06-29-2009, 03:20 PM
1.
Es bien sabido que la Historia ha desempeñado un papel importante en
la educación de los pueblos, pero sólo desde fechas relativamente recientes.
Aunque la Historia como disciplina es bastante antigua, su conversión en
disciplina escolar es un hecho moderno, posterior ciertamente a la "ratio
studiorum" que venía determinada por el "trivium" y el "cuadrivium". Un
historiador e historiógrafo del mundo antiguo, fallecido hace pocos años,
Arnaldo Momigliano, solía decir que la Historia es una disciplina joven. Y es
un dato perfectamente admitido que, pese al origen griego de la tradición
historiográfica occidental, el nacimiento de la Historia no tiene lugar cabalmente
hasta el siglo XIX, la centuria por excelencia de la Historia.
No trato de desmerecer con ello la función que la Historia ha cumplido
desde la época clásica, a saber, la capacidad para la fijación del pasado como
un discurso autónomo, con la suficiente alteridad como para efectuar el tránsito
desde el "mito" al "logos" y convertirse en un jalón decisivo para fijar la
cohesión política de la sociedad ateniense en el siglo de Pericles. A partir de
este momento, la Historia ha tenido un desarrollo en cierto modo zigzagueante,
no siempre acumulativo. En parte, como querían los clásicos, se convirtió
en magistra vitae; en parte, con la escolta de otras disciplinas (la filosofía,
la retórica, la política), fue participando progresivamente en la preceptiva ad
usum Delphini, como materia que ilustraba y formaba a élites políticas e intelectuales.
Desde luego, los más grandes historiadores que hoy reconocemos en
la historia de la historiografía se han ocupado con preferencia del valor politico
y formativo que tiene el conocimiento del pasado para entender el presente.
Baste mencionar, desde los clásicos Tucídides o Polibio hasta figuras
como Ibn Jaldún, Maquiavelo, Bodino o Montesquieu, para darse cuenta de
la existencia de una permanente obsesión: la de explicar, recurriendo al estudio
de hechos históricos, la naturaleza de la sociedad y de su constitución política,
generalmente en forma de imperios. Cómo se forman los imperios, se
expanden y entran en crisis es idea que recorre buena parte de la historiografía
occidental. Pero, insisto en ello, el papel de la Historia hasta la época de
la Ilustración, en cuanto saber que contribuía a formar una "cosmovisión" culta
propia de las élites políticas y eclesiásticas, era relativamente modesto.
La ruptura tiene lugar en el tránsito entre el siglo XVIII y XIX, con la
doble experiencia de la Ilustración y la Revolución como hechos determinantes.
Y una consecuencia decisiva de este tránsito tuvo lugar con la entrada
de la Historia en los sistemas educativos occidentales. A partir de las
revoluciones liberales y de la construcción de los estados nacionales, la Historia
desempeña un papel decisivo en un doble plano, tanto en la legitimación
de los estados como en la cohesión ideológica de los ciudadanos.
La introducción de la Historia en los sistemas educativos europeos no es
homogénea ni espacial ni ideológicamente; depende, como es lógico, del
modelo administrativo y político seguido en la constitución de los estados.
El caso más clásico de profesionalización rápida de la figura del historiador
y de conversión de la Historia en disciplina educativa, propia de la instrucción
pública (que no, todavía, educación nacional) de los ciudadanos a cargo
del Estado es, sin duda, el caso de la Francia del siglo XIX. ¡Cómo no
reconocer en esto la mano del historiador François Guizot, el ideólogo de
la monarquía de julio, que no sólo la consolidó como una discipina académicamente
solvente y respetable, enseñada en la Universidad, sino que
la colocó con fuertes anclajes en la estructura educativa del estado galo! Y
en España, a pesar de la llamada débil nacionalización del siglo XIX, es
perfectamente rastreable la presencia de la Historia, como materia escolar,
desde las primeras reformas educativas liberales.
¿Por qué es importante esta dimensión educativa de la Historia? Fundamentalmente,
porque tenía encomendada la función de formar ciudadanos
de acuerdo con unos valores específicos, atribuibles al estado nacional.
