01-14-2008, 03:36 PM
El Mar de Niebla.
Pero los deseos no se pueden provocar ni reprimir a placer. Surgen en nosotros de profundidades más profundas que todas las intenciones, sean buenas o malas. Y surgen inadvertidos.
Sin que Bastián se diera cuenta de ello, se estaba formando en él un nuevo deseo que, poco a poco, iba tomando forma concreta.
La soledad en que caminaba desde hacía muchos días y noches hizo que deseara pertenecer a alguna comunidad, ser adoptado por algún grupo, no como señor o vencedor ni como alguien especial, sino sólo como uno más, quizá el más pequeño o el menos importante, pero como alguien que perteneciera a ese grupo naturalmente y participara en la comunidad.
Y Bastián aprendió las enseñanzas de los navegantes de la niebla y supo el secreto de su solidaridad: el baile y la canción sin palabras.
Poco a poco, durante la larga travesía, se convirtió en uno de ellos. Era una sensación peculiar e indescriptible de olvido de sí mismo y de armonía la que sentía cuando, durante el baile, su propia imaginación se fundía con la de los otros, haciéndose un todo. Se sentía realmente aceptado en su comunidad y parte de ella... y al mismo tiempo desapareció de su memoria el recuerdo de que, en el mundo del que había venido y cuyo camino de regreso buscaba, había hombres, hombres que tenían todos sus propias imaginaciones y opiniones. Lo único que podía recordar aún, oscuramente, eran su casa y sus padres.
Sin embargo, en lo más profundo de su corazón había aún otro deseo distinto del de no estar solo nunca más. Y ese otro deseo comenzó a agitarse suavemente.
Eso ocurrió el día en que, por primera vez, observó que los yskálnari no lograban su solidaridad armonizando formas de imaginar totalmente distintas, sino porque se parecían tanto entre sí que no les costaba ningún esfuerzo sentirse una comunidad. Al contrario, no tenían la posibilidad de discutir o de no estar de acuerdo entre sí, porque ninguno de ellos se sentía un individuo. No tenían que vencer ninguna oposición para encontrar la armonía y precisamente esa facilidad le pareció a Bastián, poco a poco, insatisfactoria. Su dulzura le resultó sosa y la melodía siempre igual de sus canciones, monótona. Sentía que le faltaba algo, que anhelaba algo, pero no podía decir qué.
Eso sólo le resultó claro cuando, algún tiempo después, divisaron en el cielo una gigantesca corneja de la niebla. Todos los yskálnari tuvieron miedo y se escondieron bajo cubierta tan aprisa como pudieron. Uno, sin embargo, no lo logró a tiempo, y la monstruosa ave se precipitó sobre él con un grito, cogió al desgraciado y se lo llevó en el pico.
Cuando el peligro había pasado, los yskálnari salieron de nuevo y continuaron el viaje con su canto y su baile, como si nada hubiera pasado. Su armonía no se había visto afectada, y no se lamentaron ni se quejaron, ni dedicaron una sola palabra a comentar el hecho.
-No -dijo uno cuando Bastián lo interrogó al respecto-: no nos falta nadie. ¿Por qué tendríamos que lamentarnos?
El individuo no contaba para ellos. Y, como no se distinguían entre sí, ninguno era irremplazable.
Sin embargo, Bastián quería ser un individuo, alguien, no sólo uno como los demás. Quería que lo quisieran precisamente por ser como era. En aquella comunidad de los yskálnari había armonía pero no amor.
Bastián no quería ser ya el más grande, el más fuerte o el más inteligente. Todo eso lo había superado. Deseaba ser querido como era, bueno o malo, hermoso o feo, listo o tonto, con todos sus defectos... o precisamente por ellos.
Pero ¿cómo era él?
Ya no lo sabía. Había recibido tantas cosas en Fantasía que ahora, entre todos aquellos dones y poderes, no se sabía encontrar a sí mismo.
El manzano nunca pregunta al haya cómo ha de crecer; ni el león al caballo cómo ha de atrapar su presa. (W. Blake)

