Últimas noticias

Últimas noticias

————————————————-

Mensaje 1 de 1 en la discusión
De: The_dark_crow_v301 (Mensaje original)
Enviado: 31/07/2005 6:28

Últimas noticias de Castaneda

Una crónica de Arturo Granda

Hoy en día el nombre de Carlos Castaneda no es popular. Sin embargo, en tiempos de hippies y psicodelia las librerías gringas vendían dieciséis mil ejemplares semanales de su primer libro: The Teachings of Don Juan: A Yaqui Way of Knowledge, traducido al español como Las enseñanzas de don Juan. Pocos saben que esas páginas fueron la tesis del doctorado en antropología de Carlos Castaneda en la Universidad de California. El libro resultó tan extraño y fascinante que Federico Fellini anunció sus intenciones de filmar una película con base en él pero tuvo que renunciar al proyecto después de recibir amenazas de muerte. Castaneda se había convertido en una celebridad; Estados Unidos se hallaba en conmoción por la guerra de Vietnam, y por todas partes se propagaba el credo de la rebelión pacifista. Leer a Castaneda era sumergirse en el mundo alucinado de los indios mexicanos, con quienes el autor aseguraba haber descubierto drogas expansoras de la conciencia como el peyote, los hongos y la datura. La revista Time ordenó una cacería mundial de don Juan Matus, el indio yaqui que según Castaneda lo había guiado en su aprendizaje de shamán, para confirmar si de verdad existía o era un invento del autor. Ante la fama inesperada, el antropólogo superstar decidió borrar su historia personal, declararse brasileño, chicano o gitano, cuando no la reencarnación de un faraón egipcio, y esconderse tras seudónimos como Salvador Castaneda, Isidoro Baltasar y Joe Córdova. Las sospechas colectivas no se hiceron esperar. ¿Quién era en verdad Carlos Castaneda? ¿Un guía espiritual? ¿Un fabulador afortunado? ¿Un farsante desenfrenado? El diccionario de personajes diría que Castaneda fue primero que todo César Arana, un peruano nacido el día de Navidad de 1925 en Cajamarca, estudiante de la Escuela de Bellas Artes de Lima, quien viajó a los Estados Unidos, cambió su nombre por el de Carlos Castaneda -así sin la “eñe”-, vendió ocho millones de copias de su primer libro y fue investido como el padre espiritual del New Age. Pero seguir las huellas de Arana es resbalar también dentro de una caja china de historias confusas. Arturo Granda, periodista peruano y cronista de la revista colega Etiqueta Negra, ha descubierto cartas y fotografías inéditas, y escrito un perfil menos brumoso de Castaneda a través de conversaciones con su familia y amigos. El gran shamán murió en 1998.
1. El timbre del portón lleva la inscripción “Familia Arana”. La casa queda en el distrito de Los Olivos, uno de los barrios populosos del cono norte de Lima. Mientras toco ansioso la puerta, recuerdo la voz amable de la mujer que días antes me atendió por teléfono. Cuando me confirmó que ella era Lucy Chávez Castañeda, supe que por fin mi búsqueda de meses había terminado. La vivienda es rosada y de dos pisos, y la familia Arana alquila unas tres piezas de ella. Lucy es una obstetra jubilada que vive de su pensión de cesantía y con la de su esposo, Carlos Arana, un joyero retirado. Al abrirse la puerta, la señora menuda que me recibe es aún más bondadosa de lo que fue por vía telefónica. Es una de esas señoras por las que uno quisiera ser adoptado como hijo y cuya bondad hace insospechable a la mujer firme que esconde. Me dice que nació en Cajamarca, y que creció como una hermana junto a quien después sería Carlos Castaneda, aunque en realidad es su prima. “Sus padres eran los míos”, me dice con su voz serena. Hojeando su álbum familiar, veo aparecer fotografías de Castaneda, es decir, de César Arana, mientras iba creciendo. En casa le decían “El Negro” por el color canela de su piel, una herencia de Susana, su madre. De su padre, un relojero, heredó su búsqueda del conocimiento. Hay en casi todos sus retratos una mirada severa, el escudo de un muchacho reservado y solitario, pero con ideas firmes a las que no iba a renunciar jamás. “Ahora que César ha muerto, me siento con la libertad de contar las cosas que nunca dije”, me dice Lucy, respondiendo a mi pregunta de por qué tantos años de silencio. “Creí que si contaba toda su historia él se iba a molestar conmigo”. Y durante décadas sólo admitió responder algunas preguntas a la prensa.
