Tras Los Pasos De La Diosa

Robert Graves

Por César Fuentes Rodríguez

Todos los santos la vilipendian, y todos los hombres sobrios
que se rigen por el justo medio del dios Apolo,
despreciando a los cuales navegué para buscarla
en lejanas regiones, donde era más probable hallar a aquélla
a la que deseaba conocer más que todas las cosas,
la hermana del espejismo y del eco.
“La Diosa Blanca” (1948)

No pocos conocieron a Robert Graves gracias a la serie de trece capítulos producida por la BBC en 1975 y titulada “Yo, Claudio”, con la participación de grandes actores del teatro inglés como Derek Jacobi (en el papel de Claudio), Sian Phillips, John Hurt (la primera víctima de “Alien, El Octavo Pasajero”), o Patrick Stewart (el capitán Picard de la nueva generación de Star Trek). Hoy es ya una leyenda, no sólo por las brillantes interpretaciones y la más que adecuada puesta del director Herbert Wise, sino principalmente por la extraordinaria novela histórica en que se basó y dio a conocer al gran público de todo el globo.
En efecto, “Yo, Claudio” (y su continuación, “Claudio El Dios Y Su Esposa Mesalina”) narra la visión del cojo, tartamudo y enfermo vástago de la familia real que haciéndose pasar por idiota llegó por casualidad a Emperador en la Roma del siglo I. Como testigo privilegiado, relata las intrigas palaciegas, los entretelones, la miseria y la locura del mayor Imperio de la Tierra, y la trama de sexo, poder y asesinatos no tiene nada que envidiarle a los modernos culebrones televisivos a la manera de Los Soprano o Falcon Crest.
Muchos descubrieron a través del libro y la serie la riqueza inusual de este escritor que se destacó también como poeta y ensayista. En cambio, no todo el mundo está al tanto de que Robert Graves, nacido en Wimbledon e hijo de un reconocido poeta irlandés, vivió gran parte de su vida en Mallorca, donde él mismo ubicaba las míticas Islas de Las Hespérides hacia las que Hércules se dirigió para recoger las manzanas de oro. Sólo que, como nos describe en esa curiosa mezcla entre novela y ensayo mitográfico que es “El Vellocino De Oro”, las tales manzanas eran en realidad doradas naranjas, y las ninfas, soberanas y sacerdotisas de las civilizaciones matriarcales del Mediterráneo anteriores a los tiempos en que los pueblos del norte bajaron con armas de bronce y hierro a imponer sus dioses masculinos.
Esta información no es ociosa. La crítica afirma que puede enfocarse la vida y la obra de Graves a la luz de la búsqueda de un ideal poético anterior a nuestros postulados clásicos del arte y la literatura. Su tesis apuntaba a que la poesía era un lenguaje mágico vinculado con ceremonias populares en honor de la Diosa Luna, Madre Tierra, Dadora De Vida (o algún otro de sus mil nombres), y que ese lenguaje fue corrompido por los invasores patriarcales. Luego vinieron los filósofos griegos, los cuales abominaron de los mitos y la magia porque no eran compatibles con su racionalismo a ultranza, y bajo su influencia se incubó una poesía de naturaleza eminentemente lógica, con el dios Apolo como patrono, que ha predominado desde entonces en las escuelas y universidades de Occidente. Graves llega a acusar a Sócrates de “homosexualidad intelectual”, pues al volverle la espalda a los mitos poéticos a través de la filosofía, la volvía también a la Diosa que los inspiraba y que exigía que el hombre rindiese a la mujer su homenaje espiritual y sexual en todo acto creativo; el intelecto masculino tratando de hacerse autosuficiente comportaría así un extravío deshonroso y estéril.
Esta teoría aparece en todo su esplendor y complejidad con un libro titulado “La Diosa Blanca”, escrito entre 1920 y 1935, mezcla de ensayo mitográfico y compendio poético-antropológico. Los primitivos dependían de La Tierra para todas sus cosas: alimento, protección, abrigo… tanto así que la identificaban con la vida misma. Habían notado que toda la vida era creada a partir de los cuerpos de las hembras (tanto mujeres como animales), de modo que encontraron natural la idea de que existiera una Todopoderosa Creadora Femenina. Ésta fue desde tiempos remotos representada en sus tres facetas emblemáticas: como doncella, como matrona y como anciana. Y las hembras eran cabezas de sus sociedades, mientras que los hombres cumplían ciclos rituales como consortes o reyezuelos y eran sacrificados (más o menos simbólicamente) al término del año solar, pues como el Sol morían para renovarse a la manera del mito egipcio de Osiris e Isis. La Diosa es para el poeta no sólo patrona, sino ama y señora que rige su inspiración y su acción, y Graves decía que el verdadero bardo era aquel que se entregaba en cuerpo y alma, las veinticuatro horas del día, a adorarla, de manera insobornable. Hasta qué punto el propio autor creía en esta teoría y cuál fue el efecto real que tuvo en su trabajo y en su vida, son las dos grandes preguntas que definen los modernos estudios sobre Robert Graves.

