06-29-2009, 03:28 PM
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Por todas estas razones y algunas otras que podrian alegarse, es claro
que el diagnóstico sobre la situación de la Historia en la enseñanza no es
alentador. Nos han surgido competidores poderosos y, al propio tiempo,
nos encontramos con la cruda realidad: la Historia que enseñamos no es
capaz de ilusionar a los alumnos, apenas les gusta y, sin embargo, no sabemos
muy bien qué camino escoger. Nos hallamos en una situación no tanto
de incertidumbre como de perplejidad. Pero que no puede durar mucho
tiempo. Consideraré, pues, en este tramo final de mi intervención, algunas
alternativas posibles en este terreno.
Hay que empezar por reconocer que la orientación seguida en el diseño
curricular de la Historia en las últimas reformas educativas ha tenido
efectos contrarios a los deseados. Se partía de la premisa que era preferible
colocar cuando no disolver los contenidos históricos en un continente
más amplio, llamado ciencias sociales, que ha dado lugar no sólo a denominaciones
curriculares extrañas (Geografia, Historia y Ciencias Sociales),
sino a resultados también poco felices, dada la ausencia de un hilo
conductor que unifique tales saberes a efectos didácticos. Bien es verdad
que hubo ya entonces (mediados los ochenta) voces críticas respecto de
esta tendencia y justo es reconocer que entre ellas, la de mayor autoridad y
energía intelectual e ideológica, fue la de Julio Valdeón y su libro En Defensa
de la Historia. En cierto modo, este libro fue sólo una voz de alerta que
hoy parece más premonitoria de lo que entonces se podía suponer. La disolución
de la Historia en el magma de las ciencias sociales; la pérdida de los
hábitos de la memorización (incluida la sarcásticamente invocada lista de
los reyes godos); la pérdida de posición de los sujetos individuales y la valoración
de las estructuras anónimas; son, todas ellas, directrices que encajaban
bien con las tendencias pedagógicas predominantes, pero que han acarreado
problemas notables en la posición de la Historia, no sólo como
saber diferenciado sino como disciplina escolar.
Aparte este maridaje por otra parte, recomendable en el plano metodológico
de la Historia con las ciencias sociales, hubo otras tendencias que
conviene examinar. Una de ellas fue naturalmente de carácter pendular: se
produjo no sólo la necesaria revitalización de la historia local, sino la esclerotización
de la historia general española. El aprecio de la historia local
vino determinado no sólo por la construcción del Estado de las Autonomías,
sino también por la vieja tendencia pedagógica de estudiar el entorno,
el medio natural y cultural en que se halla el alumno. Pero al propio
tiempo, se ha renovado poco la visión general de España. El viejo discurso
nacionalizador ha perdido sentido, pero tampoco hemos sido capaces de
construir una visión nueva de la historia común española, una visión, digamos,
desde abajo, desde la plural experiencia de la nueva realidad autonómica.
Otro problema de la Historia, ya sugerido por Valdeón y retomado en
fechas recientes por altos responsables políticos (la actual ministra de Educación
y Cultura, Esperanza Aguirre, se ha referido a ello en un discurso
pronunciado precisamente en el seno de la Academia de la Historia), es el
exceso de presentismo en los currícula de Historia. Desde luego, el predominio
de los contenidos históricos más contemporáneos respondía a los
criterios generales que caracterizaban la reforma educativa: conocimiento
del mundo actual de forma plural, valoración enfática de los logros políticos
recientes, conocimiento del entorno como medio de motivar al alumno.
Y esta tendencia no es una peculiaridad española, como puede verse en
diversos programas educativos europeos: en los franceses, desde los años
cincuenta, los contenidos de historia contemporánea han avanzado constantemente.
Sin embargo, no creo que sea éste el problema fundamental,
sino el de saber qué tipo de historia conviene enseñar. Porque sustituir a
Roosevelt o Stalin por Carlomagno o Felipe II no supone ninguna mutación
cualitativamente importante. Y aquí nos encontramos con el problema
al que quiero dedicar las reflexiones finales: qué caminos se pueden seguir
en la enseñanza de la Historia. No me gusta ni tengo la obligación de ser
arbitrista. Pero se me ocurre que conviene insistir sobre algunas cuestiones,
al hilo de los problemas que acabo de evocar.