2. Un día de febrero de 1973, un corresponsal de la revista Time fue a buscar a Lucy con unas fotos, y le preguntó si podía reconocer en ellas a un hombre. En todas había la extraña paradoja de que éste se mostraba escondiéndose, como un niño juguetón que se oculta detrás de su mano izquierda o como un detective privado debajo de un sombrero panamá en una biblioteca. Lucy veía estas fotografías en su trabajo, la clínica Maison de Santé, hasta que una de ellas le congeló el aliento: debajo de un sombrero y detrás de un libro negro en horizontal, reconoció los ojos sonrientes de un hombre que parecía divertirse jugando a las escondidas. Era el inconfundible rostro de su hermano, a quien había visto por última vez veintidós años atrás, el día que partió a los Estados Unidos en un barco. El corresponsal de Time le dijo que ese hombre se hacía llamar Carlos Castaneda. No sabía que su hermano estuviera vivo ni que se hubiese cambiado de nombre, y menos imaginaba que fuera tan famoso. El reportero le informó que debía su fama a sus libros de antropología, y que Time lo había enviado a verificar si Castaneda era en realidad un tal César Arana, cuyo ingreso a los Estados Unidos había sido registrado en 1951. Lucy le contó al reportero que la muerte de la madre de Arana había precipitado su partida, y que cuando ella murió éste se encerró tres días en su cuarto sin probar alimentos. Lo que no le confió al reportero de Time es que César Arana no sólo no había ido al entierro ni se había vestido de luto, sino que al abandonar el encierro de tres días en su cuarto le dijo: “Ahora sí. No tengo más razones para quedarme”. Un mes después de la visita del reportero, Time titulaba en su portada: “Carlos Castaneda: Magic and Reality”. Su padre había muerto tres años antes, absolutamente convencido de que, si su hijo no le había vuelto a escribir una carta más, era porque debía estar muerto.
3. La estrategia de Castaneda era la desaparición. Por treinta años no concedió entrevistas a más de una docena de reporteros ni permitió que le tomasen fotografías, salvo las que Eddie Adams publicó en Time, aquella serie en la que escondía su rostro, y otras más caseras que Margaret Runyan publicara en un libro. “Sus amigos más cercanos no están seguros de quién es él”, había escrito ella, nada menos que su ex esposa. No era un truco publicitario. Era cierto. Solía telefonear a sus amistades a cualquier hora de la noche y colgarles si respondía un contestador automático. No les daba su dirección ni su número de teléfono, y su único rastro era un apartado postal en Los Ángeles, o el nombre de un contacto, a veces el de su agente literario. Sus editores en Simon & Shuster, Penguin Books y Gallimard coinciden en que Castaneda les decía que estaba en una ciudad cuando en realidad se hallaba en otra, que siempre decidía la hora y lugares inusitados para los tratos con ellos, que dejaba plantada a una persona si su aspecto no le era confiable, que podía tardar meses en responder los mensajes sin importar de qué país fueran, que era inhallable cada vez que publicaba un nuevo libro. En una de sus apariciones ante la prensa explicó que por algunos años no hubo modo de contactarlo debido a su dedicación a la jardinería en las montañas de Guatemala. Y acto seguido se fue.