“La Diosa Blanca” se inscribe en la tradición de antropología antirracional de grandes autores como Joseph Campbell y James Frazer; trata de explicar los mitos (de una sorprendente variedad de mitologías) a la luz de las relaciones entre los antiguos clanes y sus tótems o personificaciones animales. Puede resultar un tratado excesivamente farragoso para el lector no especializado, pero ocurre que este compendio de religiones comparadas parece haberse convertido en la clave para estudiar y entender una gran mayoría de los trabajos posteriores de Robert Graves y representó sin dudas el punto de inflexión en su carrera como poeta y escritor. Así, su monumental diccionario titulado “Los Mitos Griegos”, donde alterna el relato del mito con la correspondiente elucidación de su propia cosecha, y las novelas “El Vellocino De Oro” y “Siete Días En Nueva Creta”, que están inspirados directamente en esos postulados. Incluso el volumen de “Los Mitos Hebreos”, escrito en colaboración con Raphael Patai, apunta a detectar los indicios de una antigua cultura matriarcal en los textos bíblicos y no bíblicos del judaísmo.

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Provenía el autor de “Yo, Claudio” de una familia conservadora de clase alta, que todavía creía ciegamente en la consigna de “por el rey y el país”, de patriotismo exacerbado y rígida moral victoriana. El joven estudiante de letras clásicas marchó al frente con el estallido de la Primera Guerra Mundial. Fue herido, dejado por muerto y reportado erróneamente como caído en acción. De la guerra no reflejó ni conservó imágenes de virilidad y gloria, sino de terror y locura; a pesar de ello, cuando fue apartado del servicio, la culpa por dejar solos a sus compañeros y subalternos le hizo rogar e insistir para volver al frente. Más tarde se interpuso para evitarle la corte marcial a un camarada que denunció la ruindad de aquella guerra en un panfleto.
Por cierto que su biografía abunda en sucesos llamativos, tanto así que algunos de ellos inspiraron sendas novelas y versiones cinematográficas. Abandonó a su dominante esposa y a sus hijos para liarse con una poetisa no menos dominante y, para colmo, inestable; es de rigor en el recuento de sus andanzas el incidente al mejor estilo “Atracción Fatal” en el cual su amante Laura Riding se arrojó desde la ventana de un cuarto piso y se rompió en tres partes el hueso de la cadera. Sobrevivió, y Graves también para seducir a otras mujeres, en las cuales creyó ver a aquella “Diosa Blanca” de los orígenes matriarcales que tanto admiraba. Bajo la forma carnal, podía hallarla en cualquier mujer que tuviese el carácter y los atributos para ser la Musa de un poeta, y en efecto él, ante todo poeta, se declaraba Adorador de la Diosa. Esto no se reflejaba necesariamente en sus relaciones sentimentales, como a menudo señalan sus biógrafos; su actitud no era sumisa ni arrebatada, sino más bien desconcertante. Todo indica que no se trataba de un adorador fetichista a la manera de Swinburne, sino que su devoción hacia las mujeres era, en todo caso, de tipo intelectual.
Por de pronto, aquel primer desprendimiento familiar representó también una ruptura con toda su vida anterior (incluido el traslado a Mallorca y el repudio al modelo británico de vida) y generó la autobiografía titulada elocuentemente “Adios A Todo Aquello”, que le valió su primera fama literaria, aunque también lo enemistó con mucha gente.