En primer lugar, es preciso recuperar los sujetos históricos individuales
y conceder mayor importancia al papel de figuras y personas concretas en
el desarrollo de los acontecimientos históricos, durante mucho tiempo
oscurecidos por sujetos colectivos (clases, pueblos, naciones...). La huella
personal es la que fija con mayor nitidez la atención del alumno o del consumidor
de información mediática y nada es más fácil que hacerlo en el
caso de la Historia y de su enseñanza o divulgación. Ello exige además una
cierta atención a la cronología, una recuperación del sentido del tiempo y
un deslinde más preciso de los hechos históricos respecto de los construidos
por las ciencias sociales.
En segundo lugar, me parece que es conveniente repensar el papel que
ha de desempeñar la historia de España en los próximos decenios, no sólo
en el ámbito educativo, sino como instrumento más o menos canónico de
establecer una memoria colectiva común. Hasta los años finales del franquismo,
la visión del pasado español era predominantemente castellana,
producto de la invención de España acuñada desde la generación del 98.
Los contenidos de este mensaje histórico eran tan sesgados y tradicionales
que incluso han merecido análisis tan reveladores como los recogidos por
A. Sopeña en El florido pensil; pero desde los años setenta, el giro ha sido de
ciento ochenta grados. Hemos sido capaces de construir una visión histórica
propia con mayor o menor acierto, con sesgos más o menos evidentes
de cada autonomía. Pero la estanqueidad que hay entre ellas es preocupante
y, además, se ha avanzado poco en la construcción de una visión nueva,
compartida y plural, de la común historia española. De hecho, y el ejemplo
es bastante indicativo, los principales manuales de historia de España
que actualmente tenemos reflejan todos ellos una concepción historiográfica
propia de los años sesenta/setenta.
En tercer lugar, que uno de los modos posibles de salir de esta situación
es la de intentar construir una Historia más abierta y menos excluyente. Si
de España, que no excluya las autonomías ni la diversidad; si de aquéllas,
que pueda tener algún encaje en una visión general de España. Si de España,
que no excluya al resto del mundo y muy en especial a Europa occidental.
Es probable, además, que debamos comenzar a pensar en el ámbito escolar
en una visión histórica propiamente europea, concebida más en
términos de convergencias culturales que en diversidades nacional-estatales.
Una Historia que represente lo que algún dia será el homo europeus...
En fin, que los caminos a recorrer son múltiples y que nos queda una
buena tarea por delante. Como investigador y profesional de la Historia, lo
que les he tratado de transmitir es una visión personal de la situación de la
misma en el momento actual. Creo que esta visión es crítica y, por veces,
pesimista, pero no desmovilizadora ni derrotista. He constatado más problemas
que apuntado soluciones. Pero me anima la convicción de que el
deseo de Historia no se ha extinguido, pese a los cantos de sirena de los
predicadores de pensamientos únicos y finales de la Historia. El cultivo de
la memoria, su construcción como valor colectivamente compartido, se
Reflexiones sobre la Historia y su enseñanzapuede hacer de muchas maneras y quizás algunas de ellas, que todavía nos
parecen viles o poco científicas, deban ser más eficazmente transitadas
por los historiadores. El cultivo de la Historia, por el medio que se haga, no
es sino un diálogo con el pasado o, dicho de otro modo, una forma de
conocer el presente a través del pasado. Y dado que la sociedad actual ha
cambiado tanto y, desde los años setenta, tan profundamente como nunca
lo había hecho antes, es preciso que mudemos drásticamente también
nuestra concepción del pasado. Sólo de ese modo tendremos algo que
decir sobre el futuro. Porque donde no hay pasado, tampoco hay futuro. Y
así he llegado al final, espero que en la hora exacta, pero con la esperanza
de que en este caso haya un antes y, naturalmente, un después.
