Benditos Lobos

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Miguel Jiménez Rollán

Ha vuelto el lobo a Madrid, anunciaron el otro día en la televisión local. El lobo ibérico, el de Félix Rodríguez de la Fuente: “Hoy apenas se escucha en España el canto del lobo”, que sentenciara un día en “El hombre y la tierra”. La prueba evidente de su regreso eran los restos de un macho, sobre la camilla gélida del quirófano de un veterinario, al inicio de la autopsia de lo que claramente había sido un atropello. “Regresó el lobo”, insistía la presentadora. “Y nada más plantar la primera huella volvió a irse, con las patas por delante”, sentenciaba mentalmente la audiencia, aplastada por la lógica de un regreso que no es regreso porque el que volvió está ahora muerto. (…)

cómo no vamos a creer en la vuelta del lobo pues, aunque nos los han enseñado de cuerpo presente, daba miedo ver sus dientes asomarse por la comisura de los labios, como si fuera a despertar de un momento a otro. Decía Rodríguez de la Fuente en uno de sus documentales, mientras daba de comer trozos de carne a una manada como si fueran patos de El Retiro, que el lobo suscita tanto miedo en España como el tigre en la India o el león en África. Claro que ni en la tierra de Gandhi ni en la sabana del Kilimanjaro los naturalistas se plantan con un puñado de chuletitas de cordero y se dedican a susurrar a diestro y siniestro “pitas, pitas”. No conviene.
Rodríguez de la Fuente sí lo hacía con los lobos, ante todo para desmitificar su leyenda, aunque eso sí, con reportajes que hoy son míticos, quizá porque nunca nos creímos del todo que aquel inmenso amigo de los animales fuera del todo humano. (…) “Los lobos son animales sociales, son animales jerárquicos, son animales que tienen rígidos protocolos para no herir a sus semejantes o a las personas que los cuidan”, decía el naturalista para explicar cómo aquella manada revoloteaba inocente a su alrededor.

No pueden pensar lo mismo los que vieron, ven y verán agonizar a sus ovejas y corderos por el ataque raudo, sagaz y letal del lobo. “Benditos lobos, que dan de comer a todos”, murmura mi abuelo cuando recuerda sus tiempos de pastor y los estropicios que hacían en los rebaños: tres, cuatro, cinco ovejas muertas en cada ataque para tener que salir corriendo con apenas un trozo de carne. Luego quedaba el consuelo de no desperdiciar el alimento y poder asar los restos.
Hace sesenta años aquel era el único riesgo incierto junto con alguna que otra traicionera helada, el lobo era la única desgracia, el único contratiempo que podía poner en jaque el negocio, debilitarlo, socavarlo, ponerlo en crisis. Aún así, tenía su parte buena. El lobo se cargaba el sustento futuro, la inversión,
pero garantizaba el sustento presente, lo único que realmente existe. (…)

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