Era tan desconocido en persona que había impostores que dictaban conferencias en su nombre. Una vez fue a una de ellas y al final de la misma se acercó para saludar al “doctor Castaneda”. Prefería aparecer de incógnito entre el público de las presentaciones de sus libros y cuando daba conferencias ensayaba voces en todos los tonos y casi nunca se dejaba grabar. Uno de sus traductores dijo que hablaba inglés como si fuera gringo, salpicado el idioma con palabras en portugués y que dominaba a su antojo el español, usando modismos de cualquier país latinoamericano que lo volvían de una nacionalidad inidentificable. Una vez declaró sobre la fama que entonces lo acosaba: “Esto es nada para Carlos Castaneda. La personalidad es una pretensión. ¿Fama? ¿Éxito? ¿A quién le importa esa mierda?”. A pesar de vivir en el lujoso barrio residencial de Westwood, cerca de los estudios Universal, no había nada más alejado de él que las cámaras. La única vez que apareció en un video fue hacia el final de su vida, cuando una pareja lo filmó desprevenido sacando los botes de la basura de su casa.
4. Los sueños de César Arana siempre viajaban por Norteamérica. “Nunca me explicó por qué -dice Lucy-. Sólo hablaba de su ilusión de estar allí”. Ella coincide en este misterio, igual que los compañeros de colegio de Arana con los que había conversado antes. Uno de ellos, Óscar Posadas, me comentó que siempre le pareció curiosa la obsesión de Arana por aprender la lengua inglesa. “Vamos a escuchar inglés”, le oía decir cada vez que le proponía ir al cine. El desaparecido teatro Ollanta, a media cuadra de la Plaza de Armas de Cajamarca, fue su primera academia del idioma. Aunque su padre recordaba que ya a los dos años de edad César Arana hablaba un idioma extraño, uno que, con tardanza, descubrieron que se trataba de una suerte de inglés.
5. El hombre se llamaba Simón Ríos, y su insistencia en tocar el timbre de una casa en el vecindario de Westwood, en Los Ángeles, sólo obtuvo respuestas sordas y algunos vecinos mirones. Se alejaba derrotado calle abajo, cuando vio aparecer a un tipo enfundado en frac, sombrero de copa y bastón batiente; pensó que era uno de esos que llevan anuncios publicitarios en la espalda. Una segunda mirada sembró su duda, antes de reconocer finalmente al antiguo compañero del colegio San Ramón de Cajamarca que andaba buscando. “Fashturo”, gritó el sobrenombre de su amigo entre conmovido y angustiado, por el temor a que éste desapareciera por la esquina. El tipo del frac se apresuró a atravesar la calle, haciendo gestos para apagar su efusividad: “Ssshh, cállate por favor, hermano, aquí soy una persona respetada. Para la gente del vecindario soy el doctor”. Simón Ríos había sorprendido a Carlos Castaneda en una de sus performances, aquellas que practicaba para desaparecer detrás de la máscara de sus personajes y borrar así su historia personal, atendiendo a las enseñanzas de don Juan.
6. A veces era Castaneda quien se acercaba a la gente que admiraba. Alejandro Jodorowsky, tarótologo y cineasta de culto, contó que una noche cenaba en un restaurante de la avenida Insurgentes en Ciudad de México, cuando desde su bistec sangrante vio acercarse a un hombre que creyó era un camarero. “Era bajo de estatura, fornido, con el pelo crespo, la nariz achatada y la piel levemente picada, un hombre de aspecto humilde, autóctono”, recuerda Jodorowsky en sus memorias. Le dijo que era Carlos Castaneda y que había visto varias veces su película El topo. Jodorowsky asegura que descartó que fuera un impostor por el tono reposado de su voz, su delicada pronunciación y, sobre todo, por la vibración luminosa de su intelecto. Tiempo después confirmaría, por unas fotos y dibujos, que el hombre que había departido con él esa noche había sido sin duda Castaneda. Cuando Mario Vargas Llosa fue profesor visitante en la Universidad de Berkeley, recibió a Castaneda, quien le dijo que había ido a pie desde San Francisco, a unos quinientos kilómetros, sólo para tener el placer de conocerlo.