Por todas estas razones y algunas otras que podrian alegarse, es claro
que el diagnóstico sobre la situación de la Historia en la enseñanza no es
alentador. Nos han surgido competidores poderosos y, al propio tiempo,
nos encontramos con la cruda realidad: la Historia que enseñamos no es
capaz de ilusionar a los alumnos, apenas les gusta y, sin embargo, no sabemos
muy bien qué camino escoger. Nos hallamos en una situación no tanto
de incertidumbre como de perplejidad. Pero que no puede durar mucho
tiempo. Consideraré, pues, en este tramo final de mi intervención, algunas
alternativas posibles en este terreno.
Hay que empezar por reconocer que la orientación seguida en el diseño
curricular de la Historia en las últimas reformas educativas ha tenido
efectos contrarios a los deseados. Se partía de la premisa que era preferible
colocar cuando no disolver los contenidos históricos en un continente
más amplio, llamado ciencias sociales, que ha dado lugar no sólo a denominaciones
curriculares extrañas (Geografia, Historia y Ciencias Sociales),
sino a resultados también poco felices, dada la ausencia de un hilo
conductor que unifique tales saberes a efectos didácticos. Bien es verdad
que hubo ya entonces (mediados los ochenta) voces críticas respecto de
esta tendencia y justo es reconocer que entre ellas, la de mayor autoridad y
energía intelectual e ideológica, fue la de Julio Valdeón y su libro En Defensa
de la Historia. En cierto modo, este libro fue sólo una voz de alerta que
hoy parece más premonitoria de lo que entonces se podía suponer. La disolución
de la Historia en el magma de las ciencias sociales; la pérdida de los
hábitos de la memorización (incluida la sarcásticamente invocada lista de
los reyes godos); la pérdida de posición de los sujetos individuales y la valoración
de las estructuras anónimas; son, todas ellas, directrices que encajaban
bien con las tendencias pedagógicas predominantes, pero que han acarreado
problemas notables en la posición de la Historia, no sólo como
saber diferenciado sino como disciplina escolar.
Aparte este maridaje por otra parte, recomendable en el plano metodológico
de la Historia con las ciencias sociales, hubo otras tendencias que
conviene examinar. Una de ellas fue naturalmente de carácter pendular: se
produjo no sólo la necesaria revitalización de la historia local, sino la esclerotización
de la historia general española. El aprecio de la historia local
vino determinado no sólo por la construcción del Estado de las Autonomías,
sino también por la vieja tendencia pedagógica de estudiar el entorno,
el medio natural y cultural en que se halla el alumno. Pero al propio
tiempo, se ha renovado poco la visión general de España. El viejo discurso
nacionalizador ha perdido sentido, pero tampoco hemos sido capaces de
construir una visión nueva de la historia común española, una visión, digamos,
desde abajo, desde la plural experiencia de la nueva realidad autonómica.
Otro problema de la Historia, ya sugerido por Valdeón y retomado en
fechas recientes por altos responsables políticos (la actual ministra de Educación
y Cultura, Esperanza Aguirre, se ha referido a ello en un discurso
pronunciado precisamente en el seno de la Academia de la Historia), es el
exceso de presentismo en los currícula de Historia. Desde luego, el predominio
de los contenidos históricos más contemporáneos respondía a los
criterios generales que caracterizaban la reforma educativa: conocimiento
del mundo actual de forma plural, valoración enfática de los logros políticos
recientes, conocimiento del entorno como medio de motivar al alumno.
Y esta tendencia no es una peculiaridad española, como puede verse en
diversos programas educativos europeos: en los franceses, desde los años
cincuenta, los contenidos de historia contemporánea han avanzado constantemente.
Sin embargo, no creo que sea éste el problema fundamental,
sino el de saber qué tipo de historia conviene enseñar. Porque sustituir a
Roosevelt o Stalin por Carlomagno o Felipe II no supone ninguna mutación
cualitativamente importante. Y aquí nos encontramos con el problema
al que quiero dedicar las reflexiones finales: qué caminos se pueden seguir
en la enseñanza de la Historia. No me gusta ni tengo la obligación de ser
arbitrista. Pero se me ocurre que conviene insistir sobre algunas cuestiones,
al hilo de los problemas que acabo de evocar.
