REFLEXIONES SOBRE LA HISTORIA Y SU ENSEÑANZA
Fuente:http://www.quedelibros.com/libro/23628/Nacionalismo-E-Historia.html
Quiero hacer algunas reflexiones sobre el papel de la Historia en la educación
y alguno de los problemas que plantea en la actualidad su enseñanza.
Pero esta aproximación no se centrará, sin embargo, en asunto tan
importante como la didáctica de la historia, terreno que bien merecería
otra aproximación conducida por mano más experta, sino más bien en las
razones que, a mi juicio, están dificultando o bloqueando en la actualidad
la presencia de la Historia, no sólo en la educación, sino en la formación
de una cultura ciudadana y en la socialización de valores colectivos en la
España actual. Este planteamiento no deriva de una posición defensiva de
carácter corporativo. Las lamentaciones sobre la situación de “crisis” y “desprestigio”
en que actualmente se considera que se halla la situación de la
disciplina histórica sirven de poco. Por otra parte, no es ajeno a la propia
corporación de los historiadores (entendida como la suma de profesores e
investigadores de los diferentes niveles educativos) el sesgo que desde hace
algunos lustros ha tomado el cultivo y difusión de la historia; pero más allá
de esta responsabilidad corporativa de la que aquí apenas me haré eco
me parece que conviene reflexionar sobre el hecho de que esta situación
de la Historia revela tendencias y transformaciones muy profundas de la
sociedad en la que vivimos. Y sobre ello conviene, al menos, establecer
algún diagnóstico, aunque los remedios no sean tan claros.
Me centraré, pues, en dos o tres aspectos que estimo suficientes para
enhebrar mi intervención y facilitar un diálogo crítico posterior. Por una
parte, me ocuparé de la introducción e importancia que ha tenido, sobre
todo en los dos últimos siglos, la Historia en el currículum escolar. Es lo que
se podría llamar la “invención” de la Historia como disciplina académica.
En segundo lugar, haré alguna reflexión sobre las razones de la denominada
crisis actual de la Historia, que ha conducido a una cierta ignorancia de
la misma. Esta ausencia del “deseo de Historia” que Alain Touraine había
advertido todavía en los setenta ha provocado tanto la manipulación de la
Historia, como su progresiva ignorancia o el pronóstico de ser ya materia
irrelevante, por hallarnos precisamente al “final de la Historia”. Y, en tercer
lugar, terminaré comentando algunas propuestas concretas, ceñidas a la
situación actual de la enseñanza de la Historia en España.
1.
Es bien sabido que la Historia ha desempeñado un papel importante en
la educación de los pueblos, pero sólo desde fechas relativamente recientes.
Aunque la Historia como disciplina es bastante antigua, su conversión en
disciplina escolar es un hecho moderno, posterior ciertamente a la “ratio
studiorum” que venía determinada por el “trivium” y el “cuadrivium”. Un
historiador e historiógrafo del mundo antiguo, fallecido hace pocos años,
Arnaldo Momigliano, solía decir que la Historia es una disciplina joven. Y es
un dato perfectamente admitido que, pese al origen griego de la tradición
historiográfica occidental, el nacimiento de la Historia no tiene lugar cabalmente
hasta el siglo XIX, la centuria por excelencia de la Historia.
No trato de desmerecer con ello la función que la Historia ha cumplido
desde la época clásica, a saber, la capacidad para la fijación del pasado como
un discurso autónomo, con la suficiente alteridad como para efectuar el tránsito
desde el “mito” al “logos” y convertirse en un jalón decisivo para fijar la
cohesión política de la sociedad ateniense en el siglo de Pericles. A partir de
este momento, la Historia ha tenido un desarrollo en cierto modo zigzagueante,
no siempre acumulativo. En parte, como querían los clásicos, se convirtió
en magistra vitae; en parte, con la escolta de otras disciplinas (la filosofía,
la retórica, la política), fue participando progresivamente en la preceptiva ad
usum Delphini, como materia que ilustraba y formaba a élites políticas e intelectuales.