La Historia hubo de afrontar, por este medio, la tarea de convertirse en un
instrumento preciso de socialización de valores, de elaboración de mitos
colectivos, de fijación de marcos de referencia y de sacralización de lugares
de la memoria, como diría Pierre Nora. Aportaba cohesión a los miembros
de una comunidad política, no sólo por lo que les unía, sino, y sobre
todo, por aquello que los diferenciaba de los demás. De ahí el enorme desarrollo
de las historias nacionales que sustituyen ahora lo que otrora eran
las historias de ciudades o de pueblos. Hasta hace poco tiempo, el historiador
por excelencia, era el historiador nacional.
Entre los muchos ejemplos que podríamos citar, tenemos uno bien
reciente. Se trata del libro del hispanista Inman Fox La invención de España,
título de inspiración (más que orientación) hobsbawaniana. Pero,
en todo caso, se trata de la invención como procedimiento intelectual que
conduce a la elaboración de un cliché definidor de una realidad política
concreta: la constituida por una visión de España a partir del papel
desempeñado por la Corona de Castilla, tarea en la que destacaron desde
filólogos como Menéndez Pidal, historiadores como Claudio Sánchez
Albornoz, filósofos como José Ortega y Gasset, o instituciones como el
Centro de Estudios Históricos y, más ampliamente, la tradición institucionista.
No creo preciso abundar más en esta cuestión. La Historia contribuyó,
durante algún tiempo, al proceso de nacionalización de los ciudadanos,
sustituyendo parcialmente instrumentos más tradicionales, de carácter eclesiástico.
La escuela pública sustituyó la formación parroquial; la historia, en
parte, al papel cohesionador de la religión. No en vano fue éste uno de los
puntos de referencia del debate desarrollado en Francia entre la Iglesia y la
escuela republicana, como recuerda el reciente libro de Yves Deloye Ecole et
citoyenneté.
Pero esta situación ya no es tan clara en la actualidad; está en proceso
de revisión, al menos, desde hace un cuarto de siglo. Con ello entramos en
la segunda cuestión que quería abordar.
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Es bien sabido que la Historia ha desempeñado un papel importante en
la educación de los pueblos, pero sólo desde fechas relativamente recientes.
Aunque la Historia como disciplina es bastante antigua, su conversión en
disciplina escolar es un hecho moderno, posterior ciertamente a la "ratio
studiorum" que venía determinada por el "trivium" y el "cuadrivium". Un
historiador e historiógrafo del mundo antiguo, fallecido hace pocos años,
Arnaldo Momigliano, solía decir que la Historia es una disciplina joven. Y es
un dato perfectamente admitido que, pese al origen griego de la tradición
historiográfica occidental, el nacimiento de la Historia no tiene lugar cabalmente
hasta el siglo XIX, la centuria por excelencia de la Historia.
No trato de desmerecer con ello la función que la Historia ha cumplido
desde la época clásica, a saber, la capacidad para la fijación del pasado como
un discurso autónomo, con la suficiente alteridad como para efectuar el tránsito
desde el "mito" al "logos" y convertirse en un jalón decisivo para fijar la
cohesión política de la sociedad ateniense en el siglo de Pericles. A partir de
este momento, la Historia ha tenido un desarrollo en cierto modo zigzagueante,
no siempre acumulativo. En parte, como querían los clásicos, se convirtió
en magistra vitae; en parte, con la escolta de otras disciplinas (la filosofía,
la retórica, la política), fue participando progresivamente en la preceptiva ad
usum Delphini, como materia que ilustraba y formaba a élites políticas e intelectuales.
Desde luego, los más grandes historiadores que hoy reconocemos en
la historia de la historiografía se han ocupado con preferencia del valor politico
y formativo que tiene el conocimiento del pasado para entender el presente.
Baste mencionar, desde los clásicos Tucídides o Polibio hasta figuras
como Ibn Jaldún, Maquiavelo, Bodino o Montesquieu, para darse cuenta de
la existencia de una permanente obsesión: la de explicar, recurriendo al estudio
de hechos históricos, la naturaleza de la sociedad y de su constitución política,
generalmente en forma de imperios. Cómo se forman los imperios, se
expanden y entran en crisis es idea que recorre buena parte de la historiografía
occidental. Pero, insisto en ello, el papel de la Historia hasta la época de
la Ilustración, en cuanto saber que contribuía a formar una "cosmovisión" culta
propia de las élites políticas y eclesiásticas, era relativamente modesto.
