, porque es el juicio de Dios lo que constituye la forma infinita. En el límite dividirse a sí mismo en pedazos y castigarse a sí mismo deviene la característica del nuevo enjuiciamiento o de la tragedia moderna… Hemos devenido deudores infinitos de un solo Dios. La doctrina del enjuiciamiento ha revertido y reemplazado el sistema de afectos.

El mundo del enjuiciamiento se establece como en un sueño. Es el sueño que hace que las suertes se muevan y hace que las formas pasen en procesión. En el sueño, los juicios son lanzados en el vacío, sin encontrar la resistencia de un medio que los sujetara a las exigencias de conocimiento o experiencia. Ésta es la razón porqué el enjuiciamiento es, ante todo, conocer si uno está o no soñando… Una vez que dejamos las orillas del enjuiciamiento también repudiamos el sueño en favor de la “intoxicación”, como una marea que nos barre. Lo que buscamos, los estados de intoxicación (tragos, drogas, éxtasis), es un antídoto tanto al sueño como al enjuiciamiento. Ahí cuando nos apartamos del enjuiciamiento para ir hacia la justicia entramos en un dormir sin soñar. El dormir sin soñar en el que uno, sin embargo, no cae dormido, este insomnio que, no obstante, barre el sueño en tanto que se extiende el insomnio, éste es el estado de intoxicación de dioniasiaca, la manera de escapar del enjuiciamiento.

El sistema físico y la crueldad se opone también a la doctrina teológica del enjuiciamiento desde un tercer aspecto, a nivel del cuerpo. Esto es así porque el enjuiciamiento implica una verdadera organización de los cuerpos a través del cual este enjuiciamiento actúa: los órganos son tanto jueces como juzgados, y el poder de Dios no es nada más que el poder para organizar lo infinito. Mientras tanto, el cuerpo del sistema físico de la crueldad es completamente diferente, escapa del enjuiciamiento en tanto que no es un organismo, y está privado de esta organización de los órganos a través de la cual uno juzga y es juzgado. Donde nosotros alguna vez teníamos algún cuerpo vivo, Dios nos ha hecho un organismo. Artaut presenta su “cuerpo sin órganos”, que Dios ha robado de nosotros para defraudarnos con un cuerpo organizado sin el cual su juicio no podría ser ejercido. El cuerpo sin órganos es un cuerpo afectivo, intensivo, anarquista que consiste solamente de poros, zonas, umbrales y gradientes. Está atravesado por una vitalidad no orgánica, poderosa. La manera de escapar el enjuiciamiento es convirtiéndose en un cuerpo sin órganos, encontrando nuestro cuerpo sin órganos. Éste había sido el proyecto de Nietzsche: definir el cuerpo en su devenir, en su intensidad como el poder de afectar o ser afectado, esto es, como la voluntad de poder.

Una cuarta característica del sistema de crueldad se sigue de lo anterior: combate, combate por todas partes; es el combate el que reemplaza el enjuiciamiento. Sin duda el combate aparece como un combate contra el enjuiciamiento, contra sus autoridades y personal. Pero más profundamente, es el combatiente en sí mismo quien es el combate: el combate es entre sus propias partes, entre las fuerzas que subyugan o son subyugadas, o entre los poderes que expresan esta relación de fuerza… Los combates externos, estos combates – contra, encuentran su justificación en los combates – entre que determinan la posición de fuerzas en el combatiente. El combate – contra trata de destruir o repeler una fuerza (luchar contra “los poderes diabólicos del futuro”), pero el combate – entre, en contraste, trata de tomar posesión de una fuerza para hacerla propia. El combate – entre es el proceso mediante el cual una fuerza se enriquece a sí misma por medio de su toma de control de otras fuerzas, reuniéndolas en un nuevo conjunto: un devenir. Donde quiera que alguien nos quiera hacer renunciar al combate, lo que nos ofrece es una anulación de la voluntad, una deificación del sueño, un culto a la muerte.

Pero el combate no es una guerra. La guerra es solamente un combate – contra, una voluntad de destrucción, un juicio de Dios que convierte la destrucción en algo justo. El juicio de Dios está del lado de la guerra y no del combate. En la guerra, la voluntad de poder significa meramente que la voluntad quiere la potencia como un máximo de poder o dominación. Para Nietzsche es el grado más bajo de la voluntad de poder, la enfermedad… En contraste, el combate es una vitalidad no orgánica, poderosa, que suplementa la fuerza con la fuerza, y enriquece aquello de lo que toma control.

Un poder es una idiosincrasia de fuerzas, un centro de metamorfosis. Esto es lo que Lawrence llama un símbolo, un compuesto intensivo que vive y se expande, que no tiene significado, pero que nos hace girar hasta que controlemos el máximo posible de fuerzas en cada dirección, cada una de ellas recibe un nuevo significado al entrar en relación con las otras. Una decisión no es un juicio, no es la consecuencia orgánica de un juicio: ella brota vitalmente de un remolino de fuerzas que nos llevan al combate. Resuelve el combate sin suprimirlo o terminarlo. Es el relámpago apropiado a la noche del símbolo.

El combate no es un enjuiciamiento de Dios, sino es la forma como terminar con Dios y con el enjuiciamiento. Nadie se desarrolla a través del enjuiciamiento, sino a través de un combate que implica el no enjuiciamiento. La existencia y el enjuiciamiento parecen estar opuestas en cinco puntos: crueldad versus tortura infinita, dormir o intoxicación versus el sueño, vitalidad versus organización, la voluntad de poder versus la voluntad de dominio, el combate versus la guerra. Lo que nos perturba es que renunciando al enjuiciamiento, tenemos la impresión de privarnos de cualquier medio para distinguir entre los seres existentes, como si todo fuera entonces de igual valor. Pero, ¿no es acaso el enjuiciamiento el que presupone valores más altos, criterios existentes para siempre, de manera tal que nunca podemos aprender lo que es nuevo en un ser existente, ni siquiera sentir la creación como un modo de existencia? Tal modo es creado vitalmente, a través del combate, en el insomnio del dormir, no sin cierta crueldad hacia sí mismo… El enjuiciamiento previene la emergencia de cualquier nuevo modo de existencia porque se crea a sí mismo a través de sus propias fuerzas, a través de las fuerzas que es capaz de controlar… Aquí, quizá, descanse el secreto, traer a la existencia, crear, y no juzgar. Si es tan repulsivo juzgar no es porque todo sea de igual valor, sino por el contrario porque lo que tiene un valor puede ser hecho o distinguido sólo a través de desafiar al juicio. No es una cuestión de juzgar otros seres existentes, sino de sentir cuando ellos están de acuerdo o desacuerdo con nosotros, esto es si ellos nos traen fuerza o si ellos nos retornan a las miserias de la guerra, a la pobreza del sueño, a los rigores de la organización. Como Spinoza había dicho, es un problema de amor y odio, y no de enjuiciamiento.

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