Desde luego, los más grandes historiadores que hoy reconocemos en
la historia de la historiografía se han ocupado con preferencia del valor politico
y formativo que tiene el conocimiento del pasado para entender el presente.
Baste mencionar, desde los clásicos Tucídides o Polibio hasta figuras
como Ibn Jaldún, Maquiavelo, Bodino o Montesquieu, para darse cuenta de
la existencia de una permanente obsesión: la de explicar, recurriendo al estudio
de hechos históricos, la naturaleza de la sociedad y de su constitución política,
generalmente en forma de imperios. Cómo se forman los imperios, se
expanden y entran en crisis es idea que recorre buena parte de la historiografía
occidental. Pero, insisto en ello, el papel de la Historia hasta la época de
la Ilustración, en cuanto saber que contribuía a formar una “cosmovisión” culta
propia de las élites políticas y eclesiásticas, era relativamente modesto.
La ruptura tiene lugar en el tránsito entre el siglo XVIII y XIX, con la
doble experiencia de la Ilustración y la Revolución como hechos determinantes.
Y una consecuencia decisiva de este tránsito tuvo lugar con la entrada
de la Historia en los sistemas educativos occidentales. A partir de las
revoluciones liberales y de la construcción de los estados nacionales, la Historia
desempeña un papel decisivo en un doble plano, tanto en la legitimación
de los estados como en la cohesión ideológica de los ciudadanos.
La introducción de la Historia en los sistemas educativos europeos no es
homogénea ni espacial ni ideológicamente; depende, como es lógico, del
modelo administrativo y político seguido en la constitución de los estados.
El caso más clásico de profesionalización rápida de la figura del historiador
y de conversión de la Historia en disciplina educativa, propia de la instrucción
pública (que no, todavía, educación nacional) de los ciudadanos a cargo
del Estado es, sin duda, el caso de la Francia del siglo XIX. ¡Cómo no
reconocer en esto la mano del historiador François Guizot, el ideólogo de
la monarquía de julio, que no sólo la consolidó como una discipina académicamente
solvente y respetable, enseñada en la Universidad, sino que
la colocó con fuertes anclajes en la estructura educativa del estado galo! Y
en España, a pesar de la llamada débil nacionalización del siglo XIX, es
perfectamente rastreable la presencia de la Historia, como materia escolar,
desde las primeras reformas educativas liberales.
¿Por qué es importante esta dimensión educativa de la Historia? Fundamentalmente,
porque tenía encomendada la función de formar ciudadanos
de acuerdo con unos valores específicos, atribuibles al estado nacional.
La Historia hubo de afrontar, por este medio, la tarea de convertirse en un
instrumento preciso de socialización de valores, de elaboración de mitos
colectivos, de fijación de marcos de referencia y de sacralización de lugares
de la memoria, como diría Pierre Nora. Aportaba cohesión a los miembros
de una comunidad política, no sólo por lo que les unía, sino, y sobre
todo, por aquello que los diferenciaba de los demás. De ahí el enorme desarrollo
de las historias nacionales que sustituyen ahora lo que otrora eran
las historias de ciudades o de pueblos. Hasta hace poco tiempo, el historiador
por excelencia, era el historiador nacional.
Entre los muchos ejemplos que podríamos citar, tenemos uno bien
reciente. Se trata del libro del hispanista Inman Fox La invención de España,
título de inspiración (más que orientación) hobsbawaniana. Pero,
en todo caso, se trata de la invención como procedimiento intelectual que
conduce a la elaboración de un cliché definidor de una realidad política
concreta: la constituida por una visión de España a partir del papel
desempeñado por la Corona de Castilla, tarea en la que destacaron desde
filólogos como Menéndez Pidal, historiadores como Claudio Sánchez
Albornoz, filósofos como José Ortega y Gasset, o instituciones como el
Centro de Estudios Históricos y, más ampliamente, la tradición institucionista.