7. Una tarde llegué al colegio San Ramón de Cajamarca a buscar en un estante los antiguos registros de notas. Un antiguo empleado del colegio con aliento a botella destapada me ayudó a hurgar entre los libros y me informó que los archivos de los alumnos habían sido incinerados. “Una performance más de Castaneda”, imaginé. César Arana figura hasta 1942 con notas regulares. Nada del otro mundo. Más que por sus calificaciones, destacaba por su velocidad de puntero derecho del equipo infantil de fútbol del colegio, adonde Lucy lo iba a ver todos los domingos con su padre. Una noche me dijo por teléfono que había encontrado un par de medallas que su hermano había ganado en competencias escolares de atletismo: una, en los cincuenta metros planos; la otra tenía grabada un atleta lanzando una jabalina. Cuando terminó tercero de secundaria Arana se desprendió de su uniforme escolar verde bronce y partió a Lima. Según parece, jamás volvió a Cajamarca.
8. Lucy volvió a encontrar a su hermano cuando la familia se vio obligada a mudarse a Lima debido al reumatismo cardiaco que había postrado a la madre de Arana. En Lima aquel adolescente tímido y formal se había vuelto un joven encantador, enamoradizo y conversador. Para entonces, César Arana había terminado sus estudios secundarios en el colegio Nuestra Señora de Guadalupe, el más antiguo de Lima. Una tarde fui a buscar allí los rastros de su historia escolar. Las señoras que me atendieron no podían encontrar sus notas durante horas, y estuve a punto de pensar que era otra pista falsa. “Parece que se nos está escondiendo”, me dijo una de las empleadas administrativas, hasta que al final de la tarde lo halló en una esquina, debajo de una pila de registros que se habían salvado de una inundación.
Sus notas del último año de secundaria demuestran que el colegio era para él sólo un trámite obligatorio. Sobre doce materias cursadas no se había presentado a cuatro, y en las demás sus notas están debajo de un mediocre trece. En 1944 alguien que escribiría libros de dimensión poética y reflexiva obtuvo un once en filosofía. A los exámenes finales de religión e inglés nunca se presentó. Una historia parecida encontré cuando fui a buscar sus calificaciones a la Escuela Nacional de Bellas Artes de Lima: Arana reprobó el tercer año de dibujo y pintura, y se aplazó en el primer año de escultura. “Nunca lo vi haciendo una”, me contó una mañana nublada el artista Víctor Delfín, en su taller con vista al mar de Barranco.
9. Los amigos que lo vieron en sus últimos días en Lima no pudieron despedirse. Uno de esos días, Arana tocó la puerta de la casa de Jaime Ravines, su amigo de la infancia, con esa urgencia alegre de quien llega a avisar que se ha ganado la lotería. “Me he conseguido una gringa que quiere casarse conmigo y que solventará nuestros pasajes”, le dijo a su viejo compañero de carpeta en el colegio San Ramón. “Porque, eso sí, le he dicho que sin ti no voy”. Era la oportunidad tantas veces postergada de viajar a los Estados Unidos. Pero no contaba con que Ravines se excusaría porque su pareja estaba embarazada. “No puedo dejarla así”, le respondió, y no tuvo tiempo para más explicaciones. La puerta se cerró tras él y César Arana nunca más volvió a aparecer.
¿Existió esa gringa realmente? Cuando se lo conté a Lucy, se rió como si estuviera acostumbrada a coleccionar rumores acerca de su hermano. Me dijo que no sabía que alguna mujer tuviera que ver con su partida. Fue una tarde en que me di cuenta de que Lucy sabía perfectamente que su hermano era un fabulador, pero que nunca había podido preguntárselo. Sólo recuerda que el día que partió hacia los Estados Unidos llegó a casa apresurado, metió en un morral cuatro cosas y le prometió escribir. Se fue una mañana hacia San Francisco en un barco que zarpó desde El Callao, un carguero de la Corporación Peruana de Vapores desde el cual escribió su primera carta a la familia, dos días después, en su escala en Talara. Para Lucy sigue siendo un misterio de dónde había obtenido el dinero para viajar.