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“¿Cuál es la utilidad o la función de la poesía en la actualidad” es una pregunta no menos difícil porque la hagan desafiantemente tantas personas estúpidas o la respondan apologéticamente tantas personas tontas. La función de la poesía es la invocación religiosa de la Musa; su utilidad es la experiencia de exaltación y de horror mezclados que su presencia excita. ¿Pero “en la actualidad”? La función y la utilidad siguen siendo las mismas; sólo la aplicación ha cambiado. Ésta era en un tiempo una advertencia al hombre de que debía mantenerse en armonía con la familia de criaturas vivientes entre las cuales había nacido, mediante la obediencia a los deseos del ama de casa; ahora es un recordatorio de que no ha tenido en cuenta la advertencia, ha trastornado la casa con sus caprichosos experimentos en la filosofía, la ciencia y la industria, y ha traído la ruina a sí mismo y a su familia. La “actual” es una civilización en la que son deshonrados los principales emblemas de la poesía. […] En la que la Luna es menospreciada como un apagado satélite de la Tierra y la mujer considerada como “personal auxiliar del Estado”. En que el dinero puede comprar casi todo menos la verdad y a casi todos menos al poeta poseído por la verdad.
(La Diosa Blanca)

Robert Graves se consideraba, ante todo, poeta, y declaraba que el propósito de su oficio novelístico era apenas ganarse la vida. Parece increíble porque, de su vastísima producción (estamos hablando de unas 140 obras que se expanden en varias disciplinas de intereses literalmente inabarcables), son sus novelas históricas las piezas más vívidas en el espíritu de sus lectores, y es como prosista que la inmensa mayoría de ellos lo conocen.
De modo que la pregunta sería, “¿cómo se manifiesta la Diosa en su novelística?”. Resulta lógico suponer que una teoría capital para él y de semejante peso debería manifestarse más o menos obsesivamente en todos sus trabajos. Nos haríamos entonces el siguiente interrogante: ¿está retratada la mujer o la problemática de la mujer en sus novelas de una forma peculiar? Es decir,¿ podemos ir un paso más allá de la aplicación de un supuesto ideal poético y enfocarnos en las criaturas literarias que salieron de su pluma para investigar el grado de penetración de esas ideas? Para este fin tendríamos que dejar atrás su producción anterior a la elaboración de “La Diosa Blanca”, por más que en ella puedan encontrarse los gérmenes aislados de esta concepción.
El caso es que, a simple vista, las mujeres que nos muestra Graves rara vez se comportan como diosas o musas, y su narrativa no explora con frecuencia la tensión sexual o la guerra de los sexos. A menudo nos presenta pequeñas heroínas que se desenvuelven de manera cautelosa en un mundo de hombres, sin romper tabúes, acomodándose a las situaciones al tiempo que las modifican sutilmente. Hay excepciones, desde luego.
Algunos consideran el mundo de la Roma augusta con sus intrigas, grandezas y flaquezas confeccionado en “Yo, Claudio” (1934) y su continuación “Claudio El Dios Y Su Esposa Mesalina” como uno de los relatos más perfectos que se hayan escrito en el siglo XX sobre la Antigüedad Clásica. La figura de Livia, segunda esposa de Augusto, se extiende como un cáncer en las sombras de toda intriga durante la primera parte, mientras que en la segunda es Mesalina, una engañadora infinitamente más torpe y lasciva, la que concentra el papel femenino. Rasgos capitales de la Diosa pueden adivinarse en ambas, y también en los demás personajes femeninos, pero la estampa de Livia en particular es capaz de inspirarnos una especie de terror y exaltación muy similar a la que Graves mencionaba en el párrafo transcripto arriba. No son sólo sus actos abominables, sino los ojos y oídos que tiene en todas partes, el dominio absoluto de la realidad de su familia y del Imperio, y también su tono, aristocrático como se espera de una reina, pero ante todo despiadado, como corresponde a una diosa. Su propósito está guiado por dos consignas claras: despejar el camino de la sucesión para su hijo Tiberio y desvanecer el que ella considera sueño absurdo de que Roma vuelva a convertirse en una república, para lo cual no duda en manipular, engañar y envenenar a todo el que le estorbe, pertenezca o no a su casa. De hecho, Livia nunca muestra el más mínimo remordimiento, salvo cuando ya es tan anciana que accede a ver a su nieto Claudio para pedirle un favor muy especial. Entonces no muestra arrepentimiento alguno, sólo el temor a la otra vida; y ¿cuál es el único deseo y la obsesión de Livia?: ¡convertirse en diosa! En efecto, su nieto la deificará por decreto cuando llegue a Emperador.