No creo preciso abundar más en esta cuestión. La Historia contribuyó,
durante algún tiempo, al proceso de nacionalización de los ciudadanos,
sustituyendo parcialmente instrumentos más tradicionales, de carácter eclesiástico.
La escuela pública sustituyó la formación parroquial; la historia, en
parte, al papel cohesionador de la religión. No en vano fue éste uno de los
puntos de referencia del debate desarrollado en Francia entre la Iglesia y la
escuela republicana, como recuerda el reciente libro de Yves Deloye Ecole et
citoyenneté.
Pero esta situación ya no es tan clara en la actualidad; está en proceso
de revisión, al menos, desde hace un cuarto de siglo. Con ello entramos en
la segunda cuestión que quería abordar.
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2.
La pérdida de posiciones de la Historia, tanto en la escuela como en su
papel más general de educación ciudadana, parece cada vez más evidente.
En el caso español, esta apreciación se puede vincular con la propia transición
a la democracia y la estabilización política lograda después de la victoria
socialista en 1982. El interés desbordante por la Historia que había
caracterizado los años finales del franquismo y primeros pasos de la democracia
fue apagándose progresivamente. Basta ver el descenso de tirada de
las revistas de divulgación histórica, de los libros especializados y, sobre
todo, del debate intelectual en torno a nuestra memoria colectiva. El olvido
supera al recuerdo. Parece que la transición política española pagó con
esta desmemoria una parte importante de sus mejores logros. Como pone
de manifiesto el reciente libro de Paloma Aguilar sobre Memoria y olvido, la
transición culminó un proceso de aprendizaje político que suponía, entre
otras cosas, el olvido de la guerra civil y, de paso, de buena parte de la propia
memoria histórica sobre la España contemporánea anterior al propio
final del franquismo.
La consecuencia de todo ello es que la presencia de la Historia en la vida
intelectual, en el debate político, en la legitimación de decisiones colectivas
ha descendido notablemente. Si uno hace una cala, por superficial que
parezca, sobre las actas parlamentarias españolas, es fácil comprobar hasta
qué punto los parlamentarios empleaban la historia para mantener su propio
credo político y doctrinal en los debates más diversos. Y esto vale desde
las Cortes de Cádiz hasta las de la Segunda República. Es fácil de observar
que nuestros padres de la patria, aún siendo portadores de las ideas más
rupturistas, se esforzaban por encontrar un argumento histórico que soportase
su posición doctrinal. Y aunque esto sea en muchas ocasiones un recurso
retórico, la verdad es que las posiciones defendidas por ellos acababan
por asentarse en una suerte de espesura temporal que les concedía mayor
fortaleza, fuesen aquéllas las libertades individuales, la posición del Estado…
etc. En la España de la época del liberalismo, historia y política no sólo
no se oponían, sino que resultaban plenamente complementarias, incluso
en las propias biografías individuales. Baste recordar las figuras del Conde
Toreno, Cánovas del Castillo, Valera o Pi i Margall.
En cambio, si uno observa el debate político actual (entendiendo por
ello el de los últimos veinte años), resulta fácil comprobar cómo esa remisión
al pasado es cada vez menor, cómo la memoria presenta cada vez
menor relevancia. La consecuencia de todo ello no es tan sólo el que se produzca
un descenso en el prestigio (valor, por lo demás, de difícil medición)
de la Historia, sino un alarmante desconocimiento de la misma, no tanto
Ramón Villares
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en su dimensión puramente disciplinar, sino constatada en el hecho de
prescindir progresivamente de la memoria como hecho constitutivo de la
cultura actual. Que éste es un problema general, con el que debemos
aprender a convivir, es evidente. Y que no tiene una solución simplemente
corporativa, achacable a los historiadores y a los profesores de historia,
también parece claro.