En primer lugar, es preciso recuperar los sujetos históricos individuales
y conceder mayor importancia al papel de figuras y personas concretas en
el desarrollo de los acontecimientos históricos, durante mucho tiempo
oscurecidos por sujetos colectivos (clases, pueblos, naciones...). La huella
personal es la que fija con mayor nitidez la atención del alumno o del consumidor
de información mediática y nada es más fácil que hacerlo en el
caso de la Historia y de su enseñanza o divulgación. Ello exige además una
cierta atención a la cronología, una recuperación del sentido del tiempo y
un deslinde más preciso de los hechos históricos respecto de los construidos
por las ciencias sociales.
En segundo lugar, me parece que es conveniente repensar el papel que
ha de desempeñar la historia de España en los próximos decenios, no sólo
en el ámbito educativo, sino como instrumento más o menos canónico de
establecer una memoria colectiva común. Hasta los años finales del franquismo,
la visión del pasado español era predominantemente castellana,
producto de la invención de España acuñada desde la generación del 98.
Los contenidos de este mensaje histórico eran tan sesgados y tradicionales
que incluso han merecido análisis tan reveladores como los recogidos por
A. Sopeña en El florido pensil; pero desde los años setenta, el giro ha sido de
ciento ochenta grados. Hemos sido capaces de construir una visión histórica
propia con mayor o menor acierto, con sesgos más o menos evidentes
de cada autonomía. Pero la estanqueidad que hay entre ellas es preocupante
y, además, se ha avanzado poco en la construcción de una visión nueva,
compartida y plural, de la común historia española. De hecho, y el ejemplo
es bastante indicativo, los principales manuales de historia de España
que actualmente tenemos reflejan todos ellos una concepción historiográfica
propia de los años sesenta/setenta.
En tercer lugar, que uno de los modos posibles de salir de esta situación
es la de intentar construir una Historia más abierta y menos excluyente. Si
de España, que no excluya las autonomías ni la diversidad; si de aquéllas,
que pueda tener algún encaje en una visión general de España. Si de España,
que no excluya al resto del mundo y muy en especial a Europa occidental.
Es probable, además, que debamos comenzar a pensar en el ámbito escolar
en una visión histórica propiamente europea, concebida más en
términos de convergencias culturales que en diversidades nacional-estatales.
Una Historia que represente lo que algún dia será el homo europeus...
En fin, que los caminos a recorrer son múltiples y que nos queda una
buena tarea por delante. Como investigador y profesional de la Historia, lo
que les he tratado de transmitir es una visión personal de la situación de la
misma en el momento actual. Creo que esta visión es crítica y, por veces,
pesimista, pero no desmovilizadora ni derrotista. He constatado más problemas
que apuntado soluciones. Pero me anima la convicción de que el
deseo de Historia no se ha extinguido, pese a los cantos de sirena de los
predicadores de pensamientos únicos y finales de la Historia. El cultivo de
la memoria, su construcción como valor colectivamente compartido, se
Reflexiones sobre la Historia y su enseñanzapuede hacer de muchas maneras y quizás algunas de ellas, que todavía nos
parecen viles o poco científicas, deban ser más eficazmente transitadas
por los historiadores. El cultivo de la Historia, por el medio que se haga, no
es sino un diálogo con el pasado o, dicho de otro modo, una forma de
conocer el presente a través del pasado. Y dado que la sociedad actual ha
cambiado tanto y, desde los años setenta, tan profundamente como nunca
lo había hecho antes, es preciso que mudemos drásticamente también
nuestra concepción del pasado. Sólo de ese modo tendremos algo que
decir sobre el futuro. Porque donde no hay pasado, tampoco hay futuro. Y
así he llegado al final, espero que en la hora exacta, pero con la esperanza
de que en este caso haya un antes y, naturalmente, un después.
Quien se empeña en pegarle una pedrada a la luna no lo conseguirá, pero terminará sabiendo manejar la honda.<br /><br />Proverbio árabe