El día que conversé con Víctor Delfín creí haber hallado una primera respuesta. Me confió que un mes después de la partida de Arana, una compañera de Bellas Artes, Tita Ordóñez, lo buscaba muy preocupada. “¿Oye, lo has visto?”, le preguntó a Delfín. Ella le había entregado a Arana unas frazadas cusqueñas, un día en que éste le aseguró que tenía unos clientes interesados en ellas. La otra fuente para financiar su viaje fue trabajar en el barco. Después de conversar con Delfín pensé que sí había existido una mujer que involuntariamente ayudó a financiar la partida de quien luego sería el profeta Carlos Castaneda. Sólo que no era gringa. Era bien peruana.
10. La noche que visité a María Carhuapoma, ella recordó el día en que Gina Lu llegó a la casa del pasaje Sebastián Barranca, dos años después que Arana partiera. María era ahijada de su madre, vivió con la familia durante años y fue quien le abrió la puerta. Aquel día Gina Lu había ido a conocer al padre de Castaneda, a quien sorprendió diciéndole que era su nuera, que se habían casado por un poder enviado desde Estados Unidos por su hijo y que la niña en sus brazos se llamaba Rosario y era la hija de ambos. Le contó que se habían conocido cuando estudiaban en Bellas Artes y que él no le presentó a su familia porque la convenció de que eran gitanos.
Lucy me contó que entonces le envió a su hermano una carta preguntándole por la veracidad de la historia. Él le respondió: “Quiérela como una hermana. Esa china es del carajo”. Richard de Mille, un investigador que dedicó parte de su vida a dos libros que tratan de farsante a Castaneda, relató este episodio en su libro The Don Juan Papers, un trabajo meritorio pero a la vez poblado de suposiciones, datos inexactos y a veces tendenciosos que a la larga parecen haber favorecido el aura de misterio alrededor de Castaneda. A Gina Lu la llamó “Dolores” y a su hija Rosario, “Esperanza”. Dice que la hija de Castaneda creció en un convento, y que la madre había sido una víctima inocente de Arana. Usó más adelante unas declaraciones del escultor Víctor Delfín, quien había respondido en una entrevista que Arana era “un seductor de primera línea”, y si uno lee The Don Juan Papers siente como si estas declaraciones de Delfín le dieran la razón. ¿Sabía Arana cuando viajó a los Estados Unidos que iba a tener una hija de Gina Lu?
Los hechos parecen condenarlo. Un día le pregunté a Jaime Ravines si conocía esta historia. “No, pero César amaba a los niños y estoy seguro que, de haberlo sabido, no se habría ido nunca”. Quien siempre estuvo al tanto de ellas fue Lucy, que me contó que Rosario había crecido al lado de su madre y no en un convento; que ésta trabajaba en el diario La Prensa y hasta que vivió en Lima nunca volvió a casarse. A la boda que Lucy asistió una noche fue a la de Rosario Arana Lu, quien en 1975 se casó con un suizo. Fue cuando se enteró de que se iría a vivir a Europa con su madre. Una tarde en su casa, sentada en su sofá azul, Lucy me contó lo que había sucedido la última vez que vio a Rosario. Antes de partir de Lima ella le dijo, como uno de esos secretos dignos de su padre, que iba a buscarlo a los Estados Unidos. Le dijo también que iba a usar el apellido de su esposo Rolf Peter y que se iba a presentar ante Castaneda disfrazada de una periodista.