Pero el problema, así planteado, es bastante general. En el país por
excelencia de la historia enseñada y de la historia mediática, como es Francia,
aparecen ya señales que evidencian tendencias análogas. En un ensayo
reciente de Philippe Joutard sobre la enseñanza de la Historia en Francia
se alude a problemas similares a los aquí mencionados, entre ellos el de la
ignorancia del pasado. Según un sondeo realizado en 1980, sólo el 19 % de
los escolares franceses interrogados sabía quién era el general De Gaulle,
sólo un 13 % quién era Napoleón y, más allá de estos dos personajes, ninguna
otra figura histórica francesa sobrepasaba el umbral del cinco por
ciento, incluida Juana de Arco o San Luis. Aunque no disponemos de un
sondeo similar para el caso español, supongo que tendrán ustedes experiencias
abundantes de este desconocimiento de épocas, figuras y demás en
su trabajo cotidiano en la enseñanza. Incluso en medios educativos más
especializados, como la Universidad, se encuentra uno con ignorancias sorprendentes,
que no es del caso reproducir aquí.
3
¿Por qué ha sucedido todo esto? Hay, naturalmente, muchas razones
que lo explican. Comencemos por lo más evidente, que es la extraordinaria
fragmentación que se ha efectuado de la Historia y, en general, del pasado.
Los franceses han definido esta situación como la historia en migajas,
según el conocido libro de François Dosse, y, en parte, es verdad. Pero no
acontece únicamente que el viejo paradigma de la escuela de los Annales
se haya pulverizado; sucede además que ha habido una eclosión de memorias
particulares. Todo es susceptible de tener su propia historia, de construir
su memoria privativa, sea la vejez, la mujer, el ocio o la sexualidad.
Lo que está revelando todo esto es que hay una suerte de podríamos
decir destrucción de una memoria única, asumida globalmente, para ser
sustituida por las memorias particulares: cada organización, cada disciplina
puede tener su propio pasado. La vieja jerarquización de valores y la asunción
colectiva de comportamientos considerados correctos se ha ido desvaneciendo.
Esta fragmentación de la memoria histórica nos coloca hoy en una situación
bien diferente de la de hace un cuarto de siglo. Esto nos está conduciendo
hacia un progresivo debilitamiento de la espesura temporal de
nuestra propia capacidad de recordar, de nuestra propia remisión al pasado.
La profundidad temporal no es lo propio de la sociedad en la que vivimos.
Ello no quiere decir que seamos estrictamente contemporáneos. De
hecho, la demanda actual más fuerte de libros de historia, al menos en
España, es la de obras de arqueologia e historia antigua. No se trata, pues,
de que se borre el pasado de un plumazo, sino de que se ha debilitado la
línea clásica de construcción del pasado a partir de la idea de progreso o de
la evolución histórica según estadios (barbarie, patriciado…) o modos de
producción. La Historia ha perdido el carácter lineal que había heredado
de la tradición judeo-cristiana y que la Ilustración había laicizado
mediante la postulación del concepto de progreso.
La verdad es que no cabe en esto una excesiva sorpresa. La tendencia
predominante de la sociedad actual, la propia de la llamada era digital y
de la llamada aldea global, es la de abandonar progresivamente la visión
lineal de las cosas y preferir, en cambio, una concepción reticular de las
mismas. Se dice ahora que estamos en red, esto es, interconectados multilateralmente,
pero sin una autopista principal. Es, en cierto modo, la
expresión de ese debilitamiento de la espesura temporal de nuestra sociedad.
Y las manifestaciones de ello se observan en los síntomas más diversos.
Por ejemplo, se prefiere hoy el relato literario fragmentado, que cuenta historias
cortas, que permite hacer zapping intelectual, al relato largo, de
historia única, propio de la novela clásica.