“El Conde Belisario” (1938), que narra las aventuras del formidable general del decadente Imperio, también aborda tema romano, y aquí es la emperatriz Teodora la que ejerce el poder sutil y controlador que se muestra como contrapartida de la honorable frontalidad del protagonista. Como una especie de tercero en discordia, y un magnífico ejemplo de lo que arriba señala el autor con respecto al hombre que “ha trastornado la casa con sus caprichosos experimentos”, aparece el Emperador Justiniano, inepto, celoso, injusto y la perfecta antítesis de Belisario, su némesis, una especie de hermano oscuro (el Seth de la alegoría de Isis y Osiris) que también tiene mucho peso en la visión mítica de Graves.
En “La Esposa De Mr. Milton” (1943), la perspectiva cambia dramáticamente poniendo en cuadro el sojuzgamiento de una mujer. El autor resalta la tiranía masculina con una amarga descripción del matrimonio del maduro poeta puritano John Milton (el autor de “El Paraíso Perdido”) y una adolescente de dieciséis años llamada Marie Powell, cuyos padres acceden a casar para saldar una deuda y él luego humilla hasta niveles insospechados. Muchos sostienen que la imagen mezquina e insufrible que presenta Graves de John Milton obedece a odios personales hacia un viejo rival (el nuevo esposo de su ex amante Laura Riding), retratado aquí indirectamente. Pero los motivos que aduce el propio autor para haber escogido este conflicto como núcleo de otra de sus novelas históricas, resultan bien diferentes:
Tuve la repentina inspiración de que lo sabía todo acerca de Milton y su esposa, con la que estaba viviendo cuando escribió acerca del divorcio. Históricamente sé poco y tendré que reunir todos los libros relevantes. […] El pelo era la obsesión de Milton, y estaba ligado estrechamente con su complejo de Sansón. (de “In Broken Images: Selected Letters of Robert Graves 1914-1946” -la presente carta es de noviembre de 1941-)
El complejo o síndrome de Sansón se manifiesta en los varones que temen ser convertidos en peleles por una hembra, también en los que se sienten atraídos por una mujer que saben que les hará daño (real o imaginario) y en aquellos que buscan que los maltraten y terminan ellos mismos abusando y maltratando a su pareja como forma de reafirmar una supuesta autoridad perdida. En la novela, Milton decide casarse con Marie Powell en parte “por la gloria de su pelo”, tan abundante que representa para él la perfecta femineidad, y en parte porque cree que sólo la castidad del matrimonio beneficiará sus dotes como gran poeta épico. Su arrogancia provoca tantos malentendidos y desencuentros que las relaciones carnales no llegan a consumarse, Marie es enviada con sus padres y él clama por el divorcio. Tres años después, sabiendo que Milton planea casarse de nuevo, ella se presenta de rodillas y descorre su capucha para mostrarle “la gloria de su pelo”. El matrimonio finalmente se consuma, aunque Milton es demasiado egoísta como para notar que su oficio de amante no le proporciona a su esposa ningún placer, a pesar de que ella tiene tres hijos de él antes de morir en el parto en 1651. La figura de Milton está trabajada por Graves no ya con desprecio, sino con denodada antipatía. Es sabido que detestaba al poeta puritano, y que veía en “El Paraíso Perdido”, su obra cumbre, una traición a su obra más temprana, ya que para el autor de “Yo, Claudio” representaba lo opuesto a su ideal de poesía como relación entre el poeta y su Musa.
“La Hija De Homero” (1955) puede resultar una novela engañosa. Desde el título uno supone establecido el tema mítico, el despliegue epopéyico, y una presencia femenina reveladora. Sin embargo… Es bastante obvio cuáles fueron los atractivos que encontró Graves para escribirla y también su sello personal en el tratamiento de las leyendas homéricas (como siempre, algunas de sus afirmaciones eruditas rayan el esoterismo), pero a diferencia de “El Vellocino De Oro”, no parece tratarse de una trasposición directa de sus conclusiones acerca de la Diosa Blanca. El autor se inspiró en una teoría decimonónica que sostenía que “La Odisea” (en todo o en parte) no era obra de Homero sino de una princesa siciliana que, además, se había retratado a sí misma en el personaje de Nausícaa. A diferencia de “La Ilíada”, cuya homogeneidad hace presumir la creación de una sola mano o cuando menos el origen de una