La ruptura tiene lugar en el tránsito entre el siglo XVIII y XIX, con la
doble experiencia de la Ilustración y la Revolución como hechos determinantes.
Y una consecuencia decisiva de este tránsito tuvo lugar con la entrada
de la Historia en los sistemas educativos occidentales. A partir de las
revoluciones liberales y de la construcción de los estados nacionales, la Historia
desempeña un papel decisivo en un doble plano, tanto en la legitimación
de los estados como en la cohesión ideológica de los ciudadanos.
La introducción de la Historia en los sistemas educativos europeos no es
homogénea ni espacial ni ideológicamente; depende, como es lógico, del
modelo administrativo y político seguido en la constitución de los estados.
El caso más clásico de profesionalización rápida de la figura del historiador
y de conversión de la Historia en disciplina educativa, propia de la instrucción
pública (que no, todavía, educación nacional) de los ciudadanos a cargo
del Estado es, sin duda, el caso de la Francia del siglo XIX. ¡Cómo no
reconocer en esto la mano del historiador François Guizot, el ideólogo de
la monarquía de julio, que no sólo la consolidó como una discipina académicamente
solvente y respetable, enseñada en la Universidad, sino que
la colocó con fuertes anclajes en la estructura educativa del estado galo! Y
en España, a pesar de la llamada débil nacionalización del siglo XIX, es
perfectamente rastreable la presencia de la Historia, como materia escolar,
desde las primeras reformas educativas liberales.
¿Por qué es importante esta dimensión educativa de la Historia? Fundamentalmente,
porque tenía encomendada la función de formar ciudadanos
de acuerdo con unos valores específicos, atribuibles al estado nacional.
La Historia hubo de afrontar, por este medio, la tarea de convertirse en un
instrumento preciso de socialización de valores, de elaboración de mitos
colectivos, de fijación de marcos de referencia y de sacralización de lugares
de la memoria, como diría Pierre Nora. Aportaba cohesión a los miembros
de una comunidad política, no sólo por lo que les unía, sino, y sobre
todo, por aquello que los diferenciaba de los demás. De ahí el enorme desarrollo
de las historias nacionales que sustituyen ahora lo que otrora eran
las historias de ciudades o de pueblos. Hasta hace poco tiempo, el historiador
por excelencia, era el historiador nacional.
Entre los muchos ejemplos que podríamos citar, tenemos uno bien
reciente. Se trata del libro del hispanista Inman Fox La invención de España,
título de inspiración (más que orientación) hobsbawaniana. Pero,
en todo caso, se trata de la invención como procedimiento intelectual que
conduce a la elaboración de un cliché definidor de una realidad política
concreta: la constituida por una visión de España a partir del papel
desempeñado por la Corona de Castilla, tarea en la que destacaron desde
filólogos como Menéndez Pidal, historiadores como Claudio Sánchez
Albornoz, filósofos como José Ortega y Gasset, o instituciones como el
Centro de Estudios Históricos y, más ampliamente, la tradición institucionista.
No creo preciso abundar más en esta cuestión. La Historia contribuyó,
durante algún tiempo, al proceso de nacionalización de los ciudadanos,
sustituyendo parcialmente instrumentos más tradicionales, de carácter eclesiástico.
La escuela pública sustituyó la formación parroquial; la historia, en
parte, al papel cohesionador de la religión. No en vano fue éste uno de los
puntos de referencia del debate desarrollado en Francia entre la Iglesia y la
escuela republicana, como recuerda el reciente libro de Yves Deloye Ecole et
citoyenneté.
Pero esta situación ya no es tan clara en la actualidad; está en proceso
de revisión, al menos, desde hace un cuarto de siglo. Con ello entramos en
la segunda cuestión que quería abordar.
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Quien se empeña en pegarle una pedrada a la luna no lo conseguirá, pero terminará sabiendo manejar la honda.<br /><br />Proverbio árabe