Una buena ilustración de estos cambios es nuestra propia medición del
tiempo. En el mundo tradicional, el tiempo era medido con el reloj de sol,
de una forma estática en la que era muy claro el paso del tiempo como algo
externo; luego, con el reloj de agujas, sea de pared o de bolsillo, se domestica
la percepción del tiempo, pero se mantiene todavía una visión global
del paso del mismo: los relojes tienen las doce horas y se ve claramente el
correr de las agujas. Hay un antes y un después. Pero desde hace algunos
lustros, la precisión en la medida del tiempo ha hecho no sólo maravillas
técnicas aplicadas a los viajes espaciales o a las mediciones de records
olímpicos. También va ocultando progresivamente la percepción de su
paso. Es la consecuencia del reloj digital, en el que aparece la hora exacta.
Ahora mismo son las 20:18, pero esta comprobación no dice nada de
lo que hay antes ni después. Mi reloj mide el instante en el que vivo, pero
no me ilustra sobre el pasado ni sobre el futuro. Soy consciente de que este
es un ejemplo extremo y, tal vez, un poco tramposo. Pero lo que quería
señalar es justamente este adelgazamiento de nuestra profundidad temporal,
de nuestra visión del paso del tiempo. Porque todo ello influye directamente
en el asunto principal que nos ocupa, a saber, el papel de la Historia
en la educación y, por ende, en la sociedad actual.
La conclusión más evidente de todo este proceso es que, como decíamos
antes, se ha producido una merma del valor educativo e ideológico de la
Historia como elemento cohesionador de grupos humanos, de culturas,
incluso de estados políticos. Otros elementos la van reemplazando: los
mass media, sobre todo audiovisuales, como mensaje y como tecnología;
la religión, en ciertos casos; el disfrute del tiempo libre, como ocasión de
apropiarse fragmentariamente de la historia, etc. Probablemente tengamos
que transformar nuestro propio trabajo de historiadores, para captar las
necesidades de la sociedad actual e integrar en ella nuestro discurso. Porque
los instrumentos forjadores de la memoria y de la identidad ya no son
los que eran. Urge cambiar el pasado, vistas las mudanzas del presente.
Si retomamos de nuevo alguna información estadística sobre la situación
y los usos de la Historia en la sociedad actual nos daremos cuenta de
nuevo de los problemas con que nos encontramos. Según la revista francesa
LExpress, en un sondeo realizado en 1994, resulta que para más de la
mitad de los entrevistados, el aspecto que más valoraban en relación con su
pasado, con su propia memoria, en definitiva, con la Historia, era el turismo
cultural: las visitas a museos, a los lugares de memoria eran los preferidos.
No, desde luego, ni los libros de Historia, ni tampoco los propios
recuerdos familiares. La construcción de las memorias colectivas está cambiando.
Ya no es la escuela su medio natural, sino los medios de comunicación,
en especial la televisión, la que se encarga de estos menesteres. Y
curiosamente, un 46 % de los entrevistados en el mencionado sondeo, consideraba
los medios audiviosuales como el lugar de aprendizaje de la Historia
y, por tanto agrego yo el principal forjador de la memoria. Quizás
por ello sean cada vez más exitosas las fiestas de conmemoración, porque
fijan recuerdos sin la obligación de dar una explicación causal de los procesos.
Un milenario, centenario o lo que sea se explica por sí mismo, de
modo sustancialista; es fácil de transformar visualmente y de ser comunicado;
cohesiona al grupo promotor y, por si fuera poco, constituye un servicio
cultural para una sociedad intensamente terciarizada y de alto consumo
de tiempo libre.