11. Una de las tardes en que fui a visitarla, Lucy salió de su dormitorio con una bolsa y extrajo frente a mí una veintena de cartas que esparció sobre el sofá azul de su sala. Eran las cartas inéditas que César Arana le había escrito a ella más las que halló un día en un baúl luego de la muerte de su padre. En The Don Juan Papers, De Mille asegura que Castaneda “raramente le escribió a su padre”, pero esa tarde Lucy me habló de la intensa correspondencia que ellos mantuvieron, de la que sólo conserva una mínima parte. Los sellos en los sobres llevaban direcciones de vecindarios de San Francisco y Los Ángeles. Vi que en los años cincuenta sus cartas llegaban fechadas y manuscritas sobre hojas de cuadernos escolares o papel cebolla, y que en la década siguiente venían escritas a máquina sobre hojas blancas y las únicas fechas son las de los matasellos del sobre. La caligrafía de Arana es corrida, sin enmiendas ni tachaduras. No le preocupan las tildes, que, al parecer, ha ido abandonando desde que está en la Universidad de California. Me di cuenta de que Lucy veía a través de las cartas a su hermano. Sus amables advertencias cuando me las prestó eran el temor de quien se desprende de los únicos recuerdos que le quedan. Las fechas de sus cartas son la cronología de cómo Arana va desapareciendo ante su familia, pero sobre todo la revelación de un Castaneda desconocido. El nostálgico hijo que promete volver un día a Cajamarca convirtió a su padre en el confidente de reflexiones sobre la humanidad, de alguien que va renunciando a hablar de sí mismo. Sus cartas llegaron durante diecisiete años al pasaje Sebastián Barranca 121 h, en el barrio La Victoria, hasta que un día simplemente no llegaron más. Lucy calcula que su hermano dejó de escribirle por la época en que apareció en California The Teachings of Don Juan.
12. Había visitado unas cinco veces la casa de la hermana de Castaneda y el trato entre nosotros se fue volviendo cada vez más familiar. Uno de esos días, al caer la tarde, empecé a revisar la correspondencia de César Arana frente a ella. Había una carta sin fecha que Lucy recordaba como una de las últimas que llegaron a Lima. Es una carta clave para dar por terminada la polémica sobre cuánta verdad y cuánta ficción hay en la obra de Castaneda. “¡Figúrate que he escrito una novela!”, le escribe Arana a su padre, anunciándole que la ha terminado, que le parece algo pesada y que por el trabajo que le ha costado no la tira por la ventana. “Esta novela es personalísima para mí. Un señor publicista la ha leído y quiere publicarla en septiembre u octubre”. Y añade: “Me estoy haciendo el que no tiene prisa, pero la idea sola de publicarla me pone los pelos de gusto. Pero he aprendido en estos largos años a nunca pensar en el futuro. Que publiquen la novela o no la publiquen ya no interesa. La emoción de escribirla, la emoción de que quieran publicarla, ya es para mí suficiente”. ¿Era esa “novela” Las enseñanzas de don Juan?
13. Hasta donde se sabe, Castaneda vivió la década de la psicodelia dedicado a investigar y escribir su tesis de doctorado para la Universidad de California. Lucy me aseguró que a pesar de la intimidad que los unía, Arana nunca le había contado a su padre ni a ella sobre don Juan Matus y menos sobre su iniciación en el shamanismo. ¿No es aquella carta la prueba de que el trabajo antropológico de Castaneda fue más ficción literaria? Sus detractores, en especial su perseguidor Richard de Mille, podrían leer esta historia, ver por fin en ella la prueba definitiva de sus teorías sobre la invención de don Juan y morir en paz. Pero ya su notable defensor Octavio Paz había sentenciado que, si ese libro era de ficción, el significado de la obra de Castaneda era el mismo: un documento etnográfico con indudable valor literario. “Sí, hay invención en su obra, pero también estoy seguro de que vivió la experiencia”, me dijo una mañana Víctor Delfín. Quienes hayan leído a Castaneda y experimentado con ayahuasca o peyote convendrán conmigo en que experiencias vívidas como las que él narra simplemente no pueden ser fabuladas.