misma tradición, “La Odisea” en efecto muestra tres cantos iniciales casi divorciados -aun en estilo- del resto. El periplo de Telémaco se contrapone al largo y accidentado exilio de su padre, y éste es contado en el recuerdo del propio Odiseo hallándose refugiado en la corte de los feacios, de los que su salvadora Nausícaa es princesa casadera. Como si las aventuras del caudillo itacense estuviesen contenidas por un marco narrativo. Ahora bien, Robert Graves construye la novela a partir de un personaje de ficción que adapta las toscas peripecias de Odiseo (cantadas en algún punto por un bardo de nombre Femio) a su propia experiencia y en el contrapunto entre ambas realidades se desarrolla la gracia narrativa y la sustancia del relato. Por ejemplo, Femio dice que Penélope, la esposa de Odiseo, vivía en amores promiscuos y escandalosos con no menos de cincuenta de sus propios súbditos y “cada uno esperaba que lo llamasen a su lecho, sentados todos en círculo, como los perros cuando una perra está en celo”. La protagonista de la novela también está asediada por pretendientes, éstos tanto más indeseables, así que en la transformación final de los eventos para el poema épico la doncella hace lugar a la vacilación: “A la vez que alteraba la saga de ‘El Regreso de Odiseo’ para hacer que mis pretendientes elimanos pasaran como amantes de Penélope, tuve que protegerme contra el escándalo. ¿Y si alguien reconocía la historia y suponía que yo, Nausícaa, la irreprochable, había hecho el papel de ramera promiscua en ausencia de mi padre? Por lo tanto, según mi poema, Penélope tiene que haberse mantenido fiel a Odiseo durante esos veinte años”. Difícilmente encontremos aquí otros indicios de la personalidad de la Diosa, puesto que la propia Nausícaa está retratada como una doncella demasiado prudente, demasiado casta, demasiado seria, y su principal rasgo activo es el de una audacia que en todo momento parece superior a sus fuerzas.
Desde luego, uno no espera toparse con revelaciones insólitas (en cuanto a manifestaciones femeninas emanadas de un pathos religioso) en las dinámicas aventuras de “El Sargento Lamb Del Noveno” durante la Guerra de Independencia de los Estados Unidos, más próximas a las experiencias de Graves en el cuerpo de fusileros de la Primera Guerra. Tampoco en la policial “Colgaron A Mi Pobre Billy”. Sí acaso en “Rey Jesús” (novela basada en otra de las excéntricas teorías de Graves, la de que Cristo era legítimo heredero al trono de Israel), aunque deberíamos hilar muy fino más allá de la declaración de que Jehovah era un hijo de la Triple Diosa.
En cambio, “Las Islas De La Imprudencia” (1949) nos depara la duda. El libro trata sobre una poco conocida expedición marítima española que zarpa con la intención de colonizar tierras en Australia y los Mares Del Sur en las postrimerías del siglo XVI y en cuyo transcurso se descubrieron las islas Marquesas y las Salomón del Sur. El dato de interés lo aporta el hecho de que cuando el comandante Álvaro de Mendaña perece, su joven viuda, doña Ysabel Barreto, asume el mando absoluto de la flotilla y que Graves describe como “episodio único en la historia naval moderna”. Si bien esto ocurre en los últimos capítulos de la novela, el personaje se presenta como una mezcla neurótica entre mano de hierro y corazón frágil, a la manera de las heroínas románticas. Fuera de eso, no hay otro indicio.

A mí, por lo menos, me resultó sorprendente llegar a estas conclusiones. Se trata de un tema interesante para profundizar, y con este fin recomiendo la bibliografía.

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Robert Graves falleció el 7 de noviembre de 1985, luego de una larga decadencia de sus facultades físicas y mentales devenida por enfermedad. Está enterrado en Deià, Mallorca, donde vivió desde el comienzo de su retiro (con el intervalo de la Guerra Civil) y donde lo visitaron asiduamente decenas de aspirantes a poetas y admiradores de una obra siempre fascinante. Su tumba es una simple lápida con la inscripción “Robert Graves, Poeta, 1895-1985”.

Bibliografía de consulta:
Robert Graves and the White Goddess, por Richard Perceval Graves
Robert Graves, A Life On The Edge, por Miranda Seymour
Graves and the Goddess, por Ian Firla (editor)
New Perspectives On Robert Graves, por Patrick J. Quinn (editor)

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