4
Por todas estas razones y algunas otras que podrian alegarse, es claro
que el diagnóstico sobre la situación de la Historia en la enseñanza no es
alentador. Nos han surgido competidores poderosos y, al propio tiempo,
nos encontramos con la cruda realidad: la Historia que enseñamos no es
capaz de ilusionar a los alumnos, apenas les gusta y, sin embargo, no sabemos
muy bien qué camino escoger. Nos hallamos en una situación no tanto
de incertidumbre como de perplejidad. Pero que no puede durar mucho
tiempo. Consideraré, pues, en este tramo final de mi intervención, algunas
alternativas posibles en este terreno.
Hay que empezar por reconocer que la orientación seguida en el diseño
curricular de la Historia en las últimas reformas educativas ha tenido
efectos contrarios a los deseados. Se partía de la premisa que era preferible
colocar cuando no disolver los contenidos históricos en un continente
más amplio, llamado ciencias sociales, que ha dado lugar no sólo a denominaciones
curriculares extrañas (Geografia, Historia y Ciencias Sociales),
sino a resultados también poco felices, dada la ausencia de un hilo
conductor que unifique tales saberes a efectos didácticos. Bien es verdad
que hubo ya entonces (mediados los ochenta) voces críticas respecto de
esta tendencia y justo es reconocer que entre ellas, la de mayor autoridad y
energía intelectual e ideológica, fue la de Julio Valdeón y su libro En Defensa
de la Historia. En cierto modo, este libro fue sólo una voz de alerta que
hoy parece más premonitoria de lo que entonces se podía suponer. La disolución
de la Historia en el magma de las ciencias sociales; la pérdida de los
hábitos de la memorización (incluida la sarcásticamente invocada lista de
los reyes godos); la pérdida de posición de los sujetos individuales y la valoración
de las estructuras anónimas; son, todas ellas, directrices que encajaban
bien con las tendencias pedagógicas predominantes, pero que han acarreado
problemas notables en la posición de la Historia, no sólo como
saber diferenciado sino como disciplina escolar.
Aparte este maridaje por otra parte, recomendable en el plano metodológico
de la Historia con las ciencias sociales, hubo otras tendencias que
conviene examinar. Una de ellas fue naturalmente de carácter pendular: se
produjo no sólo la necesaria revitalización de la historia local, sino la esclerotización
de la historia general española. El aprecio de la historia local
vino determinado no sólo por la construcción del Estado de las Autonomías,
sino también por la vieja tendencia pedagógica de estudiar el entorno,
el medio natural y cultural en que se halla el alumno. Pero al propio
tiempo, se ha renovado poco la visión general de España. El viejo discurso
nacionalizador ha perdido sentido, pero tampoco hemos sido capaces de
construir una visión nueva de la historia común española, una visión, digamos,
desde abajo, desde la plural experiencia de la nueva realidad autonómica.
Otro problema de la Historia, ya sugerido por Valdeón y retomado en
fechas recientes por altos responsables políticos (la actual ministra de Educación
y Cultura, Esperanza Aguirre, se ha referido a ello en un discurso
pronunciado precisamente en el seno de la Academia de la Historia), es el
exceso de presentismo en los currícula de Historia. Desde luego, el predominio
de los contenidos históricos más contemporáneos respondía a los
criterios generales que caracterizaban la reforma educativa: conocimiento
del mundo actual de forma plural, valoración enfática de los logros políticos
recientes, conocimiento del entorno como medio de motivar al alumno.
Y esta tendencia no es una peculiaridad española, como puede verse en
diversos programas educativos europeos: en los franceses, desde los años
cincuenta, los contenidos de historia contemporánea han avanzado constantemente.
Sin embargo, no creo que sea éste el problema fundamental,
sino el de saber qué tipo de historia conviene enseñar. Porque sustituir a
Roosevelt o Stalin por Carlomagno o Felipe II no supone ninguna mutación
cualitativamente importante. Y aquí nos encontramos con el problema
al que quiero dedicar las reflexiones finales: qué caminos se pueden seguir
en la enseñanza de la Historia. No me gusta ni tengo la obligación de ser
arbitrista. Pero se me ocurre que conviene insistir sobre algunas cuestiones,
al hilo de los problemas que acabo de evocar.