14. Cuando American Express le ofreció un millón de dólares para que anunciara sus tarjetas de crédito durante quince segundos, Carlos Castaneda se negó. Fausto Rosales, un editor de Diana que tuvo la suerte de tratarlo en persona, insistió siempre en que el dinero era un asunto intrascendente para el escritor y que éste nunca pretendió vivir como un millonario. Al parecer, tenía una vida sana y dos coches, una pick up crema y un Ford pardo cuatro puertas. Se sabe que durante largo tiempo Castaneda practicó karate a diario y que siempre se ejercitaba para mantener esa condición atlética que había conseguido en su juventud. Quienes lo conocieron testifican que nunca alentó el uso de drogas, que no fumaba tabaco y que no solía beber alcohol ni refrescos embotellados. Su ex esposa, Margaret Runyan, recuerda que Castaneda era un buen cocinero y que se cortaba el cabello él mismo. Pero también mencionó que ella creía que don Juan Matus, el nombre del personaje de las obras del antropólogo, tendría su curioso origen en un vino portugués cuya marca era Mateus, que le gustaba a Castaneda, y que en una ocasión que lo bebían ella le oyó decir: “De aquí, del vino, provienen toda la magia y los conocimientos del universo”. Baudelaire hubiera estado de acuerdo.
15. Castaneda dijo que era desde brasileño, chicano y gitano hasta un sabio portugués, un príncipe persa, la reencarnación de un faraón egipcio. Dijo también tener diez años menos aprovechándose de su porte atlético y su aire juvenil, el mismo que hacía decir a sus vecinos de Westwood que si era sexagenario no se le notaba. César Arana pertenecía al linaje de fabuladores maravillosos. “Yo diría que inventaba la verdad”, dijo de él José Bracamonte, un artista gráfico que lo frecuentó en Bellas Artes y al que entrevistaron en Lima luego del famoso número de Time. “Recuerdo que hablaba. Más aún: monologaba. Su mitomanía era grandiosa, luminosa. Lo obsesionaba el juego, todos los juegos. Los inventaba sólo para poder seguir apostando”. Arana no era un mentiroso cualquiera sino más bien un arquitecto de las mentiras, con una inventiva que le permitía seducir a cualquier auditorio.
Delfín lo recuerda siempre en el primer patio de Bellas Artes, rodeado de estudiantes a los que mantenía secuestrados con historias. También como un improvisado vendedor de relojes que compraba en el mercado de La Parada y los vendía luego de un artístico trabajo de embellecimiento. Una semana después sus compañeros buscaban a Arana para reclamarle que sus relojes se habían detenido para siempre. “Éramos muchachos y lo hacía como un juego para conseguir dinero”, me dijo Delfín sonriendo. Bracamonte recordaba que Arana los había convencido a él y a su amigo Carlos Reluz de viajar al Brasil, con la idea de que allá había grandes cosas por hacer, y que Arana se comprometió a enviarles plata y darles alcance. Después de unos meses, se convencieron de que el dinero y el inspirador de esa aventura no llegarían jamás.
No me cabe duda de que la naturaleza fabuladora de Castaneda se originó cuando era niño y se llamaba César Arana. Su hermana me dijo que César pasaba días enteros devorando revistas de aventuras recluido en su dormitorio. “Nos contaba historias fabulosas cuando salía de su cuarto”, recuerda Lucy. Fue por ello que en su colegio de Cajamarca se ganó el apelativo de “Fashturo”. Era el sobrenombre de un borrachín del pueblo cuyo único parentesco con Arana era el de fabricante de mentiras.
16. Una noche, una amiga telefoneó a Lucy para darle la noticia de la muerte de Castaneda. “Aún tenía esperanzas de verlo”, me dice ella, con esa ilusión apagada, recordando esa noche en que lloró. En San Francisco, su hijo se había enterado por televisión de la noticia sobre su tío. Recién llegado a los Estados Unidos, estaba adaptándose a vivir allí, y esta noticia acabó con sus planes de conocer algún día al hermano de su madre, de quien Lucy le había hablado como si fuera una fábula. Debe haber recordado esas tardes de domingo, cuando su madre aparecía con las cartas de su tío en la sobremesa familiar. “Si es que nunca nos volvemos a ver, recuerda siempre que ustedes son el principio y el fin de todos mis pensamientos”, le había escrito Castaneda en una carta.
17. Su abogada anunció la muerte a la prensa dos meses después de acaecida. Su cuerpo no tuvo funeral ni rito público. Fue incinerado horas después de fallecido y sus cenizas esparcidas, según su voluntad, en algún lugar de un desierto de México. Había muerto de cáncer antes que se publicara una nueva edición de The Teachings of Don Juan como celebración del trigésimo aniversario de su publicación original. Al menos, ésta es la versión oficial.
Su testamento, que decidía el destino de varios millones de dólares por los derechos de sus libros, fue modificado tres días antes de su muerte. Excluía de él a su hijo adoptivo, Carl Jeremy, y a la madre, Margaret Runyan. Para ellos Castaneda se había convertido en un prisionero de sus acompañantes de culto, tres mujeres que habrían controlado sus últimos días. El certificado de defunción le atribuía un insospechado oficio: “Docente en el distrito escolar de Beverly Hills”. Parecía una broma. Cuando la prensa investigó este asunto, encontró que no aparecía en las listas de profesores de ese distrito. No dudo de que fue la última performance de Castaneda. m
1925. Carlos César Arana Castañeda nace el 25 de diciembre, en la ciudad de Cajamarca, en la sierra norte del Perú.
1942. Finaliza tercero de secundaria en el colegio San Ramón de Cajamarca, el último año que estudiaría en su ciudad natal.
1943. Se traslada a Lima a terminar su educación secundaria. Llega a la casa de su tío Francisco Arana, en el pasaje Villacampa, del tradicional distrito del Rímac. Cursa el cuarto año de secundaria en el Colegio Nacional Nuestra Señora de Guadalupe.
1944. Arana termina su educación secundaria en el Colegio Nacional Nuestra Señora de Guadalupe.
1945. Su madre, Susana Castañeda, es tratada por reumatismo cardiaco. Le prohíben regresar a Cajamarca, pues temen por su vida.
1947. Ingresa a estudiar dibujo y pintura en la Escuela Nacional de Bellas Artes en la ciudad de Lima. Su familia se traslada en junio a Lima, donde llega a residir en el pasaje Sebastián Barranca, en el distrito de La Victoria.
1949. Finaliza sus estudios de escultura con un aplazado que subsanó en abril del siguiente año.
1950. Muere en diciembre Susana Castañeda, víctima de la enfermedad que la postró los últimos años de su vida.
1951. Conoce a Gina Lu Corzo, con quien tendría una hija, Rosario Arana Lu. El 10 de septiembre César Arana Castañeda aborda en el puerto de El Callao el barco que lo llevaría a San Francisco.
1960. Obtiene la ciudadanía estadounidense y adopta el nombre de Carlos Castaneda. Se casa con Margaret Runyan. El matrimonio dura unos meses.
1961. Viaja a la frontera con México, donde dice haber conocido a Juan Matus, el brujo que lo guiaría en el camino del “conocimiento”. Es el inicio de sus investigaciones para su doctorado en antropología.
1968. La Universidad de California, por recomendación unánime de un consejo de seis expertos, publica The Teachings of Don Juan, libro que lo volvería una celebridad y un clásico de la contracultura gringa.
1970. Muere César Arana Burungaray, padre de César Arana Castañeda, ignorando que su hijo había cambiado de nombre y el éxito que estaba alcanzando su obra. La editorial Simon & Shuster busca comprar los derechos para reimprimir la tesis de Castaneda, que se ha vuelto un best seller.
1973. El 5 de marzo la revista Time entrevista a Castaneda, le dedica su portada y el tema central de su edición.
1981. Su ex esposa Margaret Runyan publica el libro A Travel Magic.
1994. Castaneda presenta en México, durante una conferencia, a las tres mujeres acompañantes de su culto.
1998. El 27 de abril Carlos Castaneda deja de existir como había vivido, en el más misterioso silencio. Su muerte es atribuida a un cáncer de hígado. Tenía 72 años de edad, había publicado nueve libros y ganado más de sesenta millones de dólares con sus publicaciones.

Comments are Closed