En primer lugar, es preciso recuperar los sujetos históricos individuales
y conceder mayor importancia al papel de figuras y personas concretas en
el desarrollo de los acontecimientos históricos, durante mucho tiempo
oscurecidos por sujetos colectivos (clases, pueblos, naciones…). La huella
personal es la que fija con mayor nitidez la atención del alumno o del consumidor
de información mediática y nada es más fácil que hacerlo en el
caso de la Historia y de su enseñanza o divulgación. Ello exige además una
cierta atención a la cronología, una recuperación del sentido del tiempo y
un deslinde más preciso de los hechos históricos respecto de los construidos
por las ciencias sociales.
En segundo lugar, me parece que es conveniente repensar el papel que
ha de desempeñar la historia de España en los próximos decenios, no sólo
en el ámbito educativo, sino como instrumento más o menos canónico de
establecer una memoria colectiva común. Hasta los años finales del franquismo,
la visión del pasado español era predominantemente castellana,
producto de la invención de España acuñada desde la generación del 98.
Los contenidos de este mensaje histórico eran tan sesgados y tradicionales
que incluso han merecido análisis tan reveladores como los recogidos por
A. Sopeña en El florido pensil; pero desde los años setenta, el giro ha sido de
ciento ochenta grados. Hemos sido capaces de construir una visión histórica
propia con mayor o menor acierto, con sesgos más o menos evidentes
de cada autonomía. Pero la estanqueidad que hay entre ellas es preocupante
y, además, se ha avanzado poco en la construcción de una visión nueva,
compartida y plural, de la común historia española. De hecho, y el ejemplo
es bastante indicativo, los principales manuales de historia de España
que actualmente tenemos reflejan todos ellos una concepción historiográfica
propia de los años sesenta/setenta.
En tercer lugar, que uno de los modos posibles de salir de esta situación
es la de intentar construir una Historia más abierta y menos excluyente. Si
de España, que no excluya las autonomías ni la diversidad; si de aquéllas,
que pueda tener algún encaje en una visión general de España. Si de España,
que no excluya al resto del mundo y muy en especial a Europa occidental.
Es probable, además, que debamos comenzar a pensar en el ámbito escolar
en una visión histórica propiamente europea, concebida más en
términos de convergencias culturales que en diversidades nacional-estatales.
Una Historia que represente lo que algún dia será el homo europeus…
En fin, que los caminos a recorrer son múltiples y que nos queda una
buena tarea por delante. Como investigador y profesional de la Historia, lo
que les he tratado de transmitir es una visión personal de la situación de la
misma en el momento actual. Creo que esta visión es crítica y, por veces,
pesimista, pero no desmovilizadora ni derrotista. He constatado más problemas
que apuntado soluciones. Pero me anima la convicción de que el
deseo de Historia no se ha extinguido, pese a los cantos de sirena de los
predicadores de pensamientos únicos y finales de la Historia. El cultivo de
la memoria, su construcción como valor colectivamente compartido, se
Reflexiones sobre la Historia y su enseñanzapuede hacer de muchas maneras y quizás algunas de ellas, que todavía nos
parecen viles o poco científicas, deban ser más eficazmente transitadas
por los historiadores. El cultivo de la Historia, por el medio que se haga, no
es sino un diálogo con el pasado o, dicho de otro modo, una forma de
conocer el presente a través del pasado. Y dado que la sociedad actual ha
cambiado tanto y, desde los años setenta, tan profundamente como nunca
lo había hecho antes, es preciso que mudemos drásticamente también
nuestra concepción del pasado. Sólo de ese modo tendremos algo que
decir sobre el futuro. Porque donde no hay pasado, tampoco hay futuro. Y
así he llegado al final, espero que en la hora exacta, pero con la esperanza
de que en este caso haya un antes y, naturalmente, un después.